Skip to main content

Full text of "Comentario histórico, crítico y jurídico a las leyes de Toro T. 1"

See other formats



Las obras jurídicas del autor comprenden: 


Tomo L — Comentario á las leyes de desvinculacion. — Comen- 
tario al decreto de 1838 sobre recursos de nulidad. 

II. — Estudios de Derecho penal. 

III, IV y V. — Comentario al Código penal. 

VI y siguientes.— Comentario á las leyes de Toro. 


■t .m “V ichi 


COMENTARIO 

HISTÓRICO, CRÍTICO Y JURÍDICO 

* 

A 

LAS LEYES DE TORO, 


’por 

* 

DON JOAQUIN FRANCISCO PACHECO. 


TOMO 1. 


MADRID: 

Imprenta de .Manuel Tello, calle de Preciados, num, Stí. 
1862. 




t 


A LA REAL UNIVERSIDAD DE SEVILLA, 

UNA DE LAS MAS JUSTAMENTE CÉLEBRES ESCUELAS DE DERECHO 

DE ESPAÑA, 

EN TESTIMONIO DE RECORDACION Y RESPETO, 

DEDICA ESTA OBRA, 

Jh 

LA PRIMERA QUE CONCIBIÓ, LA ULTIMA QUE SE PROPONE ESCRIBIR 

DE JURISPRUDENCIA, 


SU ANTIGUO Y RECONOCIDO ALUMNO 


El Autor 




PRÓLOGO. 


Unco muchos años que entró por primera vez en mi mente la 
idea de este libro, ó de algo semejante á este libro. Era yo un 
joven, un niño, puede decirse, á la sazón; eomo que si había ter- 
minado mis estudios de derecho en la universidad, aún me falta- 
ba largo tiempo para poder recibirme de abogado , según exijia 
el plan entonces vigente. Quizá por eso fué por lo que acogí la 
idea á que aludo ; que en aquella edad- ni se comprenden las di- 
ficultades, ni vacila el ánimo ante la magnitud de estas obras. 

Residía en Córdoba y me aplicaba asiduamente á los trabajos 
prácticos, aunque sin descuidar la doctrina que debe servirles de 
fundamento. Vivía en gran intimidad, en comunidad de estudios 
y de ocupación, con otros dos jóvenes, que eran por aquel tiem- 
po la esperanza y ofrecían ser la gloria dei foro cordobés: I). Ra- 
fael de Sierra, muerto en lo más llorido de sus años, después do 
desempeñar con distinción algunos puestos de judicatura, y don 
Antonio Quintana, que también ha seguido con igual lustre esa 
carrera, v que es director al presente, de un modo n.o ménos 
honroso, del instituto de aquella provincia. Con ellos recorría yo 
el severo campo de nuestras leyes ; con ellos medilaba sobre su 
fuerza , su valor , su espíritu ; con ellos me proponía y con ellos 
resolvía , en íin , los delicados y difíciles problemas, cuyo aeer- 



PRÓLOGO. 

VIH . , 

lado planteamiento y cuya oportuna resolución constituyen el 
deber y la honra de un verdadero jurisconsulto. 

Pues en esa reunión íntima, cordial, animada de los puros 
afectos que son propios de la juventud, fue donde nació el pen- 
samiento y se ordenó el propósito de escribir un Comentario , ó 
por lo menos una serie de disertaciones sobre las leyes de loro. 
Aunque escaso nuestro saber, como lo es siempre á los veintiún 
años, ya concebíamos que en aquel Ordenamiento estaban toca- 
dos los puntos capitales de nuestra legislación civil, y que un 
trabajo que lo tomase pür materia no podía ménos de encerrar 
toda ó casi toda la suma de doctrina del derecho de Castilla y de 
la actual jurisprudencia de las Españas. 

No es necesario declarar ni que la obra no se realizó, ni que 
de haberse realizado habría sido un engendro infantil , una po- 
bre cosa. Á los veintiún años puede escribirse bien lo que solo 
demanda imaginación, corazón, talento: de ninguna suerte lo 
que pide instrucción , lo que exije sensatez y prudencia , lo que 
supone conocimiento del mundo. Mis amigos valían y sabían más 
que yo; pero ellos, como yo, no tenían más que veintiún años. 

Vinieron de allí á poco las convulsiones políticas con la muer- 
te de Fernando Vil. Cada cual de nosotros debió seguir y siguió 
de hecho el rumbo que le deparaba la suerte. La de ellos los 
llevó á desempeñar, como queda dicho, juzgados de primera 
instancia en ciudades importantes. La mia me trajo á Madrid, 
para lanzarme en los azares de una vida lau variada como labo- 
liosa. Pe¡ iodista, diputado, ministro, embajador, senador,, con- 
sejero, nunca he dejado sin embargo el estudio de las leyes ni 
la asidua contemplación de la justicia. Creo haberla defendido 
como abogado; haberla sostenido como fiscal del Tribunal Su- 
premo de la nación ; haberla explicado en varias obras de dere- 
cho, que han sido favorecidas, quizá excesivamente, con la esti- 
mación universal de los hombres de la ciencia y de la cátedra. 
El carácter de jurisconsulto, apreciado por mí en todo lo que 



PRÓLOGO. | X 

vale, ha sido por más de veinticinco años uno de los timbres, 
quizá el más permanente, de mi existencia. 

Ahora que ésta ha llegado á su madurez ; ahora que comienza 
á sentir el cansancio de la larga agitación que ha sido su lote; 
ahora que se torna naturalmente á contemplar las ideas y los 
propósitos de sus primeros tiempos ; ahora he encontrado en mi 
memoria aquel pensamiento no cumplido , y he podido creer que 
lo que entonces era una audaz y descabellada presunción, podría 
ser actualmente una empresa digna, útil, merecedora de apro- 
bación y de elogio. Lo que el niño no hubiera podido llevar á 
cabo, quizá el hombre puede ejecutarlo sin grandes dificultades: 
el atrevido vuelo en que ícaro se debía seguramente despeñar, 
tal vez puede realizarlo su padre, llegando salvo y tocando in- 
cólume al término de su carrera. No en balde han pasado los 
años; no en balde se ha gastado la vista sobre los libros, y se han 
blanqueado los cabellos á fuerza de meditación. 

Y por otra parte, la importancia de la obra convida y estimu- 
la siempre. Las leyes de Toro continúan siendo una colección 
preciosísima de nuestro derecho civil : colección que los siglos an- 
teriores han examinado cada cual por su propio prisma , y sobre 
la que nada ha pensado , ó por lo menos nada ha escrito el es- 
píritu del siglo XIX (1). ¿No me será permitido á mí,— he pensado 
yo, — ol hacerme intérprete de este espíritu, el llevar su palabra, 
el desempeñar la obra que á él le corresponde? 

Si todavía es esto una audacia en mi edad v con mis aduales 
conocimientos, confieso que nada tengo (pie decir para excusar- 
me de ella, lie creído de buena fé que podría llenar hoy el car- 
go que voluntariamente tomaba; y que bajo los punios de vista 
histórico, crítico y judicial, que son los de un verdadero comen - 


(1) El Comentario del Sr. Llamas se ha publicado en este siglo, pero 
evidentemente , por su espíritu , no pertenece á él. De ese Comentario y 
de los demás que conocemos , pensamos hablar al fin de la obra , en el 
t'pilogo con que nos proponemos concluirla. 



x PRÓLOGO. 

tarjo en la época presente, tenia medios para pensar y decir al- 
go que importara y que conviniera á la sociedad española. 

Según todas las probabilidades, será ésta la última obra de de- 
recho que yo escriba. Con ella cerraré el cuadro de mis traba- 
jos de esta clase, que no ha dejado dé ser extenso, si por ventura 
no ha sido valioso ni profundo. Y por eso tal vez, para redon- 
dearle y completarle, he preferido una materia civil, en cuyos 
asuntos me había ejercitado ménos hasta ahora. Yo me con- 
tentaría con tener en ella la fortuna que he tenido en la materia 
criminal, oyendo explicarme en las escuelas, viéndome traducido 
en obras extrañas , y sabiendo que se me cita en el más alto 
tribunal de Estado con elogios que verdaderamente me rubori- 
zan, porque en mi sincera conciencia no creo merecerlos. 

Una sola cosa diré : que no be puesto , que no pongo ménos 
esmero en esta obra que en todas las demás jurídicas que lie pu- 
blicado basta el presente ; y que si por desgracia quedase en ella 
inferior, culpa será de mis fuerzas, pero de ningún modo ni de 
descuido ni de falla de voluntad. 

Madrid, Agosto de 1859. 





Doña Juana, por la gracia de Dios, Reina de Castilla, de León, 
de Granada, de Toledo, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de 
Murcia, de Jaén, de los Vlgarves , de Algccira, de Gibraltar, 
de las Islas de Canaria, Señora de Vizcaya y de Molina, Prin- 
cesa de Aragón y de Sicilia, Archiduquesa de Austria, Duquesa 
de Borgoña: al Príncipe D. Carlos mi muy caro y muy amado 
hijo; a los infantes, duques , perlados, condes, marqueses, ri- 
cos- bornes, maestres de las órdenes, y á los del mi consejo y oi- 
dores de las mis audiencias, y á los comendadores y subcomen - 
dadores , alcaides de los castillos v casas fuertes v llanas, v a los 
alcaldes de la mi casa y córte y chaucillerías , y á lodos los 
corregidores y asistentes y alcaldes y merinos, y otras justicias 
y jueces cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de ios 
mis reinos y señoríos, asi realengo como abadengo, órdenes, 
behetrías, y otros cualesquier señoríos \ personas de cualquier 
condición que sean, v a cada uno y cualquier de \os, á quien 
esta mi caria fuese mostrada o su traslado signado de escribano 
público; salud \ gracia. Sopados que al Rey mi señor y padre y 
á la Reina mi señora madre que santa gloria haya, fue fecha re- 


lación de los gran daño y ga>lo que 
rales, a causa de la gran diferencia 


recibían los subditos natu- 
v variedad que bahía en el 


entendimiento de las leves deslos mis reinos, así del Fuero 


como 


de las Parlidas y de los Ordenamientos, v otros casos donde ha- 
bía menester declaración, aunque no habían leyes sobre ello; 
por lo cual acaecía que en algunas partes deslos mis reinos , y 



j2 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

auJen las mis audiencias , se determinaba y sentenciaba en u.t 
caso mismo unas veces de una manera y otras veces de otra, lo 
c U al causaba la mucha variedad y diferencia que habia en el en- 
tendimiento de las dichas leyes entre los letrados destos mis rei- 
nos. Y sobre esto por los procuradores de las Cortes que los di- 
chos Rey y Reina mis señores tuvieron en la ciudad de Toledo el 
año que pasó de quinientos y dos les fué suplicado que en ello 
mandasen proveer, de manera que tanto daño y. gasto de mis 
súbditos se quitase, y qué. hubiese camino como las mias justi- 
cias pudiesen sentenciar y determinar las dichas duelas. 1 aca- 
tando lo susodicho ser justo, y informados del gran daño que 
deslo se recrescia, mandaron sobre ello jila ti car a los de su con- 
sejo y oidores de las sus audiencias, para que en los casos que 
más continuamente suelen ocurrir y haber las dichas dudas vie- 
sen, y declarasen lo que por ley en las dichas dudas se debía de 
allí adelante guardar, para que visto por ellos lo mandasen pro- 
veer como conviniese al bien destos mis reinos y súbditos de 
ellos. Lo cual lodo visto y platicado por los del mi consejo y oi- 
dores de las mis audiencias, y con ellos consultado , fue acorda- 
do que debían mandar proveer sobro ello y hacer leyes en los 
casos y dudas en la manera siguiente: 

(Aquí las ochenta y tres leyes.) 

Y caso que los dichos Rey y Reina mis señores padres, vien- 
do que tanto cumplía al bien destos mis reinos y súbditos de 
ellos, tenían acordado de mandar publicar las dichas leves; pero 
á causa del ausencia del dicho señor Rey mi padre deslo's reinos 
de Castilla , y después por la dolencia y muerte de la Reina mi 
señora madre, que haya santa gloria, no hubo lugar de se publi- 
car como estaba por ellos acordado, y agorados procuradores de 
Cortes que en esta ciudad de Toro se juntaron áme jurar por 
Reina y señora de estos reinos , me suplicaron que pues tan- 
tas veces por su parte á ios dichos Rey y Reina mis señores íes 
había sido suplicado que en esto mandasen proveer, y las dichas 
leyes estaban con mucha diligencia fechas y ordenadas, y por los 

vistas y acordadag> de ma]lera 

cnLn ^ h S, "° * publÍcacio - n de ««as; q»e considerando 
cuanto provecho a estos mis reinos de esto venia aue ñor les fa- 
cer sena ada merced tuviese por "bien de mandar publicarlas y 



REAL PRAGMÁTICA. 


13 

guardarlas, como si por el dicho Rey y Reina mis señorea fueran 
publicadas, ó como la mi merced fuese. 

Y porque la guarda de estas dichas leyes parece ser muy cum- 
plidera al servicio de Dios y mió, y á la buena administración 
y ejecución de la justicia , y al bien y pro común destos mis rei - 
nos y señoríos, mando por este cuaderno de estas leyes, ó por 
su traslado signado de escribano público, al Príncipe I). Carlos 
mi muy caro y amado hijo, y á los infantes, duques, condes, 
marqueses, perlados y ricos-homes, y maestres de las órdenes, 
y á los de mi consejo y oidores de las mis audiencias , y alcal- 
des y otras justicias, y oficiales de la mi casa y córte y chanei- 
llerías, y á los comendadores y subcomendadores, y alcaides de 
los castillos y casas fuertes y llanas, y á los mis adelantados, y 
concejos, y personas, y justicias, regidores, caballeros y escude- 
ros , oficiales y homes buenos de todas y cualesquier ciudades y 
villas y lugares de los mis reinos y señoríos , y á todos mis súb- 
ditos y naturales, de cualquier ley, estado y condición que sean, 
á quien lo contenido en las dichas leyes ó cualquier de ella ata- 
ñe ó atañer puede, ó á cualquier de ellos que vean las dichas le- 
yes de suso incorporadas, y cada una de ellas , y en los pleitos y 
causas que de aquí adelante se movieren y escomenzaren , las 
guarden y cumplan y ejecuten, y las hagan guardar y cumplir y 
ejecutar en lodo y por lodo, según que en ellas y en cada una 
de ellas se contiene, como leyes generales de estos mis reinos; y 
los dichos jueces juzguen por ellas, y los unos y los otros no va- 
yan ni pasen ni consientan ir ni pasar contra el tenor y forma de 
ellas en algún tiempo ni por alguna manera, so pena de la mi 
merced v de las penas en las dichas leyes contenidas. \ de esto 
mandé dar esta mi carta y cuaderno de leyes, firmada del nom- 
bre del Rey mi señor y padre, administrador y gobernador de 
estos mis reinos v señoríos, v sellada con el sello del Rey y Rei- 
na mis señores padre y madre, porque á la sazón no estaba he- 
cho el sello de mis armas. V mando que sean pregonadas pública- 
mente en la mi córte . v que (leude en adelante se guarden y 
aleguen por leves generales de mis reinos. \ mando á las dichas 
mis justicias y á cada una de ellas en sus lugares y jurisdiccio- 
nes, que luego las llagan pregonar públicamente por ante escri- 
bano, por las plazas v mercados y otros lugares acostumbrados. 



14 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

y mando á los del mi consejo que den y libren mis carias y so- 
bre-cartas de este cuaderno de leyes para las ciudades y villas 
y lugares de mis reinos v señoríos, donde vicien que cumple y 
fuere necesario. Y losarnos ni los otros no hagades ni bagan ende 
al por alguna manera, sopona de la mi merced y de diez mil ma- 
ravedís para la mi cámara á cada uno por quien fincare de lo 
así hacer v cumplir. Y mando al borne que v os esta mi caí la 
mostrare que vos emplaze que parezcadcs ante Mi, en la mi cór- 
te/del dia (pie vos emplazare fasta quince dias primeros siguien- 
tes; y mando so la dicha pena a cualquier escribano publicó que 
para esto fuese llamado, que dé ende al que vos la mostrare tes- 
timonio signado con su signo, porque Yo sepa en cómo se cum- 
ple mi mandado. Dada en la ciudad de Toro, y siete (lias del 
mes de marzo, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesu 
Cristo de mil y quinientos y cinco años. Yo el Rey. Yo Gaspar 
de Gricio, secretario de la Reina N. a S. a las hice escribir por 
mandado del S. r Rey su padre, administrador y gobernador de 
estos sus reinos. Joanncs , Episcopus Cordubensis. Licentiatus 
Zapata. Ferdinandus Tello, Licentiatus. Licentiatus Moxica. Doc- 
tor Carvajal. Licentiatus de Sanctiago. Registrada; Canciller. 


COMENTARIO. 


1. La Pragmática que acaba de verse, preámbulo á la par y 
sanción oficial de las Leyes de. Toro, tiene indudablemente una 


gran importancia para comprender y poseer su espíritu. Expli- 
cando la razón por que se hicieron estas leyes , manifestando su 
causa y su piopósito, allana él verdadero, el único camino para 
su inteligencia. Quien prescinda de tales antecedentes,, ni se ha- 
ra cargo de sus preceptos en la mayor parte de los casos, ni ati- 
nara a resolver las dudas que de la letra de esos preceptos mis- 

“t r ° r es ° n0 entendemos ha sido oW- 

gunos comeX:^’ deSCartada ^ 0 í"* *» 

2. Nuestra legislación castellana procedía de tan diversos 


REAL PRAGMÁTICA. 


orígenes y de tan contrarios elementos tomo veremos y ooasigr 
Haremos en el próximo examen de la ley primera; y esa diversi- 
dad de procedencia y de índole, unida & la rudeza de los tiempos, 
había traído por resultado en la época á que se refiere esta Prag- 
mática, esto es, al comenzar el décimo-sexto siglo, toda la de* 
plorable confusión que señala su texto en palabras bien termi- 
nantes. De modo que el derecho práctico del país, la norma 
usual de su justicia, adolecían del defecto mayor que puede 
aquejar á los de cualquier estado , el de no ser fijos ni constan- 
tes. Los tribunales y las escuelas, los letrados y los profesores, 
sustentaban autorizadamente opuestas doctrinas , reconocían 
diversas normas, procedían por diferentes y encontradas pau- 
tas; y esto no era solo en aplicaciones difíciles ó remotas, sino 
en lo más sencillo, en lo más próximo, en lo más fundamental 
de la ley. Añádase que había algún punto de uso común y de 
importancia capital, cual era, por ejemplo, el de los mayoraz- 
gos, en que se carecía completa y absolutamente de doctrina 
escrita; y no se habrá menester de más explicación para ponde- 
rar todo el caos jurídico de aquella época, y toda la necesidad 
apremiante con que reclamaba del poder legislativo un remedio 
á tales padecimientos, una verdadera y distinta luz en tan es- 
pesas y enojosas confusiones. 

3. Habían formulado, pues, reclamaciones tan sentidas co- 
mo justas las Cortes que celebraran en Toledo los Reyes Cató- 
licos con el fin de jurar Princesa á su hija doña Juana; expu- 
sieron los males, y pidieron su alivio á la suprema potestad. V 
aquellos monarcas insignes, á quienes tanto debieron la nacio- 
nalidad, la potencia, el pueblo de las Españas, y con especiali- 
dad aquella gloriosa Reina, que es una de las más bellas y no- 
bles figuras, si no la más bella y noble de nuestra historia, no 
pudieron menos de prestarse al deseo y de satisfacer por su par- 
te la necesidad común, haciendo preparar, ordenar, discutir por 
las personas más competentes el Cuaderno donde se habían de 
resolver las dudas, establecer los principios, decretar las reglas 
indispensables, para que de hecho correspondiese una gran legis- 
lación a las exigencias de un pueblo grande y generoso. Obra 
fué ésta del periodo que corre entre IÓ02 y 1 50 1; iniciada, como 
queda dicho, por las Cortes de Toledo, que se reunieran en el 
primero de estos años : terminada antes de la muerte de doña 
Isabel, que ocurría en el segundo, en medio del duelo universal, 
y presagiando graves y tristes desastres para la nación. Cuando 
otras Cortes volvieron á reunirse, cuando pudo publicarse en 



COMENTARIO Á RAS REVES DE TORO. 

ellas el terminado Ordenamiento, la gran Reina de Castilla, á 
quien se había debido su obra, gozaba ya en el seno del Señor el 
premio de su bondad y de sus virtudes. 

4. Habíale sucedido en la corona su propia hija doña Juana, 
]a que hemos dicho que se juró en Toledo; la cual, mujer del. 
archiduque D. Felipe/madre ya de D. Carlos el que había de ser 
emperador, residía por aquellos tiempos en b landes, en los esta- 
dos de la casa de Austria-Borgoña. En Castilla gobernaba y ad- 
ministraba en su nombre su padre D. Femando, el Rey Católico 
de Aragón y de Sicilia. Este fue quien convocó para Toro las 
Cortes que debían reconocer á su hija soberana en el reino de 
San Fernando. Y en esas Cortes es donde se hizo la promulga- 
ción de las expresadas leyes, que de las mismas han tomado el 
nombre con que las ha conocido y conoce, con que las ha ape- 
llidado y apellida todo el mundo. Formadas por D. Fernando y 
doña Isabel en su reinado común, sancionáronse (como ahora 
decimos) y promulgáronse por el Rey viudo á nombre de su hi- 
ja, y aparecieron al inaugurarse el reinado de ésta, como un 
helio floron que había de adornar su joven corona, Pero la jus- 
ticia histórica, yá la par de ella el sentimiento común, no han 
dejado jamás de considerarlas como una gloria más de la que 
vengó definitivamente en Granada la vergüenza del Guadalete, 
y vendió sus joyas para dar á Castilla un nuevo mundo. 

5. Aquí pudiéramos preguntarnos y examinar si el objeto á 
que se encaminaban estas leyes encontró en su texto una reso- 
lución y una satisfacción adecuadas; si terminó la confusión, si 
se desvanecieron las dudas, si se adelantó, en fin, con ellas lo 
que se pretendía adelantar, cumpliendo las obligaciones que im- 
ponía un estado de civilización como el que alcanzaban nuestros 
mayores, entrado ya aquel siglo de lustre y de grandeza. Pero 


nuestros lectores comprenderán que la respuesta posible en este 
lugar á tales preguntas no' podría ser ni completa, ni justifica- 
da, ni consiguientemente satisfactoria. Esa respuesta irá resul- 
tando poco á poco de nuestro Comentario. Al examinar cada 


ley, y no antes,' es cuando podremos formular con fundamento 
su critica y su juicio; y si se quiere un resumen sintético, una 
apreciación común respecto á todas, ni el lugar ni la ocasión de 
expresarlos son de seguro el lugar ni la ocasión presentes. ; Á 
que, pues, hemos de adelantar lo que no es propio del principio, 

de lt n; !° qUe n ° iebe ser P ról °S°< sin o epilogo de nuestro 
trabajo? Bástenos anunciar ahora que no se oculta á nuestra in- 

teligeneia, m la posibilidad ni la justicia de esa cuestión ; y es- 



REAL PRAGMÁTICA. 


17 


peremos para dilucidarla y resolverla á que lo podamos hacer 
con I09 datos y conocimientos que no son propios de este sitio. 
Nada nos quedará por decir de lo que alcancemos y juzguemos, 
si Dios nos permite terminar esta obra. 

6. Solo añadiremos en el presente instante, ó solo inculcare- 
mos, por mejor decir, una y otra vez, que aun dentro de lá idéa 
que inspiró esta colección de leyes, nunca fué el ánimo de sus 
autores el de formular un verdadero y sistemático código, — no 
digamos como el de las Partidas, pero ni aun como cualquiera 
de los fueros ó el Ordenamiento de Alcalá. Asi, no hay divi- 
sión, no hay trabazón, no hay orden ni estudio científico entre 
sus partes; así, no hay libros ni títulos; así no hay más que le- 
yes. Su objeto (la Pragmática lo dice) fué ver y declarar lo que 
debería hacerse en los casos de duda que más comunmente so- 
lían ocurrir; y esta expresión, que textualmente copiamos, ex- 
cluye toda idéa de codificación verdadera y real, cual ha existi- 
do antes y después, en muchos y diversos tiempos. 

7. Parécenos que basta con lo dicho como preámbulo gene- 
ral de estas leyes, y que podemos entrar sin detención á copiar- 
las y á examinarlas. 



LEY PRIMERA. 


(L. 5. a , TÍT. UB. III, Nov. Rec.) 


Primeramente: por.quanto el Sr. Rey D. Alonso, en la villa 
de Alcalá de Henares, era de mil y trecientos y ochenta y seis 
años, hizo una ley cerca de la orden que se devía tener en la de- 
terminación y decisión de los pleitos y causas, el tenoi. de la 
qual es este que sigue: 

«Nuestra intención y voluntad es que los nuestros naturales 
y moradores de los nuestros reynos sean mantenidos en paz y 
en justicia; y como para esto sea menester dar leyes ciertas por 
do se librasen los pleytos en las contiendas que acaescen entre 
ellos, y magüer que en la nuestra córte usan del Fuero de las Le- 
yes, y algunas villas de nuestro señorío lo an por fuero, y otras 
cibdades y villas an otros fueros departidos, por los que se les 
pueden librar algunos de los pleitos; pero porque muchas son 
las contiendas y los pleytos que entre los hombres acaescen y se 
mueven de cada dia, que se non pueden librar por los fueros; 
por ende, queriendo poner remedio convenible á esto, estable- 
cemos y mandamos que los dichos fueros sean guardados en 
aquellas cosas que se usaron; salvo en aquello que Nos halláse- 
mos que se deven emendar y mejorar, y en lo al que son contra 
Dios y contra razón, y contra las leyes que en este nuestro libro 
se tienen: por las qualcs leyes deste nuestro libro mandamos 
que se libren primeramente todos los pleytos civiles y crimina- 
les. Y los pleytos y las contiendas que no se pudiesen librar por 
las leyes deste nuestro libro , y por los dichos fueros, manda- 
mos que se libren por las leyes de las Siete Partidas que el. Rey 



LRY PRIMERA . 


19 

D. Alonso nuestro bisabuelo mandó ordenar, como quier que has- 
ta aquí no se halla que fuesen publicadas por mandado del Eey, 
ni fuesen a vidas ni reccbidas por leyes. Pero Nos mandárnoslas 
requerir y concertar y emendar en algunas cosas que cumplía; y 
asi concertadas y emendadas, por que fueron sacadas y lomadas 
de los dichos de los Sanios Padres, y de los derechos y dichos 
de muchos sabios antiguos, y de fueros y costumbres antiguas 
de España, dárnoslas por nuestras leyes. Y porque sean ciertas 
y no haya razón de quitar y emendar en ellas cada uno lo que 
quisiere, mandamos hacer dcilas dos libros, el uno sellado con 
nuestro sello de oro, y otro sollado con nuestro sello de plomo, 
para tener en la. nuestra cámara, para en lo que oviere duda 
que lo concerledes con ellos. Y tenemos por bien que sean guar- 
dadas y valederas de aquí adelante en los pleylosy en los juveios 
y en todas las otras cosas que en ellas se contienen, en aquello 
que no fueren contrarias á las leyes deste nuestro libro y á los 
fueros sobredichos. Y porque los fijosdalgo de nuestros reynos 
an en algunas comarcas fuero de alvedrio y otros fueros por que 
se juzgan ellos y sus vasallos, tenemos por bien que les sean 
guardados sus fueros á ellos y á sus vasallos, según que lo an de 
fuero, y les fueron guardados hasta aquí. Y otrosí, en hecho de 
los rieptos, sea guardado aquel uso y costumbre que fué usada v 
guardada en el tiempo de losolros Reyes vea el nuestro, Y otrosí, 
tenemos por bien que sea guardado el Ordenamiento que Nos ago- 
ra hezimos en estas Cortes para los hijosdalgo, el qual manda- 
mos poner en Un desle nuestro libro. Y porque al Rey perlenes- 
ce y lia poder de hacer fueros y leyes, y de las interpretar y 
declarar y emendar donde, viese que cumple, tenemos por bien 
que si en los dichos fueros, ó en los libros de las Partidas, ó en 
este nuestro libro, ó en alguna ó algunas leyes de las que en él 
se contienen , fuese menester declaración y interpretación, ó 
emendar ó añadir ó tirar ó mudar, que Nos que lo hagamos; y 
si alalina contrariedad párese i ese en las leyes sobredichas entre 
si mismas, o en los fueros, o en cualquiera dedos, ó alguna duda 
fuere hallada en ellos, ó algún hecho porque por ellas no se pue- 
da librar, que Nos que seamos requeridos sobre ello, porque ha- 
gamos interpretación y declaración ó emienda do entendiéremos 
que cumple, ó hagamos ley nueva la que entendiésemos que 


20 comentario á las leyes de toro.. 

cumple sobre ello, porque la justicia y el derecho sea guardado. 
Empero bien queremos y soñamos que los libros de los dere - 
chos, que los sabios de los antiguos ficieron, que se lean en los 
siudios generales de nuestro señorío, porque há en ellos mucha 
sabiduría, y queremos dar lugar que los nueslios natuiales sean 
sabidores, y sean por ende mas honrados.» 

Y agora somos informados que la dicha ley no se guarda ni 
executa enteramente como devia. Y porque nuestia intención \ 
voluntad es que dicha ley se guarde y cumpla como en ella se 
contiene, ordenamos y mandamos que todas las nuestras justicias 
destos nuestros reynos y señoríos, ansí de realengos y abaden- 
gos como de órdenes y behetrías, y otros señoríos qualesquicr de 
qualquier calidad que sean, que en la dicha ordi nación y deci- 
sión y determinación de los pleytos y causas ansí civiles como 
criminales se guarde la orden siguiente: Que lo que se pudiese 
determinar por las leyes de los ordenamientos y premálicas por 
Nos hechas y por los Reyes que de Nos vinieren, en la dicha 
ordinacion y decisión y determinación, se sigan y. guarden 
como en ellas se contiene, no embargante que contra las dichas 
leyes de ordenamientos y premálicas se diga y alegue que no 
son usadas ni guardadas. Y en lo que por ellas no se pudiere 
determinar, mandamos que se guarden las leyes de los fueros, 


ansí del Fuero de las Leyes como las de los fueros municipales 
que cada cibdad ó villa ó lugar tuvieren, en lo que son ó fueren 
usados y guardados en los dichos lugares, v no fueren contrarios 
a las dichas leyes de ordenamientos y premálicas, ansí en lo 
que por ellas está determinado como en lo que determináremos 
en adelante por algunas leves de ordenamientos y premálicas, 
y los Reyes que de Nos vinieren, Ca por ellos es nuestra inten- 
ción y voluntad que se determinen los dichos pleytos y causas, 
no embargante los dichos fueros y uso y guarda delíos. Y lo 
que por tys dichas leyes de ordenamientos y premáticas y fue- 
ros no se pudiere determinar, mandamos que en tal caso (se) re- 
curra a las leyes de las Siete Partidas hechas por el Sr, Rey 
* , onso nuestro progenitor; por las quales, en defecto de los 
ichos ordenamientos, premáticas y fueros, mandamos que se 

aualonípr'eal rf^H 6 ^ 08 ^ CaUsas ans ' c ' v *' es como criminales, de 
qualquiei cal.dad o cant.dad que sean, guardando lo que por 



LEY PRIMERA. 


2! 

ellas fuese determinado, como en ellas se contiene, aunque no 
sean usadas ni guardadas, y no por otras algunas. Y mandamos 
que quandoquier que alguna duda ocurriere en la interpretación 
y declaración de las dichas leyes de ordenamientos y premáli- 
eas y fueros, ó de las Partidas, que en tal caso (se) recurra á 
Nos y á los Reyes que de Nos vinieren, para la interpretación y 
declaración dellas, porque por Nos vistas las dichas dudas decla- 
remos y interpretemos las dichas leyes, como conviene á servi- 
cio de Dios nuestro Señor y a! bien de nuestros súbditos y natu- 
ra les y á la buena administración de nuestra justicia.— Y por 
quunto Nos ovimos hecho en la villa de Madrid, el ano que pasó 
de noventa y nueve, ciertas leyes y ordenanzas , las quales 
mandamos que se guardasen en la ordenación y algunas en la 
decisión do los piey los y causas en el nuestro consejo y en (as 
nuestras audiencias , y entre ellas fezimos una ley v ordenan- 
za que habla cerca de las opiniones de Bartulo y Baldo y de 
Juan Andrés y el Abad, quál dellas se debe seguir en duda ú 
falla de ley; v porque agora somos informados que lo que liezi- 
mos por estorbar la prolixidad y muchedumbre de las opiniones 
de los doctores ha traído mayor daño y inconveniente; por ende, 
por la presente cassamos, anulamos, revocamos en quanto á esto 
lodo lo contenido en la dicha ley y ordenanza por Nos fecha en 
la dicha villa de Madrid, y mandamos (pie de aquí adelante no 
se use (leiia, ni se guarde ni cumpla. Porque nuestra intención 
v voluntad es que cerca de la dicha nrdinneion y determinación 
de los pícelos \ causas solamente se haga \ guarde lo contenido 
en la dicha lev del Sr. Ite\ P. Alonso, \ en esla nueslra. 

*. v » 


r.ÜMI'XTAWO. 


I. 


1 . Tu Comentario completo de esta ley seria por sí solo Ja 
historia de nuestro derecho. Mas, como comprenden los lecto- 
res. ni podemos ni debemos aspirar á tanto en la presente oca- 
sión: bastara contentarnos en esta materia con simples resume- 



99 COMENTARIO Á LAS LEYES PE TORO 

nes, remitiendo á obras especiales á cuantos deseen ó necesiten 
mayores noticias ó una explanación más minuciosa. 

2. Lo que formaba los reinos de Castilla en principios del 
siglo XVI, habia sido regido por la legislación romana, des- 
de que los emperadores de aquel inmenso estado extendie- 
ron sus preceptos y sus fórmulas á. todo el mundo que los obe- 
decía. España, una de las provincias del Imperio, había seguido 
como era forzoso la suerte común: primero las colonias, y des- 
pués todo su territorio, recibieron el derecho de la gian ciudad, 
corno último sello de su dependencia, y también como comple- 
mento de su civilización. Cuando los Vándalos, los Suevos y los 
Godos vinieron á devastar la Península, luego á ocuparla, pos- 
teriormente á poseerla, los Españoles eran Romanos, tanto co- 
mo los pueblos de la alta Italia ó de la Galia meridional, y más, 
de seguro, que los de Grecia y del Oriente (i). 

3. Pero no se olvide nunca que el derecho romano no había 
obtenido aún, en aquella época, su perfección y acabamiento. 
No solo estaban por formar las grandes obras justinianéas, — el 
Digesto, el Código, la Instituía; — sino que no existía siquiera el 
Código Teodosiano, compilación, como se sabe, del propio si- 
glo V. Hacia el año 400, principio de aquellas invasiones, la 
legislación de Roma subsistía en toda su indigesta y no ordena- 
da abundancia, siquiera la enriqueciesen los trabajos de Gayo, 
de Ulpiano, de Paulo, y de tantos otros insignes jurisconsultos. 
El pueblo hispánico no podía gozar de privilegios que no disfru- 
taba el propio de las orillas del Tiber. 


4. Los Bárbaros, á su vez, traían costumbres que les ser- 
vían de leyes, en tanto que comenzasen á tener leyes escritas. 
Eran hordas á la sazón más bien. que naciones, ejércitos más 
bien que pueblos; y solo cuando se fijasen definitivamente en la 
tieira, solo cuando abriesen con el arado los fundamentos de 


una verdadera civilización, sería cuando hubiesen de poder pen- 
sar en lo que- es á un mismo tiempo de ésta la base y la corona. 
Si los Españoles, pues, tenían el derecho romano como existía 
entonces, los Godos y los Suevos no conocían otro que el des- 
’to en páginas pieciosísimas por Tácito y por Jornaiides, por 
San Isidoro y por Ammiano Marcelino. 


cintabms 3 ^ los Vascones.^l^ a _ sg r nunca de todo punto los 

la ev-iotiinri ii f • , 1 s ' e ^echo, que notamos en gracia de 

’ ”° “ mda k VCrdad * *» «i™ como gene- 



LEY PRIMERA. 


23 

5. Llegóse así hasta la época de Eurico (470). Extinguíase 
por entonces el reino de los Suevos, y el de los Godos tocaba al 
limite de su esplendor. Ya formaban estos un verdadero pueblo 
y un verdadero estado. Asentados entre el Loira, el Ródano y 
el Ebro, si se dilataban hasta el Tajo, si amagaban llegar hasta 
las columnas de Hércules, no era, como un siglo antes, para de- 
vastar y abandonar luego el país, sino para conquistarlo, para 
agregarlo á la poderosa monarquía. Vencedor del Huno en Cha- 
lons, no cedía ya el Godo al üujo de las nuevas invasiones tár- 
taras. Primero por la fuerza como por el ingenio entre todos 
los pueblos bárbaros, llegaba el instante de que abriese su seno 
á las ideas civilizadoras. 

0. Eurico hizo leyes para sus súbditos, según nos refiere San 
Isidoro; y esas leyes, ó cuando menos algunas de ellas, son de 
las señaladas con el epígrafe de antiguas en la colección del 
Fuero-Juzgo. Mas estas leyes alcanzaban á los Godos y no á tos 
Galos ni á los Hispanos, aun aquellos mismos que eran sus súb- 
ditos; quienes seguían rigiéndose por el derecho de su antigua 
civilización, por las leyes y las tradiciones de Roma. Mezcladas 
pero no confundidas las razas, el sistema legislativo era peno- 
nal bajo los sucesores de Ataúlfo, como lo era por el mismo 
tiempo en casi toda Europa, y como tiene que serlo necesaria- 
mente donde quiera que se yuxtaponen pero no se asimilan ni 
aun tienden á asimilarse dos pueblos. 

7. Y tanto era así, y tan inconcuso era ese respeto por parte 
de los Godos á la ley romana, única posible para los Galos y 
los Españoles, que en el reinado de Alarico II, y por mandado 
de este, se compiló el Código denominado Breviario de Aniano, 
tomado de aquel derecho, compendiado del de Teodosio que ha- 
bía visto la luz algún tiempo antes, y con el propósito de que 
satisficiese á las necesidades de la expresada sociedad. De ma- 
nera que lo (pie el referido Teodosio hacía en Constantinoplu, 
para los restos aún existentes del Imperio, y lo que más tarde 
y con mayor perfección había de realizar Justiniano para sus 
súbditos del Oriente, de África y de Italia, eso mismo empren- 
día y ejecutaba el Rey bárbaro de Tolosa, en los términos que 
le eran posibles, con relación á los suyos de estirpe romana, del 
uno y otro lado del Pirineo. 

S. Al terminar, pues, el sexto siglo, la legislación de nuestra 
Península era la siguiente. El pueblo godo se regía por sus vie- 
jas costumbres y por las nuevas leyes de Eurico y Alarico: la 
sociedad española, súbdita de aquel, por el Breviario de Aniano 



94 comentario á las leyes de toro. 

y las tradiciones romanas: la que obedecía aún á los Césares de 
Constantinopla — (los de Roma habían concluido ya)— por las 
mismas tradiciones y por el Código de Teodosio. 

9 No es del caso relatar aquí ni cómo fueron expulsados de 
la Be tica y de la Cartaginense los Imperiales, ni cómo esas so- 
ciedades goda é hispánica comenzaron á caminar hacia su unión. 
Concurrieron á esto último la propia naturaleza de las cosas y 
la política de algunos monarcas; y entre los medios que se em- 
plearon para tal propósito, y entre las consecuencias que se des- 
prendieron de esta nueva faz, no hay la menor duda en que debe 
señalarse la unificación del derecho, emprendida con constan- 
cia, llevada con felicidad á cabo. Los Concilios y los Soberanos 
redactaron leyes y leyes hasta tener un código merecedor de 
este nombre; y cuando creyeron poseerlo, habiendo refundido 
en él toda la sabiduría de aquella edad, abolieron la ley roma- 
na, prohibieron su alegación y su uso* y declararon única nor- 
ma de la justicia ese código nacional, godo-galo-español, en- 
gendrado por el contacto de los dos pueblos, y que debía acabar 
de constituir en uno á los hijos del Mediodía y á los del Norte, 
á la raza latina y á la raza sármata. 

10. Así terminó oficialmente en España la autoridad de la ley 
de Roma; no, de seguro, su influencia. La cual, conservada en 
las tradiciones, embebida en las costumbres, inoculada, según 
queda dicho, aun en las propias leyes godas, permaneció como 
en el mundo entero embozada y latente, hasta el dia en que de- 
bieron volver á levantarla, seis siglos después, los estudios de 
una mayor ciencia y las necesidades de una próspera y crecien- 
te civilización. 


11. La dominación pacífica y exclusiva del Código Visigo- 
do — {Líber Judicuin , - Fuero- Juzgo más adelante)— hubo de ser 
desgraciadamente corta. La invasión alárabe de 711 puso fin á 
aquel estado, anegando en el Guadalete la espada de Ataúlfo y 
la corona de Rodrigo. La nacionalidad godo-española, sobre la 
base goda, se desvaneció con una casi incomprensible presteza; 
y venciendo como torrentes las débiles resistencias locales, en 
el espacio de pocos años, casi íbamos á decir de pocos dias, no 
solo ocupaban las huestes musulmanas toda la parte hispánica ' 
del derrocado imperio, sino que habían invadido las Galias y 
hecho beber a sus caballos las aguas del Ródano y del Loira, 
roeos ejemplos había presentado la historia del mundo de tanta 
ortuna y de tan grande y completa destrucción. 

Estaba escrit0 ’ sin embargo, que se levantase la Penin- 



lky primera. 


25 


sola de tal caída, y que nuevos estados, cristianos y podarosos, 
asentasen en ella su bandera como en firmísima roca , para lle- 
varla y pasearla después hasta por las remotas regiones de un 
nuevo mundo. Esa derrota que hemos mencionado del Guada- 
lete, podía acabar y acabó con la monarquía de Marico; pero 
ni podía ni debía acabar con la antigua nacionalidad céltica é 
ibérica. Había de ser, por el contrario, la ocasión de que esta se 
despertase y de que, rompiendo así el sello romano como el pre- 
dominio godo, volviese á tener la existencia propia y autonómi- 
ca de que malamente careciera por espacio de muchos siglos. 

13. No fueron, pues, estados godos como ni estados impe- 
riales los que nacieron en las montañas de Asturias y de Jaca, 
en Sobrarbe y en Covadonga : fueron estados españoles (1). 
Conservaron sin duda, — y era imposible que fuese de otro mo- 
do, — algo del espíritu, algo de las costumbres, algo de las ins- 
tituciones de la sociedad que los antecediera; mas inspiráronse 
también de un espíritu nuevo, indígena, verdaderamente nacio- 
nal; mas iniciaron otras costumbres, imposibles en las civiliza- 
ciones precedentes; mas echaron los fundamentos de una legis- 
lación distinta, que había de ir formándose, desarrollándose, 
perfeccionándose, hasta llegar á ser científica y completa. Con 
derecho se llamaron Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón, 
aquellos nuevos estados, que sucedían, sí, pero que no conti- 
nuaban homogéneamente á la potencia goda. 

14. Y sin embargo, el Código de esta debió seguir y siguió 
de hecho rigiendo en la esfera jurídica que tomaba entonces su 
principio. Lo cual procedía de varias razones. La primera, de 
que no había otro, y que no era aquella ocasión de pensar en 
hacer leyes. La segunda, de que los soberanos de Asturias y de 
León presumían descender de la vieja nobleza septentrional, 
con ese afan ingénito que lleva á todos los poderes, á todos los 
monarcas, á crearse una legitimidad que los autorice y decore, 
siquiera sea ficticia é insostenible ante la luz de la razón. La 
tercera y capital, en fin, que como el Código de que hablamos 
halda recibido la inlluencia del pueblo romano-español, tanto 
por io menos como la del antiguo espíritu godo, era fácil que 
conviniese á aquella sociedad nueva, y que pudiese satisfacer en 


[ 1) Lo más r/orto de tal restauración son los pequeños estados de los 
Pirineos orientales. No nos detenemos en notarlo y en ver sus conse- 
cuencias. porque las leyes de Toro y la monarquía castellana no tienen 
ninguna relación con aquel país. 



COMENTARIO Á LAS LEVES PE TORO. 

gran parte las necesidades de los estados españoles. Mejor ha- 
bía de regirse por sus leyes un pueblo ibérico, pirenaico, cantá- 
brico, con reminiscencias godas, — y eso era lo que existía,-— 
que no, ¿haber sido posible, un campamento godo con remi- 
niscencias hispánicas. No olvidemos nunca que bajo Sisenando 
y Egica la inmensa mayoría de los peninsulares no eran Godos, 
sino Hispano-romanos, y que los Padres de los Concilios de To- 
ledo, autores de tantas de aquellas leyes, más bien y en mayor 
número correspondían á la clase de estos, que era la letrada, 
que no á la clase de aquellos, que era la aristocrática y militar. 

15. Á pesar de todo, en la nueva época que se abría para 
nuestros padres, y que debía durar por espacio de algunos si- 
glos, hacíase imposible que permaneciese único el Codex Wi - 
sigolhorum como regla del derecho español. Era aquel el momen- 
to de la existencia social por pequeños grupos; á más de ser el 
de una guerra perpetua é intestina, como no se ha presentado 
jamás en la historia. El municipio, esto es, el concejo, se elevaba 
de entidad administrativa á entidad política; la repoblación exi- 
jía privilegios que la estimularan; nacía un nuevo orden de no- 
bleza en condiciones que no fueran conocidas antes. Comenzaba 
á haber realengo, abadengo, señoríos, behetrías , algún tiempo des- 
pués órdenes. Todo ello, en la pujanza de su juventud, no podía 
menos de tener influjo sobre la legislación, despedazando á esta, 
á semejanza de cómo despedazaba al estado. Imagen ó reflejo 
de la confusión que sucediera á la unidad gótica, fue completa- 
mente natural que naciesen un centenar . de fueros, para servir 
de múltiple norma á una justicia que había perdido su tipo úni- 
co, y erraba desatentada en medio de diversos ideales. 

16. Desde entonces, si el Libro de los Jueces no dejó de ser 
ley en varias ciudades ó en algunos juzgados, dejó por lo ménos 
de ser el código de la nación. Hablando propiamente, ya no hu- 
bo tal código. Perdió este nombre, se llamó Fuero , y fue un 
fuero más en medio de la muchedumbre. Consta que en Ovie- 
do íigíó consuetudinariamente: consta -que San Fernando lo dió 
como municipal, ó quizá más bien como provincial, á sus gran- 
des conquistas de Andalucía. Pero al lado de él, y siendo ley 
como él, existieron entre muchos otros los de León, Nájera, Se- 
púlveda, Cuenca, Cáceres; infinitos, en ñn, que conocemos, y 
quiza también algunos que no conocemos, y que yacen olvida- 
dos entre el polvo de viejos archivos. Y al mismo tiempo que 
e los, quizá antes que ellos, y supliéndolos en donde quiera que 
no los hubo, regíanse las villas , los lugares , los campos , por 



LEY PRIMERA. 


27 


lo que se llamó [alafias y alvediios , que no eran otra cosa que 
ejemplos, que jurisprudencias también locales, fundadas en el 
sentido común y en las prácticas de cada tierra. Causábalo to- 
do, exijialo todo, como hemos dicho, la época que se atravesa- 
ba, cuyo carácter esencial era el fraccionamiento, aun prepa- 
rando en medio de el los gérmenes de la unidad y de la gran- 
deza futuras. 

17. Esto por lo que dice relación al estado llano ó común. 
La nobleza, que nacía entretanto, como nace siempre en medio 
de esos heroicos combates; la nobleza, que formó una clase se- 
parada, una sociedad verdadera en medio de la sociedad, aun- 
que no fuese en León y Castilla de origen extranjero como lo 
era en otros estados de Europa ; la nobleza quiso tener asimis- 
mo sus leyes propias, cual tenía su condición, y ganó fueros 
particulares que regularon sus derechos y obligaciones. Créese 
que esta especial legislación tuvo su principió en las Cortes de 
Nájera, en tiempo de D. Alfonso Vil: sábese que fué aumentada 
por otros Reyes, como por D. Alfonso XI en el mismo Ordena- 
miento de Alcalá, según declara la propia ley que comentamos; 
y tiénese hoy por cosa cierta que se compiló en tiempo de don 
Pedro, en el célebre Fuero Viejo de Castilla, que quizá tomó 
este nombre en contraposición al Real de D. Alfonso el Sabio, 
indicando que eran más antiguos los privilegios de la hidalguía 
que el derecho común de la clase general de los pueblos. 

18. Asi, la división, el fraccionamiento, el espíritu local y 
el de clase habían tocado á sus límites. Sin embargo de lo cual, 
á medida que el estado había ido siendo más fuerte, á medida 
que el poder se había sentido más vigoroso, habíanse notado 
claras tendencias hacia la recomposición de la unidad. Necesario 
había sido, en los principios de la restauración, que la legisla- 
ción se dividiese: natural era, llegada la restauración á cierto 
punto, que la legislación se reorganizase y unificase. Con San 
Fernando, el gran monarca de Castilla, que reúne bajo su cetro 
desde el mar de Cantabria hasta el mar de Hércules, termina la 
concesión de los fueros verdaderamente municipales, y comien- 
za el propósito de la reforma legislativa. Al vasto y rico terri- 
torio que reúne á su corona, no da improvisadas, nuevas, y por 
decirlo asi, empíricas leyes, sino que señala, cual decíamos an- 
tes. el Código Visigodo, haciéndole traducir en castellano, como 
si le quisiese renovar y conlimar su antigua carta de naturale- 
za. V cuando después de una gloriosa vida, ilustrada con los 
mas insignes hechos, ve acercarse la suprema hora, y se prepara 




9g COMESIAUIO Á LAS LEYES DE TOBO. 

á dar cuenta á Dios del reino que le había encomendado, lo que 
encarga á su hijo y sucesorD. Alfonso, es quefijesus ojos y apli- 
que su ingenio á la legislación, y que la unifique y ordene, para 
ponerla en consonancia con las necesidades y con la civilización 
de un estado, que es ya en aquella época uno de los más gran- 
des, de los más cultos y de los más poderosos de toda Europa. 

19, No podemos extendernos en este Comentario cuanto con- 
sentirían los hechos .que resumimos; porque eso— ya lo hemos 
dicho antes — sería escribir la historia de nuestra legislación. 
Mas cuando se llega al reinado de D. Alfonso X es imposible 
no hacer algún alto, ó no consagrar mayor detenimiento al exá- 
men de los trabajos de codificación de aquel Monarca. Ninguno 
se ocupó tanto en esta materia: ninguno concibió, preparó, em- 
prendió tan importantes innovaciones: ninguno dejó unidas á 
su nombre y á su memoria obras tan grandes, tan verdadera- 
mente colosales en este género. Sus contemporáneos le llama- 
ron el Sabio , por su ciencia, superior á la edad en que vivia: los 
que hemos venido siglos después no podremos menos de llamar- 
le en todo tiempo el gran promovedor del derecho y de la justi- 
cia, el gran legislador de la nación española. 

20. Las obras de J). Alfonso, en este preeminente objeto de 


su autoridad real, fueron, según la historia, cuatro: el Setena- 
rio, el Especulo, el Fuero Real y las Partidas. El Setenario , que 
había comenzado su padre, que él concluyó; y que, encontrándo- 
se muy defectuoso, fué en seguida abandonado, y no es conocido 
en nuestra edad sino por su nombre. El Espéculo, tomado de la 
confrontación de los fueros municipales más importantes , y 


que contiene una buena parte de lo que era en ellos, por decir- 
lo así, derecho común. El Fuero Real, con el que quiso susti- 
tuirse uniformemente á los fueros anteriores, dándolo á todas 


las ciudades y villas que no lo tenían propio, y preparando 1 de 
esta suelte su extensión a todo el remo, que era á lo que el Mo- 
narca se encaminaba. Y últimamente, las Partidas , ingente obra 
de filosofía y de saber, una de las más grandes en aquel grande 
siglo XIII, que nos dejó tantas no igualadas por ningunas otras. 

21 . Muy diversa fué desde luego, y ha seguido siendo des- 
pués, la suerte de los cuatro códigos de D. Alfonso. Del Sete- 
nario ya hemos dicho que apenas mereció alguna atención li- 
geia, o por su poco mérito, ó eclipsado luego por las siguientes 
compi aciones El Espéculo, que no establecía realmente nuevas 
leyes, fue recibido sin dificultad, y se observó constantemente 
en los tribunales del estado. El Fuero Eeal, aspiración maní- 



LEY PRIMERA. 


29 


fiesta á esa unidad que tanto deseaba el Monarca, pugnó por lo 
mismo, ora con los intereses locales, ora con las aspiraciones de 
la nobleza, que comenzaba á rebullirse bajo la insegura mano 
de un hombre poco enérgico. Principió á regir, fue contradicho 
en seguida, y vivió una vida azarosa, hasta los tiempos de otro 
I). Alfonso, que era menos sabio, pero que fue más rey. Las 
Partidas, por último, ni aun f.eron promulgadas durante la 
vida de su autor; compuestas para ser efectivamente leyes, que- 
daron, por decirlo asi, como mero cuerpo de doctrina hasta las 
Cortes de Alcalá en el siglo XIV, en las cuales fueron revisa- 
das, aceptadas y solemnemente publicadas, para que formasen, 
en los términos que veremos después, una parte de nuestro 
derecho. 

22. De manera que el propósito fué por entonces más grande 
que el resultado. El legislador tuvo más inteligencia que poder, 
más aspiración que energía; y por eso ha sido más insigne en 
los siglos posteriores, é hizo más para el porvenir de su estado, 
que lo fué en su siglo propio, y que hizo para la sociedad con- 
temporánea. De aquí los encontrados juicios con que, acertada- 
mente uno y otro, pueden caracterizarle el jurista y el historia- 
dor; aquél se fijará en sus libros y le señalará como el más alto 
ingenio entre los soberanos de Castilla; éste se fijará en sus he- 
chos, y no podrá menos de censurar la flaqueza y el poco tino 
de su conducta, que trajeron para su reino y para él tantos des- 
órdenes y tantas desgracias. 

23. Después del reinado de D. Alfonso X siguen los de su 
hijo D. Sancho y su nieto D. Fernando, en cuya época se forma 
la colección denominada del Estilo. Quizá no fué ésta en su ori- 
gen sino una reunión de apuntes de jurisprudencia, ordenada en 
el consejo del rey y con arreglo á sus practicas: el propio nom- 
bre de entilo, costumbre, viene á corroborar esta idéa, que aun 
Índica, sin él, la propia naturaleza de sus leyes. Pero el mérito 
d<- ellas, por no decir su necesidad, le dieron una importancia 
incuestionable; hasta el punto de que se juzgó dondequiera por 
su tenor, y de que paso á paso fueron insertándose en posterio- 
res colecciones autorizadas como verdaderos códigos. Si no fue- 
ron por su origen tales leves, eleváronse á esta categoría, y en- 
traron muy luego á formar parte del derecho nacional. 

2-1. Tal era la situación de éste, cuando á mediados del si- 
glo XIV. en la era española, de 13Sb, otro Rey D. Alfonso, 
el último que ha habido hasta ahora en los reinos de Casti- 
lla, celebró Cortes en Alcalá de llenares, y sancionó y promul- 



30 


COMENTARIO Á LAS LEYES TE TORO. 

gó en ellas el Ordenamiento que ha llevado y conserva este 
nombre. No es ocasión de analizar aquí semejante obra, como 
no hemos analizado ninguna de las precedentes; pero lo es, sin 
duda, de fijarnos y detenernos en la primera de sus leyes, por- 
que no es otra cosa qué ella la repetida, la copiada en esta de 
Toro, sobre la cual discurrimos, y es nuestra obligación discur- 
rir, en el presente instante. 

25. ' El objeto de aquella ley fue el de poner término á la 
confusión, á la incertidumbre, a la anarquía, en que había su- 
mido á la jurisprudencia todo el caos político de seis siglos; el 
de declarar cuál era el verdadero derecho de la sociedad caste- 
llana, y en qué forma y con qué predación deberían aplicarse sus 
elementos constitutivos. En aquel inextricable embrión de leyes 
godas, de tradiciones hispánicas y romanas, de fueros munici- 
pales, de fazañas y alvedríos, de intentos de unificación, de doc- 
trinas del derecho común traídas de Bolonia, de privilegios y 
usurpaciones nobiliarias, era ya indispensable que una ilustrada 
inteligencia y una mano fuerte tratasen de derramar de un mo- 
do oportuno la luz, y de remover los estorbos, que embarazaban 
todo adelanto, toda civilización, todo orden. Lo que San Fer- 
nando hubiera hecho, de seguro, á vivir más; lo que emprendió 
con demasiado celo el autor de las Partidas, y que no realizó 
por falta de autoridad, y quizá de templanza; todo ello era un 
problema permanente, que se necesitaba con urgencia resolver, 
y que resolvió en efecto, y según nosotros del mejor modo po- 
sible, D. Alfonso XI, un monarca digno de este nombre por su 
alteza de miras y por su energía de carácter. 

25. ¿Cuál fue su sistema para lograrlo? ¿Cómo ordenó y lle- 
vó á cabo este sistema? — -He aquí lo que debemos y nos propo- 
nemos examinar tan clara y brevemente como nos sea posible. 


II. 


27. Un erudito de Bolonia, un enciclopedista de París, un 
filosofo de nuestra edad, hubieran intentado nuevamente la re- 
fundición y codificación del derecho de Castilla. Y decimos nue- 
vamente, ^porque esa obra se había ya intentado y ejecutado 
setenta anos antes; D. Alfonso X había sido á la par el erudito, 
e ene.elopedista y el filósofo: el Fuero Real y las Partidas ha- 
reahzado no una simple, sino una doble codificación; aquél 



LEY PRIMERA. 


3 ! 

bajo el punto de vista histórico, éstas bajo el punto de vista 
doctrinal. 

28. Pero D. Alfonso XI no correspondía á ninguna de tales 
clases, ni podía aspirar, de seguro, á semejantes ó análogas ca- 
lificaciones. Era un hombre práctico, un hombre de estado y de 
gobierno: otra cosa, que no teorías científicas, era lo que le ani- 
maba en sus resoluciones. Conociendo el mérito de las obras de 
su antecesor, las había visto fracasar contra intereses y habitu- 
des que merecían respetarse. Por eso quiso el respetarlos, sobre 
todo en la forma; por eso tomó un sendero, al parecer torcido, 
para llegar á la ordenada unidad que deseaba: por eso contem- 
porizó con ideas que ciertamente no eran las suyas, contentán- 
dose con ponerlas en abierto roce con otras que las habían de 
eclipsar primero, de sustituir y reemplazar después. D. A Ifonso 
sabía sin duda que la línea recta sólo es la más corta en mate- 
máticas, y que suele ser la más larga y la más difícil en las es- 
feras política y administrativa. 

2t). lió aquí, pues, á consecuencia de esto, el sistema adop- 
tado por el Rey de Castilla para declarar y ordenar el derecho 
de la nación. Primeramente, suprimir las fazañas y los alve- 
drios; esto es, acabar con la ley no escrita, obligando á que todo 
se rigiese por leyes verdaderas, y reservando como complemen- 
to de este principio á la autoridad real la interpretación de lo 
oscuro y el complemento de lo defectuoso. En segundo lugar, 
reducir la observancia y valor de los fueros municipales á aque- 
llos puntos en que fuesen usados y guardados; respetando su 
fuerza, sí, pero constituyéndolos en la categoría de privilegios 
odiosos, restringiendo sus disposiciones, contrariando su espíri- 
tu, ó por lo menos sospechando y poniéndose en guardia contra 
el, en todo lo que era especial, discordante de lo común. En ter- 
cer lugar, colocar al frente de ellos el Fuero délas Leves, esto 
es, el Real de su predecesor el otro D. Alfonso, declarando que 
por él sojuzgaba en la córte, lo cual era poner fuera de cues- 
tión su uso, y darle una consideración que había sido dudosa 
en medio de las revueltas de aquel siglo. En cuarto lugar, rever 
y concertar las Partidas, corregirlas en algo en que necesitaban 
enmienda, declararlas derecho universal supletorio, para que se 
acudiese á ellas por falta de mas atendible legislación; y confe- 
rirlas, sin embargo de este puesto, tai autoridad ó importancia, 
que. aun cuando no fuesen usadas ni cumplidas, se debiesen 
cumplir y usar sus disposiciones. Añádase á esto el señalar pre- 
ferencia y primacía sobre todo á los ordenamientos y pragmá- 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

ticas que se empezaban á hacer más frecuentemente que nunca 
en las Cortes del reino, y el respetar los fueros de los hijosdal- 
go, y sus costumbres de rieptos, tan importantes en la sociedad 
del décimo-cuarto siglo; y se tendrá conocida por completo la 
idea de aquel insigne monarca, que era, si no nos equivocamos, 
la más práctica y más útil á que pudiera acudirse para llenar la 
necesidad y satisfacer el propósito de que queda hecha mención. 

30. Los fueros, legislación tradicional, alguna vez contra- 
tada hílate ralmer te, siempre de procedencia española, han de 
preceder á las Partidas, legislación teórica y con reminiscencias 
extranjeras. Mientras haya en aquellos ley que pueda y deha 
observarse, estas no pueden reclamar plaza ni pretender ejecu- 
ción. Cuando no la haya; cuando falte la razón de la especiali- 
dad, del privilegio; cuando el no uso demuestre que se ha aban- 
donado lo que era exclusivamente propio, entonces, la teoría 
universal, la razón común, la doctrina científica se presentan 
con derecho, y no pueden menos de ser atendidas y acatadas. 
Y en cuanto á la supresión de las fazañas, nada tenemos que 
añadir: nacieron, como era forzoso, en principios de la restau- 
ración, cuando Asturias, cuando León, cuando la propia Casti- 
lla no podían pensar en leyes: ahora que las hay es menester 
que desaparezcan, en cuanto no se hayan escrito y no hayan to- 
mado la naturaleza de estas otras. 


31. Fue, pues, un gran paso en la legislación castellana esta 
ley del Ordenamiento de Alcalá. Puso límite al cáos de seis si- 
glos: inició y desenvolvió el único sistema acertado y posible 
en las circunstancias del estado: abrió, en fin, la moderna y ra- 
cional historia de nuestro derecho. Si no promulgó un código 
nuevo, completo, universal, hizo algo que no valía menos, y 
que nos llevaba con más seguridad al fin que ese código hubie- 
ra podido proponerse. La fórmula que trazó fue una gran fór* 
muía, y el problema social que se encargó de resolver pudó mi- 
rarse en realidad como resuelto. 


32. Lo cual no quiere decir que no pudiera haber, después 
de ella, tristes errores, gravés dificultades, y aun vicisitudes y 
caulas. Rózase la legislación, y todavía se rozaba más en aquel 
lempo, con demasiado poderosos intereses, para que no esté 
sujeta con frecuencia á retrocesos y extravíos. La ley del Orde- 
namiento que acabamos de examinar había estimado en menos ' 
e lo que ellos se estnnaban por entonces á si mismos, i dos 
que eran en realidad de importancia: al de las localidades ó con- 
cejos, procurando reducir el valor de sus leyes; y al de la no- 



LEY PRIMERA. 


33 


bleza, si respetando las suyas, rodeándolas de un semejante dis- 
favor. Y cabalmente sucedía así en la víspera de aquel periodo 
de desorden feudal y municipal, que había de iniciarse con los 
disturbios entre D. Pedro y sus hermanos, y que solo se había 
de cerrar con la gloriosa gobernación de D. Fernando y doña 
Isabel. Siglo de guerras intestinas todavía más que de guerras 
extranjeras: siglo que parte de Montiel pam llegar á Ávila: si- 
glo en que los nobles se alzan tan poderosos para arrancar mer- 
cedes á los Reyes, y en que tan atrevidas y pujantes se encuen- 
tran á la par las comunidades de los concejos de Castilla, para 
reclamar y afirmar sus libertades y privilegios. No se extrañe, 
pues, ni que con posterioridad á esa ley del Ordenamiento se 
concierte y promulgue el Fuero Viejo de Castilla, extendiendo 
el antiguo derecho de los hijosdalgo, ni tampoco que vuelva á 
caer en confusión y en duda todo el arreglo legislativo, prepa- 
rado con tal maestría y prudencia en las Curtes de Alcalá. Agi- 
tábase de nuevo y de un modo bien profundo la sociedad, y nada 
tiene de extraordinario que se conmoviese y cayera en incerti- 
dumbre la legislación. Solo asentada definitivamente aquélla 
por los Reyes Católicos, fue cuando ésta debió tomar igual, de- 
finitivo asiento. 

33. Es inútil hablar aquí de ensayos más ó menos afortuna- 
dos, que se emprendieron con ese propósito, pero que no se 
elevaron de tal categoría. Podemos y debemos venir desde lue- 
go á las leyes de Toro, que son la principal obra legislativa de 
aquella edad. Y particularmente en la designación, en la regu- 
lación, en la ordenación del antiguo derecho, no cabe otra cosa 
que el acudir á esta primera ley, en que nos estamos ocupando, 
y por la cual se realizaron esos fines de una manera tan adecua- 
da, que nada ha habido que hacer de nuevo en el espacio de 
más de tres siglos. 

3 1. Pero esta ley primera no fué ni es sustancialmente otra 
cosa que la propia del Ordenamiento que acabamos de exami- 
nar. Ni aun quiso valerse de diferentes palabras para reiterar 
sus disposiciones. No se la citó tan solo: se ia copió, se la inser- 
tó á la letra; declarando que era ella misma, que erai) sus pro- 
pios preceptos los que habían de observarse. Tan acertada se 
la encontraba: tanto parecía conveniente para las necesidades 
de nuestro reino de Castilla. 

35. Quedó, pues, fijado, reiteradamente fijado desde enton- 
ces, y desde entonces se observa sin excepción y sin dificultad 

alguna, el ordenado cuadro de nuestra legislación. Allí se dijo 

3 



34 COMENTARIO Á TAS LEYES DE TORO. 

todo lo que era para nosotros lev, y de consiguiente todo lo que 
n0 lo era: allí se declaró con qué preferencia habían esas leyes 
de aplicarse, cuando se encontrara más de una de posible aplica- 
ción para cualquier caso. El objeto fué el mismo que en el siglo 
anterior, y el precepto fué también el propio. No hubo otra ver- 
dadera diferencia sino que al comenzar el décimo-sexto la auto- 
ridad monárquica era completamente poderosa, los grandes es- 
taban en evidente decadencia, las ciudades no pugnaban poi 
privilegios, sino por el derecho común, y de consiguiente no 
pudo renacer el caos político que tanto trabajara á las edades 
anteriores. Por eso lo hecho quedó ya hecho, y no ha sido jamás 
necesario el volverlo á mandar como cosa nueva. 


III. 


36. Sería inútil que repitiésemos aquí el orden de prelacion 
de las leyes, establecido en el texto que examinamos, pues que 
lo hemos expresado ya al analizar la del Ordenamiento. Pero 
no creemos lo sea el dilucidar varias cuestiones á que esos mis- 
mos textos pueden dar lugar, ora por las palabras que emplean, 
ora por las omisiones que en ellos pueden notarse. Precisamente 
para señalar y resolver las dificultades que nacen de la letra del 
derecho, es para lo que se intentan y se escriben estos Comen- 
tarios. 

37. Empezaremos por los casos de omisión, que son indis- 
putablemente algunos.— La ley del Ordenamiento, primero, la de 
Toro, después, que la ha copiado, ni una ni otra mencionan al 
Fuero-Juzgo, ni á las colecciones del Espéculo ni del Estilo. La 
ley de Toro— (la del Ordenamiento no lo podía hacer, pues que 
era anterior)— no habla tampoco del Fuero Viejo de Castilla, 
ley, como queda dicho, de la nobleza. Ahora bien: de este silen- 
cio ¿qué es lo que debe inferirse? ¿Se han de estimar vigentes, ó 
no se han de estimar vigentes los mencionados códigos? Y si 
creemos aquello, esto es, que se estimen vigentes, ¿han de re- 
gir como legislación nacional en todo lo que ordenaron y que 
no esté expresamente derogado, ó solo como legislación de pri- 
V1 egl0 ’ foral> en lo d ue r uere usada y acostumbrada? 

examinar estas bestiones separadamente, 

ó ñor ^ a ° ada Un ° de 6St0S c d er P°s de brecho, 

poi lo menos a cada categoría de los mismos. 



LIY PRIMERA. 


35 


IV. 


39. Principiamos por el Fuero-Juzgo, el más antiguo y el 
más célebre á la par entre todos; y al que, como hemos visto, 
no se. cita por ninguno de sus nombres ni en la ley de Toro, ni 
en su matriz la del Ordenamiento de Alcalá. 

40. Ya dijimos, aunque sucintamente, cuál fué el destino 
de aquel Código en la monarquía astur-leonesa-castellana. Con- 
servado, como era natural y aun forzoso, después de la exen- 
ción de la goda en el desastre de Jerez, si vio amenguarse su 
importancia, por las fazauas piimero, y por cien fueros munici- 
pales en seguida, nunca desapareció completamente, nunca dejó 
de ser guardado y observado en alguna parte del reino, ora co- 
mo una especie de derecho antiguo, ya que no digamos común, 
ora en la clase de fuero municipal, análogo y concurrente con 
los otros. 

41 . La historia, la crítica, la erudición, han puesto fuera de 
duda la verdad de estos hechos. Peliieer publicó la escritura de 
venta de unas tierras que pertenecían á ciertos monjes de la 
montaña, la cual se llevó á cabo, en tiempo de D. Fruela I, se- 
gún los preceptos, como dice la misma, de la ley gótica: «necun- 
*dum lex gótica cantinela Y los cronistas todos, sin excepción como 
sin dificultad alguna, afirman y cuentan que D. Alfonso II, el 
Casto, restableció en su palacio la antigua etiqueta goda, y con- 
firmó en todo su reino la legislación de aquella pasada mo- 
narquía. 

42. Mucho más conocidos, como mucho más inmediatos á 
nosotros, son los hechos del siglo XIII. Á todos consta que San 
Fernando dio por fuero á sus conquistas el Libro de los Jueces, 
hecho traducir por su orden al idioma común. aCunredo ¡taque 
rolis ut omnia judíela vesica secundum IJbntm Judicumsiut judica - 
tu, coram deccm ex nobilissimis illorum et sapientissimis <¡ui fuerinl 
ínter vos, (¡u i sedean t sempercum alcaldibus civítutis ad examinando 
judicia populurum. ut procedan t <n unes ¡n testinwnii . s in omni tena 
dominiorum meonim. Item sIutio> et mando <¡uud Líber Jitdicum, quod 
cijo misi Cordubam translatelur in vulgarent, et vucetur lorum de 
Cordubn cum ómnibus supradietis. et quod per yerma cuneta sil pro 
foro, et mdiiis sil ausus istud forum aliter apellare nisi Lorum de 
Cardaba, et jubeo et mando quod uníais morator et populada- in Itere- 



gg COMENTARIO A RAS LEYES DE TORO. 

¿amento quas ego dedero in termino de Cor duba Miepiscopis, et 
Episcopio, et Ordinibus, et Riquishomimbus, el Militibus, et Clencis, 
auod veniet ad judicium et ad Forurn de Cor duba.» 

43. No era, pues, una ley general, reconocida, incuestiona- 
da, de los estados de Castilla, pues que había que darla de esta 
suerte; pero fue de seguro una ley, un fuero provincial el Códi- 
go Visigodo, según los preceptos de San Fernando, pues que la 
tierra de Córdoba, llamada á la sazón un reino, excedía á lo que 

es en la actualidad aquella provincia. Ni decae en importancia 

bajo los reinados de suhijo D. Alfonso X y de su nieto D. Sancho 
el Bravo, que llenan lo restante de aquel siglo; antes por el con- 
trario, parece que la tiene mayor, que es mucho más alta su 
autoridad. Consta primeramente, que habiéndose suscitado dis- 
puta en Talavera entre el alcalde de los mozárabes que juzga- 
ba por las leyes visigodas y el de los castellanos que juzgaba 
por otras forales, sobre quién había de conocer de ciertas cau- 
sas, tanto D. Alfonso como D. Sancho la decidieron en favor de 
aquel; disponiéndose por fin que no hubiese diferencia entre 
castellanos y mozárabes, y que todos hubiesen por fuero el Li- 
bro de los Jueces. Y consta además que en las Cortes de Va- 
lladolid, celebradas en 1293, se mandó á petición de las mismas 
que los alcaldes de la Casa del Rey que juzgaban pleitos y alza- 
das, lo hicieran constantemente por el propio Libro y no por 
ningún otro código. No son estos ya los caracteres de un fuero 
local ó provincial: si al dictar semejante disposición no se le e&-* 
tima como derecho común de la monarquía castellana, ignora- 
mos en verdad cuál sea la calificación que pueda dársele. 


44. Y sin embargo, fuerza es asimismo reconocer que esta 
petición de las Cortes y esta resolución tomada por causa de 
ella, pudieron ser meros hechos de reacción, y de consiguiente 
inseguros y transitorios. Rechazábase por aquella época la adop- 
ción de las Partidas, y aun llevábase con impaciencia el mismo 
Fuero Real de D. Alfonso el Sabio. Los intereses de la nobleza 
y de los concejos buscaban apoyos por'donde quiera contra las 
innovaciones de éste; y nada tiene de extraño que hubiesen que- 
o a optar y extender lo que era antiguo y en algunas partes 
se observaba, contraponiéndolo á doctrinas de donde augura- 

sunivelacion* mente ^ ^ VenÍr SU enfiac l«eci m iento y 


tJÍL ® , esta conjetura fuese fundada,, explicarías® perfecta- 

mente porque no se hizo mención del Fuero-Juz-o en la ley 

del Ordenamiento de Alcalá Su fln tnr ti a ir ° , la le * 

« Aicaia. su autor D. Alíonso el de Algeci- 



LEY PRIMERA, 


37 

ras continuaba con más tino y más prudencia la obra de su pre- 
decesor el otro D. Alfonso; levantaba el Fuero Real, publicaba 
las Partidas, y formaba con el uno y las otras el derecho co- 
mún de sus reinos. ¿Para qué, pues, necesitaba de la antigua 
ley gótica como tai derecho común? ¿Porqué no había de dejarla 
en la categoría inconcusa de fuero territorial, allí donde en efec- 
to lo fuese, ó por concesión ó por costumbre? 

46. Tal es sinceramente nuestro juicio sobre la cuestión pre- 
sente en la ley que vamos examinando. Puede ser que nos equi- 
voquemos; mas no será sin meditación ni sin razones. Que La 
tal ley no habló del Código Visigodo como de un cuerpo gene- 
ral de derecho, es evidente á todas luces: en el texto no se lee 
ninguno de sus nombres. Que no quisiese comprenderlo entre 
los fueros particulares, á los que hemos visto que también com- 
prendía, no sabemos en cuáles razones se pudiera fundar. Para 
nosotros, lo que dijo de las demás cartas de igual naturaleza, 
dijolo también del Fuero-Juzgo. Pero no dijo seguramente otra 
cosa. No le consideró, repetimos, al nivel del Fuero Real; pero 
no lo hizo de más desfavorable condición que los de Cuenca, 
de Sepiilveda, de Nájera, de Cáceres. Mandó que se cumpliese 
y observase en donde fuera guardado y observado. 

■17. Mas si esta es la inteligencia natural de las leyes del Or- 
denamiento y de Toro, fáltanos averiguar todavía cuál es el dere- 
cho presente en el momento en que escribimos este Comentario. 

1S. Esas leyes que acabamos de examinar han sido insertas, 
desde D. Felipe II, en todas las Recopilaciones, Primitiva, Nue- 
va y Novísima, y jamás se han alterado de una manera directa. 
Sin embargo, en el reinado de D. Cárlos III , y por lósanos 
de 1 77S, se expidió una cédula del Consejo, á virtud de repre- 
sentación de la Chancilieria de Granada, declarando que habían 
los tribunales de arreglarse á cierta disposición del Fuero-Juz- 
go, sobre una sucesión intestada de bienes, preferentemente y 
en concurrencia con otra disposición de las Partidas que le era 
contradictoria. uDebcis conformar vuestra determinación ése 
dijo} con el estatuto acordado por la provincia de Irinitarios 

Calzados de Andalucía el cual es arreglado y conforme á la 

ley 12, tit. 2, lib. IV del Fuero-Juzgo Y por cuanto dicha Ira 

del Fuero-Juzgo no se halla derogada por otra alguna dcbcrci , s 

igualmente arreglaros a ella en la determinación de este y semejan- 
tes negocios, sin tanta adhesión como manifestáis á la de Partida, 
fundada tínicamente en la< Auténticas del derecho civil de los 
romanos y en el común canónico...... 



38 COMENTARIO A LAS LEYES 1>E TORO. 

49. La disposición que acabamos de citar es, á nuestro jui- 
cio, una cosa bien diferente del texto de las leyes de Alcalá y de 
'Poro: su espíritu es de todo punto otro espíiitu. Que tenga in- 
cuestionablemente fuerza, que decida oficialmente la dificultad 
en el dia de hoy, no son materias que podamos poner en duda. 
Con más ó menos reflexión, con más ó menos consecuencia, los 
preceptos soberanos son siempre tales preceptos; y lo que es en 
ellos claro y explícito no puede hacerse poi nuestia mera volun- 
tad oscuro ni dudoso. Después deesa cédula, conforme ó no con- 
forme con la ley que comentamos, no cabe disputa sobie que la 
legislación gótico -española subsiste hoy por tesis general; salvo 
que en la práctica serán muy raras las disposiciones de la mis- 
ma que no se hayan copiado ó derogado en el Fuero Real ó en 
la Recopilación, y que sean aplicables á nuestro estado presente 
en el siglo XIX. 

V. 


50. El Espéculo, las leyes del Estilo y el Fuero Viejo de Cas- 
tilla, son también colecciones de que no habló la ley de Toro, 
como no había hablado la ley de Alcalá (1). Eran sin embargo 
códigos y no ordenamientos, y mucho menos fueros municipa- 
les. ¿Cuál será, por tanto, el derecho acerca de ellas? ¿Podrán 
invocarse, deberán ser atendidas como tales códigos? ¿Se esti- 
mará que por preterición quedaron derogadas? ¿Se limitará su 
alcance á aquellos. meros puntos en que se las haya guardado y 
observado? 

51. En la verdadera práctica de nuestro- siglo estas cuestio- 
nes no tienen una importancia mayor. El Espéculo y el Estilo 
tienen más de leyes de enjuiciamiento que de ninguna otra cosa; 
y claro está que semejantes leyes son las que más han variado 
con el trascurso de los tiempos. Algunas de sus disposiciones se 
hallan insertas en la Recopilación; y todavía, á pesar de eso, 
sera difícil que se pueda citar una sola aplicable á nuestro en- 
juiciamiento contemporáneo. 

52. Otro tanto sucede respecto al Fuero Viejo, aunque por 
diversas razones. Era este, como queda dicho, la ley especial de 
os íjosdalgo; , comprendía sus usos, consignaba sus privilegios, 


(1) La ley de Alcalá no podía citar el Fuero 
despees; pero la de Toro hubiera podido citarle.. 


Viejo, que se ordenó 



LKY l'RIMF.RA. 


39 


declaraba su derecho particular. Siendo asi, bien claro se ve que 
nada útil, que nada vigente puede comprender para el dia de 
hoy. Los siglos han llevado de todo punto esas distinciones, en 
cuanto pudieran producir diversidad de derecho; las clases ele- 
vadas se han refundido en la clase general del estado. No hay, 
de mucho tiempo acá, dos códigos, no hay dos leyes, no hay dos 
justicias. Hasta las meras honras desaparecen en el dia, como 
cuestión de raza; borrándose los últimos restos de lo que am- 
pliamente tuvo, pero ya no tiene, su razón de ser. Si la tradi- 
ción y la opinión conservan algún débil vestigio de esas entida- 
des históricas, la legislación, de seguro, no puede conservarlo. 

53. Asi, en el momento presente, demediado el siglo XIX, 
con nuestras actuaciones modernas, con nuestra nueva y nive- 
lada sociedad, no tiene interés ninguno la pregunta de si abo- 
lieron ó no abolieron las leyes del Ordenamiento y de Toro esas 
colecciones del Espéculo, del Estilo y del Fuero Viejo de Casti- 
lla. De cualquier modo que á ello se responda, siempre es cierto 
que nada importante se podría sacar de tales códigos para los 
usos y necesidades de nuestra época presente. Como obras tra- 
dicionales, tenemos otras más completas que las inutilizan: el 
mismo Fuero-Juzgo, el Fuero Real, los Ordenamientos, las le- 
yes de Toro, la Recopilación, en fin, que incluyó todo lo nece- 
sario: como obras de teoría y de doctrina, es necesario reco- 
nocer que nunca aspiraron á tal nombre, y que al lado de las 
Partidas no hay ninguna que merezca esa calificación. 

54. Si á pesar de todo hubiese empeño en resolver, aunque 
inútil, la cuestión propuesta, diríamos como nuestro parecer, y 
sin esforzarnos ñ defenderlo, que el Espéculo, tomado de los 
fueros municipales, debería entrar en la categoría de estos pro- 
pios: que el Estilo, apéndice, por decirlo asi, del Fuero Real, po- 
dría ser colocado en su misma línea; y que el Fuero Viejo, ley 
especial, ley de una determinada clase, habría de ser estimado 
como las otras que le eran análogas, y de que habló la del Or- 
denamiento, siguiendo su suerte y rigiendo como ellas en lo que 
fuera guardado y observado. 


VI. 


55. Hasta aquí nos hemos hecho cargo de las omisiones que 
se pueden notar en las leyes de Alcalá y de Toro, procurando 



40 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TODO. 


resol ve i’ los problemas que nacen de esas omisiones mismas. 
Pero dijimos que también caben algunos otros, procedentes de 
distinto origen. Aludíamos entonces, primeio á la cuestión agi- 
tada entre diversos pragmáticos, y que efectivamente se puede 
concebir y suscitar, sobre si la condición del uso, pedida a las 
disposiciones de los fueros para que . tengan fuerza, se limita á 
los locales ó municipales, ó si se extiende también al Real de 
D. Alfonso el Sabio, al que se llamaba por aquel tiempo Fuero 
de las Leyes'. Y en segundo lugar, nos referíamos al verdadero 
juicio que debe formarse acerca de las Partidas, de su valor le- 
gal, de su carácter é importancia, comparativamente con los 
demás códigos, y con el espíritu de los demás códigos. Puntos 
el uno y el otro de gravedad y de interés: puntos de que no 
puede prescindirse en una obra corno la presente; y puntos que 
examinaremos aunque sea con brevedad, diciendo lo que alcan- 
za nuestra razón y lo que nos parece más acertado en nuestro 
sincero juicio. 

56, Primera duda. ¿Se necesita para estimar vigente una 
disposición del Fuero Real, el que esa misma disposición haya 
sido hasta allí usada y observada? 

57. Las palabras textuales de la ley de Alcalá son las que 
siguen: «Y magüer que en la nuestra córte usan del Fuero de 
las Leyes, y algunas villas de nuestro señorío lo an por fuero, y 

otras cibdades y villas an otros fueros departidos por ende, 

establescemos y mandamos que los dichos fueros sean guarda- 
dos en aquellas cosas que se usaron; salvo en aquello que Nos 
halláremos que se deven emendar y mejorar, etc. »— Las 
igualmente textuales de la ley de Toro son las que copiamos: 
«Y en lo que por ellas (por las leyes de ordenamientos y prag- 
máticas) no se pudiere determinar, mandamos que se guarden 
lasleyes délos fueros, ansí del Fuero de las Leyes como las délos 
fueros municipales que cada ciudad, villa ó lugar tuvieren, en 
lo que son ó fueren usados y guardados en los dichos lugares, 
y no fueren contrarios a las dichas leyes de ordenamientos y 
pragmáticas.» Esto es todo lo que encontramos en la ley pri- 
mitiva y en la posterior: los textos de la una y de la otra no di- 
cen una palabra más. 


8. Ahora bien, ¿hay una igualación perfecta, para el punto 
que nos ocupa y habida consideración á esos textos, entre el Fue- 
r<> Keal y los fueros municipales? ¿Hay, por el contrario, indi- 
acioues de desigualdad, motivos de desemejanza, de donde una 
cna critica deba deducir diversidad de condición y de dere- 



LEY PRIMERA. 


41 


cbo? Si á primera vista puede creerse lo primero, ¿no vendre- 
mos alo segundo, reílexionando detenidamente sobre las expre- 
siones empleadas por una y otra disposición? 

59. La ley de Alcalá dke del Fuero Real que se usa en ¡a 
corle, mientras que de los otros solo dice que los an departi- 
dos los pueblos. El M-so, pues, del primero es un hecho que esa 
ley consigna; lo que consigna respecto á los municipales es me- 
ramente su concesión. Y si meditamos un poco, luego se verá 
que aquélla no podía asegurar otra cosa: D. Alfonso podía y de- 
bía conocer el uso de su córte; D. Alfonso no podía ni estaba 
obligado á conocer el uso de cada una de sus villas ó de sus ciu- 
dades. En el laberinto donde batallaba la justicia no era poco 
saber los fueros que estaban concedidos, y seria pedir imposi- 
bles el determinar los que eran usados y en qué eran ó no eran 
usados. 

60. Pasemos ahora de la ley primitiva á la que la copió, del 
texto de Alcalá a las adiciones de Toro. Aquí se dice que «se 
guarden las leyes de los fueros, ansí del Fuero de las Leyes co- 
mo las de los fueros municipales que cada ciudad, villa ó lugar 
tuvieren, en lo que son ó fueren usados y guardados en los di- 
chos lugares.» Mas este uso, esta guarda, esta práctica, que se- 
gún las palabras transcritas ha de ser local, ¿se aplica natural- 
mente, genuinamente, racionalmente, al Fuero de las Leyes que 
no lo es, ó á los fueros municipales que lo son? ¿Hablaba de to- 
dos la ley, mencionándolo, ó hablaba solo de aquellos en los 
cuales puede, ser racional, genuino, natural, el exijirlo? 

01. Cabe, sin duda, que nos equivoquemos; pero si nuestra 
inteligencia nos indicaba ya la distinción y la separación entre 
el Fuero Real y ios municipales, visto el mero texto de la ley 
de Alcalá, mucho más nos lo indica consultadas estas palabras 
de la de Toro. Parécenos que á lo que se pidió por ésta el con- 
traste y sello del uso, debió de ser á lo homogéneo con el uso 
mismo que se demandaba. Al Fuero de las Leyes, que era del 
reino y no de una ciudad, villa ó lugar, no concebimos que se 
señalara como condición de valia la observancia de poblaciones 
especiales; ó bien creemos que hubiera sido necesario dar a esta 
disposición unas explicaciones que el texto no emplea, y que en 
su silencio no pueden suponerse 1 . 

62. Tiene por otra parte esa doctrina la venta ja de ser con- 
íorme á los más obvios principios de lo racional, de lo conse- 
cuente y de lo justo. ¿No había dicho la misma ley que se cum- 
pliesen y guardasen los ordenamientos, no solo sin pedirles la 



|2 COMENTARIO Á TAS LEYES DE TOR(f. 

comprobación de su práctica, mas aun en el caso mismo de que 
se alegara un uso contrario? ¿Pues qué era, en verdad, el Fuero 
de las Leyes sino un ordenamiento un poco mas antiguo, hecho 
por quien tenía igual autoridad que los autores de los otros, de 
la misma naturaleza y carácter que los otros, y encaminado á 
idéntico propósito que los otros? ¿Por qué, pues, separarlo de 
esas obras legales, á cuya especie correspondía, para confun- 
dirle con las del género local, municipal, con las cuales no tenía 
de común sino el nombre únicamente? En buen hora que á és- 
tas, legislación de privilegio, se quisiese poner un correctivo,, 
que había de ir reduciendo y anulando el privilegio propio, hasta 
refundirle en el derecho común; pero donde existía este, donde 
solo se trataba de este, ¿no seria contra su naturaleza, como con- 
tra todo linaje de razón, el someterlo á unas prescripciones que 
no recomendaba ningún principio, porque eran lo opuesto de to- 
dos los principios posibles? 

63. Concluiremos nuestras observaciones sobre este punto 
con una de autoridad, que nos parece decisiva en el estado pre- 
sente de las cosas. Queda citada antes la cédula deD. Cárlos III, 
por la cual se mandó observar una disposición del Fuero- Juzgo; 
y podrán recordarse las palabras que como razón y tesis gene- 
ral se leen en aquel notable documento. «Y por cuanto dicha ley 
del Fuero-Juzgo no se halla derogada por otra alguna debe- 

réis igualmente arreglaros á ella, en la determinación de este y 
semejantes negocios, sin tanta adhesión como manifestáis á las 
de Partida.» — Esta declaración, este precepto, ¿no son por ven- 
tura aplicables al Fuero Real, de la misma manera, por lo mé- 
n°S) qne el Código Visigodo? ¿No lo son más, si se atiende á que 
la ley de Egica no era ya sino un fuero local en la época de los 
Ordenamientos de Alcalá y de Toro, miéntras que el de D. Al- 
fonso el Sabio, el llamado por estos «de las Leyes,» se había 
hecho para que rigiese en toda la monarquía castellana, y era 
usado en la córte del Rey, según dicen los Ordenamientos mis- 
mos? .¿Cómo, pues, no ha de valer la razón legal donde cae de 
lleno, cuando la cédula la aplica á un caso en el que sería dis- 
putable, pues cabría decir mucho sobre su aplicación? 



LEY PRIMERA. 


VII. 


43 


64. Pasemos ahora á la cuestión que dejamos indicada 
sobre las Partidas. Enunciamos que era digno de estudio el exa- 
men de su verdadero valor, de su carácter é importancia, com- 
parativamente con los demás códigos y con el espíritu de los 
demás códigos. Y entrando de lleno en la materia, vamos á 
decir lo que nos ocurre y tenemos por cierto, repitiendo las 
ideas que expusimos algún tiempo hace en otros apuntes (1), 
ideas que no hemos visto combatidas hasta ahora, y en las que 
nos han afirmado largos años de meditación y reflexión. 

b5. El Código de las Partidas, colocado en último lugar por 
las leyes del Ordenamiento y de Toro, postergado, no sólo a las 
nuevas que se hiciesen, no sólo al Fuero Real, sino á los pro- 
pios fueros municipales en cuanto fuesen usados y guardados; 
las Partidas, decimos, pueden ser consideradas de dos modos 
diversos, cada uno de los cuales produce en la práctica distin- 
tas consecuencias. Según un sistema y una doctrina, ese Código 
es el derecho común español, la base ordinaria y fundamental 
de nuestras leyes, sujeto sólo á las variaciones, á las deroga- 
ciones especiales que otras leyes, posteriores en fecha ó anterio- 
res por privilegio en autoridad, hubiesen hecho de sus precep- 
tos y mandatos. Según otro sistema y otra doctrina, ese Cudigo 
mismo no es nuestro derecho común sino subsidiaria y suple- 
toriamente: cosiderado más bien como extraño que como nacio- 
nal, admitido sólo á falta de leyes españolas y del espíritu de 
leyes españolas, no es menester que se le haya derogado {jara 
que no rija, siempre que sus disposiciones pugnen con ese espí- 
ritu y aun con las tendencias de ese espíritu. Eos que profesen 
la primera creencia pueden decir respecto a una determinación 
de las Partidas: ano está derogada, luego rige;» al misino tiem- 
po que los sostenedores ó partidarios de la segunda digan res- 
pecto a la propia determinación: «es contraria al espíritu de 
nuestras leyes verdaderas y nacionales, luego no hay que aten- 
der. no se debe atender á su precepto.» 

,;r ’. Esta diversidad de doctrinas no es ni una sutileza, ni una 
cosa poco común. Ocurre frecuentemente en la práctica: la hc- 


Oj Crónica Jurídica. — IS3'J. 



COMENTARIO Á LAS I-EYES DE TORO. 

ra os tenido más de una vez en la nuestra propia: explícita ó en- 
cubierta, apenas habrá letrado á quien no haya podido presen- 
tarse en la suya. 

67. Nuestra opinión ha sido siempre, y es también en el dia 
de hoy, que el segundo de los sistemas es el verdadero, que yei- 
ran los que, estimando á las Partidas un derecho común espa- 
ñol, exijen derogaciones especiales para que dejen de valer sus 
leyes: que aciertan, por el contrario, los que las consideran co- 
mo un mero código supletorio, y creen por ello que no obligan 
ni son atendibles en contraposición al verdadero espíritu de le- 
yes francamente nacionales. El contexto de la de Alcalá, la his- 
toria de todo nuestro derecho, y la misma de las Partidas des- 
de su formación hasta su publicación, nos persuaden del acierto 


de semejante juicio. 

68. Conocida es la prevención con que desde los tiempos de 
la monarquía goda se miró por nuestros mayores, ó por el go- 
bierno de nuestros mayores, el viejo derecho romano. Si en los 
primeros momentos de aquella época fué forzoso transigir con 
él, porque no había qué sustituirle para la sociedad hispánica, 
recuérdese cómo se le abolió tan luego como existieron otras 
leyes, ó de los Monarcas ó de los Concilios, capaces de regir á 
aquella sociedad. Cierto es que entraron sus ideas como un ele- 
mento para la composición del Fuero-Juzgo; pero no lo es me- 
nos que no se le consintió nunca quedase vigente al lado del 
Fuero- Juzgo. 

69. Vino la invasión arábiga, vino la restauración española, 
nacieron las fazañas, brotaron los fueros, hubo un flujo y reflujo 
de fraccionamiento y de unidad. Cobraron poder las municipa- 
lidades, y tuvimos aun en Castilla nuestro poco de feudalismo. 
Así llegamos al siglo XIII, uno de los más notables que presen- 
ta la historia: siglo que produjo en la teología la Suma de San- 
to Tomás, en la poesía la Divina Comedia de Dante, en las ar- 
tes cristianas las catedrales de Colonia y de Burgos. Entonces 
fué también cuando reapareció ó tomó cuerpo el romanismo en 
la legislación, y cuando el Rey D. Alfonso ordenó su obra de 
las Partidas, que es análoga y no menos insigne que las que 
acabamos de indicar. 


70. No tenemos verdaderamente palabras con que encarece 
a este Código. Confesamos y declaramos que bajo cualquier as 
pecto en que se le examine, que bajo cualquier categoría en qn, 
se le coloque, no le hay más digno de atención, de estudio, d 
respeto, entre todas las colecciones de nuestras leyes. Com< 



LEY PftntfRRA. 


45 

obra literaria, doctrinal, filosófica, carece de igual y aun pare- 
cida, asi en su época como en los dos siglos que le siguen: como 
documento histórico, encierra preciosísimos datos para conocer 
toda la media edad: como libro de verdaderas leyes, como cuer- 
po de derecho público y privado, como regla para un pueblo 
grande y poderoso, como ideal de una civilización elevada y 
digna, seguro es que no nos presentan aquellas centurias nada 
que pueda comparársele. Resume admirablemente todas las 
ideas de la ciencia contemporánea, y satisface cuantas podrían 
ser las necesidades aun de periodos más avanzados y cultos. 

71. Mas así como reconocemos lo uno, es necesario que di- 
gamos también lo otro: esa ciencia y esa cultura eran excesivas 
para nuestra sociedad, y llevaban especialmente un sello desfa- 
vorable porque eran extranjeras. Los doctores de quienes se sir- 
vió D. Alfonso venían de Bolonia, y una parte de las ideas que 
adopto tenían puro origen bizantino. El elemento español, los 
datos nacionales no formaron el núcleo de la obra: eran elemen- 
tos, datos extraños, los que, más perfectos á los ojos de la teo- 
ría, habían de prevalecer en aquel concurso. Para un Rey lite- 
rato, sabio, filósofo, naturalmente tuvo ventaja lo que se deri- 
vaba de una superior literatura y de una mayor ciencia. 

72. Resultado de esto fue, en la obra misma, que se ajustase 
á las antiguas ideas romanas más que á las nuevas ideas espa- 
ñolas; en la suerte de la obra, que suscitase tan poderosos obs- 
táculos que le fue imposible vencerlos á su propio autor. Con 
razón hasta cierto punto, con exageración sin duda, se opuso á 
ella el espíritu nacional, de grandes y de pequeños, de pueblos 
y de nobles, de señores y de hombres del común. D. Alfonso 
mismo retrocedió asustado ante semejantes consecuencias; y, 
como se ha dicho en otra ocasión, el más insigne de sus libros 
quedó á su muerte sin publicación y sin vida legal. 

71b Considerando tal historia, teniendo en cuenta lo que fue 
indispensable para hacer admitir estas leyes, fijándose en el lu- 
gar que les da la del Ordenamiento, no nos parece posible pro- 
fesar respecto á ellas otra doctrina que la que hemos aceptado 
en los números anteriores. El Fuero Real era más antiguo, y sin 
embargo, se coloca preferentemente: los fueros municipales eran 
mucho mas viejos, más imperfectos, más toscos.y sin embargo, 
obtienen también preferente estimación en todo aquello en que 
son usados y guardados. ¿Qué quiere decir esto sino que las Par- 
tidas son meramente una ley supletoria, auxiliar, á la que sólo 
se debe acudir en absoluta falta de la ordinaria y común' ¿Que ; 



40 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

quiere decir sino que casi son miradas como una legislación ex- 
tranjera, útil únicamente con derecho cuando falten los elemen- 
tos nacionales, no sólo en su letra sino también en su espíritu? 

74. Si las razones que acabamos de alegar dejasen aún al- 
guna duda en el ánimo de nuestros lectores, paiéecnos que las 
hay todavía de una autoridad completamente irrecusable, y á 
las que no concebimos cómo se pueda resistir. Hablando del 
Fuero-Juzgo hemos copiado más arriba algunas palabras de una 
célebre cédula del Consejo. Pues bien: permítasenos recordarlas 
en este lugar, dejando en seguida la pluma, porque nada pode- 
mos añadir ni más decisivo ni más claro. «Debeís igualmente 
arreglaros á ella— (á una ley del Fuero- Juzgo)— en la determi- 
nación de éste y semejantes negocios, sin tanta adhesión como 
manifestáis á la de Partida, fundada únicamente en las Auténti- 
cas del derecho civil de los Romanos y en el común canónico.» 


VIII. 


i O. 


Las leyes del Ordenamiento y de Toro, en que nos veni- 
mos ocupando, han continuado siempre y continúan vigentes 
en el dia. La fuerza y valor que ellas dieron á los Códigos espa- 
ñoles, son la propia fuerza y el propio valor que hoy tienen. 

78. Están en primera línea las leyes modernas hechas en’ 
Cortes, las nuevas compilaciones que las- mismas Cortes han 
realizado ó autorizado, y los reales decretos de este periodo, en 
los .asuntos correspondientes á. su esfera,— legislativa cuando la 
monarquía absoluta, ejecutiva y administrativa bajo la monar- 
quía constitucional. Sigue la Recopilación, en sus tres edicio- 
nes de Novísima, Nueva y Primitiva, compuesta de' los ordena- 
mientos, de las pragmáticas, de los autos acordados del antiguo 
Consejo, también de algunas leyes del Fuero Real y del Estilo. 
Posteriormente están el Fuero Real, el Fuero-Juzgo y los fue- 
ros municipales: aquellos, en lo que no esté derogado- ó imposi- 
bilitado, que será rarísimo; estos, en lo que se acostumbre guar- 
dar y cumplir, que no será-de cierto mucho más. Y después de 
todo ello, y á nuestro juicio después del espíritu de todo ello, 
vienen las Partidas, cuerpo completo, doctrinal, respetable; pero 
no mas que supletorio por el origen que tuvo y por las ideas 
que leinspiraron. Lo cual no quiere decir que no sea el más 
sultado de todos y el que resuelva mayor número de cues- 


4 



UCT PRIMERA. 


47 

tiones, eapecialmente en el derecho civil; porque sabido es que 
á medida que ha ido adelantando la civilización moderna, ha ido 
encontrándose más en armonía con la ley romana, que fué la 
más perfecta expresión de la civilización antigua. 

77. En el caso de faltar absolutamente derecho español para 
la decisión de las cuestiones jurídicas, no es permitido entre 
nosotros, como en otros paises, acudir ai común, civil ó canóni- 
co. Este lugar le tienen las Partidas, que se tomaron en mucho 
de tales fuentes. Tampoco hay, desde la presente ley de Toro, 
autores privilegiados, cuyos pareceres tengan oficialmente ma- 
yor fuerza. Los hubo en fines del décimo-quinto siglo, á virtud 
de una ley hecha por los Reyes Católicos. Pero ésta que exami- 
namos revocó sus disposiciones, y dejó á la razón natural, al 
buen sentido, á la jurisprudencia, en fin, que se forma por los 
fallos de los tribunales, el influjo que ellos solos deben tener. 
El derecho romano, como cualquiera otro extranjero, podrá ale- 
garse en razón de analogía y de fuerza moral digna de atención; 
pero autoridad verdadera y propia no la tienen en Castilla más 
que sus leyes, y aquél dejó de serlo eutre nuestros padres, desde 
la época de Leovigildo. 


IX. 


78. Las leyes que venimos examinando hablaron asimismo 
de la interpretación del derecho cuando en él apareciesen dudas; 
de su conciliación caso de ser contradictorio: y de la manera de 
completarlo cuando de ello hubiera necesidad. Como no podían 
menos de hacer, atribuyeron todas estas facultades á la autori- 
dad soberana, de la que es una obligación á la par que una co- 
rona el ejercicio del poder legislativo. Este residía á la sazón 
en el monarca, y ni D. Alfonso XI ni los Reyes Católicos eran 
príncipes que podían abandonarlo. 

7 ib En el dia de hoy esc poder reside en las Cortes con el 
Rey. No pues á éste solo, sino q él en unión con aquellas, cor- 
responde esa facultad de la conciliación, de la interpretación, de 
la perfección. Todo ello es acto de soberanía; todo es una parte 
de su ejercicio. La autoridad especial del monarca no va más 
allá que hasta hacer reglamentos para la ejecución de las mis- 
mas leyes, y dictar las medidas oportunas para la administración 
del estado. Mas el estatuir derecho, verdadero derecho, el dictar 
ley que merezca este nombre, eso le está prohibido por nuestra 



COMENTARIO Á TAS LEYES DE TORO. 

actual organización política. Y corno ley es la interpretación au- 
téntica, la declaración, el complemento de otras leyes, de aquí 
que quien no las puede por sí solo dictar, tampoco puede hacer 
por sí solo lo que implica concederlas ó dictarlas. 

80. Aparte de esa interpretación elevadísima, es bien sabido 
que existen otros géneros de interpretaciones. Una es la doctri- 
nal, la que hacemos todos, valiéndonos de nuestro juicio, apli- 
cando los principios de- la ciencia. Otra es la que hacen los tri- 
bunales al dictar sus fallos, y con especialidad los supremos ó 
de casación al conocer de tales recursos: la cual, repetida y con- 
firmada por varias resoluciones, llega á formar la jurispruden- 
cia del país. Si la vulgaridad ha censurado tal vez á la una y á 
la otra, llamándolas la ruina y perdición del derecho, el buen 
sentido y la reflexión han hecho justicia de esas exageraciones, 
y reconocido muy luego, no sólo que la razón individual es un 
principio indeclinable de nuestra naturaleza, que ha de interve- 
nir donde quiera que obran y piensan los hombres, sino aun que 
la propia jurisprudencia de los tribunales es un complemento á 
la par útilísimo y necesario de las leyes. Desde que no puede 
dictarse una de éstas para cada caso concreto de los que han de 
ocurrir en el mundo, indispensable es que se apliquen las dicta- 
das según lo que pida la inteligencia y lo que ordene el buen 
sentido práctico, recogido en esas tradiciones. 

81. La interpretación auténtica, cuando existe, de una ley, 
es tan rigorosa, tan permanente, tan inmutable como ella mis- 
ma: es un texto más agregado á su texto. Las interpretaciones 
de la jurisprudencia y de la doctrina, aunque no se concibe que 
varíen á cada instante, son transitorias y mudables de suyo. 
Producto de las opiniones, de las necesidades, de la ciencia con- 
temporáneas, se alteran con estas y ceden tal vez su lugar á lo 
que les era más contradictorio. Una misma ley, á distancia de 
algunos años, puede racionalmente aplicarse en diversos senti- 
dos, lestringirse ahora, cuando ántes se amplió; moderarse por 
tales fundamentos, que en otra época no tenían valor alguno y 
que. después fueron muy atendibles. Sin trastornar en el fondo . 
ei derecho escrito, la jurisprudencia le inclina justamente á uno 
ú otro lado, y en eso consiste una de sus mayores ventajas. Su- 
prirm lia; y o bien tendréis que quebrar diariamente las leyes, 

o bien habréis constituido en ellas uno de los más crueles tira- 
nos del mundo. 



unr PRIMERA. 


49 


X. 


82. Son dignas de consideración las palabras siguientes que 
se leen en la ley de Alcalá, relativas á la observancia de los fue- 
ros: t Establescemos y mandamos que los dichos fueros sean 
guardados en aquellas cosas que se usaren, salvo...,, en lo al 
que son contra Dios y contra razón, etc.» Expresiones en que 
hemos creído forzoso detenernos un instante, pareciéndonos que 
no puede prescindir de notarlas un Comentario de la misma ley. 

Sd. No nos llama, de cierto, la atención el principio en si pro- 
pio. Ha sido siempre cosa inconcusa que el derecho humano debe 
someterse á Dios, «supremo legislador de la sociedad,» como 
dijo la más celebre de nuestras modernas leyes políticas, y á la 
razón, que es destello de su soberana inteligencia, y el me- 
dio natural dado al hombre para distinguir lo justo de lo injus- 
to. Pero es una cosa notable verlo consignar en este sitio, y ca- 
balmente cuando se habla de los fueros, y únicamente hablando 
de los fueros. Como no puede presumirse que sólo respecto á 
ellos fuese la ley de Dios anterior y superior á las leyes huma- 
nas, de aquí que al leer esa frase, inmediatamente ha nacido en 
nuestro ánimo esta idea: ¿seria común en los fueros la conculca- 
ción, ó por lo menos el desden, respecto á las prescripciones di- 
vinas y racionales? 

bd. Por nuestra parte, no nos causaría extrañeza el que así 
se sostuviese. Sin necesidad de una exquisita erudición, y sólo 
con conocer la época de fuerza y de ignorancia en (pie los fue- 
ros se otorgaron y redactaron, nos parece el hecho completa- 
mente posible. Son tales las aberraciones de sentido, los abusos 
de todo linaje de autoridad que nos refiere, la historia como 
aceptado- y corriente' en los siglos medios, que ni podemos du- 
dar que algunos estarían consignados en las cartas de la época, 
ni puede parecemos raro el que un monarca tan digno como 
D. Alfonso tratase de ponerles un freno y una valla. Hizo bien, 
obró eual leed-helor v cual rev al escribir las palabras que he- 
mos copiado: usó de su derecho y cumplió su deber, recordando 
en una ley tan importante lo (pie la buena ciencia ha ensenado 
siempre en el mundo, pero lo que ios soberanos no han solido 
escribir en sus códigos, á saber: que no hay derecho contra el 
Derecho; que por cima de las concepciones y prescripciones hu- 

1 



50 COMENTARIO Á LAS LEYES BE TORO. 

manas hay dos cosas de una importancia mucho más capital: 
Dios y la razón. 

85. No queremos extendernos en esta materia, que es tan 
grave como peligrosa. Bástanos en el presente Comentario fijar 
el principio, que no dice relación únicamente á los fueros. Ese 
deber de ajustarse á lo que Dios y la razón preceptúan, no lo es 
sólo de ciertas leyes ni de ciertas épocas: deber perpetuo es de 
todos los tiempos y de todos los legisladores. De su cumplimien- 
to es de donde nace la legitimidad y con ella la autoridad de las 
obras humanas. Cuando se olvida, cuando se huella, la concien- 
cia de todo hombre de bien puede repetir, siquiera en sus aden- 
tros, lo que decía en esta ley su autor D. Alfonso: salvo en lo al 
que son contra Dios é contra razón. 



LEY SEGUNDA. 



2.*, tít. 3.°, 


MB. III, Nov. Rec.) 


Porque nuestra intención y voluntad es que los letrados en 
estos nuestros royaos sean principalmente instructos y informados 
de las dichas leyes de nuestros rey nos , pues por ellas y no por 
otras an de juzgar, y á Nos es hecha relación que algunos letra- 
dos nos sirven, y otros nos vienen á servir en algunos cargos 
de justicia sin aver passado ni estudiado las dichas leyes y or- 
denamientos y premáticas y Partidas, de lo qual resulta que 
en la decisión de los pie y tos y causas algunas vczes no se guar- 
dan ni platican las dichas leyes como se deven guardar y pla- 
ticar, lo qual es contra nuestro servicio, porque nuestra in- 
tención y voluntad es de mandar recoger y emendar los dichos 
ordenamientos para que scayan de impremir y cada uñóse pue- 
da provechar dellos; por ende, por la presente ordenamos y 
mandamos que dentro de un año primero siguiente y dónde en 
adelante, contando desde la data (testas nuestras leyes, todos los 
letrados que ov son ó fueren, ansí de nuestro consejo ó oidores 
de las nuestras audiencias y alcaldes de la nuestra cusa y córte 
y chaneillerías, ó tienen ó tovieren otro qualquier cargo ó ad- 
ministración de justicia, ansí en lo realengo como en lo abaden- 
go, como en las órdenes é behetrías, como en otro qualquier se 
ñoño des tos nuestros royaos, no puedan usar de los dichos car- 
gos de justicia, ni tenerlos, sin que primeramente hayan passa- 
do ordinariamente las dichas leves de ordenamientos, ó pragmá- 
ticas, é Partidas, é Fuero Real. 



52 


COMENTARIO Á TAS LEYES RE TORO. 


COMENTARIO. 

I. 


1. Como precepto actual legislativo, la ley que acabamos 
de copiar no tiene ninguna importancia. Son otras más moder- 
nas, son con especialidad los planes de estudios vigentes, los 
que señalan las condiciones de enseñanza que han de concurrir 
hoy en los jueces y en. los abogados. Pero como documento his- 
tórico, merece sin duda alguna atención esta en que nos ocupa- 
mos. Lo que dice y lo que manda, lo que refiere y lo que orde- 
na, no son cosas vacías de interés para el que examínalas anti- 
güedades de nuestro derecho. 

2. Sabemos, en primer lugar, por esta ley, que á principios 
del décimo-sexto siglo no conocían muchos de nuestros letra- 
dos, aun de los que administraban la justicia, las propias leyes 
españolas, que era su encargo sostener y aplicar: los ordena- 
mientos, las pragmáticas, las Partidas de D. Alfonso. No las ha- 
bían estudiado, no las habían pasado; y de consiguiente no las 
guardaban ni practicaban, como debían guardarse y practicarse. 

3. ¿Quiere decir esto que semejantes letrados y semejantes 
jueces no habían seguido ningunos estudios, siendo ignorantes 
y legos; ó quiere decir más bien que sólo habían cursado el de- 
recho romano ó el canónico, cual se enseñaba en Bolonia, en 
París y en Salamanca, y que no habían procedido de él al estu- 
dio de nuestro derecho propio, Fuero, Partidas, pragmáticas y 
ordenamientos? Nosotros creemos esto último evidentemente 
más probable. La época era letrada; y esa ignorancia de los que 
se dedicaban á la carrera de las leyes no podía ser absoluta. El 
mal estaba, no en la falta de estudios, sino en la naturaleza de 
los estudios; no en que se dejara de acudir á las escuelas, sino 
en lo que se dejaba de enseñar en las escuelas. La ciencia vul- 
gar no satisfacía las verdaderas necesidades de la vida pública. 

4. Es, pues, esta ley una continuación de la ley precedente, 
un nuevo paso inspirado por su espíritu. Allí se ha descartado 
todo lo que no es la legislación propiamente española, priván- 
o o e autoridad, para que no sirva de regla en nuestros tri- 
enales: aquí se ordena que esa legislación española sea. el ob- 



LET SEGUNDA. 


53 

jeto de los estudios, pues que ha de ser la norma única de la jus- 
ticia nacional. Alli se dispone el orden con que han de aplicarse 
nuestras leyes, descartando á Bartolo, Baldo y compañeros: 
aquí se completa la idea, previniendo que no sean Bartolo y 
Baldo la materia exclusiva de la enseñanza, La filiación y la 
consecuencia son notorias. 

5. Algo más sabemos por esta ley: que en aquel tiempo, ya 
muerta la Reina Católica, pero antes de los Reyes austríacos que 
habían de realizarla en la Recopilación, existía y dominaba la 
idea de compilar y enmendar los ordenamientos y pragmáticas 
de los siglos XIV y XV, acomodándolos á forma y contexto más 
útil, y dándolos á la prensa, que se reconocía ya corno el gran 
medio de aprovechamiento conrm, y de seguridad y perpetuidad 
de las obras. El gran pensamiento legislativo que tanto había 
preocupado á la insigne Soberana doña Isabel no debía, pues, 
abandonarse, ó por su hija ó por el Rey de Aragón D. Fernan- 
do, tutor y regente en nombre de esta: las nobles tradiciones 
jurídicas del reinado que tenía fin, perpetuábanse en medio de 
la confusión y del malestar que distinguieron á aquel perio do 
y aun á los primeros años del de D. Carlos. Continuaban la uni- 
dad y la perfección de la justicia siendo uno de los primeros 
cuidados de los Reyes, sin que lo impidieran ni sus intereses 
contradictorios, ni los restos del poder feudal que bajaba ante 
ellos su cabeza. Nótese, en comprobación de esto último, que 
no es sólo para dos pueblos de realengo para los que da sus dis- 
posiciones esta ley: los de abadengo, órdenes y señoríos han de 
sujetarse igualmente á sus mandatos. Si los ricos-hombres no 
han perdido el privilegio de nombrar jueces, estos por lómenos 
han de conocer la legislación real, asi como han de observarla, 
juzgando por lo que declara y preceptúa. 

II. 


6. Algunos comentadores, aceptando una opinión bastante 
común en ciertos tiempos, han pretendido con motivo de esta 
lev que el ejercicio de la abogacía, hecho con inteligencia, es 
una preparación excelente para el desempeño de los cargos de 
la judicatura. Son una gran cosa, según los que piensan de este 
modo, la práctica y la experiencia; y ningunas (dicen) pueden 
ser mayores ni más ilustradas que las que se adquieren con el 
manejo de los negocios, sosteniendo los debates forenses, patro- 



54 comentario á las leyes de todo, 

cinando y defendiendo las graves cuestiones que después han 
de ofrecerse en casos análogos para juzgar. 

7 Por más que encontremos plausible esta opinión á pri- 
mera vista, meditando sobre ella no nos pai'ece justa ni acerta- 
da. Diremos más: aparte de las razones con que ya se la ha com- 
batido, tiene el escritor de este Comentario el sentimiento de su 
propia experiencia, que no le permite vacilación ni duda. 

8. Hemos ejercido algunos años la abogacía; hemos sido fis- 
cal del tribunal supremo de la nación; hemos tenido, por últi- 
mo, que fallar negocios, si no propiamente como magistrado del 
orden judicial, como individuo del Consejo de Estado, en esa altí- 
sima magistratura contencioso-administrativa. Podemos, pues, 
hablar con conocimiento íntimo, y dar testimonio de si sirve ó 
no sirve la profesión de abogado, como buena y recta prepara- 
ción para la profesión de juez. 

9. Y decimos sinceramente que no. Ni por las habitudes que 

crea, ni. por la manera de considerar los negocios que exige, por 
nada es buen antecedente el haber visto pleitos como defensor 
de una parte, para verlos después como dispensador del derecho 
entre los dos que litigan. Ni complace esta ocupación al que se 
acostumbró á la primera, ni está dispuesto á desempeñarla co- 
mo demanda su naturaleza, como preceptúa la justicia. La abo- 
gacía puede ser una preparación para el ministerio fiscal, que si 
no le es homogéneo le es análogo; mas no lo es para la magis- 
tratura, encargo de todo punto desemejante. La abogacía es de 
suyo parcial: la magistratura tiene como primera y fundamen- 
tal regla el no serlo. - 

10. No decimos por esto que un hombre eminente no pueda 
pasar con utilidad pública de la una á la otra carrera: los hom- 
bres eminentes no sirven sólo para una cosa, y todas las expe- 
riencias sirven de bueno y útil caudal á su espíritu. Pero una 
cosa es esta excepción, y otra cosa la idea que como regla exa- 
minamos. El patrocinio, la defensa de los negocios no son me- 
jor aprendizaje para la judicatura que lo sería á su vez la judi- 
catura para igual defensa é igual patrocinio. Son cosas diversas; 
casi podríamos decir cosas contrarias. Verdad es que para la 
una y la otra se necesita el conocimiento del derecho; pero aquí 
acaba la relación, todo lo demás es diferente. Con ese conoci- 
miento es necesario que el juez sea recto, severo, imparcial, 
mientras que el abogado debe ser hombre de ingenio y de pasión. 
En este ha de dominar la viveza: en el primero debe brillar so- 
bre todo la templanza y el buen sentido. 



LEY TERCERA. 


(L. 2.*, TÍT. 18.", un. X, Nov. Rec.) 


Ordenamos y mandamos que la solemnidad de la ley del Or- 
denamiento del Sr. Rey 1). Alonso, que dispone quántos testigos 
son menester en el testamento, se entienda y platique en el tes- 
tamento abierto, que en latín es dicho nuncupativo, agora sea 
entre los hijos o descendientes legítimos, ora entre herederos e\ 
(ranos; pero en el testamento cerrado, que en latín se dice in 
scriptis, mandamos que intervengan á lo menos siete testigos con 
un escribano, los quales ayan de ürmar encima de la eseriptura 
del dicho testamento ellos y el testador si supieren ó pudieren 
lirmar, y si no supieren y el testador no pudiere firmar, que los 
unos firmen por los otros, de manera que sean ocho tirinas y más 
el signo del escribano. Y mandamos que en el testamento del 
ciego intervengan cinco testigos; y en los codicilos intervenga 
la misma solemnidad que se requiere en el testamento nuncupa- 
livo ó abierto, conforme á la dicha ley del Ordenamiento. Los 
(juales dichos testamentos v codicilos, si no tuvieren la dicha so- 
lemnidad de testigos, mandamos que no hagan fé ni prueba en 
juicio ni fuera de él. 


COMENTARIO. 

I. 

t. Ya encontramos plenamente en esta ley el carácter que 
hemos asignado á la generalidad de la colección: ya encontra- 
mos disidencias de derecho, dudas que era necesario resolver, 


56 


COMENTARIO Á TAS EEYES PE TORO. 

y que ella señala y resuelve. Los términos literales expresan 
que no es su precepto una disposición fundamental, primiti\a, 
sino que viene después de otras, y precisamente á reformarlas 
ó á concertarlas. 

2. No es nuestro ánimo el exponer originaria y completa- 
mente las materias sobre que recaen estas leyes de Toro, como 
lo hacían en' otro tiempo con aplauso y utilidad algunos de sus 
comentadores. El derecho español está más estudiado en el dia: 
sus tratados elementales son conocidos de todo el mundo: una 
obra especial como la que nos hemos propuesto no debe salir de 
su esfera propia, para extenderse á cuanto tenga con ella roce ó 
relación. Mas esto no impide ni el que estudiemos profunda- 
mente las leyes mismas para conocer bien todas sus disposicio- 
nes, ni tampoco el que tengamos que volver la vista hacia atrás, 
cuando las encontramos como la, presente , para examinar ó re- 
cordar lo que había antes de ellas, porque de otro modo ni al- 
canzaríamos su razón ni comprenderíamos su espíritu. 

3. Así, como esta ley tercera trata de las solemnidades ex- 
ternas del testamento, parécenos necesario indagar lo que exis- 
tía sobre tales solemnidades en la legislación castellana á prin- 
cipios del décimo-sexto siglo.— Veremos primeramente qué era 
lo dispuesto por leyes de índole y procedencia española, el Fue- 
ro-Juzgo, el Fuero Real y el Ordenamiento de Alcalá;'y exami- 
naremos después lo que ordenaban las Partidas, de origen teó- 
rico y romano, como queda dicho con bastante repetición. 

4. El Fuero-Juzgo había consagrado áesta materia la ley 1 1 . a , 
tít. 5.° del libro II; en la cual se reconocen cuatro maneras vá- 
lidas de hacer testamento. Es la primera, dice aquella ley, cuan- 
do se redacta por escrito, extendiéndolo. y firmándolo su autor, 
y además de él los testigos que fueren presentes. Es la segun- 
da, cuando le escribe el propio testador, pero no le autoriza él 
y los testigos, sino alguno entre todos ellos tan sólo. Es la ter- 
cera, cuando el otorgante no sabe escribir, y pide á alguno de 
aquellos que lo extienda y ló garantice con su firma. Y es la 
cuarta, por último, cuando no hay escritura alguna, sino que 
se hace meramente de palabra, á presencia de los que han de 
testimoniarlo. De todos estos modos, repetimos, admite y con- 
sagra la referida ley las últimas solemnes voluntades de los 
hombres, de todos ello.^ dice: «cada una destas quatro maneras 

de fazer manda, deve valer.»— Mas ¿cuál había de ser, según 

ese derecho el número de los testigos que deberían concurrir y 
es ar presentes al acto de que tratamos? Ni una sola palabra, 



LEY TERCERA. 


S7 


ni un» sola indicación encontramos acerca de tal punto. Fatiga- 
rase inútilmente buscándolas la erudición; y tendrá que con- 
cluir el buen sentido, contentándose para este hecho con lo que 
según el propio código constituye prueba en todos los de cual- 
quiera otra clase. 

5. Si pasamos del Fuero-Juzgo al Fuero Real, hallamos sin 
duda algo parecido. «Todo home que fiziere su manda (dice la 
ley t ,\ tit. 5.° del lib. III) fágalo por escripto de mano de los 
escribanos , ó de alguno de ellos que sean públicos, ó por otro 
escribano que ponga su sello conoscido, que sea de creer, ó por 
buenas testimonias: la manda que fuere fecha en qualquier des- 
tas quatro guisas vala por todo tiempo, si aquel que la fizo no 
la desfiziere.» — 'Texto oscuro como el anterior, y en el que, si 
bien encontramos ya al escribano que en aquel no había, qué- 
danos siempre por declarar el número de testigos que son indis- 
pensables, ora como solemnidad, ora como prueba del testa- 
mento. 

b. El Ordenamiento de Alcalá hizo adelantar esta materia 
como tantas otras, Según la ley única de su título 19.°, los testa- 
mentos que se redactasen ante escribano debían ser autorizados 
con tres testigos, vecinos del lugar donde se otorgaran; y los que 
lo fuesen sin aquel requisito tenían precisión de contar cinco, 
igualmente vecinos del lugar, á no ser que fuera imposible ha- 
berlos, en cuyo caso bastaría con tres tan sólo (l). — Mas esta 
ley, que asi fijaba lo que hasta entonces no se había fijado por 
los fueros generales, dejaba, en verdad, sin decidir otro punto 
de notoria importancia. Esa solemnidad de testigos, ese nume- 
ro, ¿habían de ser la propia, el propio, para los testamentos nun- 
cupativos ó públicos y para los cerrados? ¿O era que se desco- 
nocían estos, después de haberlos indicado por lo menos las le- 
yes que citamos más arriba? 

7. Entre tanto que procedía así la legislación nacional, tra- 
dicional, puramente española, la teórica de D. Alfonso X con- 
signaba un derecho mucho más completo en todo lo respectivo 
á últimas vol mtades. El testamento, y cuantas doctrinas se re- 
fieren á él. eran tratados con gran extensión, como que ocupa- 
ban. juntamente con las herencias, toda la sexta Partida. Aquí 


1 1 ! Lna ley fie Felipe II. que es !n 1 fít. ]S.°, lib. X de la Novísi- 
ica. haciéndose carg> de es fu, permitió también que se otorga .se testa- 
mento nuncuparivo ante siete test i ¡ros; que no fuesen vecinos del lu- 
gar. — Pero tal extensión es posterior á las leyes de Toro. 



58 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 

se ponían con perfecta claridad todas las diversas especies en 
que cabía dividirlo*, aquí se señalaban, sin dejar lugar á duda, 
las solemnidades que en unos y en otros eran necesarias. El nu- 
mero, rogación y calidades de los testigos, la unidad de contex- 
to, la institución de heredero, cuanto en sus últimos tiempos 
había conservado ó prescrito la legislación romana, todo se en- 
cuentra aquí determinado con una minuciosidad diligente, como 
acostumbraba hacerlo el autor del referido código. Sólo, repeti- 
mos, que atendiéndose demasiado á las fórmulas ó á las sutile- 
zas de aquel antiguo derecho, no se tenía presente que la his- 
toria y las tradiciones españolas rechazaban de todo punto ese 
espíritu estricto y formulario. 

8. Mas en fin, sucedía, en este particular, que las leyes del 
Fuero y del Ordenamiento eran demasiado oscuras y demasiado 
incompletas en presencia de las leyes de Partida; y que por lo tan- 
to, sin abandonar su espíritu podía tomarse algo de estas otras, 
para perfeccionar una materia tan interesante. Sucedía que, co- 
nocidas dos clases de testamentos, el huncupativo y el cerrado, 
era natural dar á cada uno de ellos solemnidades que no fuesen 
las mismas. Sucedía, por último, que la ley del Ordenamiento, 
completa y explícita en algunas partes, como al declararse que 
no fuese necesaria la institución de heredero para la validez de 
la última voluntad, dejaba que desear en otros puntos, cuando 
eran llegados nuestros mayores á una época tan ilustrada cual 
lo era.la de fines del siglo XV. 

9. Tal fué la razón de esta ley tercera de Toro. Encaminóse 
á perfeccionar la del Ordenamiento; y lo hizo muy racionalmen- 
te, tomando del sistema de las Partidas lo que era necesario 
para tal fin. 

II. 


10. Tenemos, pues, distinguidas en esta ley varias expresio- 
nes, varias fórmulas de última voluntad. Tenemos reconocidos 
en ella el testamento nuncupativo, ó abierto como vulgarmen- 
te se llama, el testamento cerrado ó in scriptis, el testamento 
del ciego, el codicilo. Tenemos señaladas, volvemos á decir por 

último, las solemnidades testificales que á cada especie corres- 
ponden. 

11. El testamento nuncupativo, que entonces y ahora era y 
es entre nosotros el más común, se otorga ordinariamente ante 



L*T TERCERA. 


*9 

un escribano público y tres testigos» vecinos del lugar. Tam- 
bién puede otorgarse ante cinco testigos vecinos, si no concur- 
riese escribano. Y por último, no sería inválido aunque los ta- 
les testigos fueran sólo tres, cuando en el pueblo no pudiesen 
encontrarse más. Todo ello era explícito en la ley del Ordena- 
miento que citamos arriba, y que esta de Toro confirma plena- 
mente para el caso que señalamos (1). 

1 2. Pero esta hizo todavía más. El estudio del derecho ro- 
mano había, de seguro, suscitado la idea de que los testamentos 
llamados Ínter liberos, aquellos en que la voluntad y disposición 
paterna no salían de entre sus descendientes, necesitaban de me- 
nos solemnidades que las exijidas para otros. No es eso irracio- 
nal en el sistema de aquella legislación: dado que el testamento 
es una ley especial que se sustituye á la común, aceptable es 
que haya menester de más corto aparato cuando se conforma 
con ella que cuando la deroga y varía. Concíbese, pues, que el 
espíritu de imitación importase tal regla en nuestra España, y 
que la ley 7. a , tít. l.° de la sexta Partida explícitamente la es- 
cribiese. Pues bien: la ley que examinamos descartó esa doctrina, 
condenó ese propósito, derogó esa concesión: la ley que exa- 
minamos igualó los testamentos familiares con todos los ordi- 
narios testamentos. El padre como el que no lo era, el que ins- 
tituía por herederos á sus hijos como el que instituía á personas 
extrañas de su linaje, todos debieron, si testaban nuncupati va- 
mente, declarar su voluntad ante el escribano y los tres testi- 
gos, ó ante los cinco testigos cuando el referido escribano no 
concurría. 

l't. Tan sencilla como queda visto es la solemnidad del tes- 
tamento común. El que expresa su voluntad la declara delante de 
aquellas personas: el escribano toma nota y la extiende: aquel la 
firma, si sabe y puede firmar: luego se coloca el documento en 
los registros de la escribanía. 1‘ero todos estos actos posteriores, 
si deben ejecutarse y de hecho siempre se ejecutan, no cons- 
tituyen, sin embargo, la esencia del testamento propio: el tes- 
tamento existe desde que se declara la voluntad ante las perso- 
nas que ha señalado la ley. Aunque el otorgante fallezca en el 
momento mismo, sin estar aún recogidas en el papel sus pala- 
bras, toda vez que las ha pronunciado delante de quienes las 
debía pronunciar, el acto es válido y no puede menos de surtir 
sus legítimos efectos. Extenderá después el escribano lo que 


fh Véase nuestra nota al mim. 6 de este Comentario. 



60 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

antes no pudiera extender: firmará un testigo lo que no pudo 
firmar el testador; y cumpliráse la voluntad de éste, pues que 
fue expresada y conocida por los medios que tiene señalados el 
derecho para que se exprese y se conozca. 

14. Dos testigos más se exijen para el testamento del ciego: 
exuberancia de solemnidad, aumento dé prueba, que ha tenido 
por causa el triste estado de tales personas. A medida que está 
el hombre más incapaz para defenderse á si propio, más indis- 
pensable es que le circunde la ley de garantías, á fin de que no 
se le perjudique ni se le engañe. — Ese testamento, por lo de- 
más, no es otra cosa que el nuncupativo común: el ciego no 
puede otorgarlo cerrado. Impídeselo la naturaleza; y apénas era 
menester que la ley lo supusiera ó lo indicara. 

15. Pero hemos visto también que se puede testar nuncupa- 
tivamente sin que concurra al acto ningún escribano público. 
No es ese un medio que deba por lo común aconsejarse; no es 
un recurso' del que se haya de echar mano por mero capricho: 
puesto que los testamentos han de ser al cabo escrituras públi- 
cas, protocolizadas en los archivos ó escribanías, ninguna razón 
hay para que no se llame desde luego á un escribano que las 
otorgue y las recoja. El arbitrio, pues, de que vamos- hablando 
no debe emplearse sino en casos de necesidad, siquiera no lo 
exija la ley como indispensable, absoluta condición. Muchas co- 
sas hay permitidas en el mundo y que no ejecutarán ni aconse- 
jarán los hombres prudentes. Mas ese testamento, en fin, cuan- 
do ocurriere, cuando se presentare, no podrá píenos de ser vá- 
lido. Si en el acto de otorgarse se redacta, después se presentará 
á la autoridad judicial por quien tuviere interés en ello, y se 
hará depositar ó protocolizar en un archivo. Si no se hubiere 
escrito en el primer momento, habrá que pedir al juez que reci- 
ba información de los testigos presenciales; que declare en se- 
guida tal testamento nuncupativo lo que resulte de sus unifor- 
mes declaraciones; y que lo mande asimismo protocolizar, para 
que surta los electos oportunos. Todas estas son diligencias de 
práctica común, no extrañas de verse, sobre todo en los tiempos 

de epidemias, y que no suscitan ninguna dificultad importan- 
te (1). 

16. Llegamos al testamento cerrado, hecho por escrito, cuya 
forma ordeno con esmero esta ley:- testamento que garantiza por 

todv« VéaSe el tíL XI de u 8 « P arte de la le y de Enjuiciamien- 



tKT TERCERA. 


61 


esa propia forma el secreto de la voluntad, y que merece en su 
virtud la aprobación de cuantos mediten sobre esta materia. En 
otros países se ha dado una amplitud y una facilidad mayores 
á la idea, reconociendo todo papel ológrafo como expresión au- 
téntica de esa última voluntad; y nuestra propia jurisprudencia 
ha admitido, si bien excepcionalmente, tal pensamiento, ora au- 
torizando las memorias , ora dando fuerza á los testamentos 
militares. Pero en regla general nuestro testamento escrito ha 
exijido más solemnidades que ninguno; y la ley que vamos exa- 
minando es la que se las ha dado de una manera terminante, 
poniendo íin á las incertidumbres que existían ó podían existir 
hasta aquel momento. 

17. Ese testamento cerrado se otorga, presentando el que lo 
hace al escribano y á siete testigos un papel, en el que dice se 
contiene su voluntad; cerrándolo, si ya no lo estaba; y escri- 
biendo en la cubierta el acta de aquella diligencia propia, que 
firman el otorgante y los siete testigos, y signa y firma el escri- 
bano. Si el testador no puede escribir, uno de los testigos ha de 
hacerlo por él; si cualquiera de estos tampoco sabe ó puede, otro 
de sus compañeros lo ha de verificar á su ruego y en su nombre. 
La ley quiere que sean ocho las firmas, además de la firma y el 
signo del escribano. — Verificado lo cual, el testador guarda ó 
deposita su obra, que está legalmente perfecta, todo lo que lo 
está un testamento antes de que muera el que lo ha ordenado. 
Cuando él muriere, se abrirá y reconocerá su contexto interior, 
con las precauciones y prácticas que no son materia del pre- 
sente examen. 

1S. Aquí solo nos limitaremos á observar que no es necesa- 
rio que el propio testador sea quien escriba su obra. La ley re- 
conoce que éste puede hallarse impedido, al otorgarlo, de la fa- 
cultad de escribir, y no encuentra por eso obstáculo á que se 
valga de un aceptable recurso, firmando en la cubierta por él 
uno de los concurrentes. Pues lo mismo decimos del papel que 
se fierra y guarda: también puede haber estado su autor impe- 
dido de escribirlo, cuando haya querido hacerlo, y validóse por 
consiguiente de otro que materialmente se lo escribiera. Siem- 
pre que él sepa escribir, siempre al menos que sepa leer y haya 
podido leerlo, es bastante para la legalidad, porque lo ha sido 
para el perfecto conocimiento de la obra. Lo que no puede su- 
ponerse es que otorgue testamento de esta clase quien no supie- 
re descifrar su contenido, ni asegurarse por sí propio de que lo 
que se ha escrito es su voluntad. Para cd ciego, para el ignoran- 



£2 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

te de la escritura, no ha concedido la ley este medio de que aquí 
se trata. Ha debido mirar por ellos y defenderlos en sus debili- 
dades, no permitiéndoles lo que, no siendo forzoso, no tendría 
en su caso ninguna plausible razón de ser. 

19; Venimos á la última parte de la ley, en la cual se habla 
de los codicilos. Nuestros lectores saben en qué se diferenciaron 
estos primitivamente de los testamentos; saben también que en 
el dia no hay ninguna otra diferencia sino que se apellida con 
este segundo nombre (testamento) la disposición que es univer- 
sal, que se refiere y en que hay intención respecto á la genera- 
lidad de los bienes, ora se instituya ó no se instituya heredero; 
mientras que con aquel otro (codicilo) se da á entender una dis- 
posición de especial índole, limitada á sólo cierta parte de los 
bienes que se dejan, y la cual se ótofga dé ordinario después de 
la general, y como apéndice ó modificación á la misma. Toda 
otra razón de diversidad, no sólo ha desaparecido en el dia de 
hoy, sino que había dejado de existir desde el origen de nuestro 
derecho, y más aún desde que la ley de Alcalá declaró no ser 
necesaria la institución de herencia para que valiesen todo gé- 
nero de últimas voluntades. 

20. Pues bien; esta de Toro que examinamos concluye de 
todo punto con esas reminiscencias de escuela. Según su texto, 
el codicilo requiere las propias solemnidades que el testamento 
nuncupativo, los mismos testigos, idéntico escribano ó suple- 
mento de escribano. Toda la forma es igual; lo que para el uno 
no baste, no ha de bastar para el otro: las palabras de la ley son 
explícitas y no consienten duda. Solemnidad es aquí una voz ge- 
nérica, que comprende el cúmulo de hechos y de accidentes ex- 
teriores, necesarios para la validez de la cosa de que se trata. 

21 . Pero cabe, á consecuencia de ello, una importante duda. 
El codicilo (dice la ley) ha de tener las propias solemnidades 
que el testamento abierto : ¿quiere esto decir que aun el codicilo 
cerrado no ha de tener otras, ó bien que no ha de poder hacerse 
codicilo cerrado! 

22. En nuestro entender; ni lo uno ni lo otro. La ley habló 
del codicilo abierto, porque es el género más común, y porque 
quizá á las últimas voluntades cerradas no se las llamaba en- 
tónces codicilos. Pero si cualquier persona quisiera otorgar uno 
de estos in scriptis; si desease dejar bajo esa forma un mero le- 
gado, ó verificar una leve modificación en lo que por su ante- 
rior testamento ^tenía dispuesto, juzgamos que no obraría váli- 
damente no haciendo firmar y signar la cubierta de tal disposi- 



LKT TORCERA. 


63 

cion cerrada por siete testigos y el escribano público, que hu- 
biesen Isistido al acto de declararla tal. Téngase presente que 
verdadera diferencia, diferencia sustancial, entre testamento y 
codicilo, no hay en el dta ninguna; y no se dudará que las ga- 
rantías y solemnidades con que ha querido revestir la ley el 
otorgamiento de una última voluntad secreta, alcanzan á todas 
las de este género, nómbreselas como las nombren la rutina ó 
la tradición. 


III. 


23. Paréceno9 natural, cuando examinamos esta ley, que es 
la que ha fijado la forma externa de los testamentos, declaran- 
do el número necesario de testigos que á ellos lian de concurrir; 
parécenos, decimos, natural investigar en este Comentario lo 
que puede preguntarse acerca de tales testigos: de qué sexo, de 
qué vecindad, de qué condiciones deben ser; si necesariamente 
han de conocer al testador; si han de ser rogados para que ven- 
gan á oirle, ó si basta que por acaso estén presentes y le oigan. 
Uay en estos particulares cuestiones y sentencias diferentes, 
más ó menos autorizadas, más ó menos defendidas; y no cree- 
ríamos cumplir nuestro propósito si no emitiésemos y no razo- 
násemos sobre ellas nuestra opinión. 

24. Primer punto que ocurre en esta materia. ¿Se necesita 
para la validez del testamento, es condición de forma, que sean 
varones los testigos que han de concurrir á él y autorizarlo? 

25. El derecho romano lo había establecido de un modo ter- 
minante; y la ley 3. a , tít. l.° de la sexta Partida, lo consigna de 
la propia suerte. Pero esta determinación es tomada de aquel 
origen; y el motivo que en Roma la había inspirado no es un 
misterio para ninguno que conozca sus antigüedades. El testa- 
mento fue allí primitivamente una ley, que se ordenaba en los 
comicios como cualquier otra, y á cuya formación solo los ciu- 
dadanos podían concurrir. Cuando después se convirtió en un 
acto privado, quedáronle reminiscencias de su naturaleza públi- 
ca. Siempre se le supuso conservar este carácter; y siempre, por 
eso. se prohibió que lo autorizaran los que no habrían podido 
asistir á las asambleas del pueblo ni desempeñar los cargos ci- 
viles. 

20. Mas si esta es indudablemente la procedencia de la ley 



g4 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 

de Partida, ¿es también, por ventara, la disposición del antiguo, 
tradicional, histórico derecho de las Espadas, ó mejor dicho de 
Castilla? ¿Se funda en alguna ley del Fuero-Juzgo, del Fuero 
Real, del Ordenamiento ó de las Recopilaciones? 

27. La verdad es que en ninguno de estos códigos encon- 

tramos indicios ni gérmenes de doctrina semejante. La palabra 
testimonias que los más antiguos emplean, la palabra testigos con 
que aquella se ha sustituido después, lo mismo comprenden á 
las hembras que á los varones, no indicando por sí solas esa ex- 
clusión que en las Partidas hallamos. Y si se tiene en cuenta 
que nuestro derecho no es formulario y de rigor estricto, sino 
amplio y de buena fé, y que al pedirse testigos como solemni- 
dad de cualquier documento no puede ser en buena razón sino 
como medio de asegurar más firme y superabundantemente lo 
que él contiene y en él se declara, deberá convenirse (creemos) 
en que partiendo de esa legislación y de su espíritu no puede 
darse ninguna razón sólida para excluir á las mujeres como ta- 
les testigos de las últimas voluntades, toda vez que estas no son 
ya unas, excepcionales leyes, recuerdo de los primitivos comi- 
cios, sino meros actos privados de la vida común, que autori- 
zan las más conocidas y vulgares disposiciones de toda regla 
social. . 

28. Á nuestro juicio, pues, -.y siguiendo la doctrina que he- 
mos sustentado en el Comentario de la ley primera, un testar 
mentó otorgado ante testigos mujeres no tendrá por eso nin- 
gún defecto, ninguna tacha. — Confesamos, sin embargo, que nq 
es este el sentir común de los autores ni la práctica de los es- 
cribanospy sometiendo nuestra razón á la razón del mayor nu- 
mero, aconsejaremos siempre que se busquen varones para con- 
currir á los actos de que tratamos. Mejor es evitarlas dificultan 
des que 'afrontarlas, aun con la convicción de la buena justicia: 

• 29. Lo que no podemos comprender es cómo, después depa- 
ber dicho algunos comentadores ilustrados que las mujeres no 
podían ser testigos en los testamentos» han opinado y sóstenido 
con todo que podrían serlo en los codicilós. Parécenos inexpli- 
cable tal contradicción, teniendo ¿ la vista el texto de la presera 
té ley. Sus palabras son: « Y en los codicilos intervenga ia mis - 
ma solemnidad que se requiere en el testamento nuncupariyo^ 
«i pues la condición. viril ,de dos. testigos,, que esos autores de^ 
mandan para este, es una solemnidad^y claro está que. ellos 
asi lo han estimado, cuando necesariamente lo exijían),— mómo 
presomden luego y en el codioilo de tal idea, sin tener, -en cucn- 



UTY TERCERA . 


65 

ta que la ley impone de precisión á éste el que sea revestido de 
las mismas, idénticas solemnidades? 

30. La verdad es que en ese, como en tantos otros puntos, 
las tradiciones del derecho romano han influido más de lo que 
fuera razón en el ánimo de nuestros tratadistas. Quizá son ellas, 
tanto como el propio texto de las Partidas de D. Alfonso, las 
que les han hecho exijir la cualidad de varón en los testigos de 
los testamentos; y de seguro son ellas también las que los han 
llevado á prescindir en los codicilos de esa misma cualidad. Por 
nuestra parte no la pediríamos, pues que no la demanda la legis- 
lación verdaderamente españolo, ni en los unos ni en los otros; 
pero si impelidos de una natural modestia, y respetando la opi- 
nión común, nos sometemos á lo que esta quiere en los testa- 
mentos, en tal caso, repugna á todo principio de razón que no 
pidamos lo igual para los codicilos, puesto que hallamos en 
nuestra ley de Toro un precepto de igualdad tan claro y ter- 
minante. Una sola es la regla, uno es el derecho para los docu- 
mentos de entrambos nombres. 

31 - Después de haber hablado del sexo de los testigos, paré- 
cenos que debemos hablar de su vecindad. Las leyes, por lo me- 
nos algunas leyes, han hecho expresión de ella, y no nos es per- 
mitido á nadie ni el olvidar ni el separarnos de sus preceptos; 
mas cabe dudar en qué sentido se concibieron las que no men- 
cionan tal circunstancia, y cabe entender asimismo de distintos 
modos y con mayor ó menor amplitud esa calificación ó exijen- 
oia de vecindad en las que la mencionan. 

32. La ley del Ordenamiento previene de un modo explícito 
que los testigos sean vecinos del lugar en donde el testamento 
se otorga, y no supone caso alguno en (pie pueda prescindirse 
de tal condición. Y como esta de Toro se refiere á la del Orde- 
namiento, y como lo que hace es confirmarla para el testamen- 
to nuncupati vo, y exijir mayores condicior.es para el cerrado, 
no creemos nosotros que autorice á prescindir de la vecindad, 
á pesar de que no la menciona en sus palabras textuales. No ha- 
bla de ella, porque no era necesario que hablase, partiendo de 
la del Ordenamiento y completándola. Habría debido ser explí- 
cita. y cruentos que lo hubiera sido en este punto, si se hubiese 
propuesto alterar sus doctrinas, y sustituir su sistema con otras 
doctrinas y otro sistema. 

33. La única ley que dispensa á los testigos de la condición 
de vecindad, es la de Felipe II, posterior .‘i estas de Toro, inser- 
ta en la Novísima, donde ya hemos dicho que es la 1 . a , tít. 18. ,J , 



gg COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

lib. X. Mas téngase en cuenta que no habla sino del testamento 
nuncupativo; y obsérvese también que al eximir de esa cuali- 
dad de que tratamos, compensa su exención aumentando el nu- 
mero de los testigos indispensables. Esto es racional, esto es ló- 
gico, dado que la dispensa pudiera concederse. De testigos ve- 
cinos bastaban cinco, — en algunos casos tres: de testigos no ve- 
cinos siete son necesarios. Claro, evidente es que si se hubiese 
querido extender la concesión á los testamentos cerrados, hu~ 
hiérase también hecho en ellos un aumento de igual naturaleza. 
El principio de esta ley era el de compensar y suplir la cualidad 
con la cantidad. 

34. Vengamos ahora á otra duda, y completemos esta ma- 
teria, examinando qué es lo que se entiende por vecino para po- 
der ser testigo de un testamento; porque sabido es que la pala- 
bra vecindad se toma en diversas acepciones, y tiene de consi- 
guiente el peligró de ser insegura como anfibológica. 

35. Ninguna ley, ninguna autoridad irrecusable han decidi- 
do este punto, y los escritores de derecho no se hallan de acuer- 
do sobre él. Parécenos, sin embargo, que toda persona reputada 
de buena fé tal vecino en el lugar de que se trate: que toda la 
que evidentemente no es transeúnte, que permanece en el sin 
el ánimo de trasladarse á otro, y que no tiene en otro una ver- 
dadera, reconocida vecindad, es apto para lo que demandan es- 
tas leyes, y puede autorizar con su presencia las disposiciones 
testamentarias de los que en ese sentido lato son sus conveci- 
nos. Un empleado, por ejemplo, que reside en cierta ciudad por- 
que tiene su destino en ella, un cursante de derecho que haGe 
en la misma sus estudios, y que piensa permanecer años, no ve- 


mos por qué razón no deban ser estimados vecinos para el, ob- 
jeto y materia que nos ocupa. ¿Cuál ha sido, preguntaremos, la 
razón legítima de exijir aquí la vecirfdad? ¿No es, por ventura, 
el que tengan los testigos un probable conocimiento del testa- 
dor y del escribano, y el que dificulten por esa misma circuns- 


tancia lo que siempre es bueno de dificultar siendo posible, todo 
género de ilegalidades, de falsificaciones, de fraudes? Pues bien: 
a nosotros nos parece, repetimos, que ese estudiante, que ese 
empleado que citábamos, pueden llenar estos objetos tan bien 
como cualesquiera otros. Siempre que se hallen en la vecindad 
real de la población, siempre qué' no Se encuentren en ella por 
accidente, siempre que no sean transeúntes, entendemos que el 
im esta cumplido, y que no puede pedir más la práctica, porque 
no debió pedir más la ley. ’ 



LEY TERCERA. 


67 


36. Las otras coadiciones que hayan de tener loa testigos de 
un testamento son por lo general fáciles de comprender, y no 
dan lugar á dudas, lían de ser púberos; porque loa niños no se 
estima que posean ni el suficiente conocimiento para apreciar 
tales actos, ni la competente dignidad para autorizarlos de un 
modo solemne. Han de ser libres; porque la ley quiere en ellos 
personas, y no puede aceptar como coadyuvantes á .solemnizar- 
los á los desgraciados seres tino apenas reconoce por hombres. 
No han de estar física ni moralmente impedidos; porque los pri- 
meros (ciegos, sordos, desmemoriados) no los podrían material- 
mente comprender, y a los segundos (infames) los repele con 
justicia en estas diligencias serias é importantes. No han de ha- 
ber sido condenados por libelistas, — delito que indica vileza de 
ánimo; ni han de haber abandonado la religión cristiana, — he- 
cho que siempre ha puesto al que lo comete fuera de la socie- 
dad, l’or último, no lian de ser ascendientes ni descendientes 
del que testa, como ni tampoco se ha de contar entre ellos el he- 
redero que es instituido, ni sus parientes hasta el cuarto grado; 
aparece en tales casos demasiado notorio el ínteres, para que 
no surta este necesario efecto, imposibilitando á los que no pue- 
den ménos de hallarse sometidos á su indujo (1 ). 

37. ¿Podrán serlo los legatarios? La ley I ) , tít. 1 .° de la Par- 
tida VI, se expresa de tal suerte que parece autorizar esta supo- 
sición. Fundados en ella, la han admitido sin dificultad los ex- 
positores, viniendo después á consagrarla la práctica. Para nos- 
otros. sin embargo, el caso es dudoso, lo mismo en ley que en 
razón, por lo menos para los testamentos nuncupativos. Encon- 
tramos oscuro el texto; y nos permitimos vacilar ante su letra, 
porque no aplicamos bien su mandato al otorgamiento de una 
última voluntad. La referida ley principia hablando de los casos 
en que hay contienda entre el heredero instituido y los parien- 
tes del difunto; y sigue después refiriéndose al en (pie la hay 
entre el heredero y los legatarios (2). < ) no recae, pues, sobre la 
cuestión genérica que hemos propuesto, ó no es clara, su di>po- 


¡II Leyes U.' 1 . bu 1 y 1].’, tít. 1. ". P. VL 

1 2 i lié aquí el texto de la citada ley: — > Contienda navé ndo sobre 


el tes i 

d.-l ii: 

puedr 

t.ii'-.in 


entre <1 heredero que era escrito en el. e ]->> parientes 
aadv que mésiesen de-atar el testamento: espirea: deziniosquo b¡< n 
■ti testiguar aquellos a quien fuesse alar» mandudo en el si se a reí— 
\ q uando í ué lecho. K-sw inhalo sería si alirun-» d'M"s á quien 


el finad" d<: \a>- • algo en »•) 


testamento ovk-sse contienda con los be— 



68 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

sicion, no es evidente su sentido, como lo son por lo común en 
aquel código. Y si añadimos á esto lo que inspira abiertamente 
la razón, bien fáciles son de comprender los poderosos motivos 
de nuestra duda. Hemos dicho y dicen todos que el heredero 
no puede ser testigo de la institución. ¿Por qué? Por su interés 
seguramente, si no de Un modo exclusivo, en una buena parte. 
Pues en este caso, idéntica razón debe también impedirlo al que 
reciba mandas; el heredero puede adquirir ciento, y ehlegatario 
puede adquirir mil. — Por eso quisiéramos que se huyese de lo 
que no es razonable, tratándose de testamentos nuncupativos, 
en los que se conoce desde luego su tenor: el escribano, oficial 
público encargado de recibirlos y extenderlos, debe hacer en 
este particular las necesarias prevenciones. Por lo que toca á los 
cerrados, reconocemos que la situación es muy diferente: á ex- 
cepción del testador, todos ignoran lo que incluye su contexto; 
y no vemos por lo mismo razón alguna para una severidad que 
no resultaría de ningún modo justificada. 

38. Todavía hay otra circunstancia que exijen las leyes res- 
pecto á los testigos de las últimas voluntades: la de que no sean 
fortuitos, la de que no estén presentes por mera casualidad, la 
de que hayan acudido á oirlas sabiendo á lo que acudían. Esto 
es lo que quiere decir que sean rogados . Para las pruebas de 
otros hechos, semejante condición no es de ningún modo nece- 
saria: el que ve y entiende puede deponer, y su dicho surte to- 
dos los efectos legales, cuando hay el convencimiento de que 
vió y entendió. Pero tratándose de las últimas voluntades, ma- 
teria tan grave de suyo, la ley ha sido más exijente ó más es- 
crupulosa. En los principios, cuando tenía fuerza el derecho ro- 
mano, existia aún otra razón que conocen cuantos se han dedi- 
cado medianamente á él: los testamentos (ya lo hemos dicho) 
eran primero leyes y después pro-leyes; los testigos representa- 
ban al pueblo en los comicios del Poro; el pueblo era rogado, 
convocado, y los testigos debieron serlo igualmente, en conme- 


rederos, en razón de la cosaquel fuesse mandada en él. Ca estonce 
podrían testiguar los otros que fuessen y escritos sobre tal razón, pues 
que non hiñe la contienda de tal cosa á ellos. Mas el que fuesse estable- 
cido por heredero, ó su padre, ó los que descendiessen dél, ó sus her- 
* + 08 °^ ros P ar ^ eu ^ cs cercanos fasta el quarto grado, non pueden 

Z TF! * » ae °™ s9e el hered <*“ «» los parientes 

escrito po°í heredero?, "* raZ ° n deltestamen ‘° ® 1™ f »esse 



LEY TERCERA. 


69 

mo ración de aquel origen, De aquí pudo venir y vino de seguro 
la adopción de esa circunstancia en las leyes de Partida, que 
tantas veces copiaron á las de Roma. Mas aun aparte de ellas y 
de tal fundamento, en las propias españolas ó castellanas, que 
no podían tenerlo en cuenta, se exije una y otra vez la misma 
condición. Indícalo de un modo bien claro el Fuero-Juzgo (1); 
y el Real la dice y prefija más terminantemente, disponiendo 
que «cuando alguno quisiere fazer su manda, las testimonias 
que quisiere que sean en ellas fágalas rogar ó las ruegue: ca si 
non fueren rogadas ó combidadas, non deven ser pesquisadas 
de la manda» (2). 

39. Después de unas palabras tan explícitas, ni concebimos 
la duda, ni mucho menos la opinión de los que han juzgado su- 
perflua la rogación de los testigos. "No es ya necesaria, cierta- 
mente, por los motivos ni con el fin que la determinaron en Ro- 
ma; pero lo es porque la disponen nuestras leyes, y por las 
causas que han tenido presentes nuestras leyes. Los testigos 
han de ser rogados, invitados, llamados ad hoc, para dar solem- 
nidad á un acto tan serio como el testamento, y para que no 
quepa duda en que se enteran de él; esta es la razón de la ley. 
Las de los jurisconsultos deben ser no sólo esa propia, sino tam- 
bién que aquella lo manda, y nadie puede eximirse de cum- 
plirla. 

40. Lo cual no quiere de ningún modo decir que si en el con- 
texto de un testamento no se expresase la rogación de los tes- 
tigos, haya por eso de creerse que no la hubo, invalidándose en 
su consecuencia tal acto. Entendemos que la rogación se pre- 
sume cuando se ve reunidos al testador, á los testigos y al es- 
cribano que lo va á autorizar, y cuando éste da fe de que los 
segundos concurrieron á la solemnidad de la diligencia. Y lo en- 
tendemos asi. porque es lo natural, lo común, el que suceda de 
esa suerte: en el hecho de verlos reunidos, está la idea de que 
hayan sido llamados. Quien alegare una casa contraria tendrá la 
obligación de probar su dicho, por lo propio que se separa de lo 
presumible y de lo usual. 

11 . Llegamos ya á la última de las preguntas que indicamos 
ántcs acerca de los testigos de un testamento: la «le si es nece- 
sario que conozcan personalmente al testador. Pregunta á la 


(h Leyes del tít 5.°, lih. II. 
(2 1 L. Ú. a , ti!. ü.Y lib. III 



70 


COMENTARIO Á CAS LEYES DE TORO. 


cual no han respondido las leyes, al ménos de un modo directo 
y claro, y á que tampoco responden con igualdad la práctica de 
nuestro foro y las opiniones de nuestros juristas. 

42. Respecto al conocimiento personal de los testadores, 
pueden ocurrir diversas hipótesis. Primera, que lo tengan el es- 
cribano y todos los testigos. Segunda, que lo tengan el escriba- 
no y algunos testigos. Tercera, que lo tenga el escribano solo. 
Cuarta, que no teniéndolo el escribano, sean sólo los testigos ó 
algunos de ellos los que lo posean. Quinta, en fin, que el testa- 
dor no sea conocido de nadie, ó lo sea de un testigo únioamen- 
te, lo cual es idéntico en la esfera legal.— Ahora bien: si todos 
estos casos son posibles, ¿qué es lo que hemos de juzgar, qué es 
lo que hemos de decir de todos estos casos? 

43. Comenzamos por repetir que ninguna ley ha prevenido 
esa necesidad del conocimiento del testador. Las leyes han di- 
cho: para que haya testamento se necesita un número tal de tes- 
tigos con escribano, ó de testigos sin escribano. Y han dicho to- 
davía más que esto: han prohibido que sean testigos los que se 
encuentren en determinadas circunstancias, que especifican con 
la claridad conveniente. Y sin embargo, ninguna de es^s cir- 
cunstancias es la de que hayan de conocer al que testa, sabien- 
do de ciencia propia su identidad y su nombre: entre tantas con- 
diciones como piden las Partidas, unas de buen sentido y de ra- 
zón, otras también de reminiscencias romanas puramente for- 
mularias, buscaríase en Yano un precepto, que, de haber queri- 
do establecerse, no habría escapado de seguro á la perspicuidad 
de D. Alfonso ó de los doctores que empleaba i). Alfonso. 

44. Añadamos á esto que las propias leyes reconocen él tes- 
tamento del peregrino, y aun le eximen de solemnidades, como 
veremos. después. ¿Es de presumir que creyesen que el peregri- 
no hallaría con facilidad dos testigos que personalmente le co- 
nocieran? ¿Es de presumir que cuando se facilitaba á aquél has- 
ta tal punto el derecho de testar, hubieran de ponerse trabas á 
cualesquiera otros testadores, exijiendo que escribano y testi- 
gos, todos, los hubiesen de conocer? 


4ñ. No es una voluntariedad, una suspicacia nuestra el ha- 
llar en esa condición el gérmen de dificultades para ejercer ur 
derecho tan precioso y tan necesario. Si no lo seria en la mayo! 
parte de las hipótesis, lo sería de cierto en algunas, y esto has- 
ta. Llega a Barcelona un vecino de Badajoz, llega á Madrid un 

Amenca ’, < * ue vienetl Primera vez: ¿quién los 
conoce. Tal vez una sola persona, tal vez nadie, hasta que ha- 



LRY TRRCeRA. 


71 


yan presentado sus pasaportes y sus cartas, é introducídose en 
esa para ellos nueva sociedad. Si caen enfermos en el momento 
mismo, ¿cómo testan? ¿A qué testigos, á qué escribano llaman, 
que los conozcan é identifiquen? ¿Se responderá bárbaramente 
que no te.sten? ¿Se les estimará de peor condición que al romero? 

10. No creemos que lo autoricen ni la ley ni la razón. El es- 
cribano que se negase á recoger la última voluntad de bales 
personas, los testigos que rehusaran escucharla ó presenciar su 
otorgamiento, faltarían á todos sus deberes de oficial público, 
de ciudadanos y de cristianos. 

*47. «Pero entonces— (se nos dirá) — si no es necesario que el 
escribano y los testigos reconozcan la identidad personal del 
testador, abrís la puerta á un sin número de fraudes, y autori- 
záis las suposiciones más escandalosas. Cualquiera podrá tomar 
un nombre que no es el suyo, y disponer con él de bienes que 
realmente son de otro. ¿Qué garantía nos ofrecéis ante ese pe- 
ligro de criminales usurpaciones de personalidad, cuyas conse- 
cuencias son tan obvias como temibles? Por evitar el de que al- 
guno muera intestado, ¿no teneis en cuenta que caéis en otro 
mayor, cual lo es el de los testamentos falsos, ó por mejor de- 
cir, el de los testamentos supuestos?» 

Ib. Claro debe ser que habremos visto esa dificultad, y que 
no nos parecerá invencible, cuando á pesar de ella hemos emi- 
tido la precedente opinión. Diremos por qué, con la propia lisu- 
ra con que la hemos emitido. 

■19. En toda expresión de últimas voluntades pueden verse, 
creemos, dos cosas distintas, y concebirse dos diferentes cues- 
tiones. Primera: ¿ha habido esa expresión de última voluntad? 
¿ha habido testamento? ¿ha habido codicilo?— Segunda: esc co- 
dicilo, ese testamento, esa última voluntad, ¿quién lo ha hecho 7 
¿quién lo ha otorgado? — Nuestros lectores ven que la una y la 
otra son preguntas diversas: que las respuestas no pueden me- 
nos de ser también diferentes; y que cabe que haya habido una 
perfecta última disposición, — perfecta, decimos, en sus íor- 
mas, — sin que el testador fuese reconocido por quien decía, y 
hasta sin ser conocido de nadie. Para no citar otro hecho, limi- 


temonos al caso de un soldado herido, que escribe su voluntad 
delante de mil personas, ninguna de las cuales salea quien era. 
cómo se llamaba. ;No e< evidente que había habido allí un tes- 
tamento? ¿No es cierto que era desconocido su autor, que eran 
ignoradas sus condiciones, ignorado su norrib/e? 

5o. Pues bien: si la existencia de un testamento y la identí- 



72 COMENTARIO Á I.AS LEYES HE TORO. 

dad del que lo otorga son cosas diversas, ningún inconveniente 
vemos, ningún peligro descubrimos en la doctrina que vamos 
sustentando. El testamento existe cuando un hombre declara su 
última voluntad, ó hablándola, ó mostrándola escrita, ante un 
escribano y los testigos que ordena la ley. Que conozcan ó no 
conozcan á su autor, que puedan ó no puedan deponer sobre si 
es cierto el nombre que se atribuye, para el hecho de existir el 
testamento son circunstancias accidentales. Una persona, que 
dijo llamarse de tal modo, testó de tal suerte: la forma en que 
expresó su voluntad llena todas las solemnidades legales, y no 
puede menos de ser colocada en. la categoría á que esas volun- 
tades corresponden. 

51. ¿Era él empero quien dijo, quien aseguró? Eso, repeti- 
mos, es una cuestión diferente. Su personalidad no es el testa- 
mento: su personalidad no ha de acreditarse por las formas de 
este, sino por los medios legales por donde se resuelven las du- 
das jurídicas. No es para comprobarla á ella, sino para solemni- 
zar y justificar otras cosas, para lo que se requieren los tres, los 
cinco, los siete testigos, á más del escribano. 

52. De manera, que si todos ellos le conocían, no hay nin- 
gún mal; pero si no -le conocían, no por eso dejará de ser válida 
su disposición. La personalidad podrá acreditarse por el conoci- 
miento del escribano, aunque sea solo, que hace fé, y no habién- 
dole, por el de dos testigos que también la hacen. Aún sería po- 
sible suplirlo por pruebas subsidiarias: por los papeles del mismo 
testador, si muriendo inmediatamente los dejase; por inspección 
que en este caso hiciesen de su persona quienes hubieran llega- 
do tarde para ser testigos de su voluntad. Téngase presente que 
todos los medios de prueba pueden servir, cuando es de prueba 
sola y no de solemnidad de lo que se trata; y que las solemni- 
dades, esto es, las pruebas especiales del testamento no tienen 
otro fin ni otro propósito que el de asegurar la realidad, la ver- 
dad, la sinceridad de su ejecución. Refiérense sin duda á la for- 
ma, y dejan en el derecho común á la persona. 

53. Así, en las diversas hipótesis que señalábamos ántes, 
sólo sería la última la que pudiera ofrecernos dificultad; cuando 
ni escribano ni testigos, ó sólo uno de estos, conociesen al tes- 
tador. Y aun en ella ser^ siempre nuestro juicio que debe y pue- 
de otorgarse testamento, dejando á mil pruebas ó complemen- 
tos de prueba que siempre y de mil modos son posibles, el jus- 
tificar o desmentir el nombre y cualidades que el propio testador 
hubiere tomado. Cumplirá el escribano expresando la verdad, 



LEY TERCERA. 


73 

refiriendo cómo pretendió llamarse el que le había invitado para 
tai diligencia, y testimoniando, por último, cualesquiera docu- 
mentos en los que apoyara su nombre. Los tribunales juzgarán 
después, si fuere forzoso; declarando, no si ha habido ó no ha 
habido testamento, sino si lo fue ó no lo fue de tal persona, de 
aquella cuyo nombre se había tomado. 


IV. 


54. Además del testamento escrito y del testamento nuncu- 
pativo, que han de otorgarse como previene esta ley, ó bien 
como ordena la de Felipe II, — 1 .\ tít. IS.°, lib. X,de la Novísi- 
ma Recopilación, —se conocen entre nosotros el testamento de 
fuero militar, el del romero ó peregrino, el hecho por comisa- 
rio, y el que se completa por medio de una memoria. Del ter- 
cero de ellos se hablará en su lugar oportuno, pues que lo orde- 
naron y regularon definitivamente otras leyes de Toro: sobre el 
primero, el segundo y el cuarto, nos parece natural el decir aquí 
algunas palabras. 

55. La idea de un testamento privilegiado, esto es, del de- 
recho de hacerle sin consultar las solemnidades comunes, es 
muy antigua y muy arraigada entre nosotros. Ya la habían con- 
cebido los Romanos, á pesar de su obsequioso rendimiento á las 
fórmulas: ó tomada de ellos, ó inspirada por la necesidad, aco- 
giéronla también nuestros mayores, y la consagraron en algu- 
nas de las más antiguas, de las primitivas entre sus leyes. 
—«Aquél que muere en romería ó en hueste, si oviere omnes 
libres consigo, escriba su manda con su mano ante ellos. E si 
non sopiere eserivir, ó non pudiere por enfermedad, faga su 
manda ante sus siervos, que sepa el obispo que son de buena 
fé, é que non fuessen ante fallados en pecado. E lo que dixeren 
estos siervos por su juramento, fágalo ci obispo ó el juez escri- 
vir después, é sea confirmado por ellos é por el Rey» { 1 ). — Donde 
se ve que la servidumbre, embarazo constante para ser testigo 
en materias testamentarias, no lo era ya tratándose del guerre- 
ro que moría en la hueste, en defensa del estado, ó del pere- 
grino que moría en su santo propósito, al visitar los lugares 
que celebra y enaltece la religión. 


i* i L. 12. f tit. 5. '. líb. II del Fuero-Juzgo. 



7.4 COMENTARIO A LAS REYES DE TORO. 

56. Nada semejante á esta ley encontramos en el Fuero 
Real ni en el Fuero Viejo: lo cual no es extraño, si se atiende á 
las escasas, vagas solemnidades requeridas para la testamenti- 
faccion por aquellos códigos. Pero llegan las Partidas, que dan 
á esta una forma esmerada, doctrinal, y vuelve á aparecer el 
privilegio de los militares y de los romeros, consignado en los 
términos más explícitos. La ley 4. a , tit. l.° de la Partida VI, si 
bien principia por distinguir los casos en que el testamento se 
otorgue en la morada ó en la hueste, pidiendo en aquel más 
formalidades que en este otro, concluye por autorizar el que se 
verifica en medio del combate (en fazienda), ó por sus resultas 
y con peligro de muerte, para cuya validez no exije absoluta- 
mente nada, sino que conste sólo la voluntad del testador. Ha- 
blado ante cualesquiera personas, escrito de cualquiera suerte, 
aunque sea con la propia sangre, siempre que se averigüe 
aquella voluntad por dos testigos contestes en comprobarla, 
habrá de llevarse rigorosamente á efecto, como si se la hubiese 
otorgado con las solemnidades más exquisitas y minuciosas de 
la ley común. 

57. Otro tanto sucede, otro tanto se dispone en el mismo 
código, respecto á las últimas voluntades de los peregrinos. Es 
imposible favorecerlas más, facilitarlas más, eximirlas más de 
todo lo que excede del carácter de la prueba precisa, para to- 
mar el de lo especial, el de lo solemne, el de lo testamen- 
tario (1). 

58. Y estos preceptos de las Partidas, conformes en su es- 
píritu con el del Fuero-Juzgo, han permanecido siempre entre 
nosotros vivos y constantes; y lejos de restringirse, han ido, 
por el contrario, tomando mayor latitud, á medida que avan- 
zaban los tiempos. Hablamos del respectivo á la clase militar. 
Las ordenanzas del ejército le consignaron entre sus disposicio- 
nes, y después de ellas promulgóse la cédula de 24 de Octubre 
de 1778, L. 8. a , tít . 18.°, lib. X de la Nov. Recop., — que ha 
acabado de extender y poner el sello á un privilegio tan impor- 
tante. Según sus palabras, no solo los militares efectivos, en 
cualquier situación en que se encuentren, sino aun todos los 
que disfrutan el fuero de guerra, pueden otorgar por sí solos, 
en papel simple, firmado de su mano, ó de otro modo que les 
convenga ú ocurra, toda clase de testamentos ó últimas volun- 
tades; dando á esa forma no solemne, sea la que sea, el propio 


(1) L. 30. a , tít. l.°, P.VL 



LEY TERCERA. 


valor que tendría si se arreglase á las prescripciones comunes 
del derecho, y empleara la asistencia del escribano y los testi- 
gos que demanda esta ley de Toro. 

59. Tal es lo preceptuado, lo vigente en la actualidad. No 
sólo en campaña, no sólo en peligro de muerte, y no sólo los 
que combaten y cabe que estén en él, sino todos los que gozan 
fuero militar, en cualesquier circunstancias en que se hallen, 
pueden disponer sin solemnidad alguna de los bienes que ha- 
yan de dejar por su fallecimiento. Lo único necesario es que su 
voluntad aparezca y conste; no por formalidades, sino por una 
mera prueba, y aun prueba privilegiada. El hecho de encon- 
trarse el papel-testamento en los escritorios y entre los demás 
del difunto, la identidad de su escritura con otras letras in- 
dubitadas del mismo, cualquier medio, en fin, de los múchos 
que pueden presentarse en la práctica, son sulicientes para dar 
fuerza á tales declaraciones. 

(jo. Esto, repetimos, es lo mandado y lo practicado. Ahora, 
sin necesidad apenas de que lo digamos nosotros, se compren- 
derá bien que no merece nuestra aprobación tal amplitud de la 
ley. Si el testamento es un hecho vulgar, semejante á cuales- 
quiera otros de la vida, entonces no debe haber para él ninguna 
clase de solemnidades especiales: la prueba común en todos sus 
géneros, bastará para justificarlo, como justifica los demás ac- 
tos de los hombres. Y en ese caso, suprímase la ley del Orde- 
namiento, bórrese esta de Toro, olvídese la de Felipe II, no se 
tengan en cuenta las de Partida, acéptese el testamento oló- 
grafo para toda clase de personas, y admítase, en fm, la depo- 
sición de dos testigos contestes. Pero si no es así, si se estima 
y cree que e! testamento es algo más, y que le conviene por su 
naturaleza estar rodeado de formas particulares, entonces soa- 
se consecuente con tal principio, y no se dispense de aquellas 
sino en casos muy caracterizados, y en los que evidentemente 
no se puedan llenar esas formas. Las prescripciones que se dic- 
tan por utilidad pública, no deben ser jamás suspendidas ni ex- 
cusadas por mero privilegio. ¿Por qué, en el día de hoy, ha de 
eximirle al peregrino de testar como todo el mundo, cuando 
'■orno to lo el mundo puede encontrar un escribano y tres tes- 
tigos que le oitraii? ¿Por qué ha de tener la exención de que 
hemos hablado el oficial que o>tá en su casa ó en guarnición: 
el que. gozando por gracia de fuero militar, ni ha visto nunca, 
ni verá jamás el luego de un comíate? Concebimos y aproba- 
mos la diferencia, cuando se concede á los que están empeñados 



7f¡ COMENTARIO Á LAS LEYES PE TORO. 

en la lid, en medio de sus peligros, de sus azares, de sus an- 
gustias. Aquí hay razón para conceder algo, para dispensar 
algo: aquí no es una mera gracia á las personas, es un home- 
naje que se rinde á lo imposible. Pero todo lo que sea salirse 
de ese terreno, no merece otro juicio, a los ojos de la filosofía, 
que el de una caprichosa distinción, para adular á una clase 
prepotente. Lo respetaremos porque está mandado; pero jamás 
lo aprobaremos, jamás obtendrá nuestra alabanza. 

61. Por lo demás, si admitiendo la disyuntiva que indicába- 
mos poco hace, se nos preguntara nuestra opinión sobre acep- 
tar ó no aceptar, en todos los casos y para todas las personas, 
el testamento ológrafo, exento de solemnidades; respondería- 
mos sin vacilación ni duda, declarándonos sus contrarios, y pre- 
firiéndole el sistema común de las leyes castellanas. Yno de se- 
guro porque nos fijemos y demos importancia al origen de las 
últimas voluntades, corno lo hacía el derecho romano; sino por- 
que creemos de tal gravedad su expresión y consignación, por- 
que vernos cifrados en ellas tales intereses, porque tememos 
tanto los fraudes á que todo otro sistema puede dar lugar, que 
bien creemos deben estar adornadas de solemnidades especiales 
que las defiendan y garanticen. Así como cierta clase de con- 
tratos no se deben realizar verbal mente sino por escrituras, así 
también los testamentos habrían siempre de revestirse, en nues- 
tro juicio, con dignas, nobles, bien pensadas fórmulas. Es aquel 
acto álgo que debe meditarse mucho, y que debe otorgarse con 
solemnidad, por sí propio; es álgo sobre que ha de poner su 
mano la ley, para sancionarlo y protegerlo , por virtud y en ob- 
sequio de la causa pública. Y por otra parte, ¿por qué ó para qué 
tenemos necesidad, verdadera necesidad del testamento ológra- 
fo? ¿No existe, por ventura, el cerrado, que es tan secreto, más 
secreto que aquel, y que está exento de su ligereza y de sus pe- 
ligros? ¿No se ha admitido también por nuestra práctica, y qui- 
zá con una extensión y una amplitud algo imprudentes, el he- 
cho de las memorias que completan los mismos testamentos? ¿Á 
qué objeto, pues, satisfaríamos con esa nueva admisión, que no 
aumentara la incertidumbre, los fraudes , los litigios , que ya 
tenemos en la actualidad, por la laxitud propia del derecho que 
nos rige? 

62. No; no es una mayor facilidad lo que se necesita entre 
nosotros. Nuestra ley común da la bastante. Lo que necesita- 
mos es, por el contrario, limitar los privilegios, volver en todo 
al espíritu de esa ley, y observarla con sinceridad. Si otros pue- 



IET TERCERA. 


77 


blos tienen el testamento ológrafo en medio de sus adelantos, no 
creamos que es un adelanto él mismo. Por lo menos, no lo seria 
en España y con las costumbres de España. 

63. Fáltanos hablar únicamente, en el cuadro especial que 
aquí nos hemos trazado, del testamento á que completa una 
memoria, ó, con mayor exactitud, de las memorias que com- 
pletan los testamentos. 

64. Principiaremos declarando que no conocemos ley algu- 
na que las autorice; y añadiremos con todo, y en el mismo ins- 
tante, que son, á pesar de ello, un hecho muy común en nues- 
tra práctica, y que tribunales y tratadistas las admiten como 
cosa segura y usual. Siempre que se indiquen como ciertas, co- 
mo existentes, en un testamento ó en un poder para otorgar 
testamento, esa jurisprudencia constante quiere que se las ten- 
ga por parte del mismo, y que se guarden y cumplan las dispo- 
siciones que contuvieren. Únicamente (dicen) no se podrá hacer 
en ellas institución de heredero; mas por lo que hace á legados, 
á mejoras, á fundaciones, á nombramientos de tutores, á confe- 
siones de deudas, á todo aquello, en fin, que no sea tal institu- 
ción, el acuerdo es unánime para admitirlo. 

65. Ante semejante uniformidad no queremos hacer otra co- 
sa que bajar nuestra frente, y someter nuestra convicción. Pero 
deseáramos, — y muy sinceramente lo decimos, — que hubiese 
una ley que ordenara y regulara esta doctrina, después de ha- 
ber meditado su conveniencia, su alcance, las formas que se le 
deberían dar. Si se mirad lo práctico, parécenos que los litigios 
á que dan ocasión tales memorias, merecen bien que se trate de 
evitarlos; y si se atiende al valor de las doctrinas, no creemos 
menos justo el que se decida de una manera clara y sistemática 
si las solemnidades del testamento son digo esencial para su va- 
lidez, ó si ha de permitirse el eludirlas con uua facilidad que no 
tiene apenas obstáculo ni limitaciones. 


V. 


66. Las solemnidades que declara esta ley. — con la excep- 
ción de lo dispuesto por la de Felipe II, varias veces citada, — 
son las vigentes para los Españoles, ó más bien para los Caste- 
llanos, que quieren testar de un modo válido y legitimo en es- 
to? reinos. Pero si alguno de ellos se encontrase fuera de tal 



yg COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

territorio, y quisiere ordenar su última voluntad, ¿tendrá, por 
ventura, obligación de guardarlas y observarlas? ¿Ó entendere- 
mos que cumple, y que testa de un modo válido y legítimo, ha- 
ciéndolo por cualquiera de los medios que sean legales en el 
país en que se encuentra? 

67. La opinión de muchos apreciables escritores de derecho 
internacional, y la práctica que hemos visto seguida en diver- 
sos casos, autorizan este segundo extremo. El locus regit actum 
tan repetido en el dia; la doctrina de que en todo lo que es so- 
lemnidad externa puede seguirse la formulación del país donde 
el hecho se va á celebrar; son actualmente principios tan comu- 
nes, que ni ocurre siquiera duda en cuanto cae bajo su alcance, 
á la mayor parte de los que se ocupan en cuestiones forenses. 
Así, en Francia, por ejemplo, está admitido el testamento oló- 
grafo; y nosotros hemos visto bastantes casos en que Españoles 
residentes en Francia los han otorgado tales, y en que venidas 
á España sus testamentarías, todo el mundo los ha tenido por 
legítimos, y nadie ha promovido la menor cuestión sobre sus 
disposiciones. 

68. No es nuestro ánimo el hacer, ni aun el intentar, que se 
deseche esa creencia: no lo es el arrojar la incertidumbre y la 
confusión sobre lo que está en el goce de incontestado. Pero 
asaltan á nuestro juicio algunas dudas, y queremos siquiera in- 
dicarlas con modestia y sencillez. Parécenos que es el derecho 
del libro y el privilegio de la doctrina el pedir á toda creencia 
su razón, el pesar á todo juicio sus quilates. 

69. El locus regit actum es, á nuestro entender, una fórmula 
de civilización y de buen sentido, que es necesario limitar algu- 
nas veces por lo que el propio buen sentido aconseja. Regla de 
hechos, debido es conciliaria, y no contraponerla, á la ley de 
las personas, á que se refieren esos hechos mismos. Téngase 
presente que aquellos, los hechos, no existen por sí, sino de- 
pendiendo y con relación á éstas, las personas, para no descui- 
dar lo que el estado y la condición de éstas puede hacer indis- 
pensable. 

70. Pero concretémonos al caso especial. Hemos dicho que 
en Francia está admitido el testamento ológrafo: cualquier Fran- 
cés puede hacerlo válidamente de esta clase. Mas á un Español 
que está en Francia no debería bastar, á nuestro juicio, lo que 
basta á un hijo del país: á pesar de su residencia, él es Español 
y no Francés. En buen hora que otorgase su testamento de aquel 
modo, cuando la ley francesa no le concediese otro medio de 



LEY TERCERA. 


19 

realizarlo; pero si esa ley le proporciona además el mismo me- 
dio que en España, si le deja lo que es propio de su nacionali- 
dad, si puede testar allí ante escribano y testigos, como está 
ordenado entre nosotros, ¿por que no ha de arreglarse al dere- 
cho de su país, conservando como conserva la naturaleza de 
este, y por qué ha de emplear, por el contrario, un recurso que 
la ley española no aprueba ni reconoce? ¿No obraría mejor, no 
consignaría su propósito de seguir siendo ciudadano de su pa- 
tria, no evitaría todo motivo de duda y de disputa, si obedeciese 
lo que es derecho de esta, toda vez que le es posible obedecerlo? 

71. Lo que decimos aquí de los testamentos, lo diríamos con 
mayor razón y con mayor fuer/a en otras cuestiones, á las que 
también se ha aplicado la máxima lorus regil aclum. No hay para 
qué hacerlo en el momento actual. Hablando solo de ella por 
incidencia, bástanos haber indicado álgo que á nuestro juicio 
debería limitarla. Y repetimos otra vez que no seremos severos 
en este punto de las últimas voluntades; porque respetamos co- 
mo se debe una doctrina común, y tenemos en cuenta la buena 
fé que de su creencia y de su práctica ha de seguirse. Rijan, 
pues, como vienen rigiendo, obsérvense como vienen observán- 
dose entre nosotros los testamentos arreglados á otras fórmulas, 
cuando son otorgados en países donde esas fórmulas se guardan 
y se emplean. Mas por lo menos una cosa lia de ser necesaria en 
tales actos: que conste la verdad de la disposición; que no quepa 
duda en la realidad del hecho; que si faltan las solemnidades 
castellanas, exista por lo menos el convencimiento moral y le- 
gal de que aquello y no otra cosa fue lo querido y lo mandado 
por el otorgante. 



LEY CUARTA. 


(L. 3. a , tít. 48.°, LIB. X, Nov. Reg.) 


Mandamos que el condenado por delito á muerte civil ó na- 
tural pueda fazer testamento y codieilos, ó otra qualquier última 
voluntad, ó dar poder á otro que la faga por él, como si no fue- 
se condenado: el qual condenado y su comisario puedan dispo- 
ner de sus bienes, salvo de los que por el tal delito fueren con- 
fiscados, ó se o vieren de confiscar, ó aplicar a nuestra cámara, 
ó á otra persona alguna. 


COMENTARIO. 


1. Una ley del Fuero Real (la 6. a , tít. 6.°, lib. III) había de- 

clarado que no podían hacer testamento «los que fuesen juzga- 
dos á muerte por cosa tal que debiesen perder lo que hubie- 
ran.» Este precepto era racional y legítimo: el testamento se 
otorga no con otro fin que con el de dejar á determinadas per- 
sonas lo que se tiene: el que no tiene ya ni puede tener nada, 
porque le priva de ello una sentencia, claro está que debe care- 
cer asimismo de la testamentifaccion, consecuencia del derecho 
de propiedad. ' 

2. Pero después de esa ley vinieron las Partidas, y vino el 
romanismo de los doctores. Recordaron estos que el condenado 
á muerte, por el mismo hecho, y aunque no hubiese perdi- 
miento de caudal ni confiscación, quedaba constituido en Roma 
siervo de la pena, y se veía despojado de las facultades ó dere- 
chos civiles; y siguiendo aquellas esta propia doctrina, inser- 



LET CUARTA. 


31 

taron en su texto la ley Í5.*, tit. i.° de la VI, que principiaron 
con estas absolutas palabras: «Juzgado seyendo alguno á muer- 
te por yerro que oviesse fecho, pues que tal sentencia fue dada 
contra él, non puede fazer testamento.» De manera, que la 
disposición fue absoluta y general: no sólo se le prohibió dis- 
poner, como lo hacia la ley del Fuero, de lo perdido ó confis- 
cado, sino de todo lo que hubiese, de todo lo que 1c correspon- 
diese, de todos los derechos que pudieran sobrevenirle. No era 
una declaración de racional imposibilidad; era un anatema de 
incapacidad completa lo que se fulminaba. 

3. Con arreglo á la ley del Ordenamiento y á la 1 .* de estas 
de Toro, no cabe duda en que el precepto del Fuero Real debe- 
ría tener preferencia sobre el de las Partidas que acaba de ci- 
tarse. Sin embargo, las Cortes y los Reyes Católicos creyeron 
oportuno dictar esta nueva ley, más explícita aún que la del 
Fuero. Convenía desterrar toda ambigüedad, toda libre opinión 
en una materia tan grave de suyo; y no podemos, por consi- 
guiente, menos de aprobar su obra, con la que, desechando su- 
tilezas, rendían homenaje á la justicia y á la razón. 

I. Desde entonces la pena de muerte, como tal pena de 
muerte, no ha sido una abolición del derecho de propiedad en 
el infeliz que ha debido sufrirla. Si aparte de esa pena la sen- 
tencia le ha impuesto responsabilidades, si confiscaba sus bie- 
nes mientras existió la confiscación, claro está que no había de 
poder disponer de aquello que dejaba de ser suyo. Pero en to- 
dos los demás bienes, como en lo restante que no eran bienes, 
su derecho y su acción quedaban incólumes. Pudo disponer de 
los unos; pudo ejercitar los otros; instituir herederos, legar, 
sustituir, nombrar tutores y curadores; llenar, en fin, todos los 
deberes y todas las facultades del hombre y del ciudadano. 
Quedó, eu una palabra, persona legal, y no siervo, como le es- 
timaba la doctrina de las Partidas. 

5. Los comentadores han disputado también sobre si esc 
condenado mismo, que carecía antes de la testamentiíaccion 
activa, poseía la pasiva, ó sea el derecho de heredar. No sólo 
tenían razón para disputarlo, sino completamente para negarlo, 
con arreglo á la ley romana: el siervo de la pena había salido de 
la sociedad civil en todos sus efectos. Mas todo concluyó á una 
vez por la declaración de nuestra ley, más explícita, como que- 
da dicho, que la del Fuero, y desunes de la cual no fueron po- 
sibles tergiversaciones ni dudas. La condena de muerte vio li- 
mitados sus efectos á la muerte misma; y en tanto que no 

v, 



COMENTARIO Á TAS LEYES BE TORO. 


82 

llegó materialmente ésta, ninguno de los derechos comunes 
fuá arrebatado como consecuencia al que la había de padecer. 

■ 6. El texto sobre que estamos discurriendo habla expresa- 
mente de muerte civil, aplicando á ella la misma doctrina que á 
la muerte natural. Si tuviésemos aquella en el dia, quizá fue- 
ran necesarias algunas explicaciones sobre el modo de cumplir 
el precepto; mas afortunadamente no hay tal pena hoy entre 
nosotros, y nos excusamos por lo mismo de una obra que sería 
de todo punto inútil. 




a; ' , ' . . i 











(L. 4. a , TÍr. 18. ", un. X, Nov. Rec.) 


El hijo o hija que esta en poder de su padre, seyendo de edad 
legítima para hacer leslamento, pueda hacer testamento, como si 
esluviesse fuera de su poder. 


COMENTARIO. 


1 . Según el derecho de las Partidas (ley 13. a , tít. 1 P. IV) 
el hijo que está en poder de su padre no puede hacer testamen- 
to, ni aun con la venia y licencia de éste. Así lo había querido 
también el romano, como explican largamente sus expositores. 
Sólo se exceptuaban de la regla general los militares y los letra- 
dos, en lo que era respectivo á lospcculioscastrense y cuasi-cas- 
trense. En todo lo demás, aun en el propio peculio adventicio, 
en que la propiedad era del hijo y no del padre, la prohibición 
permanecía inexorable y absoluta. 

2. La ley de Toro (pie examinamos corrigió ese principio de 
derecho extranjero, fijando definitivamente el de Castilla. No 
solo autorizó al hijo de familias para que testase, sino que hasta 
le eximió de la licencia paterna. En lo que fuese suyo, conside- 
róle con la plenitud de derechos del hombre sai juris. Como si 
estuviese fm ra del poder de su padre, dice textualmente ; esto 
es, como si estuviese emancipado, corno si no fuese tal hijo de 
familias. 

3. Algunos autores no lo han comprendido así, y quieren 
que para la validez del acto en que nos ocupamos preceda siem- 



§4 COMENTARIO Á LAS I.EYES DE TORO. 

pre la licencia paterna. Mas en verdad que no sabemos en qué 
se funden. Cuando las palabras de una ley son terminantes, 
¿por qué hemos de cerrar los ojos para no verlas, sustituyendo 
á su voluntad nuestra privada voluntad? 

4. Lo que sí puede investigarse, con motivo de esta ley, es: 
l.°, de cuáles bienes han de poder testar los hijos; 2.°, á qué 
edad han de poder testar los hijos; y 3.° y último, qué reglas, 
qué obligaciones, qué límites tienen los hijos en sus testa- 
mentos. 

5. Los bienes de que puede testar cualquier persona, son 
aquellos que en propiedad posée. Nadie puede dejar verdadera- 
mente lo que no es suyo; pues aun el legado que llaman de cosa 
agena, no es en realidad sino un modo de mandar las propias. 
Así, los hijos de familia no han de disponer, no pueden dispo- 
ner sino de lo que en verdadero dominio les corresponde; de sus 
peculios adventicio, cuasi-castrense y castrense. Todos tres son 
de ellos, aunque en el primero tenga el usufructo el padre: á 
todos tres alcanza su acción, para distribuirlos según su volun- 
tad, dentro de los límites que ha señalado la ley y que consig- 
naremos más adelante. 


6. Hemos preguntado, en segundo lugar, á qué edad han de 
poder hacer testamento los hijos de familia. La ley usa sólo de 
la expresión edad legítima , sin entrar en mayores explicaciones; 
y deja/por consiguiente á otras leyes, ó al derecho común, su- 
pletorio en falta de ellas, el cuidado de responder á tal pre- 
gunta. 

7. Y no hay efectivamente, según creemos, otro modo de 
resolverla que por el expresado derecho común; el cual fija la 


testamentifaccion en los años de la pubertad. Quizá parecerá 
esto un poco adelantado á nuestros lectores, como sin duda nos 
lo parece á nosotros: un niño de catorce años, una niña de 
doce, no deberían tener facultades para otorgar su testamen- 
to. Pero ésta es una doctrina autorizada, que puede no agradar, 
mas que no se. puede desconocer: sería menester una ley para 

corregirla, no bastando, de seguro, las desaprobaciones particu- 
lares. 

‘ ! t - . ; . . ■ . • ... < ■ • . ■ : 

i- 1'.' £P r último, á la tercer pregunta que indicábamos, no es ' 
menos fácil la contestación que á las dos precedentes. Él hijo de 
famiUas tiene por limite, lo mismo que el que no lo es, los pre- 
ceptos legales que constituyen herederos necesarios, forzosos. 

de familias puede tener descendientes, aunque no sean 
legítimos; tiepe padre, de seguro;, y por lo tanto no puede dig- 



ixl QvmjA. 86 

poner como quiera de) todo de loé Menee que goza. Ha de reé- 
petar las legitimas, esto es, lo que según las leyes está obligado 
á dejar por lo ménos ¿ quien le dió el ser. En lo restante su so» 
clon es de todo punto Ubre, tan libre como sería la de su padre 
propio en idéntico caso. J£ste precepto que examinamos procla- 
ma su autoridad en términos bien absolutos; y no hay ninguna 
razón para que se le mengüe ni se le escatime. 



(L. i.\ TÍT. 20.°, LID. X, Nov. Rec.) 


Los ascendientes legítimos, por su orden y línea derecha, su- 
cedan ex testamento et ab intestato á sus descendientes, y les 
sean legítimos herederos, como lo son los descendientes a ellos, 
en todos sus bienes, de qualquiér calidad que sean, en caso que 
los dichos descendientes no tengan hijos descendientes legítimos, 
ó que ayan derecho de les heredar : pero bien pormetimos que 
no embargante que tengan los dichos ascendientes, que en la ter- 
cia parte de sus bienes puedan disponer los dichos descendientes 
en su vida, ó hacer qualquiér última voluntad por su alma, ó en 
otra cosa qual quisieren. Lo qual mandamos que se guarde, sal- 
vo en las ciudades, villas y lugares, do según el fuero de la tier- 
ra se acostumbran tornar sus bienes al tronco, ó laraiz á la raiz. 


COMENTARIO. 

I. 

1. La sucesión testamentaria é intestada de los hijos legí- 
timos estaba ya ordenada, y definitivamente ordenada, por nues- 
tro derecho. Como que es la más natural, la más usual, la más 
necesaria, todos los códigos, habían tratado de ella, formando 
así un cuerpo de doctrina que no dejaba ningún punto opinable 
ni arbitrario. El padre tenia obligación de instituir por herede- 
ros á los expresados sus hijos legítimos en las cuatro quintas 
partes de sus bienes; sólo el quinto restante le quedaba en ver- 
dad libre, para aplicarlo por el bien de su alma, legarlo en man- 



l*¥ sexta. gf 

da», hacer de él lo qoe le pluguiera* Y al no bada 
si moría sin esta declaración de sü última voluntad, los proploá 
hijos lo llevarían todo, repartiéndolo entre «i por Iguales por¿ 
dones. í» 

2. Este era el derecho común de Castilla, al comenzar el dé- 
cimo-sexto siglo, salvo lo que veremos después respecto á vin¿ 
culadones, respecto i mejoras, respecto á alimentos de hijos 
naturales. Y ese derecho común debía parecer á las leyes de 
Toro tan razonable como claro, pues que habiéndose propuesto 
concertar, corregir y determinar la legislación, no le consagra- 
ron una sola palabra, eomo en otro caso indudablemente lo ha- 
brían hecho. 

3. Mas en el punto de la sucesión de los ascendientes no 
sucedía lo propio. Menos natural, menos necesaria por su mis- 
ma índole, siempre ha ocupado un puesto secundario en todos 
los pueblos, y ha estado sujetad más variedad de opiniones, casi 
íbamos á decir á más arbitrariedad, á más capricho. El derecho 
romano, aun en sus últimas y más perfectas teorías, había pro- 
clamado altamente la razón de esta diferencia: Non sic parenti- 
bus liberorum ut liberis parentum debetur hoereditas : párenles ad 
bona liberorum ratio miserationis admitlis, ¡iberos naturas simul el pa- 
rentum commune votum. Y los demás derechos, asi los de nacio- 
nes rudas como los de naciones civilizadas, si no han formula- 
do tan concisa y filosóficamente ia misma idea, han tenido por 
lo menos su intuición, su sentimiento confuso, y han obrado en 
consecuencia sobre esta materia ó con una libertad ó con unas 
contradicciones que nunca nos habrían presentado en la otra. 

4. Examinemos nuestros primitivos códigos , vengamos 
después á las Partidas, y nos convenceremos de todo lo que 
queda dicho. 

5. El Fuero-Juzgo había establecido el derecho de los as- 

cendientes para heredar á sus descendientes ab intestato, en fal- 
ta de otros descendientes que tuvieran los muertos. La ley 2.“, 
tit. 2.°, libro IV es tan concisa como terminante. «En la here- 
dad del padre vienen los fiios primieramientre. E si non oviere 
fiios, dévenlo a ver los nietos. E si non oviere fiios, ni nietos, nt 
padre ni madre , dévenlo aver los avuelos.* Y la siguiente añade 
todavía: <iQuando non es ninguna persona del linaie que venga dere - 
chamientre de suso ú de yuso , dévenlo aver los que vienen de tra- 
vieso mas propinquos * 

6. No es esto sólo lo que encontramos en aquel cuerpo. La 
división por ritmas, y hasta la reversión á los troncos, están tam- 



gg COMENTARIO Á LAS LEYES PE TORO. 

bien reconocidas y prevenidas. Esta sucesión de los ascendien- 
tes tiene su forma particular , que se declara con los términos 
más explícitos. Asi, la ley 6. a del mismo título nos dice: guan- 
do el omme muere, si dexa avuelos de parte del padre ó de par- 
te de la madre, amos deven aver egualmientre la buena del 
nieto. E si dexa avuelo de parte del padre, ó avucla de parte 
de la madre, amos vengan egualmientre á su buena. E otrosí, 
si dexa avuela de parte del padre, é de parte de la madre, ven- 
gan á la buena egualmientre. Esto es de entender de las cosas 
que ganó el muerto. Mas de las que él ovo de parte de sus pa- 
dres ó á sus avuelos, deven tornar á sus padres ó á sus avue- 
los cuerno ge las dieron.» 

7. La sucesión intestada, pues, de los ascendientes, se halla- 
ba establecida y razonada por el Fuero- Juzgo. Ni podía dudarse 
de su lugar, ni tampoco de su índole. Tomada más bien, á lo 
que creemos, de las tradiciones hispánicas que de las costum- 
bres godas, pudo satisfacer sin embarazo las necesidades del 
periodo de la restauración, dando un fundamento á los fueros 
de Asturias, de León y de Castilla. 

8. Mas á la vez que esto sucedía con lo intestado, en la su- 
posición del testamento, que es siempre la más usual, la más 
vulgar, las cosas pasaban de muy distinto modo'. Si la ley á que 
nos vamos refiriendo daba á los padres los bienes de los hijos 
cuando estos no dispusieran de ellos en sus últimas voluntades, 
de ningún modo les imponía la obligación de dejárselos, ni una 
parte siquiera, cuando efectivamente testaban. Eran, pues, los 
padres herederos legítimos, pero no eran herederos forzosos. 
«Todo omne libre é toda muier libre (dice la ley 21. a del mismo 
título) que non an fiios ni nietos ni bisnietos, fagan de sus co- 
sas lo que quisieren: nin otro omne de su linaie que venga de 
suso — (los ascendientes) — nin de travieso pueda desfazer este 
ordenamiento.» Y añade la razón de este mandato: «Ca aquel 
que viene en el linaie del parentesco de suso derechamientre, 
non es nado (nacido) en tal manera que por natura deva aver he- 
redad.»— Como se ve, la doctrina de los j urisconsultos romanos 
había tenido eco en los Concilios de España: á los descendientes 
los llamaba la naturaleza; á los ascendientes, solo la conmise- 
ración y la presunción legales. 

9. Pasando del séptimo al décimo-tercio siglo, del Fuero- 
Juzgo al Fuero Real, encontramos sustancialmente la misma 
f° ctn 0 n ^; ® Sl k° me qualquier muriere sin manda (dice la ley 1 .% 

it. b. , hb. III) y herederos no hobiere así como es sobredicho-- 



ISY SEXTA. 


89 

(descendientes de bendición)-— el padre é la madre hereden toda 
su buena comunalmente: é si no fuere más vivo del uno, aquel 
lo herede: é si no o viere padre ni madre, herédenlo los abue- 
los ó dende arriba, y de esta guisa mesma.» Y otra (la 10.“ del 
propio título) añade lo siguiente: tE otrosí mandamos que el 
que muriere sin manda, ó no dexare fijos ni nietos, é dexare 
abuelos de padre ó de madre, el abuelo de parte del padre he- 
rede lo que fue del padre, y el abuelo de la madre herede lo que 
fue de la madre; é si él había hecho alguna ganancia, ambos 
los abuelos hereden de consuno igualmente.» 

10. Por donde se ve que la sucesión intestada de los padres 
sigue cual la estableciera el Fuero-Juzgo. — En cuanto a la testa- 
mentaria podemos también opinar del mismo modo. Ninguna 
ley de este título impone el deber de instituir á los ascendientes: 
ninguna arguye de inválido al documento de última voluntad 
en que se les excluya ú olvide. Si nos falta aqui una disposición 
análoga por su franqueza á la 21 . a que citábamos ántes, el efecto 
es el mismo, pues que no la hay tampoco que imponga el deber 
de instituir herederos á los ascendientes. 

1 1 . Hasta aquí la legislación godo-española y la legislación 
castellana: hasta aqui 10 que teníamos en el siglo XIII, salvos 
los fueros locales que en unos ú otros puntos pudiesen existir. 
Cúmplenos ahora examinar lo que hicieron en el propio siglo 
las leyes de Partida, ora copiando, ora modificando el derecho 
romano, sil modelo y su pauta. 

12. Comenzaremos, como siempre, por la sucesión nb inles- 
tatn. Las Partidas debían ocuparse y de hecho se ocupan muy 
largamente en ella; pero respecto á la de los ascendientes todas 
sus disposiciones están comprendidas en la ley 4. a , tít. !.'L°, Par- 
tida VI, que vamos á copiar: «Sogund el curso de la natura é la 
voluntad de los padres, deven heredar los fijos los bienes dellos, 
dexándolos en su logar después de su muerte: mas acaesce á las 
vegadas que los fijos mueren ante que los padres é los avuelos. 
E por ende, pues que en la ley ante desta mostramos de la he- 
rencia que ganan los fijos ó los nietos quando sus mayorales 
mueren ante dellos, conviene que digamos cómo deven heredar 
los ascendientes á aquellos que descendieron dellos; é dezimos 
que quando acaesciere que el fijo muera sin testamento, non de- 
sando fijo ni nieto que heredase lo suyo, nin habiendo hermano 
ni hermana, que estonce el padre e la madre deven heredar 
egualmente todos los bienes de su fijo. E si hermanos oviesse, 
estonce deven ellos con el padre é con la madre partirlo por ca- 



90 comentario á las leyes de Tono, 

bezas. E maguer oviesse abue'o ó abuela, non heredará ninguno 
dellos ninguna cosa en los bienes de tal defunto. Mas si aquel 
que muriesse sin testamento non dexasse heredero ninguno que 
descendiese dél, nin oviesse hermano, nin hermana, nin padre, 
nin madre, si oviere abuelos, quier sean de parte de su padre, 
quier de parte de su madre, ellos heredarán egualmente todos 
los bienes de su nieto. E si por aventura de parte de su padre ó 
de su madre, oviere un abuelo solo, é de la otra dos, estonce 
aquel solo avrá la meytad de todos los bienes, é los dos que 
fuessen de la otra parte avrán la otra meytad. E si acaesciere 
que éste que assí finó avía abuelos é hermanos quel pertenez- 
can de padre é de madre, estonce heredarán todos los bienes que 
fincaron dél, partiéndolos entre sí por cabezas egualmente. E 
esso mismo sería si el finado dexasse fijos de tales hermanos.» 

13. Esta ley que acaba de copiarse, puede resumirse á nues- 
tro juicio en varias proposiciones. — Primera: los ascendientes 
son herederos ab intestato. Segunda: entre ellos los más pró- 
ximos excluyen á los más remotos. Tercera: concurren con ellos 
los hermanos y los hijos de hermanos, cuando existen. Cuarta: 
en el caso de tal concurrencia, sea con padres sea con abuelos, 
la herencia se distribuye per capita, como decían los latinos, 
esto es, por iguales partes. Quinta: cuando hubiese abuelos tan 
solos y de diversas líneas , se dará al ó á los de una tánto como 
á los ó al de la otra. — Creemos que este y no más es el sentido 
de la ley : que este es el derecho de las Partidas en la sucesión 
intestada de los ascendientes. 

14. Vengamos ahora al otro punto, al derecho del mismo 
código en lo respectivo á su sucesión testamentaria. Y fijándo- 
nos en él, veremos que se separa mucho más de la antigua le- 
gislación española. Se ha dicho antes que el Fuero Real no im- 
ponía á los testadores la obligación de instituir por herederos á 
sus ascendientes: se ha dicho también que el Fuero-Juzgo los 
eximía de ella de un modo explícito. Pues Las Partidas, por el 
contrario, señalan esa. obligación como tal, y solo dispensan de 
cumpliila en el caso de justas, motivadas, expresas deshereda- 
ciones. Hasta allí, los ascendientes no eran, en testamento, sino 
herederos voluntarios : las Partidas los hicieron , ó pugnaron 
por hacerlos, herederos forzosos (1). Como el padre no podía 


(i) Las Partidas copiaron en toda esta materia el derecho romano 
novísimo o justmianéo. El antiguo había sido muy diferente, como se 
puede vei en sus códigos y en sus expositores. 



LEY SEXTA. 


91 


♦ menos de instituir á su hijo, así el hijo, no teniéndolos á su vez, 

se vio obligado por C9te derecho á instituir á sus padres. Y 

¡cosa por cierto singular, después de lo que hemos visto en la ley 
ántes citada!— -los hermanos no compartieron con los ascen- 
dientes esta cualidad de herederos forzosos : ellos pudieron ser 
excluidos de la sucesión sin causa alguna , cuando para excluir 
á los tales ascendientes no se aceptaron ni se reconocieron otras 
que las que declara la ley 11. a , tit. 7.° de la sexta Partida. 

15. Esta fue, repetimos, una gran innovación. Los padres 
tuvieron legítima, como los hijos la habían tenido siempre ; si 
bien es verdad que la de los hijos, corta según el código de don 
Alfonso, que siguió á las leyes romanas, era mucho más cuan- 
tiosa por las antiguas españolas , mientras que la de los padres, 
únicamente consignada en aquellas, no podia pretender una 
análoga elevación. Pero no tiene aquí menos importancia el 
principio que la cuantía ; y el principio , según acaba de verse, 
variaba de todo punto de la una legislación á la otra. Según la 
tradicional , los padres eran , respecto á los hijos, herederos ab 
inténtalo, pero no ex testamento, y en aquella primer sucesión 
excluían á los transversales ; según la doctrinal y teórica , lo 
eran por testamento y ab inféstalo, gozando en '-aquel de un 
privilegio sobre los transversales , pero confundiéndose con al- 
gunos de ellos en este caso último. — No juzgamos ahora: referi- 
mos únicamente los diversos derechos. 

10. En tal estado de la cuestión, la ley 1 .* del Ordenamiento 
de Alcalá habíala resuelto sin duda, como resolvió todas las se- 
mejantes. Señalando el lugar que había de tener cada código, 
avalorando comparativamente sus disposiciones, marcó el es- 
píritu y el precepto por donde deberían juzgarse tales proble- 
mas. En vista de su doctrina y de su tenor, consultadas sus pa- 
labras, respetada su voluntad, no tiene duda á nuestro juicio 
que la legislación de los Fueros y no la de las Partidas era la 
que se podía estimar vigente. Aquélla era clara en su contexto 
y en su espíritu : cualquier aprecio que nos mereciera esta otra, 
no era licito elevarla al propio, idéntico nivel. Los ascendientes 
tenían el carácter de herederos legítimos, pero no el de herede- 
ros forzosos : sucedían ab inféstalo, pero no sucedían necesa- 
riamente ex testamento , 



92 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 


II. 


17. Tal fue el rigoroso derecho desde el Ordenamiento de 
Alcalá hasta las leyes de Toro. Pero estas no lo miraron como 
el más justo ó como el más útil: quizá no seria tampoco plena- 
mente observado en la práctica, ejecutándose aunque no fuera 
legal lo ordenado por las de Partida. Lo cierto es que la mate- 
ria pareció necesitada de nuevas reglas, de nuevas definiciones; 
y que, llenando el propósito que inspirara toda aquella refor- 
ma , se procedió á formular algo no completamente conforme 
con nada de lo antiguo. 

18. Las disposiciones de esta ley se resumen en los siguien- 
tes puntos. Primero: los ascendientes legítimos son herederos 
forzosos de sus descendientes, ex testamento y ab intestato , 
siempre que estos no dejan otros descendientes también legíti- 
mos , ó que hayan derecho de heredarlos con prelacion. Se- 
gundo : esta sucesión se verifica por su orden y linea derecha. 
Tercero: la porción legal de esta sucesión son los dos tercios de 
los bienes del que testa; en el tercio restante puede hacer libre- 
mente lo que le pluguiere. Cuarto y último: donde se acostum- 
bre por fuero local que vuelvan los bienes al tronco ó á la raiz, 
en esta clase de sucesiones, deberá seguir ejecutándose tal 
práctica. 

19. Como se ve , pues , la ley de Toro tomó de las Partidas 
la sucesión ex testamento de los ascendientes : tomó de la anti- 
gua tradición española el que no viniesen con ellos los herma- 
nos del difunto cuando sucedieran ab intestato ; y señaló como 
legítima de esos ascendientes la cuota de los dos tercios , sobre 
lo cual habría quizá costumbres , pero que no podía hallarse en 
el Fuero Real, y que no se hallaba en las Partidas. 


III. 


20. Detengámonos un poco en cada una de las proposicio- 
nes con que hemos resumido esta ley; pues que todas ellas hán 

^deTas 6 dudas üa ex ^ cac * on ’ Y var * as pueden dar lugar á ver- 



lky sexta. 


93 

21. La primera fue la de que los ascendientes legítimos su- 
ceden ex testatnento y ab inlesíato, siempre que los difuntos 
no han dejado hijos ó nietos también legítimos, ü otros que 
tengan el derecho de heredarlos con prelacion. Por donde se ven 
dos cosas: primera, que la ley reconoce el derecho de eterna 
justicia con que los descendientes de una persona han de ser 
preferidos á sus ascendientes; y segunda, que aun además de los 
descendientes legítimos, puede haber alguien que perjudique á 
los padres y á los abuelos que tengan igual legitimidad, entran- 
do antes que ellos á la sucesión del que otorga su testamento ó 
muere sin él. 

2‘2. Ahora bien: ¿quiénes son esos otros, esas personas de 
que habla la ley, y que no se cuentan entre los hijos y descen- 
dientes legítimos? ¿Son descendientes bastardos? ¿Son personas 
extrañas ? ¿ En que casos y cómo sucede que los unos ó que las 
otras se prefieran á los ascendientes legítimos? 

23. Son, en primer lugar, los hijos naturales legitimados por 
subsiguiente matrimonio, los cuales se execuan á los legítimos 
en todo aquello que depende de las leyes, ó que , dependiendo 
de voluntades individuales , no lo vedan , no lo prohíben és- 
tas (1). Son, en segundo lugar, los propios hijos naturales legi- 
timados por rescripto soberano, y autorizados para heredar á 
sus mayores; los cuales sólo son perjudicados en tal esperanza 
y en tal derecho por otros hijos legítimos que nazcan des- 
pués ( 2). Los unos y los otros se prefieren á los ascendientes asi 
por testamento como ab i n téstalo. Son, en tercer lugar, los hijos 
adoptivos , cuyos derechos tienen tanta fuerza como los de los 
legítimos propios , cuando no hay de estos que por su superve- 
niencia ios excluyan (3). Son, en cuarto lugar, respecto á La 
madre, los hijos naturales y los simplemente espúreos; los cua- 
les son también herederos del uno y del otro modo , con prefe- 
rencia á los ascendientes legítimos de la misma ( \). \ son, en 
último lugar, los propios hijos naturales respecto al padre ; no 
en el caso de morir intestado, que entonces le sucederán sus 
ascendientes; no tampoco para que tenga obligación de insti- 
tuirlos en su testamento , que no se la impone la ley; pero sí 


ilt L. 1 % tic. llí. 0 , R IV. 

(O) L. 12. a úe Toro. 

on L. :> \ tít. o/ 1 , lib. 111 Fuero Real. 

,4» L. u 1 úe Toro. 



Q4 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

cuando él de su voluntad quiera instituirlos, lo cual esa misma 
ley autoriza, prefiriéndolos entonces á los ascendientes (1). 

24. De manera, que en esta postrer hipótesis se verifica una 
anomalía singular. El ascendiente es heredero legítimo así ex 
testamento como ab intest ato, y no parece deber excluirse sino 
por otro heredero , también legítimo, también forzoso , así ab 
inlestato como ex testamento. El hijo natural no lo es respecto 
al padre : ninguna obligación tiene éste de instituirlo : si muere 
sin testar y concurre con tal hijo un ascendiente, el ascendien- 
te le excluye y descarta. Y sin embargo, si el padre quiere pre- 
ferirlo, si lo escoge é instituye por su voluntad, el ascendiente 
se ve burlado en su esperanza, iludido y perjudicado en su de- 
recho. Resolución á primera, vista ilógica, por no decir absurda, 
que el que es legalmente menos se adelante y sobreponga al 
que es más; y resolución, sin embargo, que no repele el buen 
sentido, y que aprueba una filosófica reflexión , considerando el 
diferente carácter de las sucesiones que descienden y el de las 
que ascienden, teniendo en cuenta la tradicional legislación es- 
pañola que antes hemos explicado, y dando, por último, á la 
expresa voluntad de un testador toda la importancia que de- 
be tener, cuando se trata de ciertos límites algo elásticos de 
suyo. 

25. Hasta aquí hemos hablado de descendientes no legíti- 
mos, que pueden anteceder y preferirse á los legítimos ascen- 
dientes. Pero quizá la ley deba también entenderse de otras 
personas, cuales son los sustitutos pupilares. Esta es por lo me- 
nos la doctrina asentada por varios autores ; la cual , como se 
comprende bien , tenemos que exponer y examinar en el ins- 
tante presente. 

26. La teoría de los sustitutos pupilares es bien conocida. 
Un padre que hace testamento y que instituye por heredero á 
su hijo impúbero — (y aun no instituyéndolo, si el tal hijo puede 
tener otros bienes) — prevé el caso de que éste pueda morir en 
aquella edad, sin estar autorizado aún para testar por sí propio; 
y evitando los inconvenientes que alcanza de un hecho tan po- 
sible, nombra un heredero sustituto para que lleve en semejan- 
te hipótesis los bienes que al mencionado su hijo pertenecieran. 
Si el accidente previsto se realiza, si el menor muere antes de 
cumplir los catorce años, «tal fuerza há la sustitución (dicela 


(1) L, 10. a de Toro. 



LEY SEXTA. 


95 

ley) (1), que aquel que gana la heredad por razón de ella, deve 
aver los bienes del mozo en cuyo logar fue establescido por he- 
redero, tan bien como si él mismo lo oviesse establescido por su 
heredero en tiempo que pudiesse facer testamento. E por estas 
razones (continúa) tal sustitución como ésta , es como otro tes- 
tamento que faze el padre al mozo sobredicho. E heredará tal 
sustituto como éste todos los bienes del mozo onde quicr que 
los aya.» Palabras explícitas que no podemos desconocer; pa- 
labras que hemos querido copiar , y sobre cuyo contexto será 
necesario que mediten nuestros lectores. 

27. ¿Qué es, les preguntamos, lo que de sus términos y de su 
espíritu debe inferirse? La preferencia que él concede á los sus- 
titutos sobre los herederos legítimos del menor, — porque al 
cabo tal preferencia y no otra cosa es lo que dispone, — ¿llega 
por ventura hasta excluir á los herederos forzosos, á la madre, 
á los abuelos del sustituido ? ¿ Es por esta posibilidad , además 
de la de los hijos legitimados, naturales y espúreos de que ha- 
blábamos antes, por lo que nuestra ley sexta ha escrito las pa- 
labras «ó que hayan derecho de les heredar,» sobre que estamos 
discurriendo? 

28. Muchos autores, repetimos, lo han creído ásí : varios 
han defendido ó esforzado tal Opinión : aun los hay que no han 
concebido pueda profesarse la contraria. Con todo el respeto, 
empero, que se debe á su autoridad, nosotros nos permitimos 
opinar otra cosa. Ni la ley de la sustitución ha querido tanto, á 
nuestro juicio, ni esta de Toro ha tenido presente tal idea, al 
menos con la extensión que se le da. Su espíritu, su inteligencia 
común son los que quedan explicados en los números prece- 
dentes ; y si algo puede alcanzarle por este hecho ó por esta 
teoría de las sustituciones, no es tanto, de seguro, como algu- 
nos han crcido y sostenido en el punto de que aquí se trata. 

2b. ¿Qué es, preguntaremos , la sustitución pupilar que es- 
tamos examinando v caracterizando ■ La ley que la establece y 
que copiábamos poco hace, nos lo dice con toda exactitud . es 
una institución que hace el padre en lugar del hijo , y poi el 
propio hijo, porque éste no la puede hacer. Pues bien; de aquí 
inferimos nosotros una consecuencia que nos parece irrecusa- 
ble: p U cs que ei padre la hace por el hijo, claro es que tiene que 
ponerse en la situación del hijo para hacerla; claro que ha de 


«Ij L. 7. a . tú. r».-\ 


P. VI. 



Cjg COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

llenar los deberes que el hijo tiene , y que si testase llenaría; 
claro que si el hijo se halla con herederos forzosos , de los cua- 
les él no podría prescindir, tampoco ha de prescindir de ellos el 
padre que obra por él, que obra en su nombre, que es un comi- 
sario legal y no otra cosa. 

30. La teoría nos parece incuestionable; y lo único que nos 
admira es no haberla visto ni desenvuelta ni aun i espetada como 
merece. Pero toda vez que ocurre , no sabemos con qué argu- 
mentos se la ha de contrastar , con que subteríugios se la pue- 
da eludir. 

31. El padre testa por el hijo : lo dice la ley. Luego el padre 
tiene que llenar los deberes testamentarios que afectan al hijo: 
lo exije la razón. Ahora bien: la madre, en primer lugar, y en 
segundo lugar los abuelos , ¿son ó' no son , respecto al hijo y 
nieto, herederos legítimos y forzosos? Si no lo eran ex testa- 
mento con arreglo al Fuero- Juzgo y al Fuero Real, ¿puede de- 
cirse lo mismo, atendiendo al derecho de las Partidas, y des- 
pués de esta ley de Toro que estamos comentando? 

32. No se ha de suponer jamás que una ley es contradictoria 
con otras del código, y mucho menos con las que pueden lla- 
marse fundamentales en él, porque señalan sus principios y de- 
muestran su espíritu, en tanto que haya medios racionales para 
concertarlas y explicarlas de un modo armónico. Esa es una 
regla capital de interpretación , de la que procuramos no olvi- 
darnos; y que en este caso como en otros muchos trae, á nues- 
tro juicio, gran conveniencia. Siguiéndola en su buen sentido, 
parécenos que caen todas las diñcultades, y que se desvanecen 
las nubes que han podido embarazar para el perfecto esclareci- 
miento de Las cuestiones que aquí se ventilan. 

33. El padre tiene derecho para sustituir á su hijo pupilar- 
mente. Pero si al hacerlo se olvida de la madre que puede exis- 
tir al óbito del hijo impúbero, ó de los abuelos que pueden exis- 
tir del mismo modo, este accidente, sin invalidar la sustitución, 
limitará sus efectos á una parte de la herencia. No privará á la 
madre ó á los abuelos de lo que la ley forzosamente les daba: 
si el hijo no podía privarlos, ¿cómo había de hacerlo uno que 
solo obra por él y en su nombre? Pero ni la madre ni los 
abuelos tenían acción á que el hijo ó nieto los instituyera en la 
totalidad de sus bienes: una mayor ó una menor parte, pero 
siempre una parte considerable, quedaba fuera de su legítima. 
Pues bien: en esta parte, la institución no encontrará estorbo: 
el testamento libre será válido : el instituido pupilarmente ex- 



IOT SEXTA. 


97 

cluiri ¿U madre y á los abuelos. Hubiéralos excluido el h\jo si 
personalmente hubiese testado: tanto vale sin duda que el pa- 
dre, á viítud de un derecho legal, lo haya realizado en su nom- 
bre y por el. 

34. Hé aquí, pues, la total, genuina inteligencia de las pala- 
bras de la ley de Toro: hé aquí el complemento a la contestación 
que principiamos á dar algunos números hace. ¿Quiénes son, 
preguntábamos, esas personas de que aquella habla, y que hán 
derecho de heredar con prelacion á los ascendientes legítimos? 
Son, ya lo dijimos; varias clases de descendientes no legítimos, 
en sus casos; y lo son también los sustitutos pupilares en el ter- 
cio de los bienes del difunto impúbero. No en la totalidad, como 
han pretendido algunos autores; pero sí en esta parte, en que los 
ascendientes no suceden por fuerza ex testamento, y de la cual 
por tanto, puede privarles una sustitución, como les privaría 
una institución real y directa. 


IV. 

35. La segunda proposición en que resumimos el precepto 
de esta ley fue la de que los ascendientes sucedían á sus hijos ó 
nietos por su urdan y linea derecha. Son palabras no inventa- 
das por nosotros, sino tomadas de la ley misma, y acerca de las 
cuales es forzoso detenerse para comprender la forma de esta 
sucesión. 

30. Linea derecha , si estuviese solo sería quizá un pleonas- 
mo, toda vez que se había dicho ascendientes. Entre padres é 
hijos, abuelos y nietos, ascendientes y descendientes, en fin, no 
puede haber más que esa linea; no puede existir nunca la no 
derecha, la transversal. Sólo, pues, un empeño de repetición, 
un modo de confirmar la índole de la sucesión de que se trata, 
es lo que podría verse en el uso aislado, en la mera inserción de 
esas dos voces, que no añadirían real y verdaderamente niguna 
idea al precepto que nos ocupa. 

37. Pero hay que advertir que se dice algo más, que se dice 
también por su orden, y que con esta expresión ya no sucede lo 
mismo. Declarase con ella que no es solo á la linea derecha a lo 
que hay que atender, sino que dentro de esta linea existe un or- 
den previsto de sucesión. No ha le bastar hallarse en ella,-» no 
han de venir todos los que estén en ella; pues ha de liaber un 
orden para que ejerzan y les sea ateudido su derecho. 



gg COMENTARIO Á LAS LEVES BE TOBO. 

38. Cuál deba ser este orden, la ley que estamos examinan- 
do no lo ha señalado. Y no es ciertamente en ella un olvido ó 
un defecto: es que no había ninguna necesidad de tal expresión. 
En este punto no existía discordancia entre los códigos antiguos: 
la tradición y la escuela estaban conformes; y de aquí es que los 
legisladores de Toro debían pasar ligeramente sobre el asunto, 
pues que puede decirse estaba fuera de su objetó. 

39. Así, nunca ha habido dos opiniones sobre este particu- 
lar. Siempre se ha reconocido que en la sucesión de los ascen- 
dientes el más próximo excluye al más remoto; y que concur- 
riendo abuelos de entrambas lineas, los bienes se han de dividir 
por mitad en razón de las mismas lineas, y no por cabezas como 
en las sucesiones transversales. Lo que había que hacer en este 
punto era consignar el derecho de los ascendientes, de ellos so- 
los; y dejar después que se aplicasen á su sucesión las reglas de 
orden y linea derecha bien conocidas de antemano en Castilla. 

40. De lo dicho se inüere que en la sucesión de los ascen- 
dientes no hay derecho de representación; al contrario de lo que 
se verifica en la de los descendientes, y hasta cierto punto en la 
de los colaterales. Aquí, en los padres, en los abuelos no podría 
concebirse. La representación tiene su lugar, es obvia, es nece- 
saria en la marcha de la naturaleza, descendiendo por la cadena 
de los seres, corriendo el rio de la vida. Razones de convenien- 
cia y do piedad pueden haber inspirado y confirmado un orden 
de sucesión que es'de todo punto opuesto; las leyes lo admiten 
y lo sancionan; el mundo lo acata y lo emplea. Pero no hay que 
traer á él principios ni doctrinas que no caben en- su hipótesis, 
en su cuadró; no hay que buscarle una completa igualación en 
todos sus accidentes con el que la naturaleza humana nos ofre- 
ce como vulgar, como común, como propio. No hay, repetimos, 
representación en este orden: sería contradictoria con la Indole 
de él, qué es el ascénso, cuando la de ella consiste en la cor- 
riente, en la opuesta dirección. 

. 41. Y no empecen á esto de ningún modo las palabras de 
la ley que dicen: «les sean legítimos herederos, como lo son los ’ 
descendientes á ellos; Aporque tales expresiones tienen otro sen- 
tido, bien fácil por cierto de comprender. Lo que ellas significan 
es que la sucesión de los ascendientes es tal sucesión, y nó el jus 
peculii que tuvieron los antiguos romanos; y que es plenamente 
legítima, tan legítima como la de los hijos, surtiendo los mis- 
mos efectos que ésta. Lo cual es completamente verdad. Desde 
que la ley la ha admitido y consagrado, su naturaleza de suce- 



trr SETTA. 


19 


Bloa .es 1a misma, su valor y bu fuerza idénticos ó unos propios. 
•Tan heredero, tan necesariamente heredero ea el padre del hijo, 
en bu c&ao, que es el segundo, como lo es el hijo del padre én 
el sayo, que es el primero y capital. Los mismos derechos ad- 
quiere el ufto que el otro; la misma consideración hereditaria 
tienen á los ojos de aqueHa ley. Si ia doctrina de las escuelas 
rebuscaba algunas distinciones, como tradiciou no bien borra- 
da del Digesto, la palabra soberana ha acabado con ellas, decía . 
rando en este punto como norma las que son consecuencias 
naturales de su principio. Verdad es, según antes decíamos, 
que la sucesión de los padres puede y debe tener otros acciden- 
tes que la de los hijos; pero como tal sucesión, es de idéntica 
naturaleza y de la misma legitimidad. 


V, 


42. Hemos indicado como tercer punto, en nuestro resumen 
de esta ley, el de la porción de los bienes del hijo en que éste se 
halla obligado á instituir por heredero á su padre. Y aquí tene- 
mos otra de esas accidentales diferencias de que venimos ha- 
blando: el ascendiente tiene obligación de instituir ó mejorar á 
sus herederos, de dejarles las cuatro quintas partes de sus bie- 
nes; el descendiente á su vez no la tiene de dejar á sus mayores 
sino los dos tercios de los bienes mismos. 

43. Esta cuota, esta porción legítima, ha sido señalada por 
la presente ley-, y no por ninguna otra antes de ella. Tal vez se 
fundaría en alguna costumbre; mas de seguro no se hallaba con- 
signada en ningún código nacional. Ya hemos visto que ni el 
Fuero Real ni el Fuero-Juzgo sancionaban semejante obligación 
respecto a los padres: en cuanto á las Partidas, copiaban en esa 
materia al derecho romano, y señalaban, de consiguiente, legi- 
timas mucho más cortas. 

4-1. Creyeron sin duda los Reyes Católicos que debían orde- 
nar este punto, armonizando lo que se había de deber á los pa- 
dres con lo que las antiguas leyes castellanas mandaban que se 
debiese á los hijos. Y en nuestro modo de sentir, lo hicieron con 
juicio y con prudencia. Dos tercios de los bienes son suficientes 
por razón de piedad, cuando en la sucesión, más propia, de los 
hijos puede el ascendiente disponer con libertad de la quinta 
parce, y aun agraciar coa el tercio á uno de los mismos hijos, 



UjQ -COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

ó de los hijos de los hijos. Y por otra parte, los dos tercios no 
son una cosa excesiva, pues ha dispuesto ó autorizado la ley 
cuantas naturales preferencias sobre los ascendientes recomien- 
dan ó excusan los sentimientos de un hombre probo y delicado. 

.45. Quizá falta una sola; ó quizá por lo ménos en un solo 
caso hubiera debido tener el testador mayores facultades en be- 
neficio de una persona. Siempre nos ha parecido á nosotros que 
nuestra ley ha sido desigual, por no decir caprichosa, respecti- 
vamente á los derechos de las viudas. Puede ser que hayan dado 
demasiada extensión á la doctrina de los gananciales; y puede 
ser también (ese por lo ménos es nuestro juicio) que no hayan 
otorgado al cónyuge que testa todo el derecho que inspiraría la 
razón en obsequio del otro cónyuge, ni le hayan atendido tam- 
poco como deberían en las sucesiones intestadas. Un marido 
que no tiene hijos, y que tiene padres, no puede dejar sino el 
tercio de sus bienes á su mujer: francamente lo decimos, — nos 
parece poco. Nosotros le hubiéramos autorizado para que le de- 
jase la mitad. Una mujer que queda viuda, muriendo su marido 
intestado, no tiene derecho á sucéderle en ninguna parte, en 
igual concurrencia con los ascendientes. Francamente también 
lo decimos: esa exclusión nos parece impía, cuando tal vez no 
hay gananciales en la sociedad que acaba. Nosotros le hubiéra- 
mos dado una parte igual á la del padre y la madre. Si el difun- 
to había dejado á éstos para unirse á aquella, ¿con qué razón se 
prescinde de su persona, que fué para ese mismo difunto vida de 
su vida y alma de su alma? 

46. Pero estas críticas son de todo punto inútiles como co- 
mentario de un derecho existente. Lo que aquí tenemos queha- 
cer es explicar la ley, y no censurarla; ‘conocer su alcance, y no 
combatir fundamentalmente sus disposiciones. Si la libertad y la 
independencia del pensamiento se expresan alguna vez con una 
sinceridad natural, el conocimiento de nuestra posición debe 
contenernos en esa via, y hacernos volver á'las modestas tareas 
del que no es consultado sobre hacer leyes, sino sobre entender 
y declarar las leyes. • 

47. Decimos, pues, que el tercio de los bienes que posée 

cualquier persona es completamente propiedad suya, cuando 

no tiene hijos, para disponer de ello como guste, aun en perjui- 
cio de sus propios padres: puede aplicarlo ¿ objetos de caridad, 
al bien de personas extrañas, á cualquier materia que no le esté 
prohibida por derecho. Las palabras de esta ley son tan amplias 
cuanto pueden serlo las de ley alguna; mas ni ellas ni ningunas 



LET SEXTA. 


10! 

otras generales podrían autorizar lo que especialmente se 
vedado. Todo lo que quieran pueden hacer los testadores en la 
cuestión del tercio de que se habla, dentro de los limites de lo 
permitido, que son tan extensos, que son tan amplios: el tras- 
pasarlos no seria ya un uso de facultad legítima, sino un abuso, 
que por la misma prohibición quedaría sin efecto. Lo que hace 
aquí la ley con esa cuota de bienes es eximirla de la acción de 
los padres; mas no, de ningún modo, el libertarla de las reglas 
que ha impuesto ella misma á toda herencia voluntaria y libre. 
Si se deja, por ejemplo, á una persona que no puede adquirir, 
esa persona no la adquirirá: si se la grava con una condición 
que repugna á sus mandatos, de seguro que no quedará grava- 
da con ella. 

48. En este lugar, y tratando como tratamos de la legítima 
de los ascendientes, cabe que nos ocurra una pregunta, aunque 
confesemos que nunca puede llegar á ser una cuestión. Es la de 
si el descendiente que testa , y que deja Jos dos tercios de sus 
bienes á sus padres ó á sus abuelos, puede imponer en los mis- 
mos alguna condición de cualquiera clase, gravarlos con cual- 
quier género de carga que los siga y los afecte. Y decimos que 
esto no puede ser cuestión , porque todo lo que es legitima de 
una persona, todo lo que se le da no por voluntad libre sino por 
disposición de las leyes, claro es que le ha de ser entregado en- 
tero y completo, sin ningún accidente que lo menoscabe ni dis- 
minuya. Así como los padres no pueden imponer cargas á las 
legítimas de sus hijos, así los hijos no pueden imponerlas tam- 
poco á la legitima de sus padres. El derecho, ya lo hemos visto, 
es igual. Sólo mediando concesiones reales fue posible alguna 
vez lo primero; y sólo también mediando las mismas habría sido 
posible lo segundo. Y aun esto propio no se concebiría hoy; por- 
que la autoridad real no tiene las facultades soberanas que en 
otro tiempo tuvo, y porque aun el soberano mismo se vería in- 
capacitado, según las idéas modernas, de atentar á los derechos 
civiles de cualesquiera ciudadanos. 


VI. 


4Ó. I.a ley que estamos examinando, después de haber asen- 
tado su doctrina y emitido su precepto, concluye con las si- 
guientes palabras; «Lo cual mandamos que se guarde, salvo en 



JQ2 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

las ciudades, villas y lugares, do según el fuero de la tierra se 
acostumbran tornar sus bienes al tronco, ó la raiz á la raiz.»— 
Por eso hemos terminado también nosotros nuestro resúmen: 
«donde se acostumbre por fuero local que vuelvan los bienes al 
tronco ó á la raiz , en esta clase de sucesiones, deberá, seguir 
observándose semejante práctica.» 

50. Según creemos, pocos han de ser ya hoy los lugares de 
Castilla en que asi suceda : aparte del país vasco , ó de ciertos 
distritos del país vasco, nosotros no conocemos ‘ninguno. La 
tendencia de la civilización, que es á borrar orígenes y á con- 
fundir familias, labra cada dia con mayor fuerza contra ésos 
restos de una edad diferente. Pero cuando se dictaron las leyes 
de Toro se estaba más cerca de los siglos medios; y toda aquella 
existencia de pequeños grupos conservaba aún bien profundas 
ralees. Los lazos eran más fuertes, así del hombre con su fami- 
lia, como de las familias con el terreno : el individualismo no 
había pulverizado tanto la sociedad, aun en lo más íntimo de 
sus entrañas. Concebimos que la práctica á que aquí se alude 
pudiese ser demasiado común ; y creemos y confesamos que 
debía tenerse por respetable. A nosotros nos parece que lo es 
cuanto condensa los intereses de esas familias, desgraciada- 
mente tan á punto de no existir en la época actual. 

51. No se dictaba, pues, para tales pueblos lo que llevamos 
dicho hasta ahora de esta ley; ó dictábase por lo menos con 
una salvedad que constituía gran modificación. En ellos quería 
el soberano q.ue se respetase el principio de reversión consa- 
grado por la costumbre: luego era necesario tenerlo en cuenta, 
y acomodar á él este género de sucesiones de los abuelos y de 
los padres. Si no quedaban sin efecto en su totalidad los otros 
principios, álgo por lo menos habían de resentirse, álgo habían 
de doblegarse y rebajarse, hasta conseguir su combinación con 
el que ahora se reconocía y se deseaba hacer prevalecer. 

52. Trátase, por ejemplo, de la sucesión intestada. Los as- 
cendientes sucederán sin duda al difunto que no deja hijos legí- 
timos ú otros que tengan derecho de heredarle : en esto se cum- 
plirán las reglas de la ley, suponiendo que existan tales as- 
cendientes del uno y otro tronco, de la una y otra raiz. Mas si 
por ventura no los hay sino de una linea, ‘y quedan bienes 
correspondientes á la otra, éstos no irán á aquellos, sino que 
buscarán á los colaterales con quienes tengan relación. De mo- 
do, que podra suceder aquí que colaterales y ascendientes here- 
den a un tiempo, y que se falsifique de esta suerte una de las 



LEY SEXTA. 


103 

máximas que, como hemos visto antes, sentaba la. legislación 
de Toro, una de las reformas que había introducido respecto al 
derecho de las Partidas, copia del romano. 

53. Otro tanto decimos del órden entre los ascendientes 
propios. Si por la regla general los más próximos excluyen á 
los más distantes, en la sucesión de troncos bien puede suceder 
todo ío opuesto. El padre puede llevar sus bienes, á la par que 
los abuelos maternos lleven los suyos, si existen por acaso bie- 
nes de una y otra linea, y si no habiendo madre quedan de una 
vez padre y abuelos maternos. 

54. Por último, la cuota de cada cual de los herederos ó su- 
cesores puede ser muy diversa de la cuota de los otros, aun 
hallándose en la propia proximidad, en el mismo grado. Si han 
venido como es natural más bienes de este tronco que de aquel, 
también llevarán más estos ascendientes que no aquellos. Todo, 
lo repetimos, ha de subordinarse al principio de la (joncalidad, 
pues que la ley quiere que permanezca incólume: las reglas le- 
gales que preferentemente habíamos explicado no han de regir, 
no pueden regir, sino dentro de su esfera. 

55. Hasta aquí hemos hablado de la sucesión intestada , y 
no de otra. ¿Qué deberemos decir de la sucesión ex testamento? 
¿Habrá también de tenerse presente la troncalidad , en los pue- 
blos donde exista, para que un hijo testador deba arreglarse á 
sus principios en las legitimas que deja á sus padres? 

56. Indudablemente la ley parece que habla de los dos casos. 
Su forma no puede ser más genérica: su modo de decir repugna 
á toda división, á toda distinción. «Lo cual mandamos que se 
guarde, salvo en los pueblos donde exista tal costumbre.» V 
aquel «lo cual» es todo lo que ha dicho hasta entonces, todo lo 
que encerraba, todo lo que comprendía hasta allí su íntegro, su 
completo texto. 

57. Una dificultad, sin embargo, nos detiene en medio de 
esa creencia. Si ello es asi, el derecho de testar de bienes raíces 
no existe, queda extinguido en tales poblaciones. Por lo menos 
asi sucedería donde quiera que todos los bienes de aquella clase 
hubieran de quedar siempre en una familia sola ; ni de la tota- 
lidad, ni del tercio, ni de nada, podría disponer ningún testador. 

5S. Como esto repugna a todos los principios recibidos ge- 
neralmente en las sociedades civilizadas; como no parece menos 
contrario á los instintos de la humanidad entera, que aquellos 
principios han tratado de satisfacer; de aquí que muy ilustra- 
dos comentadores de la ley que estamos examinando, no han 



104 . COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

vacilado en declarar que esa final cláusula no se aplica á las 
sucesiones ex testamento, sino únicamente á las intestadas ó 
legitimas. Por lo que á nosotros hace, reconociendo por un lado 
la fuerza de las palabras de la misma ley, y por otro los incon- 
venientes que acaban de apuntarse, apenas nos resolveríamos 
á tomar un partido , si fuera preciso tomarlo teóricamente en 
tal cuestión. Pór fortuna, no vemos esa necesidad en una obra 
como la presente. Recae sólo este punto sobre costumbres muy 
locales, más reducidas cada dia. á lo que creemos. Esas costum- 
bres existen; no es que se las trata de formar. Esas costumbres, 
donde existan, serán conocidas y guardadas de todos; habrán 
sido usadas y aplicadas en millares de casos. Pues bien: allí 
donde existan, la ley previene que se observen como sean; y en 
tres siglos ymedio que lleva esta ley .de durar, de algún modo 
se habrán observado, se habrán cumplido. Si al dictarse su texto 
en las Cortes de Toro, pudo haber sobre su aplicación variedad 
de opiniones, en él dia ya no puede haberla. Lo que se haya 
hecho; eso deberá seguir haciéndose. Donde la reversión tron- 
cal sea solo la regla de las sucesiones intestadas, será un ab- 
surdo el quererla extender á las sucesiones por testamento; 
pero si en alguna parte ha sido también la regla de éstas, por 
más que- nos parezca duro, fuerza será respetarla y observarla. 
La testamentifaccion es de derecho positivo, de derecho civil; 
y no hay medio por tanto de rebelarse á causa de ella contra 
-lo que, siendo de fuero, sea usado y acostumbrado. Únicamente 
debe prevenirse que en el caso de la menor duda, desaparecerá 
.inmediatamente el derecho local , para venirse, al derecho uni- 
versal, al derecho común. Esta es la regla en todos los privile- 
gios, tanto más severa cuanto los privilegios son más singula- 
res y más odiosos. 



LEY SEPTIMA. 


El hermano, para heredar nb intes tato á su hermano, no pue- 
da concurrir con los padres ó ascendientes del difunto. 




LEY OCTAVA. 


Mandamos que suecedan los sobrinos con ios tios«6 tu tes tuto. 
á sus tios in stirpem y no in capita. 

COMENTARIO. 


I. 


1 . La ley anterior, — la sexta, —había establecido el derecho 
sobre la sucesión de los ascendientes, ora testada, ora intestada: 
las que examinamos ahora y que reunimos para un solo comen- 
tario, porque asi lo exijo su naturaleza, ordenan y regulan la 
sucesión de los colaterales. Si en aquella había sido indispensa- 
ble que interviniese el espíritu que animaba á las leyes de Toro, 
:< fin de cortar dudas, terminar incertidumbres, esclarecer pun- 
tos oscuros ó mal concertados, en esta otra no era menos nece- 
saria una intervención igual, que descartase lo que de ningún 
modo debía subsistir, y que lijase la norma de lo que en prin- 
cipio se podía estimar como conveniente y como justo. La su- 
cesión tradicional y la teórica de los colaterales presentaban 
aun más diferencias y aun más contradicciones que las análo- 



]Q0 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

gas de los ascendientes: ¿cómo, pues, había de ser posible no 
completar la obra, cuando se había puesto en ella mano con in- 
teligencia y con decisión? 

2. Veamos ante todo, según nuestra costumbre, cual había 
sido el derecho tradicional en la sucesión de los colaterales, y 
de qué manera había querido sustituirlo el teórico de las Par- 
tidas. 

3. Lo primero que debemos decir es que los colaterales río 
fueron nunca sucesores forzosos, ex testamento. Lo fueron los 
descendientes, según las leyes y costumbres perpétuas de Cas-, 
tilla: lo fueron los ascendientes, según la legislación doctrinal 
traida de Bolonia; pero e.n cuanto á Los colaterales, hermanos, 
tíos, sobrinos, en toda la extensión de sus lineas, ni los remo- 
tos ni los próximos, nunca tuvieron semejante derecho ‘ ni .por 
costumbre ni por ley. El que no tuvo otros parientes que ellos, 
pudo dejar á cualquier extraño sus bienes y su representación . 
Los moralistas discutieron unos con otros si hacia ó no hacía 
bien: los jurisconsultos le reconocieron unánimes semejante 
plena facultad. • 

4.. Es, pues, de la sucesión ab intestato de la que tenemos 
que hablar en este instante, porque solo respecto á ella es en la 
que había habido diferencias, y solo ella es la que vinieron á 
acabar de ordenar estas leyes de Toro. 

5. Según el Fuero-Juzgo , la sucesión intestada de los cola- 
terales se regía por los siguientes principios: l.° Tienen derecho 
de heredar los parientes de esas lineas hasta el séptimo, grado 
inclusive. Líi ley no reconoce más grados de linaje (1); y cuan- 
do no se encuentra persona alguna que esté en ellos, suceden 
el cónyuge al cónyuge, y la iglesia ó convento á los que perte- 
necen á él, ó están dedicados á su servicio (2). — 2.° Entre los di- 
versos parientes colaterales del difunto, la herencia correspon- 
de á los más próximos, con exclusión de los que no lo son tan- 


(1) L. 7. a , tít. í. n , lib. IY. 

(2) Leyes 11. a y 12. a , tít. 2.°, lib. IY-— Además de esta ley que es- 
tablece el derecho del cónyuge como heredero, por decirlo así , tras- 
versal ó colateral, se halla en el Fuero-Juzgo otra (la 15. a , tít. 2.°, 
lib. IV) que da á la Viuda derechos en unión con los hijos, en tanto que 
no se casa. De esta ley trataremos más detenidamente en el Comentario 
á las XIY y XV de Toro. La citamos desde luego , porque no se supon- 
ga que no la hemos tenido presente. 



IET OCTAVA. 


IOT 

te (f). — 3.° El derecho de suceder Miguel en varones y en hem- 
bra» (2). — *,° Los hermanos únicamente de padre 6 de madre 
concurren á la herencia de su medio-hermano, según las reglas 
de la sucesión troncal (3).^— 5.° Los sobrinos, cuando son here- 
deros nb intestato, suceden m eapita, esto es, por iguales porcio- 
nes (4). — Como se , ve por este resumen, aquella legislación era 
sistemática y completa , había tomado con amplitud de las tra- 
diciones romanas, y podía llenar casi de todo punto las necesi- 
dades de un pueblo civilizado é inteligente. 

6. Vengamos ahora al Fuere Real. Este' no tiene, induda- 
blemente, las propias aspiraciones de completo ni de sistemáti- 
co; mas á pesar de ello, da reglas y establece principios para esa 
sucesión de los colaterales. «Quando alguno muriese sin man- 
da (sin testamento) — dice la ley 10. a , tít. 6/' del libro III, — 
partan igualmente los hermanos, asi en la heredad del padre, 
como de la madre, como de los parientes que son en igual rp'ado.* 
Y la 13. a añade lo que sigue: «Si él que , muriere sin manda é 
herederos naturales, hobiere sobrinos, fijos de hermanos , ó de 
la hermana, por más propinquos, todos partan la buena (la he- 
rencia) del tio ó de la tía por cabezas , magüer que del un her- 
mano sean más que sobrinos del otro: ca pues iguales son en el 
grado, iguales deven ser en la partición, Y esto mesmo sea de 
los primos ó dende ayuso, que hobiesen derecho de heredar lo 
del muerto.» 

7. Heredan, pues, los hermanos , heredan los sobrinos, he- 
redan los primos, heredan los descendientes transversales. En 
esto no hay duda. Parece que deben heredar excluyendo los 
más próximos á los más remotos: si no se dice claramente, se 
indica por lo menos (ó). Pero ¿hasta dónde llega el derecho de 
que tratamos? ¿Cuál es su termino y su limite? ¿Son siempre los 
siete grados del Fuero-Juzgo? ¿Subsiste después de estos el de 
la mujer ó el de la iglesia, o entra, sin contar con ellos, el Es- 
tado? ¿Qué tenemos, por último, acerca de la reversión troncal, 
tan atendida en los siglos medios, cuando las tradiciones de 
familia eran mucho mas respetadas que en los presentes.'— Pre- 


1 1 ) Leyes á'\ 10 y P*. 1 
l2i Leyes I d* y 10.* 

(3t L. 50 
til L. SO 

í 5) También se deduce de la ley 1 1 .* 



J4)g comentario á las leyes de toro. 

guntas son estas á las que cabría contestarse con más ó menos 
fundadas opiniones, pero que no recibirían en realidad ninguna 
respuesta satisfactoria por solo el texto del Fuero en que nos 
venimos ocupando. 

8. Fué necesario que se pasase á la legislación de las Par- 
tidas, para volver á tener, en este como en otros puntos, algo 
de bien resuelto y bien cabal. Más sistemático, más completo 
por lo común en todas sus partes, que el código de los Visigodos, 
no era posible que dejase de serlo en un punto de tanta gravedad 
é importancia como la sucesión de estas lineas de travieso, que 
tan continuamente ocurre en la práctica de todos los dias. Los 
derechos romano y bizantino se habían ocupado mucho en ella, 
siguiendo , según las épocas, diversas y aun encontradas nor- 
mas: nuestro D. Alfonso, que los consultaba y los copiaba, no 
podía menos de'seguirlos con todo interés en sus investigacio- 
nes y resoluciones, si bien tomando por modelo , como era na- 
tural, las últimas, ménos gentilicias, menos formularias, más 
acomodables á la índole de los tiempos que ya corrían y de la 
sociedad que esos tiempos habían desarrollado. No la primitiva 
legislación quiritaria de Roma, sino la comparativamente mo- 
derna de las Auténticas del Bajo Imperio, era la que debía ins- 
pirar á los jurisconsultos de Bolonia ó de Sevilla en la reproduc- 
ción, ó imitación al ménos, que se proponían por aquel instante. 

9. Según esa antigua legislación, la quiritaria, á que acaba- 
mos de referirnos,. los colaterales que tenían derecho de suceder 
ab intestato eran los agnados del difunto, ellos sólo, sin concur- 
rencia de ningunos más. Los .cognados estaban excluidos, ó re- 
legados por lo ménos á cuando no hubiese agnados -que pudie- 
ran suceder. Y esto era una consecuencia legítima de todo el 
derecho de las personas, de toda- la constitución de los linajes- 
en la gran repúblicai-rdonde la mujer.no se elevaba al igual del 
hombre en el hogar doméstico; donde casándose no se hacía su 

. compañera sino su hija- de familia, pasi diríamos su esclava, su 
cosa; los parientes por el lado de esa mujer no podían tener de- 
rechos semejantes á los parientes del lado del hombre, que eran 
los de la tribu, de la gente, en que había entrado ella por su ca- 
samiento, y á que correspondían de un modo exclusivo y legal 
los hijos que en su consorcio procreasen. 

10. Sólo la relajación de las antiguas costumbres, sólo la 
gradual, paulatina extinción del primitivo espíritu, sólo la sus- 
titución de lo que era más humano á lo que fuera origina- 
riamente más romano, fue lo que comentó á debilitar primero. 



L«T OCTAVA. 


169 

á acabar después con esas distinciones de lo agnatlcio y de lo 
cognaticio. Las leyes, sin embargo, resistieron por mucho tiem- 
po, por un número de siglos bien considerable; y antes de que 
se abrogaran ó reformaran, se vieron descartadas ó eludidas por 
los medios supletorios reconocidos en aquella sociedad. En el 
más extenso periodo.de los anales romanos, la sucesión intesta- 
da, cuando no hay descendientes ni ascendientes, es sólo para 
los colaterales agnados por el ministerio de la ley; es pan 
los colaterales cognados, conjuntamente con aquellos, por el mi- 
nisterio y oficio del pretor. Ei derecho civil la da á los unos: el 
derecho honorario les agrega los otros; en realidad, en prácti- 
ca, es para ambos. Si la constitución de la república atiende ri- 
gorosamente á la familia, las ideas de la humanidad no des- 
atienden ni permiten desatender al parentesco: la fórmula cede 
como siempre ante la realidad; lo slrictijuris se retira poco á poco, 
pero se retira en fin, ante las necesidades de la buena fé. 

1 1. Todavía, aun en medio de esos recursos y de esa prácti- 
ca, no era completamente igual la condición de los agnados y 
de los cognados. El derecho escrito que ha admitido á los unos, 
extiende sus llamamientos hasta el décimo grado de consangui- 
nidad; el derecho pretorio que abre la puerta á los otros, limita 
sus beneficios y su indulgencia hasta el sexto únicamente. La 
equidad, por más que se pretenda justa, no ha osado igualarse 
con la plenitud de la norma escrita y de la justicia. Solo cuando 
una verdadera ley los execue á todos y los llame indistintamen- 
te á todos, será cuando los unos y los otros concurran á esa he- 
rencia de un modo absolutamente idéntico. 

12. Sucedió al cabo asi por el derecho de las Auténticas. En- 
tonces. bajo la monarquía democrátieo-impcrial de Oonstanti- 
nopla, todo vestigio del antiguo origen se había completamente 
borrado; Roma no era sino un nombre, mi mero recuerdo: sus 
viejas instituciones no solo no se conservaban, poro ni siquiera 
se comprendían. El emperador pudo escribir como la cosa más 
natural del mundo las siguientes palabras, que habrían escan- 
dalizado no solo á Camilo y á Escipion, mas aun á Paulo y á L l- 
piano: in ómnibus siu'ressinntbus mjnutunnn rognatorunujui’ diflc- 
mitiam v acare prwcipimus. 

lli, bajo la influencia de tales doctrinas vino el derecho ci- 
vil á Bolonia: bajo la misma le conocieron en España los docto- 
res que reunía. D. Alfonso el Sabio para ordenar y formar su 
gran enciclopedia jurídica que llamamos las Siete Partidas, 
no existían verdaderamente en el incontestable modelo ni la ag- 



| J0 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

nación ni la cognación; y mal habían de restablecerlas los que 
se proponían copiarlo, cuando tampoco las encontraban de he- 
cho, por lo menos en una parecida forma, ni en las ideas ni en 
las costumbres de la castellana sociedad. 

14. Hé aquí, pues, la sucesión intestada de los colaterales, 
según la teoría de las Partidas, resumiéndola en breves propo- 
siciones, cual hicimos antes con la del Fuero-Juzgo. — 1. a Los 
hermanos del difunto suceden conjuntamente con los padres ó 
los abuelos (1). — 2. a Los hermanos y los hijos de hermanos suce- 

' den á un tiempo á su hermano y tío (2).— 3. a Más allá de los so- 
brinos, hijos de hermanos, no hay derecho de representación en 
la línea transversal (3). — 4. a Cuando suceden de una vez tios y 
y sobrinos, la sucesión es in stirpes (4).— -5. a Cuando suceden so- 
brinos solos, la sucesión es in capita (5). — 6. a Los hermanos de 
padre y madre y sus hijos, excluyen á los hermanos y sus hijos 
de padre ó de madre tan solo (6). — 7. a Los hermanos de padre y 
los hermanos de madre del difunto, cuando son solos y concur- 
ren para heredarle ab intestato , suceden por razón de troncali- 
dad (7). — 8. a La sucesión transversal se extiende hasta el grado 
décimo; después de ese límite sucede el cónyuge (8). Pero si un 
marido rico dejase viuda una mujer que noto fuere, deberá 
ésta heredar hasta la cuarta parte de los bienes de aquel, con 
tal que no excedan de la suma de cien libras de oro (9). — Cree- 
mos que no hay más en el expresado código; ó por lo jnénos 
que no hay más que merezca conocerse, en la materia de que 
estarnos hablando. 

15. Sentado esto así, ya se comprenderá fácilmente y por 
un obvio cotejo en qué puntos concordaban y en qué puntos 
disentían las Partidas con y de la antigua legislación española. 
La semejanza es sin duda la que resalta más á primera vista; 
los principios tomados en globo son evidentemente análogos, 
ya que no idénticos: — seguro es que la vieja tradición romana 


ti) 

L. 4. a , tit. 13 

(2) 

L. 5. a 

(3) 

Ley citada. 

.(4). 

Idem. 

(5) 

Idem. 

(6) 

Idem . 

(7) 

'L. 6. a 

(8) 

Idem. 

(9) 

L. 7* 



fST OCTAVA.' 


h&bía Influido no poco en el Fuero- Juzgo , y se había conserva- 
do incólume en los reinos de Castilla, quizá porque esa misma 
tradición llenaba mejor que ningún otro sistema las instintivas 
inspiraciones de la naturaleza humana. Mas aun reconociendo 
esa analogía, las diferencias son también notorias: no son com- 
pletamente uno mismo entrambos sistemas: no fué de todo 
punto lo consignado por D. Alfonso aquello que venia siendo 
ley y siendo práctica en sus estados. 

10. Hé aquí, también por resúmenes, y en la limitada esfera 
de los principios, las disidencias de una y otra doctrina.— 1. 4 La 
sucesión de los colaterales no se acumula jamás con la de los 
ascendientes, según las leyes godo-españolas y puramente cas- 
tellanas. Por el contrario, según las de las Partidas, suceden 
con los ascendientes mismos los hermanos y los hijos de los 
hermanos. — 2. a En la sucesión colateral, los parientes mas próxi- 
mos excluyen siempre y sin excepción á los más remotos, con 
arreglo al texto y al espíritu de aquellas. Por el contrario, según 
estas, los hijos de los hermanos tienen derecho de representa- 
ción, excluyen á los medio-hermanos, y concurren con los otros 
tios á la sucesión del tio difunto. — 3. a El limite de la sucesión co- 
lateral es, por la ley del Fuero-Juzgo, el séptimo grado: en el 
Fuero Real no se señala; las Partidas le fijan en el décimo. — 4. a y 
última. El derecho de suceder en los cónyuges viene, con arre- 
glo al Fuero-Juzgo, después de los parientes del séptimo grado; 
con arreglo á las Partidas, después de los del décimo. Pero estas 
admiten algo de que hemos hecho mención más arriba, y que 
no encontramos en las leyes puramente españolas; esa cuarta 
marital, dentro de las cien libras de oro, que consigna la ley 
7. a , tít. 13.", P. VI, citada poco hace. 

17. No nos detenemos á buscar más diferencias. Conocemos 
las que existían en los principios entre una y otra legislación, y 
eso es lo único que nos importa, lo único que tiene interés para 
el Comentario que estamos escribiendo. Por lo demás, los Fue- 
ros á que hemos aludido, son códigos concisos que no entran en 
largas explicaciones, mientras que las Partidas se complacen en 
desenvolver su obra, y en razonarla con elegante abundancia. 
Aquellos son el producto de siglos ménos ilustrados; éstas re- 
sumen todo ei saber de una época en la cual se había estudiado 
mucho, reflexionado mucho, adelantado mucho. Por eso cabal- 
mente toda comparación que no fuese sobre principios, sería en- 
tre aquellos y estas una comparación imposible y absurda. 



112 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


II. 


18. Tal. era el estado de nuestro derecho respecto á la suce- 
sión colateral intestada, después que se promulgaron y tuvieron 
fuerza las Partidas de D. Alfonso. Pero nuestros lectores re- 
cuerdan que al dársela las Cortes de Alcalá, reinando el otro 
D. Alfonso, el XI, el de Algeciras, dispusieron de una manera 
terminante que no fuesen atendidas ni consultadas sino en de- 
fecto de las antiguas españolas. De donde nacía, según este pre- 
cepto, que antes de ajustarse á ellas y de resolver los casos que 
ocurrieran por su tenor, era indispensable acudir al Fuero Real, 
que como hemos visto, decía poco, y según nuestra creencia al 
Fuero-Juzgo, en aquellos distritos en que era guardado y ob- 
servado. Lo cual, trayendo desde luego variedad, dudas y con- 
tradicciones, en un punto tan grave como éste de la sucesión, 
pedía bien á las claras que se fijase en ello la vista,, y se resol- 
viese álgo para ponerlas término, ya que se emprendía seme- 
jante obra por los Reyes Católicos á demanda y petición de las 
Cortes. 

19. Hé aquí, pues, el motivo y el propósito de las dos leyes 
que vamos comentando. Como todas las del mismo cuerpo de 
derecho, vienen á resolver entre diversos sistemas : como casi 
todas, son una transacción racional entre las encontradas teorías 
que inspiraran antes, unas la legislación tradicional castellana, 
otras la legislación doctrinal de D. Alfonso el Sabio. 

20. Estas leyes disponen : l.° Que la sucesión intestada de 
los colaterales no se mezcle ni concurra jamás con la de los as- 
cendientes. — 2.° Que en la tal sucesión han de concurrir los so- 
brinos con los tios, y que la herencia se ha de repartir para unos 
y otros in stirpes y no in capita. 

21. De manera, que en un punto rechazan la doctrina de las 
Partidas, sosteniendo la antigua española, la que había consig- 
nado el Fuero-Juzgo y supuesto el Fuero Real. Y en el otro 
punto, por el contrario, admiten el derecho de representación 
en los sobrinos, hijos de los hermanos, ya para que concurran á 
heredar con sus tios, ya para que sucedan in stirpes con estos: 
con lo cual aceptan la doctrina de las .mismas Partidas, y la an- 
teponen á la antigua castellana, que no reconocía tal represen- 
tación ni división. 



IKY OCTAVA. 


113 

22. Poco tenemos que hablar sobre el primer extremo; esto 
es» sobre la total separación para suceder entre ascendientes y 
colaterales. Ya la suponía, ya la consignaba aunqne de un modo 
implícito la ley sexta, que antes hemos examinado: ya la hemos 
supuesto y consignado nosotros en el examen mismo que con- 
sagramos á su tenor. Los legisladores, sin embargo, no han 
querido que quede sobre ello la menor duda, y por eso lo dicen 
en La séptima con las más terminantes palabras: «El hermano, 
para heredar ab inféstalo á su hermano , no pueda concurrir con 
los padres ó ascendientes del difunto.» 

2.'í. Y verdaderamente que si el padre ó el abuelo son here- 
deros forzosos, de tal manera que aun en testamento es indis- 
pensable instituirlos, y el hermano no lo es tal, y puede prefe- 
rirse ú olvidarse sin inconveniente — (doctrina que es la de la ley 
de Partida), — no alcanzamos conque razón, con cuál consecuen- 
cia, se les ha de igualar en la sucesión intestada, trayendolos d 
heredar de consuno y por iguales partes al que ha muerto sin 
otorgar ninguna disposición. Parécenosque era esta una ligereza 
ó una reminiscencia no bien justificada del código de I). Alfon- 
so; y creemos que es más consecuente, como más racional, la 
ley que examinamos, distinguiendo bien para todos los casos, 
lo que se distinguía siempre en alguno, y lo que en ninguno á 
la verdad debe confundirse. 

24. Por lo demás, observemos y consideremos las palabras 
del texto en cuestión. «El hermano, para heredar ab inlestalo á 
a a hermano, no pueda concurrir con los padres o ascendientes del 
difunto.» ¿Qué quiere decir ese giro particular que se emplea? 
¿Qué significa esa especie de condición que se pone, de supo- 
sición que se hace, para declarar imposible su concurrencia con 
los padres y abuelos? ¿Quiere decir, por ventura, si no puede con- 
currir para eso, que puede concurrir con ellos en otro caso? Si 
ab ¡atéstalo no han de heredar juntos, ¿cabrá que hereden juntos 
por última voluntad del que es á un propio tiempo hermano 
é hijo? 

25. Cabe sin ningún género de duda, y esto es naturalmen- 
te lo que ha querido decir la le. y de Toro. El hermano puede ser 
instituido heredero juntamente con el padre, corno puede serlo 
aun el extraño propio. Ninguna ley lo prohibí*. Lo que el dere- 
cho manda es que se respeten las legitimas de los ascendientes, 
que no se mengüen, que en ellas no se de parte á nadie. Pero 
esas legitimas son los dos tercios de los bienes del hijo, y nada, 
mas. El otro tercio es plenamente suyo, para hacer de él lo que 



COMENTARIO A LAS LEYES PE TORO. 


1 14 

quiera; puede dejarlo á su hermano, como puede dejar para 
su alma los bienes que le componen; puede dejarlo por heren- 
cia, como puede dejar por legado esos mismos bienes. Será la 
herencia de un tercio, pero herencia será sin duda alguna; y si 
el hermano la recibe por testamento, heredero será con el as- 
cendiente, sin que la ley que examinamos impida semejante 
concurrencia. 

26. Pasemos ya á la siguiente disposición que hemos seña- 
lado; á la de la ley octava, que reunimos en este Comentario 
con la séptima. 

27. Queda dicho que en este segundo particular, en la con- ■ 
currencia ó no concurrencia de los sobrinos con los tíos para 
heredar al tio y hermano difunto, y en la manera con que en 
tal caso se debiese repartir la herencia entre ellos, pareció me- 
jor el derecho de las Partidas que el antiguo derecho godo-cas- 
tellano, y se resolvió por tanto á favor de él la contradicción 
que entre el uno y el otro se notaba. Prescindióse un poco de la 
suma proximidad, extendióse un poco el llamamiento de la ley, 
y no solo vinieron á suceder al intestado que no tenía padre sus 
hermanos que viviesen aún, sino también con ellos los hijos 
existentes de otros hermanos que hubiesen fallecido con ante- 
rioridad, dejando tal descendencia. Hubo, en una palabra, re- 
presentación para suceder á los tíos , como siempre la hubiera 
para suceder á los abuelos. Alguien que no era realmente de los 
más propincuos fue igualado con esos más propincuos, ocupan- 
do el lugar de su padre, que entre ellos se contaría si fuese vivo 
por ventura. Y como era natural, admitido este principio, la, 
consecuencia de la representación, la forma divisoria por razón 
de ramas, el reparto por grupos á que llamaban los juristas in 
stirpes, fue admitido y declarado necesario, siempre' que ocur- 
riera la eventualidad, prevista y aceptada por. esta decisión. 
Cuando el difunto dejase hermanos y sobrinos hijos de herma- 
nos, el reparto de sus bienes se había de verificar agrupando los 
sobrinos que fuesen hijos de cada üno, y dando para todos ellos 
la porción que habría llevado su padre si viviese. Así como se 
partiría el caudal de una persona que dejase hijos y nietos, así 
se habría de partir el de un hermano y tio que dejara hermanos 
y sobrinos. 

28. Tal es en principio la disposición de la ley. Si conocida 
ya, se nos preguntase lo que sobre ella pensamos, no titubearía- 
mos un momento en aprobarla, salvo el que la estimemos -ó no 
la estimemos completa. Las reglas para la sucesión legítima se 



MCY OCTAVA. 


ttt 

han de tomar en buenos principios del presunto racional amor 
de los que mueren intestados, y de lo que inspire la convenien- 
cia publica sobre el modo de repartir sus bienes. Ahora bien: ni 
puede presumirse que un hombre que carece de hijos y de pa- 
dres no ame á sus hermanos y á los hijos de sus hermanos f 
igualmente á estos que á aquellos; ni hay, que alcancemos 
nosotros, ninguna razón de utilidad para estrechar tanto el pri- 
mer círculo de la familia, que, incluyendo en él á los unos, deba 
excluirse por oposición á los otros. La naturaleza ha indicado 
pocos afectos como el de los tios á los sobrinos: quizá, si bien 
se observa, es todavía más común que el de los hermanos á los 
hermanos. Y las razones son sencillas: de una parte, no hay en- 
tre aquellos las rivalidades y opuestos intereses que suelen 
existir entre estos otros; y de otra, el cariño común, natural, 
espontaneo, desciende más bien que sube, ó que horizontalmen- 
te, por decirlo así, se dilata. Es esta una consecuencia fisiológi- 
ca de que vivimos hacia adelante, y un síntoma profundo de 
nuestro anhelo de inmortalidad. ¿Por qué, pues, no había de 
venir el sobrino con el tio á la sucesión del otro tio difunto, 
cuando éste probablemente le amaba tanto como a su herma- 
no, cuando debe presumirse que le habría instituido como á su 
hermano, cuando los intereses familiares están igualmente vi- 
vos en él que en el propio hermano? De seguro tenían razón las 
Partidas en este particular; y de seguro hicieron bien las leyes 
de Toro aceptando en principio su doctrina, y prefiriendo y san- 
cionando sus preceptos. 


III. 

29. El texto de la ley octava que estamos examinando puede 
dar lugar á varias cuestiones. Sencillamente, y según acostum- 
bramos en casos semejantes, vamos á exponer las que nos ocur- 
ren, y á procurar al mismo tiempo resolverlas. 

30. La primera es: ríe que hermanos y de qué sobrinos ha 
entendido hablar el legislador; si solo de los que comunmente 
se llaman enteros, es decir, hermanos de padre y madre, sobrinos 
hijos de hermanos de padre y madre, — ó bien de hermanos de 
padre ó madre tan solo, y de sobrinos que puedan venir de ellos. 

31. No es un mero capricho, no es una voluntariedad gratui- 
ta esta cuestión. Saben nuestros lectores, y lo hemos dicho 
nosotros más arriba, que según el precedente derecho, el que 
las leves de Toro venían á esclarecer y ordenar, la condición de 



jjg COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

unos y otros hermanos estaba lejos de ser idéntica. Los prime- 
ros eran preferidos á los segundos: mientras había de aquellos, 
estos no tenían derecho á percibir nada como tales sucesores 
ab inteslato (1). Pues bien: si la condición era diversa, si su lugar 
en los círculos de la, familia era posterior y más apartado, ¿sería 
por acaso imposible que al hablarse de los unos no hubiera que- 
rido hablarse también de los otros? ¿Faltará por lo menos algún 
motivo, alguna razón, para preguntar si se ha dispuesto para 
entrambas clases lo que se ha dispuesto? 

32. Reconociendo, empero, que puede hacerse esta pregun- 
ta, no vacilamos un instante en responder á ella, entendiendo la 
ley como materialmente suenan sus palabras. Los hermanos sólo 
de padre ó de madre son también hermanos: los hijos de estos 
son también sobrinos: de lo que la ley dice con una expresión 
general no se puede excluir ni á los unos ni á los otros. Lo que 
hay, sí, es que cada categoría vendrá en su caso, y que cada or- 
den de sobrinos concurrirá con el de tios que le sea correspon- 
diente. Ante todo vienen los hermanos de padre y madre, y si 
hay sobrinos de la misma calidad, con ellos y al par de ellos de- 
berán venir. Cuando tales hermanos no haya, cuando tales so- 


(1) .Esta es la doctrina de las leyes de Partida, como vimos antes, la 
que se enseña en las escuelas , la que se practica constantemente en los 
reinos de Castilla. Un jurisconsulto distinguido (el Sr. D. Manuel Sil- 
vela) la ha impugnado con energía y con copia de razones, en cierto fo- 
lleto que publicó en Paris. Nosotros hemos leído y meditado su obra; y 
si bien no nos convence en la totalidad de lo que asegura, nos hace creer, 
sin embargo, que en algo ha sido ligera la común opinión, pronuncián- 
dose tan absolutamente por la doctrina que señalamos como general. 
Quizá sería más conforme á nuestro verdadero derecho que los medio- 
hermanos fuesen execuados á los hermanos enteros en la sucesión de 
uquellos bienes que lenian del padre común. No nos parece dudoso, ántes 
bien lo dejamos indicado más arriba, qüeasí lo dispone el Fuero-Juzgo, 
de cuya autoridad comparativamente con la de las Partidas hemos ha- 
blado en el Comentario de la ley primera de Toro. 

Queremos limitarnos á esta indicación, reconociendo como reconoce- 
mos que existe ya hoy una jurisprudencia ó una costumbre que difícil- 
mente podrá alterarse á no ser por un derecho nuevo , y teniendo en 
cuenta que ese problema es ageno al círculo de nuestro trabajo. Las le- 
yes de Toro nada disponen, nada resuelven sobre él. La cuestión de 
unos y otros hermanos entre sí es de todo punto extraña á su doctrina: 
puede resolverse de cualquier modo, y la ley de Toro hará siempre lo 
mismo; llamar al sobrino conjuntamente con el tio , y darle el derecho 
que habría tenido su padre, cualquiera que fuese este derecho. 



ir.? OCTAVA. 


117 

brinos tampoco, entonces vendrán los hermanos que no lo son 
enteramente, los de padre y los de madre, y con ellos y al par 
de ellos también los sobrinos que hubiere de otros idénticos her- 
manos. La asimilación del sobrino con el tio, la representación 
para heredar al lado del tio, es universal en todos los órdenes, 
pero dentro de cada orden, y sin unir d los unos con los otros. 
El hijo del medio-hermano no ha de concurrir con el hermano 
entero: aquel, el medio-hermano, tampoco ha de concurrir con 
el hijo de éste. Á cada ana de estas categorías su lugar, porque 
eso no lo ha variado la ley que examinamos; pero dentro de toda 
categoría la representación, porque ninguna de ellas ha sido ex- 
cluida ni exceptuada por la presente ley. 

33. Segunda pregunta ó segunda dificultad. Los sobrinos de 
que habla nuestro texto ¿son solo los hijos de hermano, ó lo son 
también los nietos de hermano, hijos de un hijo ya difunto? 

34. Según el Diccionario de la lengua castellana, la palabra 
sobrino no tiene tan dilatada significación: sobrinos son única- 
mente «los hijos de hermano ó hermana, primo ó prima.» Mas, 
con perdón sea dicho de nuestra Real Academia, parécenos á 
nosotros que esa voz se extiende algo más, y que los hijos de 
esos primeros sobrinos llevan también el mismo nombre que 
sus padres; si no se llaman sobrinos, no sabemos qué son, ni 
cómo ha de llamárseles en nuestro idioma. Sobrinos de segu- 
ro los apellida el uso, autoridad mayor que las de todas las aca- 
demias, autoridad qium penes arbitrium est el jus et norma loquendi. 
Asi, pues, bajo ese punto de vista, la dificultad no es grave á 
nuestros ojos: el texto material de la ley, que dice sobrinos y no 
dice hijos de hermanos, favorece en nuestro dictamen, no la res- 
tricción, sino la extensión de su precepto. 

35. 5' sin embargo, todos hemos leído, todos hemos escu- 
chado en las escuelas aquel dicho común que se nos ha presen- 
tado como un axioma: ultra filies fralrum non datar representalio. 
¿Es tal axioma, verdaderamente, esa máxima? ¿Será, por el con- 
trario, y con especialidad en nuestro patrio derecho, una de tan- 
tas vulgaridades sonoras que no resisten al examen, y que se 
desvanecen cuando se quiere ensayarlas y probarlas ante la ley 
y ante la razón? (1) 


i i i Si [dios en esa máxima significara descendientes, lo cual sucede 
alguna vez. ni ella obstaría ¡i nuestra inteligencia, ni tendríamos mas 
que reconocer su completa exactitud. ¿Sería esto en su origen, y se la 
habrá restringido v falseado después? 



1ÍS 


COMENTARIO Á LAS LEYES PE TORO. 

36. No nos atrevemos á asegurarlo, por más que nuestro 
propio juicio nos lo haga sospechar. La generalidad de los prag- 
máticos creen que solo los hijos de los hermanos son los que 
concurren con estos ¿heredar al tio y hermano difunto; y nos- 
otros, desconfiando siempre de toda idea que por más que nos 
seduzca es contraria á la opinión común, vacilamos delante de 
ese obstáculo, y dudamos de lo que nos dice nuestra individual, 
nuestra natural inteligencia. Quizá habrá razones que no divi- 
samos nosotros, cuando todos piensan de un modo dilerente. \ 
si bien esto solo no puede convencernos, hácenos sin duda cau- 
tos para que no califiquemos duramente una doctrina contraria 
¿nuestra doctrina. 

37. Pero la nuestra, la que concebimos, la que nos satisface 
es sin duda alguna la de que la palabra sobrinos no significa 
aquí sólo hijos de hermanos, sino hijos, nietos, descendientes 
directos de tales hermanos. Y nos inducen á creerlo así diferen- 
tes causas. La primera, que, como se ha dicho ántes, tal es la 
verdadera acepción usual de ese vocablo. Si no quería dársela la 
ley, ¿para qué lo usó sin correctivo que le restringiese? ¿Por qué 
no dijo, cual las leyes de Partida han dicho muchas veces, los 
hijos de los hermanos?-— La segunda razón nos la ofrece la na- 
turaleza de la representación misma. Parécenos á nosotros que 
cuando existe, que cuando há lugar á ella (lo cual siempre su- 
cede descendiendo), existe y há lugar de una manera absoluta é 
ilimitada. Á un padre, que es á quien se representa siempre, lo 
mismo le representa el hijo que el nieto, que el quinto nieto. 
La ley ha considerado en estos casos la marcha natural de los 
seres vivientes, que se procrean y se reemplazan, y en ese des- 
censo por donde se lleva la humanidad, no ha encontrado un 
punto de obstáculo para que sólo hasta allí dure esa obvia, esa 
necesaria sustitución de unas personas en lugar de otras perso- 
nas. Así, suponiendo que en el caso de que hablamos la repre- 
sentación tuviera un limite,— el de los primeros sobrinos, el de 
los hijos de los hermanos del difunto —sería esta una idea y una 
particularidad anómalas y discordantes con cuantos otros casos 
de representación nos ofrece el estudio de las leyes. Ahora bien: 
esa anomalía, esa discordancia, ¿deben fácilmente admitirse, 
cuando no hay un precepto legal en que se funden, ni un argu- 
mento poderoso de donde se deriven? Á nosotros nos parecería 
siempre que no, aunque nos quedásemos solos para ello en el 
estadio de la jurisprudencia. . 

38. Si se añade á estas dos razones una tercera razón, to~ 



LBY OCTAVA. 


m 

mad* de los motivos que deben haber Impulsado á conceder en 

&vor de los sobrinos la ventaja de que tratamos al presente, 

la concurrencia *con sus tíos para suceder ab inlesiato á otros,— 
confesamos con sinceridad que acaban de disiparse nuestras du- 
das, ó que, por lo ménos, nos afirmamos mucho en la opinión 
que venimos exponiendo. ¿Por qué causa, preguntaremos, la 
ley de Partida primero, la ley de Toro después, han admitido á 
suceder juntamente con los hermanos á alguien que estaba más 
remoto que ellos, quebrantando asi la antigua inflexible regla 
de los más propincuos? Ya lo hemos dicho en números anterio- 
res. Las reglas de la sucesión intestada se toman del presunto 
racional amor que tendrían los finados, y también de las ideas 
más prudentes acerca del modo de dividir los caudales. Por eso, 
como ya notamos, se ha hecho venir á los hijos de los herma- 
nos en unión con sus tios: ha parecido por una parte que el di- 
funto los amaría como á ellos, y se ha estimado por otra que 
era conveniente cierta igualdad dentro de la familia, por de- 
cirlo así, más íntima, más inmediata- Pues bien: las propias ra- 
zones concurren en favor del sobrino hijo del sobrino, en favor 
del nieto del hermano, quedado huérfano por la muerte prema- 
tura de su padre. ¿Le querrá ménos, por ventura, aquel ú quien 
se trata de heredar? ¿Se quiere acaso ménos á los nietos que á 
los hijos? ¿Ó está más lejos en el circulo de la familia, cuando 
falta su padre y él le reemplaza en todo género de considera- 
ciones? 

39. Tales son, sencillamente expresados, los motivos en que 
se funda nuestra opinión. Las palabras de la ley no la recha- 
zan: el espíritu de la lev la admite: los motivos de la ley la re- 
comiendan. Sabemos bien que no es la creencia vulgar. Pero 
¿no selian visto algunas veces juicios comunes que se han des- 
vanecido ante la luz, y doctrinas que llegan a ser muy ciertas, 
habiendo comenzado por paradojas? 

•19. Otra tercera y gravísima dificultad nace en nuestro de- 
recho, con motivo de esta ley octava de loro. Sus palabras tex- 
tuales, como hemos visto, consisten en que sucedan los sobrinos 
ab inféstalo coa los tios (a otro tio difunto) in stirpe#, esto es, 
por ramas, y no in c a pita ó por partes iguales. No hay pues 
duda, no hay pues cuestión, cuando al fallecimiento del in- 
testado quedan ñ la vez hermanos y sobrinos para sucederle. 
Alas ¿v si no quedan del 'liiunto riño sobrinos, y deben suce- 
der ellos solos? ¿V si los hay que procedan de hermanos diver- 
sos? ¿Y si existen a la par esos primeros sobrinos con nietos que 



j2Q COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

vengan de otros hermanos, toda vez que se siga la opinión fa- 
vorable á estos últimos, que acabamos de sostener? ¿Qué se 
hará, qué se practicará en casos semejantes? ¿Se repartirá tam- 
bién in stirpes, ó se repartirá in eapita la herencia? ¿Sucederán 
como herederos los más próximos, y por iguales partes, ó exis- 
tirán también aquí la representación y sus efectos, dividiéndose 
el caudal desigualmente entre ellos todos, si bien con igualdad 
para cada rama? 

41 . La opinión de los autores no ha sido en esto tan gene- 
ral como en la duda precedente: uno y otro sistema han con- 
tado con defensores y con patronos. Y sin embargo,— también 
es fuerza reconocerlo,— la doctrina que sostiene una repartición 
igual, la división in eapita, entre solos los primeros é igual- 
mente próximos de todos los sobrinos posibles, ha sido, y con 
mucho, la más seguida en los libros, la más enseñada en las 
escuelas, la más aplicada, si no 1a. única aplicada en los tribu- 
nales. Fáltanos ver si es la que tiene más títulos á los ojos de 
la razón legal. 

42. Hacen indudablemente en favor de este sistema , no 
sólo el texto explícito de las Partidas, sino también el del Fuero 
de D. Alfonso, que uno y otro la consagran. «Mas si este que 
moriesse sin testamento (dicen las primeras), non aviendo as- 
cendientes ni descendientes, oviesse sobrinos de dos hermanos 
de parte de su padre ó de su madre, é fuessen los hermanos 
amos muertos, heredarán los sobrinos los bienes de su tio, é 
partirlos an entre sí por cabezas egualmente» (1). — «Si el que 
muriere sin manda é herederos naturales (dice el segundo) ho- 
biese sobrinos, fijos de- hermanos ó de la hermana, por más 
propinquos, todos partan la buena del tio ó de la tía por cabe- 
zas, maguer que del un hermano sean más que sobrinos del 
otro: ca pues iguales son en el grado, iguales deven ser. en la 
partición» (2)-. — Como se ve, los textos son terminantes; los 
preceptos del. uno y del otro código no admiten duda. 

43. Mas aun conociendo esto , nuestros lectores advertirán 
algo que disminuye, por no decir que extingue, su fuerza. Pri- 
meramente, la ley del Fuero-Real no podía disponer otra cosa 
que lo que hemos visto dispone: ella no admitía á los sobrinos 
con los hermanos ; ella no se separaba nunca de la propincui- 
dad; .por ella no cabía la sucesión in stirpes, jamás ni en caso 


(1) L. 5. a , tit. 13.°, p. VI. 

(2) L. 13.® tít. l.°, lib. IV. 



1.F-Y OCTAVA. 


121 

ninguno. No puede ser, pues, ella un obstáculo para H más ó 
menos amplia inteligencia de la de Toro, que admite un siste- 
ma de heredar desconocido entre sus sistemas. 

14. En cuanto á las leyes de Partida, inspiradas por una teo- 
ría á la par extraña é insegura; conteniendo preceptos que re- 
pugnaban á todas las teorías españolas, cual lo era la concur- 
rencia de la sucesión lateral con la de los ascendientes; y rele- 
gadas por la del Ordenamiento y la primera de Toro al lugar 
que hemos expuesto en otro punto de este Comentario , no es 
para nosotros gran dificultad io que ordenen, ya en el caso de 
no estar conformes con nuestras antiguas prácticas, ya en el de 
paiecer reformadas por leyes nuevas , ó siquiera por el espíritu 
de leyes nuevas. 

45. A reformarlas, á disolver sus dudas, á fijar lo que ni 
por unas ni por otras estaba bien claro , vinieron indudable- 
mente las leyes de Toro. Estas séptima y octava, en que nos 
ocupamos ahora, desempeñaron un papel de escogimiento y 
eclectismo en medio de las encontradas disposiciones que re- 
gían antes. En algo siguieron el espíritu del Fuero Real: en algo 
aceptaron la doctrina de las Partidas: ¿era imposible, por ven- 
tura. que separándose de aquel y de estas, añadiesen también 
algo suyo propio, consecuencia natural de esa misma doctrina 
que como principio aceptaban ?' 

46. La ley octava está mal redactada, sin ningún género de 
duda. Si se quería únicamente decir con ella lo que supone la 
creencia común, esto es, que los sobrinos heredan in stirpes cuan- 
do concurren con los tíos, y que lo hacen in cttpiín cuando es- 
tán solos, la fórmula empleada debió naturalmente ser otra, que 
asi lo declarase desde luego. La ley pudo decir en este caso: 
«Mandamos que cuando sucedan nb inleslah > los sobrinos con los 
tíos, lo bagan in stirpnn y no in rapita .» Si se quería decirlo 
contrario, y extender la sucesión in sliipt'a á los mismos sobri- 
no-- aun estando solos, también fue viciosa la redacción, y tam- 
bién se debió usar una que lo dijera con claridad. La ley pudo 
decir en tal supuesto : «Mandamos que los sobrinos sucedan a 
sus tíos a l> uiíi’sUiíii j tintamente con los hermanos; y que con es- 
to-- ó ellos solos hereden in stirprm y no in captta.* La redacción 
de la ley c*s, evidentemente, anfibológica: por eso es la meerti- 
durnbre, poroso es ¡a cuestión, por eso callen opiniones dife- 
rentes. 

17. Pero una cosa es segura , en medio de todo ello. El de- 
recho de suceder o/ oi/pes se reconoce, alguna vez siquiera, a 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


122 

los sobrinos herederos de un difunto : sobre esto no puede dis- 
putarse. Y si es así, parécenos á nosotros que para limitar ese 
derecho al caso en que concurran con los tíos, hermanos de 
aquel; para exijir que sólo en tal eventualidad se atienda, y no 
se le tenga presente en ninguna otra, serían necesarias razones 
que no tenemos en el texto en cuestión; palabras ó decisivas, ó 
por lo menos más inductivas de esa idea que las que le compo- 
nen. Toda vez que está reconocido, aceptado, el principio, la ló- 
gica manda (presumimos nosotros) que tenga sus naturales con- 
secuencias , como no haya una limitación que las anule' ó las 
embarace. Esta es, á nuestro juicio, la doctrina racional y la 
doctrina legal: esto es lo que demandan de consuno el buen sen- 
tido y la ciencia del derecho. 

48. Juzgamos, pues, que desde los primeros expositores de 
estas leyes, fueron mejor encaminados los que comprendían la 
octava como una declaración del derecho de representar en las 
lineas colaterales, no limitada al caso de concurrir tios y sobri- 
nos, sino extensiva á toda la sucesión de estos. Tales fueron el 
juicio y la Opinión de Antonio Gómez, cuya razón era tan cla- 
ra, y cuya autoridad ha sido tan grande. Mas á pesar de ello, la 
creencia contraria fue desde luego más general : los textos que 
citamos más arriba consiguieron mayor influjo; y el común de 
los doctores arrastró en pos de sí á la práctica; y el parecer que 
estimamos en sí mismo más fundado, seguro , dejó de serlo por 
virtud de una interpretación consuetudinaria que le es desfa- 
vorable. Hoy por hoy, si esa misma interpretación puede po- 
nerse en duda en las meditaciones del gabinete , difícilmente se 
combatirá con éxito en la realidad del foro, aun esforzando las 
razones que le son adversas. 

49. No obstante lo cual, como nosotros no escribimos para 
ningún caso dado, como no desconocemos lo que dificulta ó se 
opone á nuestro juicio , y como al mismo tiempo no podemos 
ni debemos prescindir de nuestra razón, creemos estar autorir 
zados para repetir que esa doctrina vulgar ni nos intimida ni 
nos convence, y que el dictamen de Antonio Gómez es también 
en este particular nuestro propio dictamen. Explicando, acon- 
sejando, juzgando (si tal fuera nuestro derecho y nuestro de- 
ber), estimaríamos que los sobrinos que suceden solos á un tio 
difunto, concurren á la herencia por causa de representación, y 

eben repartirla entre sí in slirpes, con arreglo á la doctrina de 
esta ley de Toro. 

50. Lo diremos otra vez, y mil si es necesario. No compren- 



UtY OCTAVA. 


m 

demos que la representación, que el derecho de heredar tn gtxt- 
pes sean cualidades que se tomen y se deyen, que se adquieran 
y se pierdan por circunstancias externas y accidentales. Ó las 
hay ó no las hay en determinadas personas, según su posición 
familiar: si las hay, no pueden dejar de tenerlas en I09 casos en 
que hayan de concurrir; si no las hay, no vemos cómo las pue- 
dan tener en ninguno. ¿Alcanzan á los hijos de los hermanos? 
¿Alcanzan á los sobrinos del difunto que murió sin testamento? 
Pues en el caso de La afirmativa, lo mismo Ies deben alcanzar 
cuando concurren entre sí solos que cuando concurren con otros 
tios. Para negarlo fundadamente sería menester que nuestra 
ley lo dijera de un modo irrecusable, como quizá lo dijo la de 
Justiniano; y nuestra ley, volvemos á observar que será anfi- 
bológica, que será dudosa, pero con una expresión clara y 
abierta seguro es que no lo dice. Entre el principio que afirma 
y la anfibología que duda, nosotros estamos por el principio, 
por la lógica, por la razón, aunque nos encontremos solos, ó al 
menos poco acompañados. No nos asusta la soledad, cuando nos 
ilumina el convencimiento. 

51 . Cuarta duda, y no menos grave, con motivo de esta ley. 
Fallece intesta-da una persona, y no deja hermanos. Quédanle 
sobrinos, hijos de estos, nietos de estos; pero esos sobrinos no 
están solos: á la par con ellos hay tios del difunto, tios también 
de esos sobrinos que quedan. Esos tios indudablemente están 
en el propio grado que los sobrinos hijos de hermano, en el ter- 
cer grado civil; están en un grado más próximo que los nietos 
de los hermanos del difunto, pues que estos nietos se hallan en 
el cuarto. ¿Cuál será el derecho para la sucesión? ¿Heredarán 
los tios del difunto á la par con sus sobrinos, los hijos de sus 
hermanos? ¿Excluirán á los segundos sobrinos, nietos de estos? 
¿Serán excluidos, por el contrario, por la linea lateral descen- 
dente? V si no hay exclusiones, y si suceden todos, ¿cómo se 

•r 

ordenará y se repartirá la herencia? 

52. Hay un autor, que hemos citado antes, jurisconsulto de 
fama y de saber, que creyendo como nosotros que el objeto de 
esta ley ha sido declarar el derecho de representación en las lí- 
neas de los hermanos, deduce de tal principio que los individuos 
de ellas, hijos ó nietos , en tercero ó en cuarto grado, son pre- 
feridos y excluyen al tio del causante, que existiera cuando 
murió este, el cual se hallaba en tercero. «La línea descenden- 
te (dice) siempre se estima más próxima que la ascendente, aun 
entre los colaterales mismos: siempre es preferible a ella, en su 



COMENTARIO A LAS LEYES PE TORO. 


124 

derivación justa y natural. El hijo del hermano representa á su 
padre, y toma su lugar y su vez por el precepto de esta ley, ora 
concurra con otro hermano vivo, ora con los hijos de otro her- 
mano muerto; luego también debe representarle en cotejo con 
ese tio de que hablamos, y excluirle como su padre le excluiría 
en el caso de que viviera. Y no se diga, añade, que la represen- 
tación concedida á los hijos de los hermanos es sólo para con- 
currir con otros hermanos del difunto ; porque si vale en per- 
juicio de esos, que son más próximos, ¿cómo no ha de valer en 
perjuicio de los tios del mismo difunto, que están más lejanos, 
y son de consiguiente posteriores en derecho?» 

53. Estas razones tienen, á nuestro juicio, suma fuerza; y 
después de la resolución que hemos dado á las dudas proceden- 
tes, casi nos es imposible no mirarlas como decisivas. La tienen 
todavía mayor, y se corroboran con nuevos argumentos, cuan- 
do, aceptada por un instante la creencia contraria, se trata de 
practicar lo que según ella debería realizarse. Supongamos, en 
efecto, que una persona muere, que no deja hermanos, pero 
que le quedan á la vez hijos de dos de estos, y un tio, hermano 
de su padre ó de su madre. Si los sobrinos no excluyen á este 
tio, por lo menos heredarán con él: como él se hallan en el ter- 
cer grado civil; él no puede excluirlos de ninguna manera. 
Ahora bien, preguntamos nosotros: ¿ide qué modo se ha de di- 
vidir la sucesión? ¿Qué parte ha de llevar el tio? ¿Cuál cada uno 
de los grupos de sobrinos, cada linea descendiente de cada uno 
de los hermanos? 

54. Tal herencia ¿habrá de dividirse in stirpe&l Parece que 
sí; porque dejamos dicho que los hijos de hermanos deben su- 
ceder siempre de ese modo. Parece que sí, aunque no se siguie- 
ra esta doctrina ; porque al ménos es indispensable profesarla 
cuando los sobrinos concurren con tios ¿ y en el caso que supo- 
nemos, claro es que con un tio concurren. Para decir que no, 
seria indispensable restringir la inteligencia de la ley aun mu- 
cho más de lo que la hemos restringido hasta ahora; limitar su 
sentido á los tios de una sola especie, esto es, á los tios herma- 
nos de padre ó madre, y admitir casos de concurrencia entre los 
parientes que se llaman con los nombres que ella usa, y a los 
cuales no serían aplicables las disposiciones que ella da. Deci- 
mos,, piles, á nuestro juicio, que sí: que pues hay tio y sobrinos, 
conjuntamente herederos por la hipótesis, in stirpes y no in ca - 
ptia es como se deberá dividir entre todos la herencia. Mas sen- 
tado esto, inmediatamente preguntamos lo que sigue: ¿y cómo 



LBT OCTAVA. 


125 

se hace esa división? ¿Y cómo se entiende el reparto por ramas, 
por Hneas, per stirpes , cuando no hay un punto de partida de 
donde procedan esas estirpes, esas ramas? 

55. La división entre hermanos es una división natural, una 
división por iguales partes. La división entre hermanos y des- 
cendientes de hermanos, la división entre estos descendientes 
solos, es también una división natural : cada grupo lleva con 
justicia lo mismo que el otro ó que los otros, porque cada gru- 
po representa un hermano ni más ni menos. Pero aquí, en el 
caso de la hipótesis, ¿cómo, repetimos, se ha de hacer esa divi- 
sión? El tío del difunto, que viene á heredarle, ¿ha de llevar lo 
mismo, ó menos, ó más, que cada uno de los grupos de sus so- 
brinos? ¿Lo mismo? ¿Por que? ¿Llevaría ese tío lo propio que el 
hermano al que representa cada cual de aquellos? No; porque 
con el hermano, el tio no podría concurrir, no podría heredar: 
entre el hermano y él no hay concurrencia; el hermano le ex- 
cluye del todo. ¿Más? ¿Menos? ¿En qué principio, en qué ley se 
fundaría esta superioridad ó esta inferioridad? ¿Cuánto debería 
ser lo más ó lo menos que llevase? ¿Cuál el criterio para deci- 
dirlo? 

56. La dificultad, como vemos, es insoluble. Si el tio del in- 
testado ha de concurrir con los sobrinos del intestado, porque 
son igualmente próximos uno y otros; y si estos han de suceder 
en estirpes, ya porque deban suceder así siempre, ya porque 
aquí concurren con un tio, — caso al parecer terminante de la ley 
de Toro, — la consecuencia es una imposibilidad práctica, que uo 
se desata de ningún modo racional, prudente, aceptable. 

57. Una de dos cosas, pues; porque fuera de ellas no hay 

medio efectivo de cumplir la ley. Ó es forzoso restringir la in- 
teligencia de ésta al extremo posible; limitando contra toda ló- 
gica sus preceptos al escasísimo resultado que tienen en la prác- 
tica ordinaria; entendiendo que no halda de otros tios que de 
los hermanos del difunto, ni de otros sobrinos que de los hijos 
de los hermanos: aceptándola no como la expresión de un prin- 
cipio, sino como la concesión de un mero privilegio; reducién- 
dola, en fin, á mucho menos de lo que materialmente dice: o 

si se toma con más científica .amplitud, si se busca su razón, si 
se demandan sus consecuencias ,■ es necesario darla todo el al- 
cance que la daba su antiguo comentador Antonio Gómez, ad- 
mitiendo con él la resolución de! caso que figurábamos en favor 
de la linea colateral descendente, y contra la linea colateral 
ascendente, aunque sea ésta de idéntica ó mayor proximidad 



126 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

que la otra. Lo uno ó lo otro es de todo punto indispensable. 
Lo primero da resultados más fáciles; lo segundo es de una na- 
turaleza más elevada. Aquéllo debía ser y ha sido más vulgar; 
esto debe halagarnos con preferencia á los que buscamos sobre 
todo en las leyes la razón , el espíritu , la filosofía de las leyes. 
Parécenos no poder dar una muestra de imparcialidad mayor 
que llamando á nuestra creencia la más verdadera, y á la creen- 
cia contraria la más probable. Juzgamos, en efecto, tener ra- 
zón; pero sabemos y no ocultamos que la mayoría no opina 
como nosotros, y somos modestos como siempre ante el sentir 
de la generalidad, aunque no nos convenza ni nos seduzca. 


IV. 


58. Por cuanto hemos dicho en este Comentario , se puede 
inferir nuestro completo juicio acerca del derecho que estable- 
cieron las leyes de Toro en la materia de las sucesiones colate- 
rales. Dijimos antes de ahora que aprobábamos su espíritu y su 
tendencia. Pero ya debemos añadir que no llenaron su propósito 
ni su deber; que no declararon con la competente lucidez lo que 
querían; que si resolvieron ciertas cuestiones, dieron ocasión á 
otras desconocidas hasta entonces, y que han podido agitar é 
incomodar hondamente nuestra sociedad, como la incomoda 
cuanto es dudoso é inseguro en el gravísimo asunto de la trans- 
misión de los bienes. 

59. Dos caminos, dos sistemas racionales podía haber frente 
el uno del otro en esta materia de la sucesión colateral: el de las 
antiguas leyes godo-castellanas, que llamaban crudamente al 
agnado ó cognado más propincuo, sin que viniese jamás ningu- 
no representando á otro; y el que ya se había apuntado en las 
Partidas, concediendo la representación á la descendencia de los 
hermanos. Si se quería aquel, no había que hacer otra cosa sino 
dejar vigente la regla común inserta en la primera ley de Toro, 
Begun la cual no podía regir el derecho de esas Partidas en con- 
currencia con el propiamente español; y aun si esto no se esti- 
maba bastante, dictar algo análogo á lo que se había hecho en 
la ley séptima para contrariar otra de las innovaciones alfonsi- 
nas. Mas si por el contrario, se quería aceptar ese sistema de la 
representación, por lo mismo que en aquellas estaba manco é 
incompleto, era forzoso á buena luz consagrar á él algo más que 



LKT OCTAVA. 


127 

dos renglones, fijando su naturaleza, desenvolviendo sn Índole, 
explicando y declarando su alcance. Buena es sin duda la conci- 
sión en las leyes, pero no tanta que se caiga por ella en oscu- 
ridad. 

60. Nosotros habríamos admitido este sistema, este derecho. 
Nosotros habríamos distinguido cuidadosamente en la sucesión 
colateral dos eventualidades distintas, y empleado dos reglas, 
una para cada cual. Nosotros no hubiéramos confundido en nin- 
gún caso con cualesquiera otros parientes ni á los hermanos, ni 
á los hijos y nietos de los hermanos del difunto. Antes de los 
tios, antes de los primos, antes de lo que viniese por un origen 
más remoto, y sin que jamás pudiera confundirse con ello, pon- 
dríamos d las líneas de esos hermanos, enteras, completas, has- 
ta la postrer generación. En nuestras ideas, es esto algo de su- 
cesión cuasi directa, cuasi descendente, cuasi no colateral. Solo 
cuando no hubiera tal descendencia de hermanos, llamaríamos 
á los demás colaterales, prefiriéndolos según fuesen propincuos. 
En aquella primer categoría la representación rigorosa, H/irpt'Hi 
en esta, la proximidad también rigorosa, capita. 

01 . No es del caso ni el exponer ni el fundar nuestras razo- 
nes: no lo es tampoco el censurar á la ley porque haya podido 
seguir otro sistema. Por lo que la censuramos es porque no se 
sabe cuál ha seguido; porque viniendo expresamente para resol- 
ver dudas, ha dejado en pié, ó ha producido, por mejor decir, 
más que las que ántes existían. Si son de gravedad y de difícil 
resolución las que hemos examinado anteriormente, nuestra 
censura está completamente justificada para cuantos hayan po- 
dido conocerla. 


V, 


62. i a* las cuatro diferencias capitales que señalamos entre 
la legislación godo-castellana y la legislación de las Partidas, 
las dos primeras se habían tratado de dirimir por estas leyes de 
Toro:— ya no concurrirían jamas, según ellas, los colaterales 
con los ascendientes; ya gozarían los sobrinos de cierto derecho 
de representación, mayor ó menor á medida que se estimara 
como un principio ó como un privilegio, pero siempre real, al 
menos en ciertos casos. En cuanto á las otras dos, estas mismas 
leyes no dijeron nada. La duda de cuál había de ser el límite de 
la sucesión colateral, si el grado séptimo ó el grado décimo; la 



COMENTARIO A TAS REYES DE. TORO. 


128 

no menor duda respecto á la sucesión del cónyuge, limitada por 
los fueros á la completa después de todos los colaterales, am- 
pliada por las Partidas á una parcial después de los del cuarto 
grado; estas cuestiones, decimos, quedaron en pié, ó sujetas sólo 
á las reglas generales de la ley copiada del Ordenamiento, por- 
que nada se dijo, nada se advirtió ni dispuso acerca de ellas. 

63. Y sin embargo, estos puntos eran capitales, y bien me- 
recían que se hubiesen destinado algunas lineas á su resolución. 
Las sucesiones ab intestato son cosa demasiado común: la distan- 
cia del séptimo al décimo grado no es tan insignificante;, la si- 
tuación de muchas viudas no tan poco digna de interés. Nos- 
otros creemos que la inteligencia, la opinión general de aquel 
siglo debía ser, en esta parte, la de que estaban vigentes las le- 
yes de Partida y no las del Fuero-Juzgo. En otro caso, imposi- 
ble es que no se hubiese tomado alguna resolución para corre- 
gir lo que era menos humano, menos caritativo, más severo. 

64. Pero el hecho es que entrambos puntos quedaron olvi- 
dados por entonces, y que pasando el tiempo surgieron y se au- 
torizaron nuevas doctrinas. El derecho de la viuda se fue des- 
vaneciendo por el desuso; y en vez de heredar sin contradicción 
los colaterales hasta el décimo grado, comenzaron á ponerse 
obstáculos á tales sucesiones, primero en parte por las Ordenes 
Redentoras, después en el todo por los intereses del fisco. Para 
aumentar el mal, la Instrucción de Mostrencos del siglo último 
usó de tales palabras, que bien pudo creerse, según ellas, que 
no existía herencia ab intestato más lejos que hasta el cuarto gra- 
do' colateral. El décimo de las Partidas, el séptimo del Fuero- 
Juzgo, quedaban en la. práctica reducidos á ése; siendo indispen- 
sable más allá seguir un pleito con el Estado, bajo las eventua- 
lidades de un incierto derecho y de una dudosa resolución. 

65. Algo se ha mejorado ese punto por la ley de las Cortes 
de 16 de Mayo de 1835. Si no ha resuelto ésta las cuestiones que 
hemos visto surgen de las de Toro, lo ha hecho por lo ménos 
con las dos que aquellas no trataron. El límite de la sucesión 
colateral se ha fijado expresamente en el grado décimo, como 
ya lo hicieron las Partidas; y dentro de. esa propia sucesión se 
ha dado un puesto claro al cónyuge superviviente, colocándolo 
con ciertas condiciones después de los parientes del cuarto gra- 
do. Así, hay claridad por lo menos en estos problemas ; y aun 
puede ¡deoirse que si no todos, se han remediado algunos males. 

66. Pero los otros problemas, pero las otras dudas que antes 
hemos examinado, y quizá alguna más en que no hemos querido 



LEY OCTAVA. 


1 29 


entrar porque no se refiere directamente á laa leyes de Toro; 
todo eso ha quedado en pié y clama por una resolución sobera- 
na. Es un hecho grave el de que en estas materias de sucesión 
haya lo más mínimo cuestionado é incierto. La ley que en todo 
particular debe ser clara, parece que tiene más obligación de ser- 
lo en aquello que es su materia de todos los dias: por lo menos, 
si no hay más obligación, hay de seguro más necesidad. Y no 
basta que las opiniones bomunes suplan ése defecto hasta cierto 
punto; porque la opinión no es más que opinión al cabo, y llega 
un dia en que pugna con intereses cuantiosos y respetables, y en 
que hallando e^tos un intérprete de talento y de autoridad, se po- 
nen en litigio aun las creencias que parecían más aseguradas. No: 
la autoridad sola del número y de los hechos no es lo que satis- 
face á nuestra sociedad moderna: en la emancipación que hemos 
presenciado de la razón individual, todo lo que no sea la sobe- 
rana es impotente para someterla á su yugo. Al antiguo «así 
se ha hecho,» se opondría el reciente «pues ha debido hacerse 
de otro modo;» que no son tantos en el dia de hoy los que ó por 
modestia ó por desengaño dicen lo que nosotros frecuentemen- 
te decimos: «tal vez me engañaré, cuando el mayor número 
piensa lo contrarío de lo que yo pienso.» 


■J 



LEV NOVENA. 


(L. 


5 ‘ 


TÍT. 20.% 1,1 B. X, Nov. Rec.) 


Los hijos bastardos ó ilegíliinos de cualquier calidad que sean, 
no puedan heredar á sus madres ex testamento ni ab in téstalo, 
en caso de que tengan sus madres hijo , ó hijos, ó descendientes 
legítimos: pero bien permitimos que les puedan en vida ó en 
muerte mandar fasta la quinta parte de sus bienes , de la qual 
podrían disponer por su alma; y no más, ni allende. Y en caso 
de que no tenga la mujer hijos ó descendientes legítimos, aunque 
tenga padre, o madre, ó ascendientes legítimos, mandamos que 
el hijo, ó hijos, ó descendientes que tuviere naturales ó spurios 
por su órden y grado le sean herederos legítimos ex testamento 
y ab intestato ; salvo si los tales hijos fueren de damnado y pu- 
nible ayuntamiento de parle de la madre ; que en tal caso man- 
damos no puedan heredar á sus madres ex testamento ni ab in- 
testato. Pero bien permitimos que los puedan en vida ó en muer- 
te mandar fasta la quinta parte de sus bienes , y no más, de lo 
que podían disponer por su alma: y de la tal parte, después que 
la ovieren, puedan disponer en su vida ó al tiempo de su muer- 
te los dichos hijos ilegítimos como quisiesen. Y queremos y man- 
damos que entónces se entienda y diga damnado y 'punible 
ayuntamiento , quando la madre por el tal ayuntamiento incur- 
riere en pena de muerte natural ; salvo si fueren los hijos de 
clérigos, ó frailes, ó freiles, ó de monjas profesas: que en tal 
caso , aunque por el tal ayuntamiento no incurra la madre en 
pena de muerte, mandarnos que se guarde lo contenido en la ley 



LRY HOVR.YA. 


131 

que hizo el Sr. Rey D. Juan el I en la ciudad de Soria, que 
habla sobre la sucesión de los hijos de los clérigos. 


LEY DECIMA. 


(L. 6.*, TÍr. 20.", un. X, Nov. Rnc.) 


Mandamos que en caso que el padre ó la madre sea obligado 
á dar alimento á alguno de sus hijos ilegítimos en su vida ó al 
tiempo de su muerte, que por virtud de la tal obligación no le 
puedan mandar más de la quinta parte de sus bienes, de la que 
podían disponer por sus almas ; y por causas de dichos alimen- 
tos no sea más capaz él tal hijo ilegítimo. De la qual parle, des- 
pués que la oviere el tal hijo, pueda en su vida ó en su muerte 
fazer lo que quisiere ó por bien tuviere. Pero si el tal hijo fuere 
natural, y el padre no tuviere hijos ó descendientes legítimos, 
mandamos que el padre le pueda mandar justamente de sus bie- 
nes todo lo que quisiere, aunque tenga ascendientes legítimos. 



IMIÉCIMA. 


(L. i TÍr. ó. ’, i.i n . X, 


Nov. Rkc.) 


V porque no se pueda dudar (piales son hijos naturales, orde- 
nainus \ mandamos que entornos se digan ser los hijos natura - 
les, (piando al tiempo que nac ieren ó fueren concebidos, sus 
padres podían casar con sus madres justamente sin dispensación; 



132 COMENTARIO Á LAS LEYES RE TORO. 

con tanto que el padre le reconozca por su hijo , puesto que no 
haya tenido la mujer de quien lo ovo en su casa, ni sea una 
sola. Ca concurriendo en el hijo las calidades susodichas, man- 
damos que sea hijo natural. 


COMENTARIO. 

I. 


1. La ley sexta de Toro había regulado la sucesión de los 
ascendientes: la séptima y la octava, que acabamos de exami- 
nar, la de los colaterales: éstas en que entramos ahora, ordenan 
la de los hijos ilegítimos. Como veremos después, la duodécima 
da reglas para la de los legitimados. Solo la sucesión de los hi- 
jos naturalmente legítimos (ya lo dijimos más arriba) no había 
menester por aquella época ni explicación, ni modificación: ra- 
cional y completamente establecida desde la monarquía goda 
en sus bases esenciales , conservada sin interrupción por los 
fueros castellanos, demostrada en principio por la teoría doctri- 
nal de las Partidas, ninguna necesidad ofrecía de declaración ni 
variación, aparte las cuestiones de mejoras y de vínculos, á que 
habremos de venir en su oportuno lugar. Por eso no hallamos 
ninguna ley que la toque ni aun que la consagre: la mejor con- 
sagración, la mayor sanción era no hablar en este punto ni una 
sola palabra, cuando se le tenía por perfecto , y no había ni ne- 
cesidad ni aun conveniencia de alterarlo. 

2. No así, repetimos, en los otros particulares, en los otros 
órdenes de sucesión. Queda visto ya lo que pareció hacer en las 
lineas ascendentes y colaterales; y vamos á examinar en este 
momento lo que se ordenó para las descendentes ilegítimas. 

3. De los hijos ilegítimos, pues, de su naturaleza y de sus 
clases, de su aptitud y su derecho, es de lo que nos corresponde 
hablar ahora. A ellos se refieren estas tres leyes, que reunimos 
en un capítulo solo, á fin de dar á nuestro Comentario, sin des- 
naturalizarlo, cuanta regularidad, cuanto orden, cuanta perfec- 
ción nos sean posibles. 

4. Ante todo, y para procurar ese orden mismo, vamos pri- 
mero á investigar lo que por tales hijos ilegítimos se entiende, 



LEY UHDKCIMA. (33 

enumerando y refiriendo sus diversas denominaciones, seña- 
lando sus distintas índoles, y formando con ellos los varios gru- 
pos en que los colocan la razón ó la ley. Después de esto, inqui- 
riremos lo que acerca de su capacidad y de sus derechos en la 
familia ordenaba la antigua legislación, así la puramente espa- 
ñola, como la doctrinal ó de D. Alfonso. Y en tercer lugar, y 
como término y complemento de nuestro trabajo, no solo ha- 
brán de examinarse las modificaciones é innovaciones realizadas 
por estas leyes de Toro , el derecho novísimo , actual , que de 
ellas parte y en ellas se funda, sino resolverse también las du- 
das á que su texto haya dado origen , ora por el mero efecto de 
sus palabras y disposiciones propias , ora por su confrontación 
y combinación con las reglas generales de nuestra jurispruden- 
cia y con los principios comunes de toda justicia. — Grave é im- 
portante como es la materia en que nos ocupamos, no que- 
remos que decaiga bajo nuestra pluma ni en gravedad ni en 
interes. 

5. Lldmanse hijos ilegítimos aquellos que no nacieron de 
justas, verdaderas, por lo menos existimativas nupcias, y que 
no se han legitimado por los medios que señalan las leyes. Son 
seres desgraciados, á quienes la razón pública no reconoce una 
familia agnaticia, perfecta y legal, por más que la tengan en la 
naturaleza: son personas de triste condición, que no vienen al 
mundo, que no se elevan en la sociedad hasta el pleno y abso- 
luto goce de los derechos que esta otorga á los que le son pre- 
sentados y entran en ella con arreglo á sus leyes. 

6. Claro está por sí propio que los hijos ilegítimos han de 
ser de varias y distintas clases. De los verdadera y primitiva- 
mente legítimos es desde luego evidente que no puede haber 
más que una sola: cuando los padres han cumplido con lo que el 
precepto social les demandaba, todos los frutos de su enlace, 
todos sin ninguna distinción, poseen el lleno de las cualidades 
que constituyen la legitimidad, conjo el de las consecuencias 
(pie de ella se derivan. Respecto á los legitimados, en el Comen- 
tario de otra ley habremos de tocar semejantes cuestiones. Alas 
en los ilegítimos de «pie hablamos al presente, como que su ín- 
dole y los efectos de su índole se causan por no existir las con- 
diciones del derecho en sus padres ó en la unión de sus padres, 
obvio y notorio es que se trun falten más ó menos de las mis- 
mas, que según sean de mayor o menor importancia las que no 
hubiesen exisf.ido, así será también distinta en naturaleza, dis- 
tinta en nombre, distinta en resultados, la ilegitimidad que los 



COMENTARIO a las leyes de toro. 


134 

alcanzare y afeare. El justo matrimonio es la perfección, una, 
como ésta lo es siempre: las uniones ilegales son otras tantas 
imperfecciones diversas, más graves ó más leves, desde lo dis- 
culpable hasta lo monstruoso, y produciendo diferentes efectos 
en toda la extensión de su escala ó de su órbita. 

7. Viven juntos un hombre y una mujer, solteros ó viudos, 
libres los dos, que no tienen embarazo ni religioso ni civil para 
contraer matrimonio: viven en un enlace tan íntimo y tan pú- 
blico ( concubinato ), que solo le falta la bendición de la Iglesia, 
para ser el contrato y el sacramento que se designan con aquel 
primer nombre. Sus hijos, todo el mundo los conoce como tales: 
ni ellos los ocultan, ni les niegan esa calidad y denominación. 
Pero claro es que son hijos ilegítimos, por más que su condi- 
ción respectiva sea la ménos desfavorable en la esfera á que 
pertenecen. Si no se confunden con otros de la misma en el dis- 
favor de la ley, porque tienen un padre conocido, porque son 
producto de la menor culpa entre todas estas culpas, disfavor 
padecen al cabo comparados con los de matrimonio, como que 
media todo un abismo entre ellos y estos: el abismo que separa 
el orden del desorden, lo justo de lo injusto, lo legal de lo que 
no lo es. 

8. Pero no todo concubinato se halla en esas propias con- 
diciones. El concubinato no es algo disimuláble sino cuando se 
verifica entre personas libres de suyo. También un hombre ó 
una mujer que no lo son pueden vivir apartados de sus legítimos 
cónyuges, y unidos á personas con quienes no podrían contraer 
matrimonio. Ese concubinato, entonces, lejos de ser una cir- 
cunstancia favorable para la descendencia, es sólo un escándalo 
más que los padres arrojan á la sociedad en que viven, un es- 
tigma más que graban en la frente de sus desgraciados hijos. 
Nada tienen que agradecerles éstos porque así hayan vivido én 
público consorcio: su ilegitimidad no dejará de ser la que se 
deduzca de las respectivas posiciones de los padres; y solo les 
resultará de aquél una hueva.vergüenza, en el ánimo de los que 
hubiesen visto y conocido tanto desprecio de la justa opinión 
del mundo. 

^9. Aquel otro hombre y aquella otra mujer, libres ó no li- 
bres, no vivieron en concubinato, residían en distintas casas, 
veíanse sólo como amantes consecuentes, como amantes únicos 
que eran. De los dos que siguen, aunque fuesen libres tam- 
bién, ni aun puede decirse que hubiera entre ellos constantes y 
exclusivas relaciones. Reuniólos un acaso, una locura, un capri- 



IET OTO K CIMA. 

cho; separólos ja reflexión ú otro accidente como el que los h *- 
hía acercado. Tal veis ella se entregó á varios hombree : de se- 
guro él.no la guardó fidelidad. SI el mundo supo que ¿Ua era 
madre, no supo do la misma suerte, ni aun con datos de pro- 
bable creencia, quién había sido el padre de sus hijos. 

10. Más allá habitaba otra mujer, objeto de desden y de lás- 
tima, á quien una educación viciosa, unas necesidades apre- 
miantes, una seducción nunca harto condenada, corrompieron 
y arrojaron en el vicio. Recibió en su casa ó en Us agenas á 
cuantos la quisieron ver, y tuvo un hijo sin saberse de qué pa- 
dre. No solo lo ignora el mundo, sino que aun quizá ni lo sabe 
ella misma, en medio del desorden á que se entregaba. 

1 1 . Aquella otra madre lo sabe; pero no puede, no debe des- 
cubrirlo jamás: porque no solo es el suyo un hijo de debilidad, 
de defecto, de vergüenza, sino que es verdaderamente un hijo 
de delito. Era ella casada, y había cometido adulterio, dándose 
al hombre que la hizo fecunda, con gran pena á los ojos de la 
ley. — Era él un sacerdote, un diácono, un monje profeso, que 
en un instante de olvido y de pasión había quebrantado los vo- 
tos más solemnes, é incurrido en severas censuras. — Eran él y 
ella parientes, hermanos, que, confundiendo cariños, daban ó 
podían dar al mundo un espectáculo triste y doloroso. — Eran, 
en fin, algo más íntimo, algo más próximo aún, horrenda re- 
cordación de las monstruosas fábulas de Yocasta y de Mirra. 
Que todo es sin duda posible en nuestra imperfección y en nues- 
tra debilidad: que de todo somos capaces estos pobres seres, 
tan frágiles á la par que tan soberbios, que nos llamamos 
hombres! 

12. Toda esta escala que acabamos de recorrer, todos esos 
grados, producto de la flaqueza, de la corrupción, del delito, 
constituyen para los hijos la esfera de la ilegitimidad. Lo diji- 
mos antes, y podemos repetirlo más autorizadamente ahora: lo 
legitimo es uno, simple, idéntico á si propio; — lo ilegitimo es 
vario, y corre en una larga serie, desde lo menos á lo más cri- 
minoso, desde lo más hasta lo menos excusable. 

Id. Conocida asi la naturaleza y extensión de la ilegitimi- 
dad, veamos ahora cuál es su tecnología. Entiéndese desde lue- 
go que !a doctrina de las escuelas ha debido coordinar con nom- 
bres especiales esa triste serie, ó por lo menos sus naturales gru- 
pos, según la índole y el derecho de los casos. Y no solo lo ha 
hecho la doctrina, sino que los códigos propios, con especiali- 
dad el de las Partidas, han puesto mano en esta obra, usando, 



136 


COMENTARIO A LAS LEYES PE TORO. 


declarando y definiendo los indicados nombres. Obligación es 
nuestra el referirlos y explicarlos aquí del modo más claro y 
más breve que nos sea posible. 

14. Aparte de la expresión absoluta y general, que es la de 
ilegítimos, vulgar y técnica al mismo tiempo, tan exacta como 
comprensible , encontramos en nuestro derecho, y debemos 
apuntar, las siguientes: — 1. a Hijos naturales. — 2. Hijos bastar- 
dos. — 3. a Hijos notos, ó más bien nothos. — 4. a Hijos espúreos. — 
5. a Hijos mánzeres. — 6. a Hijos incestuosos ó nefarios. — 7. a Hijos 
sacrilegos. — 8. a Hijos adulterinos. — 9. a Hijos de dañado y puni- 
ble ayuntamiento. No creemos que en las leyes se encuentren 
más; y si por ventura se encontrasen, no serán técnicas que 
hayan menester explicación, sino modismos comunes en que la 
palabra declarará y patentizará la cosa. — Dicho esto, entremos 
á definir los expresados nueve nombres. 


n. 

15. La primera clase ó nombre délos hijos ilegítimos, aquella 
que formó siempre un grupo por sí sola, que alcanzó más consi- 
deración de la sociedad y de las leyes, que separándose menos 
de los nacidos en una unión justa, casi constituyó una especie 
de término medio entre los frutos de esta, es decir, del matri- 
monio, y los de otras más reprobadas, es la que se denomina 
desde el derecho romano con la apelación de hijos naturales. Su 
tipo y carácter primordial consistió en que los tales hijos fuesen 

•procreados por personas libres, conocidas, que viviesen juntas, 
uno solo con una sola, y que si bien no estuvieran casadas por 
las fórmulas solemnes de la ley, se condujesen como si lo estu- 
vieran,' además de no tener impedimento alguno que hiciese im- 
posible sus legítimas nupcias. Natus etprocreatus (como decía una 
Auténtica) ex única concubina, retenta in domo, et utroque soluto , 
ex quibus indubitanter videatür procréalas. 

16. La razón de esta doctrina, abiertamente derivada de la 
antigua Roma, se concibe sin ninguna dificultad. El matrimo- 
nio legítimo, las justas, verdaderas nupcias, eran actos solem- 
nes de derecho civil, que no todos podían querer contraer, de 
que no 1 todos eran capaces. Al lado de él, como al lado de todo 
acto civilísimo, existía, y no podía menos de reconocer la razón, 
algo humano, algo que no era exclusivo de Roma, ni debía es- 
fcatcaracteHzado'cón aquella forma.tari solemne. Esta idea y esta 



LKT «nnEflSIA. 


137 

necesidad surgieron en casi todos los puntos sobre que la ley 
había puesto su marca, dando por lo común ocasión á los edfetoé 
de los pretores, y á todo el sistema de equidad que se llamó de- 
recho honorario. Pues bien: producto fué de esa idea, de esa ten- 
dencia misma, el considerar al concubinato entre las personas no 
impedidas por derecho de gentes de casarse, como una especie 
de cuasi-matrimonio, como algo que supliera á éste en la linca 
de la naturaleza, ya que no en la linea perfectamente legal. Si 
faltaba á tales uniones la solemne intervención del derecho, no 
podía desconocerse que, en todo lo demás, las circunstancias 
propias del humano consorcio estaban llenas y cumplidas. Un 
hombre y una mujer libres habíanse unido por su voluntad, vi- 
vían juntos, eran exclusivos el uno para el otro; no había ver- 
güenza, no había crimen, bajo el punto de vista de los senti- 
mientos naturales. Si la ley no hubiese inventado formas, la ra- 
zón no habría pedido ninguna más á los individuos que se con- 
ducían de aquella suerte. 

1 7. Tal era pues, en tales razones se fundaba el concubinato 
romano; y tal es, repetimos, la idea típica de los hijos natura- 
les, que en él tuvieron su origen, que de él han traído su pro- 
cedencia. Si más adelante vino el cristianismo, y elevó y santi- 
ficó al matrimonio; si á la par le descargaba de fórmulas y le 
facilitaba el derecho romano moderno; si era consecuencia de 
lo uno y de lo otro el condenar al concubinato con una severi- 
dad que no pudieron tener las leyes primitivas; todavía, aun 
después de todo eso, no fué posible ni á la opinión ni á los le- 
gisladores el cerrar los ojos ante las fragilidades humanas, ni 
el confundir con iguales reprobaciones, con iguales censuras, 
lo que por su propia naturaleza no es idéntico, sino que se cla- 
sifica en distintos órdenes de falta, de culpa ó de pecado. El 
cristianismo y las leyes de los pueblos modernos que de su es- 
píritu se derivan, no autorizarán jamás nada que no sea el le- 
gitimo matrimonio; pero ni el cristianismo ni esas leyes pueden 
desconocer que la unión de dos personas libres y sin impedi- 
mento no es tan grave ni tan pecaminosa como otras uniones, 
de las que antes hemos hablado, ni tampoco que esc concubi- 
nato exclusivo produce una certidumbre de paternidad, que en 
vano se buscaría en di-tintas relaciones, más oscuras, más cri- 
minales, ó más pasajeras. 

iS. Asi es que las leves de Tartida, en donde se reúne cons- 
tantemente la teoría romana con la doctrina canónica, vuelven 
á consignar las mismas ideas, y á señalar el idéntico tipo que 



138 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


queda declarado. Según ellas, es hijo natural el nacido de la 
propia barragana; y no hay más que leer el título 14.° de la 
cuarta Partida, para convencerse de que ésta, la barragana, 
es una mujer, libre, no impedida de contraer matrimonio, la 
cual se concierta y une con un hombre de igual condición, y 
vive con él exclusiva y maritalmente. Y téngase en cuenta que 
al escribirlo así D. Alfonso, no olvida un solo instante la rigo- 
rosa doctrina del cristianismo; pero es monarca de un estado, 
aunque lo sea de un estado cristiano, y calcula con razón que 
es fuerza á las veces cerrar los ojos sobre menores males, y 
conceder algo á la debilidad, para disminuir las probabilidades 
tristísimas del escándalo y del crimen. 

19. Ni para modificar, ni para alterar, ni para confirmar 
tampoco esta idéa primitiva de la filiación natural, encontrare- 
mos nada en nuestras leyes de puro origen español durante el 
periodo de la edad media. Lo cual no extrañarán nuestros lec- 
tores, cuando consideren que no eran aquéllos tiempos de mu- 
cha teoría, ni podían ser doctrinales los Fueros y los Ordena- 
mientos que se daban á luz. Otra cosa que definiciones, hasta 
cierto punto sutiles, debía ser lo común en tales siglos. Y si es 
verdad que de barraganas y de hijos de las barraganas se ha- 
bla en sus leyes, no es menester más que considerarlos aun so- 
meramente, para advertir que esas barraganas no son sólo las 
amigas libres de hombres también libres, sino toda clase de 
mujeres que se dan á un varón solo, soltero ó casado, capaz ó 
no capaz de casarse con ellas. Ya hemos dicho antes que puede 
haber concubinato, así como relaciones amorosas, entre perso- 
nas de todas clases; y lejos de que fuese aquél más raro, mé- 
nos común, en los siglos desde el X al XV, todo nos indica que 
eran aún más laxas entonces las costumbres, y que se veía sin 
repugnancia lo que no podría verse de ningún modo en la pre- 
sente época. 

20. No. había pues, hasta las leyes de Toro, otra definición 
de los hijos naturales que la que hemos dado en los números 
anteriores. Sonlo, según las de Partida, los hijos de l^s barra- 
ganas, entendidas estas como aquel código las autoriza, muje- 
res libres, compañeras únicas de hombres libres, viviendo ma- 
ritalmente con ellos. Sonlo, segün la doctrina de las escuelas, 
los que designaba la Auténtica de Constaptinopla : Natus el pro- 
creatu* ex única concubina, retenta in domo, et utr oque soluto, ex 
quibus indubüanter videatur pr ocre alus > No había más definiciones, 
no había más texto, no había más autoridad,. . 



LEY UflDtOMA. 


m 

21. Y sin embargo, como observarán nuestros lectores, en 
esas definiciones que son una misma, en esa idea naturalmente 
compleja, se hallan y pueden bien señalarse circunstancias de 
diversa índole. La primera, y la que, sobre todo en el punto de 
vista cristiano, parece capital entre ellas, consiste en ia liber- 
tad de los padres procreantes; en esa solución en que se encon- 
traban cada uno de estos, y los dos, de todo vinculo que les 
impidiese contraer matrimonio. Ese hecho es el grave en su 
favor; ese es el que atenúa, el que excusa su falta. Después, y 
sólo después, vienen los demás accidentes que completan la 
exigencia de la ley, y acaban de constituir la condición y el de- 
recho de los hijos: — que la mujer sea única; que habite en la casa 
del varón; que esos hijos propios sean indudablemente estima- 
dos como prole de ambos. El que sea concubina única da á la 
unión una exterioridad de cuasi-matrimonio: el que habite con 
el padre produce un reconocimiento implícito pero muy signifi- 
cativo de la descendencia: el que ésta sea indubitada para el 
mundo, es el complemento, es la sanción posible de esos lazos 
que la ley no aprueba, pero que disimula y perdona. Mas la 
base fundamental de todo ello es, volvemos á decirlo, que los 
padres hayan sido Ubres, que el concubinato se haya verifica- 
do entre personas no impedidas de contraer un lazo legítimo, 
completamente justo. Cuando lo uno se reúne á lo otro, dicho 
está siempre que la ilegitimidad no pierde su condición, pero 
dentro de esa esfera es todo lo distinguida, todo lo menos mala 
que puede suponerse. 

22. Cabe también, y también ha sucedido en todos los tiem- 
pos, que esas circunstancias no se hayan acumulado, y que exis- 
tiendo unas, no hayan venido á completarlas las otras. Y claro 
es que al suceder asi, aunque existiese lo que hemos llamado 
más capital, si no existia con ello lo (pie nos ha parecido secun- 
dario ó accesorio, la naturalidad de los hijos no podía raciona] y 
Icgalmcnte sostenerse. La ley lo exigía todo, no haciendo en 
ello distinción, por más que el buen sentido encontrase dispari- 
dad y diferencia. Y seguramente esta observación había debido 
ocurrir á muchos; y seguramente las inspiraciones que de la 
misma se deducen, habían de haber logrado algún poder en la 
práctica; y seguramente existían dudas ó malestar á conse- 
cuencia de todo, cuando después de haberse hablado en las leyes 
novena y décima de ios hijos naturales como excepción entre los 
ilegítimos, como contraposición á los demás de esta índole, si- 
gue la undécima escribiendo estas terminantes palabras:— «Y 



COMENTARIO A LAS LEYES !>E TORO. 


140 

porque no se pueda dudar quáles son hijos naturales, ordena- 
mos y mandamos que entonces se digan ser los hijos naturales 
quando al tiempo que nascieren ó fueren concebidos, sus padres 
podían casar con sus madres justamente sin dispensación; con 
tanto que el padre le reconozca por su hijo, puesto que no haya 
tenido la mujer de quien lo ovo en su casa, ni sea una sola. Ca 
concurriendo en el hijo las calidades susodichas, mandamos que 
sea hijo natural.» 

23. Alteró, pues, indudablemente esta ley el antiguo dere- 
cho en la definición de los hijos naturales: modificó las condi- 
ciones de su índole; dilató el circulo de su denominación; favo- 
reció á algunos que hasta allí no lo fueran, incluyéndolos en su 
clase, y concediéndoles sus derechos. Sin entrar por ahora en el 
examen de varias dudas que el texto copiado ha hecho nacer, y 
que propondremos y resolveremos más adelante, es ocasión de 
que digamos algo, aunque sea en breves resúmenes sobre una 
disposición de tal importancia; 

24. Había visto de seguro el legislador lo que un momento 
hace decíamos nosotros; que lo principal, lo esencial para que 
los hijos ilegítimos correspondiesen á este primer'órden, consis- 
tía en que sus padres, al tenerlos, fuesen personas libres, capa- 
ces de contraer matrimonio. A esto, pues, fué á lo que hizo 
base fundamental de su definición. Descartó de ella el concubi- 
nato en una misma casa; descartó también el que las relaciones 
fuesen únicas. Y para sustituir ó reehiplazar á lo uno y á lo otro, 
acudió á un medio que la razón indicaba, y que el buen sentido 
daba por bastante : tal es el reconocimiento del padre mismo. 
Cuando este reconocimiento existe, y existe también la libertad 
de los procreadores— (condición forzosa como ántes queda ex- 
puesto, principio de que no se puede dispensar en ningún caso), — 
las condiciones legales están llenas, y la naturalidad de la filia- 
ción es un punto sobre el que no cabe disputa. 

25. Mas entiéndase que esta modificación de la ley de Toro 
fué extensiva y no fué restrictiva; y no se vaya á pensar que 
porque sean hijos naturales los que ella dice , han dejado de 
serlo los que lo eran anteriormente con arreglo á las leyes de 
Partida. No; no es que se quiso por aquella anular y estrechar 
lo qué éstas habían declarado : es que se amplió la declaración, 
y que se facilitó á mayor número una condición favorable. El 
concubinato verdadero, público, caía’; las costumbres hacían di- 
fíciles esos hijos de barragana, nacidos y criados en las casas de 
los padres propios. Ó era menester dar amplitud alas condi- 



LSY UKDbCMA. 14| 

ciones qué los hacían naturales, ó 1a clase entera de loa procrea- 
dos por personas libres se iba ¿ convertir en bastardos 6 en 
espúreos. Hizo bien la ley en que el concubinato pudiese ser 
reemplazado por el reconocimiento. Mas si por suerte y en al- 
guna ocasión séguía existiendo el propio concubinato, si en el 
dia existiese, si un hombre y una mujer habitasen juntos, si 
ella fuese sola, si procreasen hijos que indubitadamente estima- 
ra el mundo por de los dos, hijos naturales de ellos serán, aun- 
que no exista ese especial reconocimiento de que habla la ley de 
Toro, dado que se suponga que debe ser explícito, escriturado, 
solemne. Los hijos que antes de esta ley gozaban de esa calillad, 
no la perdieron de seguro por ella: muchos que no la tenían son 
los que por ella la han adquirido, los que por ella la tienen y la 
gozan. 


III. 


2G. Explicado como se acaba de ver lo que son los hijos na- 
turales, con los que, volvemos á decir, forma el derecho un 
grupo, el primer grupo, entre los ilegítimos, vamos también á 
explicar lo que son las otras especies á que más arriba hicimos 
relación, y que constituyen otros dos grupos entre todas. Fá- 
cilmente se comprenderá que constituyen uno de estos los que 
son hijos de vicio, ó cuando más de delito poco grave, y otro 
los que han sido procreados por una acción reconocida y decla- 
radamente criminosa. 

27. Tenemos aquí en primer lugar los bastardos. Esta voz, 
más que técnica, es del lenguaje común: no procede de la doc- 
trina romana, no está en las Partidas, y quizá se halla única- 
mente en la ley novena de Toro, y puede ser que en algunos 
fueros. En el idioma común de la media edad se dicen bastar- 
dos los hijos de barragana que no son naturales; pero se les da 
por lo común ese nombre con relación al padre mismo, y á la 
familia del padre, y no con relación á la madre, á la mujer de 
quien aquel los hubo. D. Enrique de Trasta niara, D. Fadrique, 
D. Telia, eran hijos bastardos de D. Alfonso XI y hermanos 
bastardos de D. Pedro de Castilla. Son, pues, hijos reconocidos, 
pero de quien ni legalmente los podía tener, ni podía tampoco 
engendrarlos naturales. Son hijos de un hombre casado que 
tiene una manceba : son hijos también de un soltero, mas que 
no tenía a su madre por barragana verdadera y única, antes de 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


142 

que la ley undécima de Toro hubiese extendido á estos el bene- 
ficio de la naturalidad. Bastardo viene de basto, tosco, irregular, 
ilegítimo; pero indica siempre certidumbre en el padre. Cuando 
no es conocido éste, no cabe en el hijo semejante denominación. 

28. Espúreo, hijo espúreo, ó espurio del latín spurivs, es otra 
cosa, ó por mejor decir, indica una relación distinta. Spurius vie- 
ne de S. P. (Sine Paire), con cuyas letras se marcaban en Roma 
á los que no le tenían conocido. En nuestra práctica, ese nom- 
bre se refiere á la madre, sea que el padre se conozca ó que no 
se conozca. Cuando ésta es una mujer libre, que ha padecido 
debilidad, pero que no se ha entregado á todos los hombres; 
cuando ha tenido flaquezas , pasiones, caprichos , pero no ha 
sido enteramente una mujer pública; los frutos de su caida to- 
man en el mundo respecto á ella la calificación que vamos ex- 
plicando. Nunca se dice que alguno es hijo espúreo de tal padre, 
sino de tal madre. 

29. Por donde se ve que á un mismo hijo se le puede llamar 
espúreo y bastardo, cuando el padre y la madre son conoci- 
dos, — (bastardo respecto á aquél , espúreo respecto á ésta); — ■ 
aunque también sea posible que solo le. corresponda uno de ta- 
les nombres, porque sean ignorados, ya el padre, ya la madre 
de quienes proceden. Los que citábamos antes, D. Enrique, 
D. Fadrique y D. Tello, bastardos de D. Alfonso XI¿ hijos espú- 
reos eran de doña Leonor de Guzman. 

30. La expresión de nothos es de más dudoso sentido, y á la 
par mucho menos interesante. Las leyes de Partida la hacen 
igual á hijos de adulterio, mientras que otros escritores la exe- 
cuan á hijos casi naturales, por lo menos espúreos ó bastardos. 
Mas de cualquier modo que haya sido en su origen, su uso y su. 
empléo han sido casi nulos, y no es ninguna su necesidad. He- 
mos debido notarla aquí por complemento demuestra obra; 
pero ni pensamos servirnos de ella, ni se sirven en ningún caso 
las leyes que es propósito nuestro el exponer. 

31. Hijos mánzeres, esto es, mancillados, son Tos que nacen 
de una completa prostitución. Vulgo {¡iwesiti les llamaban las le-, 
yes romanas, porque su padre era el vulgo, era la muchedum- 
bre. Claro está, sin que lo digamos nosotros , que no hay que 
pensar en paternidad, cuando de tales desdichados se trata. 

32. Hasta aquí, como se indicó más arriba, la nomenclatura 
dé los hijos de debilidad, de vicio, de corrupción; quédanos por 
decir la Correspondiente á los que son más que eso, álos que 
son hijos de crimen. Y en esta tecnología contamos en primer 



unr ühdkoma. 143 

lugar ¿ los incestuosos, producidos por hermanos, por tíos y so- 
brinos, por todos los parientes colaterales, en fin , que no pue- 
den de ningún modo casarse , <5 que no pueden hacerlo sin dis- 
pensa, y no la han logrado. En segundo, los nefarios , grado su- 
premo de esa misma desgraciada cualidad, efecto horrible de 
uno de los extravíos que lo son mayores en la humana natura- 
leza, prole de otras personas que ya tenían entre si ese carácter 
mismo de ascendientes y descendientes (1 ), En tercero, los hijos 
sacrilegos, aquellos que deben el ser á sacerdotes, á diáconos, á 
religiosas, á personas ligadas con votos solemnes y públicos de 
castidad. Y en cuarto y último, los hijos adulterinos; los que na- 
cen de mujer casada, que infiel á las más santas promesas, y 
hollando las mayores obligaciones, se entrega á otro hombre 
que aquel con quien contrajo matrimonio, y desgarra los lazos 
de la familia, fundamento de todas las sociedades. Como fácil- 
mente se ve, las consideraciones que se han hollado, los debe- 
res que se han infringido, el desorden moral que se ha llevado 
á efecto al concebir los hijos ilegítimos de esta tercera especie 
ó postrer grupo, son muy superiores á los que se quebrantaran 
en los otros dos: razón teníamos para decir que se trataba en él 
de algo mas que de fragilidades, de algo más que de tristes 
pero perdonables pasiones. 

33. Hay todavía otra expresión, otro nombre, que también 
citamos arriba, y que pide algunos momentos de análisis: tal es 
el de hijos de dañaxlo y punible ayuntamiento. Esta frase se había 
empleado ya en las leyes de Partida; y se vuelve á emplear y 
se define también en las de Toro. Hijos de dañado y punible 
ayuntamiento, en la legislación romana, de donde se tomó se- 
mejante fórmula, tanto quiso decir como hijos de delito, hijos 
de crimen, hijos de padres que merecían castigo por su procrea- 
ción. Pero era notoriamente un poco vaga, y m:Ls propia de la 
doctrina que de la tecnología de las mismas leyes. Las de Par- 
tida quisieron ser más precisas, más exactas; y conservando la 
denominación, la restringieron en su uso á los solos casos de 
sacrilegio y de incesto. Por último, esta novena de Toro, que 
quiso disipar todo género de dificultades, que se propuso resol- 
ver toda especie de dudas , escribió textualmente las palabras 
que vamos a copiar: « Y queremos y mandamos que entonces se 
entienda y diga damnado y punible ayuntamiento, quando la 


dj La palabra nefario *c encuentra alguna vez en las leyes aplica- 
da a los hijos adulterinos. Ln realidad es más vulgar que técnica. 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


144 

madre por el tal ayuntamiento incurriere en pena de muerte 
natural.» Palabras que , según se ve, tuvieron el propósito de 
cortar toda disputa, y que sin embargo exijen algún estudio, 
como no podrán menos de comprender nuestros lectores. 

34. Dos cosas, es evidente, se pueden preguntar respecto á 
ellas: una, tocante al tiempo en que estas leyes se redactaron; 
otra, tocante á los tiempos posteriores, al tiempo presente. 
Aquella es: ¿cuáles eran los casos en que una mujer, una ma- 
dre, incurría por cierto ayuntamiento en la pena de muerte na- 
tural? Esta es á su vez: ¿qué debemos decir hoy de la definición 
y del precepto de la ley de Toro, si ppr el cambio de nuestras 
leyes penales no son ya castigados tales ayuntamientos con la 
pena de muerte que los seguía entonces? ¿Se llamarán aún dam- 
nados y punibles? ¿Continuarán respecto á ellos los efectos ci- 
viles que esta ley .establece? 

35. Parécenos que al presente lugar no corresponde sino la 
primera de estas dudas, y que la segunda debe reservarse para 
otro más oportuno. Pero aquella sola es por sí demasiado grave. 
La legislación no era siempre clara: las opiniones de los intér- 
pretes no están conformes sobre su valor ó sus mandatos: las 
razones en que aquellos se fundan nos parecen en algunos casos 
de muy semejante autoridad. Como quiera que sea, debemos ex- 
poner nuestro sentir, apoyándolo en las leyes que nos sirven de 
base: por fortuna, nuestra equivocación, si la padecemos, no 
puede causar irreparables perjuicios, toda vez que ni se trata 
de penas presentes, ni esas filiaciones, por decirlo así estigma- 
tizadas, se declaran nunca de un modo público y oficial en nues- 
tras sociedades modernas. 

36. Los Casos en que hubiera lugar á la muerte, como con- 
secuencia legítima de un ayuntamiento criminoso, no podían 
ser á principios del siglo XVI más ni otros que los que siguen. 
Primero, el de adulterio; pues que según las disposiciones del 
Fuero Real (1), de estas mismas de Toro (2), y aun alguna de 
las Partidas (3), la adúltera recibía legítimamente ese castigo 
en ciertos casos, siquiera no se lo impusiesen en todos los pro- 
pios códigos. Segundo, el de incesto; pues que según upa ley de 
Partida (4), la incestuosa ha de estimarse pasible de las propias 

■. ' V" . — r— — = — r ; . ; . , ... , 

O) h. 1. a , tit. 7.°, lib. IV. 

(2) L. 82. a , 

(3) Leyes 14. a y 15. a , tít. 17.°, P. VII. 

(4) i L. 3. a , tít. 18.°, P. VH. 


i 



LEY imn'ciMA. 


145 

penaa.que la anterior, que la adúltera. Tercero, el de ayunta- 
miento por segunda vez de mujer cristiana con moro ó con ju- 
dio. Aquí no hay razón de dudar: esta desgraciada, por más que 
sea extraño ti nuestras ideas actuales, cae según el propio códi- 
go (1) en la misma pena. Cuarto y último, el de ayuntamiento 
de sirvientes ó esclavos de cualquier señor con las que sean su 
barragana, su parienta que viva con el, ó la nodriza de sus hi- 
jos. También á éstas había declarado é impuesto castigo igual 
una ley del Ordenamiento, inserta después en las Recopilacio- 
nes (2). — Creemos que no se encontrarán más casos que los 
apuntados: dudosos hasta cierto punto los dos primeros y el 
cuarto ó último, aunque parezcan más graves en nuestras ideas 
de hoy; pues que la muerte se presenta en ellos como una fata- 
lidad á que se resigna, más bien que como una pena que impone 
el legislador: cierto é incuestionable el tercero, aunque lo ten- 
gamos por mucho más leve en las actuales costumbres, pues 
que en él la propia muerte es evidentemente tal pena, señalada 
con toda la inteligencia, con toda la conciencia, con toda la vo- 
luntad soberanas. 

37. Ahora, sabiendo ya lo que eran los hijos ilegítimos, ha- 
biendo terminado sus clasiñcaciones, conociendo su nomencla- 
tura, teniendo presente cómo se podían agrupar en el tiempo 
de las leyes de Toro y por las definiciones de éstas, pasemos á 
ver cómo los estimaron colocados en las familias y qué derechos 
les dieron en las propias familias, ya confirmando, ya modifi- 
cando, ya resolviendo las dudas de cuanto disponía nuestra an- 
tigua y varia legislación. 


IV. 


3s. ¿Qué tenia ordenado en este particular nuestro propio, 
indígeno derecho de España y de Castilla? ¿Qué habían razona- 
do, qué habían dispuesto, qué habían querido innovar y esta- 
blecer las Partidas de D. Alfonso?— Hé aquí lo primero que debe 
examinarse en el punto en que estamos del presente Comen- 
tario. 

3<*. La posición en la familia comprende diferentes aspectos 


< 1.1 ‘ Leyes b. a , tit. 24.-, y 10. a , tit. 2ÓÁ P. VII. 
i2) L 2. a . »ír. 29°, lib XII, Sov. Recop. 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


146 

ó relaciones. Un hijo tiene tal posición, así por sus deberes co- 
mo por sus derechos. Comienza siendo dependiente del padre, 
hallándose plenamente en su poder: continúa llevando su nom- 
bre, siendo criado, educado, sostenido por él propio, entrando 
en su clase social, usando — si las tiene — sus armas: concluye he- 
redándole en sus bienes, sucediéndole en sus títulos, represen- 
tándole en su personalidad entera. Sus obligaciones y sus accio- 
nes como tal hijo son la expresión legal de la condición en que 
se halla. 

40. Pues bien: al hijo ilegítimo, en general, la naturaleza 
puede imponer deberes y dar derechos respecto á sus padres; 
pero la legislación, — y no sólo la nuestra, sino la de todos los 
países cuya civilización nos es análoga,' — le ha impuesto bien 
pocos de los primeros, y le ha concedido bien pocos de los segun- 
dos. Ya comprenderán, sin embargo, nuestros lectores que no 
ha sido ni podía ser igual el lote de las diversas- clases; y que es 
necesario á veces proceder con separación entre las mismas, 
para esclarecer de un modo oportuno la materia. Hablamos así, 
no sólo refiriéndonos á las leyes de origen español, sino igual- 
mente al código doctrinal de D. Alfonso. 

41. Los hijos ilegítimos — (y esto es general para sus cate- 
gorías todas) — no estuvieron nunca sujetos á la verdadera pa- 
tria potestad. Esta jamás procedió, según la ley, para los padres 
que son los únicos que la disfrutan , del mero hecho de tener 
hijos, sino del derecho y de la justicia con que los tuvieron. Na- 
ció ordinariamente de las nupcias ; nació de la legitimación; 
nació, por último, de la arrogación y. la adopción, que pudieron 
sustituirlas en el orden civil: ño nació jamás, repetimos, de 
otras causas. Aun respecto al hijo natural, tenido en la concu- 
bina que residía con el padre, el poder de éste fué un hecho y 
no un derecho. La ley pudo cerrar sobre él los ojos; mas no lo 
sancionó, no creyó deber sancionarlo con su fuerza. 

42. Y en ese particular ha sido idéntica en todas las épocas 
la doctrina de nuestro derecho. Así sucedía por los fueros pri- 
mitivos ó por las costumbres que los completaban: así continuó 
sucediendo por las Partidas: así sucede por nuestros modernos 
códigos. Desde la antigua Roma hasta el dia de hoy la legisla- 
ción ha sido idéntica consigo misma en este punto. 

43. Quizá hubiera debido ser una consecuencia del propio 
principio, un hecho concordante con ese hecho, el que todos los 
hijos ilegítimos, exentos de la potestad del padre, hubieran sido 
privados de llevar su nombre, ese apellido de la familia, que 



LEY LTfDECIMA. 


147 

nos distingue y nos clasifica en medio del mundo. Puesto que 
el padre no era tál para dirigirlos, para encaminarlos en la vida, 
¿cómo ni por que había de serlo para transmitirles aquella de- 
nominación de linaje, y presentarlos ante el mundo como sus 
agnados, sus consanguíneos, sus descendientes? 

44. Y á pesar de todo, aquí falló el rigor de la lógica; y un 
espíritu de sentido común y de equitativa prudencia abrió lugar 
á considerables distinciones. Pensóse tal vez que la patria po- 
testad civil era esencialmente más favorable á los padres que á 
los hijos, y por eso no se concedió á los primeros, que habían 
faltado á la ley en la procreación de los segundos; cuando este 
derecho de llevar el nombre y otros análogos eran más favora- 
bles á los hijos que á los padres, y por eso se les pudo conceder 
á algunos de ellos. De aquí que los hijos naturales, los de me- 
nos odiosa ilegitimidad, usaron siempre ese apellido de la fami- 
lia paterna, y poseyeron sus condiciones de nobleza, y llevaron 
el escudo de sus armas. Hidalgos, nobles fueron y son, cuando 
de padres hidalgos, nobles, procedían ó proceden. La sociedad, 
que según hemos visto antes, los ha mirado como tales hijos de 
quienes le dieran el ser, no los rechazó, ántes los admitió ple- 
namente en la clase á que estos pertenecían, y les reconoció sin 
ninguna dificultad sus preeminencias y sus distinciones. 

45. Aun en los verdaderamente bastardos, hijos de un hom- 
bre casado y de una mujer soltera, encontramos el propio hecho, 
constante, repetido, común, por todo el transcurso de la media 
edad. Consentíanlo las costumbres; y las disposiciones Torales 
evidentemente lo autorizaban, al menos para la clase de los hi- 
josdalgo. — «'Este es fuero de Castudla (se lee en una ley del 
Viejo): que si un fidalgo a fijos de barragana, puédelos facer 
fijosdalgo, é darles quinientos sueldos, etc.» (I) — Lo único que 
se exijía, según las reírlas heráldicas de toda Europa, era que 
semejantes hijos cruzasen su escudo con la célebre barra, em- 
blema de la ilegitimidad que constituía su lote. 

40. Si en el día de hoy estos hechos no son ya vulgares; si 
nuestras costumbres no los admiten tan fácilmente; si por lo 
común los hombres casados que tienen hijos ilegítimos suelen 
no reconocerlos, sino buscarles más bien un supuesto padre, 
que falsa y complacientemente los tome y declare por suyos; 
no por e ."0 podremos decir que lo que íué ha terminado del to- 


<li L. 1. a , tít. <i.q lib V 



148 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

do, ni que tenemos un derecho bastante explícito y en uso que 
lo prohíba ni que lo imposibilite. Todavía se ven de cuándo en 
cuándo, y con especialidad en las familias de los príncipes y de la 
grandeza, esos extraños y pocos morales ejemplos, que, puesto 
que causan murmuración en algunas clases del Estado, se acep- 
tan sin repugnancia por otras que tal vez se llaman á si mismas 
superiores. Vanamente lo han reprobado y lo reprueban las doc- 
trinas jurídicas y religiosas: el tolerante descuido de los gobier- 
nos y las malas tradiciones de una corrompida sociedad lo han 
continuado en estos últimos siglos, y no ofrecen apariencias de 
ponerle fin. 

47. En cuanto á los demás hijos ilegítimos, de más baja y 
más desgraciada condición, esos no llevarán nunca autorizada- 
mente ni los apellidos ni las armas de sus padres, caso de que 
los conozcan. Solo podrán usar los y las de las madres, si fuesen 
espúreos, mánzeres ó nothos, pues que ellas eran libres, eran 
ciertas, no habían incurrido en pena por su nacimiento. El hijo 
es siempre de la familia materna, mientras la madre no haya 
cometido un crimen al darle el ser, ó no le haya arrojado en 
los tristes asilos, que son á la par monumentos de caridad y 
padrón de malas costumbres. El hijo es de la familia materna 
mientras es ó puede ser heredero de la madre: sólo cuando esta 
herencia sea ilegal, sea imposible, es cuando puede haber razón 
para negarle un nombre que es algo homogéneo, álgo análogo 
á la herencia misma. 

48. -Á las consideraciones de apellido, de clase, de armas, en 
que nos acabamos de ocupar, siguen las que se refieren á la 
crianza, á la educación, al sostenimiento de los propios hijos 
ilegítimos por sus padres y por sus madres. Y apenas es nece- 
sario que digamos, tratando de esta materia, que la ley natu- 
ral; que el buen sentido, que la razón, han impuesto deberes á 
todas las personas humanas, pues que han inspirado impulsos 
irresistibles á los propios seres irracionales; y que esos deberes, 
siquiera no estén escritos en las leyes positivas, que muchas ve- 
ces no lo están, no dejarían .por eso de encontrar sanción en 
todos los tribunales, en todas las autoridades, en todos los po- 
deres públicos, ya de justicia, ya de administración y policía. 
No se sufrirá jamás por quien lo pueda impedir que el padre ó 
la madre, conocidos como tales, legítimos ó ilegítimos, echen de 
sus casas á sus hijos que no están en edad de trabajar, que no 
los sustenten, que no los vistan, que no los eduquen, cuando 
están ellos, los padres, en condición de poderlo hacer. La natu- 



LEY, UNDÉCIMA. 14$ 

raleza habla tan alto en estos casos, que, aun suponiendo que. 
no hable la ley, sus voces no pueden dejar de oirse, no pueden 
dejar de atenderse. Y contra su mandato no es defensa ni dis- 
culpa el propio delito, que, por hipótesis, haya sido causa de la, 
procreación y del nacimiento : un crimen no disculpa de otro 
que también sería crimen; una falta no es razón para que se 
cometa otra falta más grave. Es lo. cierto que las personas en 
cuestión han dado la vida á un ser humano; y no ménos lo es 
que por el hecho de dársela han contraido las obligaciones que 
se refieren á esa propia vida como á centro, que nacen de ella 
como consecuencias indeclinables. Esto es lo racional, esto es 
lo cristiano, esto tiene que ser lo legal á todas luces. , Si un có- 
digo lo condenase ó lo contrariase, semejante código sería ab- 
surdo, porque sería impío. 

49. No es, pues, de tales alimentos necesarísimos de los que 
tenemos que hablar; es de los alimentos civiles á la par que na- 
turales; alimentos que .tienen una latitud mayor, un carácter 
ménos apremiante, una naturaleza más libre, y que nacen de 
las leyes, y que se deben por estas, aun habiendo tenido su pri- 
mitivo origen en los innatos sentimientos de toda razón y de 
toda justicia. De esos, ya declaradamente legales, y de las obli- 
gaciones que á ellos se refieren, — obligaciones consignadas de 
un modo expreso en los códigos, — es, repetimos, de los que va- 
mos á hablar ahora, investigando cuál fue, cuál ha sido, cuál 
es el derecho que los regula/respecto á los hijos ilegítimos de 
todas especies. 

50. Creemos ante todo que nuestra legislación primitiva y 
foral no había dictado en este punto declaración , ni impuesto 
obligación alguna , descansando como descansan siempre las 
edades de inocencia ó de ignorancia en los ingénitos sentimien- 
tos de la naturaleza propia, que por entonces ni se diluyen, ni 
se rectifican. Las Partidas fueron, las Partidas debieron ser lás 
que crearan y ordenaran esta parte de nuestra legislación; y ne- 
cesario es confesar que de tal modo y con tal acierto asentaron 
sus principios, que casi puede decirse que en lo tocante á estos 
apenas tenemos otra cosa hasta el dia de hoy que lo dispuesto 
en ellas y por ellas. 

51. Segnn la letra de aquel código (L. 5. a , tít. 19.° de 
la P. IV), hay hijos ilegítimos que están obligados los padres á 
alimentar; y los hay también respecto á los cuales no tienen 
semejante obligación. Señala en la primer clase «á los que na- 
cen de mujeres que tienen los ornes manifiestamente por ami- 



150 comentario á cas leves de toro. 

gas, non aviendo entre ellos embargo de parentesco, ó de orden 
de religión, ó de casamiento.» Casamiento que, en nuestro jui- 
cio, no se refiere al hombre, sino á la mujer; no al padre, sino á 
la madre. — Y entran naturalmente en la segunda los de esas 
excepciones; esto es, los incestuosos, los sacrilegos y los adulte- 
rinos, á los cuales hay que añadir los meramente espúreos y los 
de mujeres públicas, todos aquellos cuyos padres no se conocen 
ó no pueden conocerse. El derecho de alimentación que alcan- 
zan todos estos es respectivo únicamente á la madre, cierta y 
segura en cualquier caso, y no al padre, á quien tal vez no se 
conoce de hecho, á quien no puede conocer la ley. 

52. De manera — (aunque parezca que nos repetimos, bueno 
es quedar firmes en estas cosas) — que la obligación de los pa- 
dres, y también la de los parientes de los padres, según el códi- 
go de D. Alfonso, está limitada á la alimentación, educación, 
auxilio de los hijos naturales y bastardos: si á algunos otros 
quieren prestar alimentos, eso es en ellos gracioso y potestati- 
vo, y de ningún modo sujeto á fuerza ni coacción legal. La ma- 
dre y los parientes de la madre, por el contrario, tienen un 
deber más extenso, aunque éntre y proceda en segunda linea: to- 
dos los que de ella han nacido están autorizados para reclamarla 
y reclamarles esa prestación alimenticia, cuando las circuns- 
tancias de los reclamantes y de aquellos á quienes se reclama, 
lo autorizaren según los principios del derecho: cuando en aquel 
hubiere legítima necesidad; cuando en estos hubiere riquteza, 
medios para soportar la prestación. En esa madre, que cierta- 
mente dio el ser, no admite la ley causa alguna para no educar, 
papa no alimentar, para no sostener, pudiendo, á su propia, in- 
dubitada descendencia (1). 

53. Quédanos únicamente por decir, en el punto en que es- 
tamos de esta cuestión, que el código de las Partidas ni señaló 
la cuota, ni fijó el limite en que habían de consistir ó de que no 
habían de pasar estas prestaciones alimenticias á hijos ilegíti- 
mos. No habiéndolo hecho por regla general en ningún otro 
caso, mal podía comenzar por éste que es tan difícil de suyo. 


(1) Los parientes paternos ó maternos que tienen obligación de pres- 
tar alimentos á los hijos ilegítimos, son los propios parientes que la tie- 
nen de prestarlos á los legítimos. Véanse las leyes de Partida. No pode- 
mos ni debemos en nuestro Comentario examinarlo todo, ni ir pasando 
deunas matéelas á otras. Sería entónces un estudio completo de nues- 
tra legislación, y no meramente de las leyes de Toro, 



LEY UNDÉCIMA . 15 J 

Lo que dijo fue tan sólo que estuviese obligado á ellas cada pah 
dre,.*segun la riqueza é el poder que o viera, é catando todavía 
la persona daquel que lo de ve reseebir.» Por donde' se ve que 
se- huyó de toda fijeza, no solo absoluta, sino aun materiáfmente 
proporcional; y que adoptando el principio de las- consideracio- 
nes morales, se dejó toda amplitud á la prudencia de los inte- 
resados y al buen sentido de los jueces. ' - - 

54. Venimos, por fin, y en último término, á la materia de 
las sucesiones, ya testamentarias, ya ab intesta to. Es lo que úni- 
camente nos falta que ver, para estimar bajo todos Sus aspectos 
legales la condición de los hijos ilegítimos en la familia, antes 
y hasta el momento de las leyes de Toro. 

55. En el Fuero-Juzgo, principio de nuestra legislación pa- 
tria, no encontramos nada que especial y directamente provéa 
sobre este punto. Ningún -derecho se da á tales hijos; pero tam- 
poco se dicta contra ellos ninguna prohibición. No son herede- 
ros forzosos; pero no están excluidos de una institución volun- 
taria. Hállanse en el caso de cualquier extraño, á quien se pue- 
de instituir siempre que no existen los que necesariamente lo 
deben ser (1). 

56. Pasamos, pues, brevemente sobre ese código, y nos de- 
tenemos en el Fuero Viejo de Castilla. Ya hemos citado antes 
de ahora una ley de éste, que permitía- á las personas nobles el 
ennoblecer á sus hijos ilegítimos, ó á alguno de ellos. Pues bien: 
la propia ley habla también de herencias, y no es ménos nota- 
ble bajo este segundo aspecto. «Esto es fuero de Castiella (dice); 
que si un fijodalgo ha fijos de barragana, puédelos fazer fijos- 
dalgo, é darles quinientos sueldos, é por todo esto non deven 

eredar en lo suo E si ca vallero ó escudero eredare fijo de 

barragana, é dijer: fagote fijodalgo, é erédote, deve eredar en 
aquella eredat en quel eredó el padre, é non más; é si dice: eré- 


(1) Hay una ley notable en el Fuero-Juzgo, la 2. a ,- tífc. 5.°, lib, III, 
que habla de los casamientos que se solían hacer con mujeres que ya es- 
taban casadas, ó eran parientas, ó habían pronunciado solemnes votos. 
Declarando que' no eran matrimonios verdaderos, y mandando que se 
disolvieran, da, sin embargo, á los hijos derecho de heredar. Esto se 
comprende bien, si había habido buena fé en alguno de los cónyuges, y 
estaban llenas las fórmulas externas del matrimonio. Pero la razón es 
singular: «que magüer que (tales hijos) sean nascidos de pecado, fueron 
purgados por el baptismo.a — Si esta razón valiese, ningún hijo ilegiti- 
mo dejaría de ser heredero entre nosotros. 



COMENTARIO A LAS LEYES I)E TORO. 


152 

dote en todo quanto que é, deve eredar en todo quanto que a, 
fueras en monesterio ó en castillo de peñas; é si muriere algún 
pariente mañero (sin hijos) non deve eredar en todo lo suo.» 

57. Y todavía tenemos la ley siguiente, 2. a , tit. 6.°, lib. V, 
que contiene una fazaña ó resolución de cierto caso, en donde se 
encuentran las razones que vamos á copiar: «E diéronles á par- 
tir en la una eredat, é después non les quieren dar á partir en 
los otros bienes daquella su tia que fuera monta, porque eran 
fijos de barragana. E judgaron los alealles que pues dádoles 
avien á partir en la una eredat, que la partición ir devría ade- 
lante; é ansí oviéronles á dar á partir en todo.» 

58. Sería una cosa muy larga y muy difícil el proponerse 
explicar estas leyes, satisfaciendo á todas las cuestiones que 
pueden nacer de su contexto. Pero sin tomarnos ese hoy inútil 
trabajo, podemos desde luego deducir del mismo dos cosas, sin 
temor de que se nos contradiga: la primera, que según él había 
casos en que los hijos bastardos heredaban hasta la totalidad de 
los bienes de sus padres; y la segunda, que los había también 
en que concurrían con parientes legítimos, y dividían con ellos 
el caudal de- otros parientes. — No era ésta ya, de seguro, la doc- 
trina del Fuero-Juzgo, que según hemos visto los miraba como 
extraños: debían de serles más benévolas las idéas de la socie- 
dad, como eran más fáciles, más laxas, las costumbres de los 
nuevos tiempos. 

59. Síguese el Fuero Real, código posterior en su sustancia 
y en su espíritu, aunque no lo sea en su fecha, y que, si no re- 
pele las tradiciones, atiende más á la idea del derecho y á la ins- 
piración de la doctrina. Ya su primer ley del título de las he- 
rencias (1) establece desde sus primeras palabras que todo hom- 
bre que tiene descendientes legítimos no puede dejar sino el 
quinto de sus bienes, ó lo que le pluguiese de ese quinto , á los 
hijos que haya de barragana, esto es, á los naturales ó bastar- 
dos. Y como si esto no fuese bastante, la 17. a del mismo título 
vuelve á declarar que el hijo que no es de bendición no puede 
heredar según derecho; salvo si el Rey le legitimare para este 
fin, á la manera que legitima para obtener beneficios eclesiásti- 
cos la autoridad religiosa: «Ca así como el Apostólico há poder 
llenamente en lo espiritual, asi lo há el Rey en lo temporal; é 
como el Apostólico puede legitimar aquel que no es legítimo 


(1) . L. 1. a , tit. 6.°, lib. III. 


« 



t 


LEY UNDÉCIMA. x i 153 

para recibir órdenes, asi lo puede legitimar el Rey para heredar, 
é pata las otras cosas temporales.» i . -^L. 

60. Más claros son sin- duda estos preceptos que los del File- 

ro Viejo citados anteriormente; pero si no tuviésemosotros, to- 
davía fuera la antigua legislación bien defectuosa en el punto 
que estamos examinando. También en él, de la propia suerte 
que en tantos más,' eran las Partidas las que habían de comple- 
tarnos un verdadero sistema dederecho. ■ 

61 . Las Partidas, ni callaron como el Fuero-Juzgo, ni habla- 
ron oscuramente como el Fuero Viejo, -ni emitieron tina doctri- 
na tan compendiosa y manca como la del Fuero Real. Las Par- 
tidas distinguieron casos fundamentales, y llevaron á todos ellos 
la luz de-su ciencia y de su juicio. 

65. Una cosa fue para este código la herencia del padre, otra 
la herencia de 1a- madre; como que ésta (dicen)' siempre es cier- 
ta, como que aquel no lo es sino en- muy raros casos, cuando se 
trata de tales hijos ilegítimos. Dispuso, pues, que á la madre la 
debiesen heredar siempre éstos en unión con los legítimos, así 
ex testamento como ab intestato; á fio sfer que fuesen incestuosos 
ó nacidos de dañado y punible ayuntamiento,, ó bien que siendo 
la madre ilustre se hubiese dado á la prostitución (1). Por el con- 
trario en la herencia de los padres. Á tal herencia, o á parte de 
tal herencia, solo los naturales son los que pueden aspirar: los 
demás hijos ilegítimos, como tales hijos, no tienen derecho al- 
guno. Y respecto á esos propios naturales, hay que distinguir si 
se trata de un ab intestato ó de una sucesión testamentaria. En 
aquel, en el ab intestato, los hijos naturales, cuando son solos, 
tienen dos dozavas partes, ó un sexto, de la herencia, que han 
de dividir con sus madres respectivas: cuando existe algún legí-' 
timo espira su derecho hereditario, y no les queda sino el de 
alimentos de que hablamos poco hace. Por lo que. respecta á la 
sucesión testamentaria, el padre que no tiene hijos legítimos ni 
ascendientes, puede bien dejar á sus hijos naturales todo lo que 
quiera de lo suyo: si los tuvierede aquellos — hijos legítimos — no 
le es permitido destinar á estos sino una duodécima parte de su 
caudal; y en uno y otro caso, esto es, teniendo ó no teniendo 
descendencia ó ascendencia legítima, puede preterir á los men- 
cionados naturales, quienes quedarán reducidos á esa acción ali- 
menticia que les asiste siempre (2), 


(1) L. .11. a , tífc. 13.°, P. VI. 

(2) L. 8. a , tít. 13,°, V. VI. 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


154 

63. Como se ve por tan ligero, mas á nuestro juicio claro 
resúmen, esto es razonado, sistemático, digno de una legisla' 
cion inteligente y culta: se puede aprobar ó no aprobar; mas 
no puede negársele la atención y la consideración. La diferen- 
cia entre el padre y la madre es justa á todas luces; y los di- 
versos derechos que se dan respecto á los bienes del uno y de 
la otra tienen fundamentos por lo ménos muy plausibles, enlas 
relaciones distintas y especiales á la par, que existen entre el 
hijo ilegítimo y uno y otro de los autores de su ser. 

64. Pero no hemos acabado aún con lo que disponen en 
este particular las Partidas. Á lo dicho tenemos que añadir dos 
cosas. Primera, que igual derecho al que tienen los hijos ilegí- 
timos en las herencias de sus padres y de sus madres, tienen 
éstos, padres y madres, en las herencias de aquellos hijos pro- 
pios. La sucesión hereditaria es aquí completamente recíproca; 
y no sólo en el principio, sino hasta en la cuota ó cantidad (1). 
— Segunda, que este mismo derecho hereditario de que esta- 
mos hablando no se limita á padres, madres é hijos respectiva- 
mente, sino que se extiende también, y no sólo en la linea di- 
recta-, sino en algunos casos hasta en las transversales. La 
ley 12. a de los dichos título y Partida consignó sobre esta mate- 
ria varias disposiciones, incompletas seguramente, pero llenas 
de interés por sus preceptos y por el espíritu ó sistema de sus 
preceptos. Encontramos en los mismos que cuando muriese in- 
testado un hijo natural, y no tuviese ascendientes ni descen- 
dientes, deberían heredarle en todo lo suyo sus hermanos natu- 
rales ó legítimos por parte de madre, excluyendo á los que lo 
fueran únicamente por la de su padre. Vemos también que si 
sólo dejase de éstos, los legítimos han de ser preferidos, y los 
meramente naturales han de venir después. -Y hallamos por últi- 
mo que el propio hijo . natural ha de ser heredero de los parientes 
legítimos de la linea colateral materna; pero no lo ha de ser de 
igual linea de parte de su padre, esto es, de sus hermanos, de 
sus primos, de todos sus consanguineos que no sean sus ascen- 
dientes ó descendientes. 

65. Tal fue en su plenitud, si no nos equivocamos, el de- 
recho de las Partidas: distinto, como se ve, de los derechos fo- 
rales, más todavía por lo que esclareció y completó, que por 
lo que reformara y variara, J>e seguro que una sociedad ade- 


(1) L. 8* citada. 



LEY UNDECIMA. 


IBS 

lantada, rica y culta, como la de Castilla en el siglo XIII, 
había menester ya de bien explícitas y bien razonadas leyes só- 
bre una materia tan interesante, Los fueros y sus. principios se 
encontraban inferiores esa necesidad: la costumbre no era 
suficiente, en lo que más que nada reclama el precepto y con- 
diciones de la regla escrita. Nosotros toreemos pues que fue un 
gran paso el dado por el código de D. Alfonso, trayendo como 
siempre las reminiscencias romanas y las doctrinas de Bolonia; 
y que, aparte los intereses individuales, que siempre rechazan 
cuanto los encarrila y enfrena, esta teoría de la sucesión de los 
ilegítimos debió ser aceptada con facilidad y aun reconocimien- 
to por los hombres ilustrados ó sensatos de la nación. 


V, 


66. Pero la ley 1. a del Ordenamiento de Alcalá había cólo* 
cado, como sabemos, á las Partidas en un lugar subsidiario 
respecto á las leyes puramente españolas; y la consecuencia de 
este principio no podía menos de ser, en la materia que vamos 
examinando, como en tantas otras materias, el reducir á duda 
y á cuestión muchos de sus más capitales puntos. Ya hemos 
visto cuán otro que el de ellas era el espíritu del Fuero Viejo; 
.lo cual nos indica cuánto lo habían de ser asimismo algunas te- 
naces costumbres del pueblo castellano. 

67. Lo que debía de suceder entonces, la facilidad, la liber- 
tad, la frecuencia con que heredarían los hijos ilegítimos, aun 
aquellos de ilegitimidad más odiosa y repugnante, nos lo de- 
muestra la ley de Soria, dictada en 1380 por D. Juan el I (1). 
En su texto se puede ver cómo eran comunes los enlaces ilíci- 
tos de clérigos, y el fomento que les daba el hábito de consti- 
tuir por herederos á aquellos, hijos sacrilegos. Verdad es que 
esto no se hacía por derecho común, sino en virtud de privile- 
gios .ó de cartas reales; pero lo vulgar del caso, pero la frecuen- 
cia de la concesión, denotan que no existía una idéa firme, se- 
gura, profunda, sobre la injusticia de los hechos propios. Cuan- 
do una ley de todos reconocida y respetada declara imposible 
cierto privilegio, ni los particulares se atreven á pedirlo, ni los 


(l) L. 4. a , tít. 20. lib, X, Noy. Rec, 



COMENTARIO Á LAS LEVES J>E TORO. 

gobiernos lo otorgan y lo conceden, sino con grande y muy 
justificada ocasión. 

68. Como quiera que sea, el precepto de esta ley de Soria 
fue concordante y homogéneo con el de las Partidas. Prohibió- 
se que los hijos de los clérigos pudiesen heredar nada de sus 
padres, ni de sus parientes por parte de padre; y hasta se ex- 
tendió la prohibición á los que podían ser medios simulados 
para dejarles tales herencias, como, por ejemplo, ventas ú otros 
contratos translativos de dominio. Tuviéronse los privilegios 
concedidos por nulos, y se mandó que no se diesen, ó que no 
valieran, dándose, en adelante. — De lo que no se habló en esta 
ley fue de las herencias de las madres ó de los parientes de las 
madres: cualquiera que fuese respecto á ellas el derecho co- 
mún, ese mismo debía seguir, pues que no se le variaba ni se 
le reformaba. 

69. Tal era el estado de las cosas, tal el de la legislación 
acerca de los hijos ilegítimos, tal el de su situación con las fa- 
milias de los padres, cuando se formaron las leyes de Toro. Por 
donde se ve que éstas no podían menos de fijar su considera- 
ción en ese grave asunto, y que proponiéndose como objeto 
universal el resolver dudas y determinar el verdadero derecho, 
les era imposible no disponer algo sobre una tan importante y 
tan necesitada materia. Si las cuestiones de nombre, de clase, 
de armas, podían seguir como hasta allí,, regidas por tradicio- 
nes más que por leyes, por doctrinas más que por preceptos; 
si aun las de alimentos, en rigor, podían continuar regulándose 
por las leyes de Partida, no contrariadas ni embarazadas, como 
n'o lo estaban, por ningunas otras; las de sucesión habían me- 
nester sin duda un nuevo examen y un criterio definitivo, ora 
fuese para sostener y afirmar lo mandado en el código de don 
Alfonso, si se le encontraba completamente justo, ora para mo- 
dificarlo, reformarlo, y hacerlo ejecutar tal como quedase, á 
despecho de reminiscencias y de intereses que no fueran dignos 
de consideración. El deber era urgente é imperioso: ni los Re- 
yes Católicos ni las Cortes de Toledo podían descuidarlo. — Vea- 
mos lo que hicieron, y cómo llenaron ese deber. 

70. Ante todo, nada dijeron estas leyes sobre lo que hemos 
estimado primera parte de la cuestión: nada sobre los apellidos,' 
clase, distinciones que correspondan á los hijos ilegítimos. Lo 
que venía siendo ó por costumbre ó por doctrina, eso. continuó 
sin novedad, á pesar de estas leyes y del espíritu de estas leyes. 

71. En materia de alimentos* ya se tomaron disposiciones 



LEY tWBÉCÍMA. 157 

importantes. Fue la primera lade fijar un máximum eri los que 
se podrían ó se deberían dar á los hijos ilegítimos, Ora por, sil 1 
padre, ora por su madre. Las leyes de Partida- que establecieran 
tal Obligación', hemos visto que no habían fijado ninguno; y 
puede suponerse que con este pretexto se habrían concedido 
alguna vez demasiado cuantiosos, quiza en daño ó en fraude 
de herederos legítimos.- Pues bien: aquí, como acaba de expre- 
sarse, se puso un término á semejante facultad, un límite á se- 
mejante obligación. Ni el padre ni la madre, — én los casos en 
que habían de dar tales alimentos, — pudieron exceder del quin- 
to de sus propios bienes. Menos que esta suma, bien estuvieron 
autorizados á dar, cuando con menos bastó para el justo pro- 
pósito; más, no tuvieron facultad para hacerlo, en daño de per- 
sonas á quienes debiesen instituir ó reservar su herencia. 

72. La segunda disposición fue que de esa propia suma, 
Otorgada y dada ya como alimentos, pudiese hacer el que la 
percibía lo que tuviera por oportuno, disponiendo sin embarazo 
y á su placer, ora en vida, ora por razón de muerte. Nada de 
reservas, nada de preceptos ni condiciones sobre su importe. 
Cuando el padre ó la madre lo deben y lo entregan al hijo ile- 
gitimo, éste queda de todo punto su dueño, y nadie puede po- 
nerle dificultades, ' pedirle cuentas, moverle litigios sobre su 
inversión. De él era el omnímodo derecho; para él es la abso- 
luta propiedad. La ley que impide se le dé otra cosa, le garan- 
tiza y asegura lo que se le ha dado. 

73. Pasamos al punto de las herencias, y aquí las innova- 
ciones son mayores. Exijíalo la naturaleza' de la cosa misma; 
demandábalo el estado de la legislación; no podían menos de 
hacerlo unos soberanos tan entendidos y tan prudentes como 
D. Fernando y doña Isabel. 

74. Lo primero que aquí encontramos es la propia distinción 
entre las herencias paterna y materna, que, como hemos visto, 
había sido la clave del derecho de las Partidas , que, como nos 
dice la razón, tendrá que serlo siempre del de todo código me- 
recedor de este nombre. La ley no puede prescindir jamás, des- 
de que una vez ocurrió y se enunció esa idéa, dé que la madre 
es conocida siempre (con la sola excepción de los expósitos), 
cuando el padre no .lo es, no puede serlo, fuera de rarísimos 
casos, en estas hipótesis de ilegitimidad que nos ocupan. 

75. Consagróse, pues, la ley novena de Toro á declarar y es- 
tablecer el derecho en las herencias maternas, distinguiendo los 
casos que respecto á ellas eran posibles. Las madres (dijo) que 



15$ COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

tienen hijos ilegítimos, ó no tienen más que éstos, ó los tienen 
legítimos también. En el segundo caso, esto es, cuando existen 
á la par hijos de culpa é hijos de matrimonio, éstos excluyen á 
aquellos, y aquellos no pueden ser herederos ni por institución 
ni por llamamiento legal. Así, la doctrina demasiado laxa de las 
Partidas quedó descartada é insubsistente. Lo único que la ma- 
dre debe á tales hijos son los alimentos de que antes hablába- 
mos; y lo único que en tal concepto ó en el de manda les puede 
dejar es el quinto de lo que poséa, aquello de que estaba auto- 
rizada á disponer por su alma. — En el primer caso, cuando los 
hijos ilegítimos son y se encuentran solos, hay que hacer otra 
distinción. O bien son hijos de meras faltas, ó aun de desórde- 
nes, que la ley no castiga en la madre con las mayores penas, 
ó bien los hay de los que se apellidan de dañado y punible ayun- 
tamiento. Aquellos son respecto á la propia madre herederos 
forzosos, así ex testamento como ab intestato, excluyendo hasta á 
los ascendientes de la madre misma: estos, por el contrario, no 
la pueden heredar, en odio de su crimen, y únicamente son ap- 
tos para recibir esos alimentos y ese legado del quinto, de que 
hablábamos poco hace. — Tal es incuestionablemente el precep- 
to de la ley. ■" 

76. En cuanto á las ' herencias paternas; ésta ha sido más 
Severa, menos fácil, igualmente reflexiva y racional. El común 
de los hijos ilegítimos quedan en la situación en que antes se 
encontraba: ni se les designa como herederos ex testamento, ni 
aun se les llama como herederos ab intestato: eran extraños, y 
permanecen y continúan tales. La ley de Soria, dictada contra 
la prole de los clérigos, se confirma explícitamente. De los ver- 
daderamente bastardos, no se habla una palabra siquiera. Tan 
sólo de los naturales es de los que se hace mención, no para 
reconocerles derechos forzosos , sino para autorizar á los pa- 
dres á fin de que no teniendo hijos legítimos, siquiera tengan 
ascendientes, les puedan dejar (á los naturales) cuanto estima- 
sen oportuno. 

77. Hé aquí los preceptos, hé‘ aquí las resoluciones de las 
leyes de Toro en esta materia, completadas con la doble defini- 
ción de los hijos naturales, y de los de dañado y punible ayun- 
tamiento, que copiamos arriba. Modificando, reformando, es- 
clareciendo el antiguo derecho, acabaron ellas de fijar el que 
había' de regirnos en una materia tan importante: combinadas 
con 10 que quedó en pié, así de la vieja legislación consuetudi- 
naria y Vocal, como de la teórica de las Partidas, son la norma 



. . LEV UNDECIMA..- ■ 1&C) 

de las ideas que subsisten hoy, y el punto de donde emanan .las 
doctrinas de nuestra sociedad y de nuestro foro. Conocidas' 
ellas, en su letra, en su espíritu^ hasta en su silencio, no debe 
quedar sin resolver problema alguno de cuantos puedan presen.^ 
tarse en este orden de sucesión. No hay ya más principios.mo 
hay ya más datos. : -Q, 

78. Téngase sólo presente- que hemos dicho en este órden de 
Sucesión porque lo hemos añadido de propósito. No se nos oculta 
que la de los ilegítimos y á los ilegítimos— la activa y la pasi- 
va — en la linea transversal, ofrece materia á muy difíciles, 
cuando no insolubles, cuestiones. Pero no es ocasion de tratar 
de ellas, ni aun de indicarlas siquiera en este Comentario , no 
diciendo, como no dicen, relación á las leyes de Toro ni á sus 
preceptos. Estas leyes dejaron intacto el asunto, no tocando en 
él á las de Partida únicas que entre nosotros le regulaban; y 
no sería razón — (ya lo hemos indicado, y lo repetimos nueva- 
mente) — -que hiciésemos interminable y universal nuestra obra, 
comentando también, al examinar las leyes de Toro, otras leyes 
y otro derecho, sobre el cual éstas nada han variado, nada han 
rectificado, nada han dicho. Por muchas libertades que nos to- 
memos, no entra en nuestro ánimo el explicar todo el derecho 
español. 

VI. 


79. Anunciamos para el lugar á que hemos llegado ahora, 
la resolución de las dudas que pudiesen nacer ora del texto mis- 
mo de las tres leyes unidas en el presente capítulo, ora de su 
confrontación con principios de jurisprudencia, ó con otras 
prescripciones vigentes de nuestro derecho. Y llevando á cabo 
este propósito, queremos ante todo examinar las que pueden 
suscitarse con motivo de la definición de los hijos naturales;, in- 
serta en la undécima, y explicada hasta cierto punto en núme- 
ros y párrafos anteriores. 

80. Queda dicho, y á nuestro modo de ver justificado en 
ellos, que el objeto de la expresada ley fué extender, dilatar un 
beneficio, ampliar una calificación favorable, y sus consecuen- 
cias, que no lo eran menos, del círculo restricto de origen ro- 
mano, tomado por tipo en la ley de Partida, á otro ciertamente 
más general, pero homogéneo con aquel en lo que era funda- 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


160 

mental, esencial, necesario. Y queda dicho y comprobado de la 
misma suerte, que siendo ese, y no otro., el propósito de la in- 
novación, ninguno que hubiese sido hijo natural antes de ella 
dejaría por ella de serlo; y que si después de la ley de Toro se 
encontraban aún quienes lo fuesen de concubinas únicas , man- 
tenidas en casa de los padres, solteros unos y otras, y que por 
convicción indubitada fuese tal prole de ellos, ninguna necesi- 
dad tenían de reconocimiento fuera de ese hecho mismo, que 
á la verdad nos parece á nosotros más claro, más terminante, 
más incontrovertible que otro ninguno. 

81. Pero las concubinas mantenidas en casa, de cualquier 
hombre son en el dia raras; los casos que se funden en tal su- 
posición han de serlo necesariamente. Las mancebas, las amigas 
ordinarias viven en sus casas propias, y ni aun es común que 
sean completamente únicas. De ellas, de éstas es de las que se 
tienen ó suelen tenerse hijos, Y siendo así, cabe dudar y pre- 
guntar; ¿Es una circunstancia absolutamente esencial, absolu- 
tamente imprescindible , la del reconocimiento de estos hijos, 
para que tengan el carácter de naturales de que hablan las pre- 
sentes leyes? ¿Lo suplirán la amistad y las relaciones exclusivas 
del padre y de la madre? ¿Lo suplirán cualesquiera otras prue- 
bas que determinen la filiación? Y si se cree que es forzoso un 
acto de reconocimiento, ¿cómo ha de ser ese acto? ¿Se admitirá 
en tal esfera lo inductivo, ó será indispensable lo explícito y aun 
lo solemne? — Hé aquí una serie de graves cuestiones , que no 
pueden menos de presentarse al ánimo, y que de hecho se han 
presentado y se presentan todos los dias , cuando se ha tratado 
y se trata de aplicar la doctrina que vamos exponiendo. 

82. Bajo dos puntos de vista muy diversos podemos contes- 
tar á semejantes dudas. Es el uno el que se tomase de la prác- 
tica común y general, de lo que encontramos aceptado por todos 
ó la mayor parte de nuestros autores, usado y ejecutoriado por 
todos ó la mayor parte de nuestros tribunales. Es el otro el que 
se fundase en nuestras personales ideas, en lá aplicación de 
nuestra inteligencia especial al sentido y entendimiento de las 
leyes; ideas é inteligencia que, si se inclinan respetuosas ante 
el poder de la autoridad y del número, no se forman ni se con- 
vencen sino por los preceptos soberanos, ó por las inspiraciones 
de lo que sienten justo. í)e uno y otro modo vamos pues á 
contestar á las. preguntas que nos hemos hecho; porque ni cum- 
pliríamos con los que nos consulten si no les dijésemos lo or- 
dinariamente practicado, ni satisfaríamos á nuestra conciencia 



LTÍY raDKCIIVlA.' 



propia si no dijésemos lo que concibe ó - aprueba en su intimo y 
sincero sentir. ■ ¡ ' ‘ ■ ;i .' : ■ - 


83. La jurisprudencia vulgar consiste sin duda en que el 
reconocimiento paterno, explícito y solemne, no es una esencial 
circunstancia para que los hijos de personas libres se tengaií . 
por naturales. Esa jurisprudencia comenzó tal vez aceptando 
los reconocimientos implícitos, inductivos, y ha progresado por 
esta via hasta admitir toda clase de pruebas, directas, indirec- 
tas, persuasoras, para acreditar ese género de filiación. Según 
la jurisprudencia vulgar, bien puede decirse que son hijos natu- 
rales ios habidos por personas que podían contraer matrimo- 
nio, sin añadir á esto condición alguna, y bastando que se jus- 
tifique de cualquiera suerte' el hecho de la procedencia. Así, 
esta doctrina resuelve en el sentido más laxo las dudas ó cues^- 


tiones que señalábamos poco hace; tal como todo el mundo las 
podría resolver si la definición de la ley terminara con lá pala- 
bra «dispensación,» y no incluyera su segundo ' periodo^ el que 
principia por el adverbio «con tanto.» 

84. Nuestra opinión, empero, como desde luego puede ha- 
berse conocido, es otra, es diferente. Esa laxitud nos parece 
una debilidad, un yerro; y ni legislando nosotros, caso de que 
se nos llamara á hacerlo en la materia, ni aplicando la ley en 
cuyo examen discurrimos, nunca la aceptaríamos , ni como 
verdadera ni como autorizada. Nuestra opinión es que aí adop- 
tarla y al seguirla, ni se han tenido en cuenta los legítimos in- 
tereses sociales, ni tampoco los precedentes del asunto, que ha- 
bían de explicar el sentido genuino de esta ley de Toro. 

85. Cuáles fueran esos precedentes, ya lo hemos dicho en 
este Comentario. Según el derecho romano, y según la ley de 
Partida tomada de él, era indispensable para la naturalidad de 
los hijos el concubinato único y tenido en la propia casa del 
padre. Suponíase pues' un cuasi-matrimonio, destituido, es ver- 
dad, de las formas civiles y religiosas, pero teniendo, aparte 
de eso, todo su carácter y todas sus apariencias. Podría decirse 
que era un matrimonio de derecho natural. Ahora, si las cos- 
tumbres hicieron ese concubinato difícil, si la religión condenó 
el escándalo que daba, si la civilización moderna hizo que poco 
á poco desapareciese; la legislación no pudo ménos de buscar 
álgo que hiciera su vez, y que llenara hasta cierto punto los 
efectos que él producía, visto que le era imposible acabar con 
las ilegitimidades, reduciendo á todos los hombres y á todas 
las mujeres á la justa regla de las nupcias. No fué obra de la 

lt 



162 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

]ey de Toro la de suprimirlo, declarándolo inútil, excusado, su- 
perabundante; fué la de encontrar otra circunstancia que le 
supliese, y cuyos efectos equivalieran á sus efectos. — Prescin- 
diré de ese concubinato, dijo ella; no estimaré necesario que 
exista, con tal que el padre y la madre sean capaces, sean há- 
biles, y que el padre en particular reconozca al hijo por suyo. 
«Ca concurriendo en éste tales circunstancias — (las dos, no una 
sola: la capacidad de los autores de su ser, y el reconocimiento 
paterno), — mandamos que sea tal hijo natural.» 

86. Explícito y terminante, pues, debe ser el reconocimien- 
to; real, incuestionable, efectivo, ya que no digamos solemne, 
porque no lo dice la ley. Solemne debería ser por nuestra opi- 
nión, si nuestra opinión tuviese la autoridad de derecho. So- 
lemne debería ser este acto , como lo es el otorgamiento de una 
última voluntad, como lo es la celebración de un matrimonio. 
Es cosa demasiado seria é importante el perfeccionamiento de 
una condición de paternidad, para que no se pida, á quien puede 
hacerla ó no hacerla, toda la gravedad que el acto exije de 
suyo. Mas por lo menos, ya que la ley no lo reclama, parece- 
nos racional é indispensable que sea tan segura, tan evidente, 
tan intencional esa declaración, que ni quepa duda en ella mis- 
ma, ni en el ánimo reflexivo y concienzudo con que se haga. 
Al decir la ley «con tanto que el padre le reconozca» ha dado 
un poder tan exclusivo como absoluto á la voluntad de éste, no 
indicando ningún otro medio de suplir esa voluntad. Lo más 
acertado pues, lo únicamente conforme con su espíritu, es se- 
guir el propio sistema, y pedir al reconocimiento todas las cir- 
cunstancias que lo acrediten tan incuestionable y completo co- 
mo voluntario. Si el padre quiere de hecho prestarlo, de se- 
guro lo hará explícitamente y bien: si no lo hace de este modo, 
¿cómo conoceremos que quiso hacerlo? 

87. Nos confirmamos más y más en este juicio, cuando 
fijamos nuestra atención en lo que son siempre, y en lo que es 
forzoso que sean, las pruebas inductivas de paternidad, toda 
vez que semejantes pruebas se admiten. Las hemos visto con 
frecuencia, porque nos hemos ocupado mucho en nuestra prác- 
tica en'pleitos de filiación; y sabemos de hecho propio toda la 
dificultad, toda la incertidumbre, y también todo el escándalo 
de que están rodéadas. En la legislación de un pueblo culto es 
un desórden y una vergüenza que se consientan ó autoricen 

. tales debates. La sociedad debe señalar reglas absolutas, por 
donde se tome y se deduzca la filiación ó la paternidad: hechos 



LEY UTfDÉClSÍAv ! lfj5S 

Solemnes, que sean presunciones legales de las mismas* y que 
no puedan suplir ningunos otros medios, nitigunos otrós inten- 
tos, Así como el legítimo nqatrimonió debe v ser la única base 
de la descendencia legítima, así el concubinato público ó ni so- 
lemne reconocimiento deben ser íáá únicas pruebas de la des- 
cendencia natural. Hoy, con nuestras costumbres, quizá seria 
más acertado dejar á ese último exclusivo y solo. Estos son 
ya principios, axiomas, en la ciencia universal del derecho; y 
es triste que cuando las leyes sobre que discurrimos se habían 
adelantado á indicarlo, una- mala práctica autorice en nuestros 
tribunales lo que es en sí mismo poco racional, y en sus conse- 
cuencias inseguro, vergonzoso y torpe. Bueno sería que un 
acto legislativo reformase ésta que nos parece corruptela; mas 
en tánto que sucede,— y sin duda alguna sucederá, — bueno y 
conveniente es también que preparemos la opinión, qué pro- 
testemos contra el abuso, que allanemos el camino á la refor- 
ma. Corruptela y abuso, volvemos á decir; porque la ley que 
examinamos habla del reconocimiento como de una necesaria 
condición, y no indica en ningún modo qúe puedan sustituirla 
las inseguras pruebas que de ordinario se admiten en su lugar. 

88. Con lo cual respondemos de antemano á otra pregunta 
que también puede hacerse ; que también hemos visto hacer 
sobre esta materia-. Consiste en si el expresado reconocimiento 
ha de ser de todo punto Ubre y voluntario en el padre, ó si ha 
de poder compelérsele á que lo haga. A esto decimos que por 
regla general lo primero es lo único cierto,' lo único posible. Si 
el padre pudiera ser obligado á reconocer, equivaldría á decir 
que el reconocimiento no era necesario. Lo que bastase- para 
reclamar é imponer tal obligación, eso bastaría asimismo para 
que, teniéndolo, los hijos fuesen declarados naturales. Es así 
que la ley ha exigido el reconocimiento como condición necesa- 
ria, — salvo el caso del concubinato único; luego es evidente que 
sola la voluntad omnímoda, libre, completa, del que lo hace, es 
la que lo ha de determinar, la que lo ha de producir. Por lo 
mismo que es exclusivo, se infiere que no puede menos de ser 
absoluto, exento de toda necesidad, de toda coacción. 

89. Sólo tenemos una excepción á esta regla; excepción que 
no se conocía al dictarse las leyes de Toro, que no discurrieron 
sus autores, que ha nacido á nuestra vista, en los momentos 
presentes. Es la que se halla consignada en el art. 372 del Có- 
digo penal, donde leemos textualmente las siguientes palabras: 
«Los reos de violación, estupro ó rapto, serán también conde- 



COMENTARIO Á LAS LEYES LE TORO. 


164 

nados por via de indemnización: l.°, á dotar á la ofendida, si 
fuere soltera ó viuda; 2.°, á reconocer la prole, si la calidad de su 
origen no lo impidiere ; 3.°, en todo caso á mantener la prole.» 
Vese, pues, por el núm. 2.°, que hay un caso en el cual puede 
ser forzoso el reconocimiento. Pero véase cómo es, y por qué es; 
á fin de que esta misma consideración nos confirme en la regla 
contraria que, como general, citábamos antes. Es aquí una pena 
lo que se impone; y se la da como pena, y recae á consecuencia 
de un delito. Ha habido violación, ha habido rapto, ha habido 
estupro: las relaciones del padre y de la madre dejaron aquí de 
ser civiles, de ser voluntarias, y se han convertido en criminales, 
con todas sus consecuencias. Á ese padre no se ha puesto pleito 
para obtener un fallo de paternidad; se le ha formado causa para 
correjirle y penarle por la comisión de un delito. No fue un in- 
terés privado, fué un interés público lo que engendró el negocio. 
Si el' delito apareció competentemente, y si como consecuencia 
de él resultó un hecho de procreación, la naturaleza de las co- 
sas exije que se dilate á ese extremo la índole de la reparación 
y de la pena. Eso es tan racional, eso es tan justo, eso es tan 
reclamado por la universal conveniencia, como lo es la doctrina 
contraria, la del reconocimiento libre, en los casos comunes, 
generales. 

90. Todavía queremos proponernos otra dificultad; la cual 
no nace de -la definición misma de estos hijos, en que nos ocu- 
pamos, sino de la contradicción que puede haber entre esa defi- 
nición propia y una doctrina del antiguo derecho. 

91. Cuando eran únicamente hijos naturales los que se te- 
nían en determinadas concubinas, parecía cosa sencilla y cor- 
riente que si tal mujer no podía ser por su clase barragana ó 
concubina, los hijos habidos en ella no pudiesen gozar tampoco 
de la mencionada calificación. 1 Y esto, que lo persuadía la lógi- 
ca, lo confirmaron expresamente el derecho romano y nuestro 
derecho. Ni los hijos de estupro, ni los de mujeres ilustres, ni 
los de doncellas ó viudas que viviesen honestamente, se tenían 
jamas por de aquella clase, porque sus madres ni habían sido ni 
podían ser tales barraganas (1). Hijos espúreos eran, naturales 
no. Todo el derecho antiguo, todos- los comentadores de ese de- 
recho, están conformes en semejante doctrina. 

92. ¿Sucede aún ésto en el día de hoy? ¿Sucede después de 


(1) Leyes 2. a y 3. a , tít. 14.°, P. IY. ■ 



LEY UNDÉCIMA. 


165 

loá principios que consignaron las, leyes- de Toro?, ¿Sucede en 
insta de la definición que vamos comentando?— Á nosotros nos 
parece que han variado las cosas, y que esos hijos pueden y, de- 
ben gozar actualmente de una calidad , de un nombre, de unos 
beneficios de que no gozaban antes. 

93. Ya no es exclusivamente el concubinato público lo -que 
produce la naturalidad. Ya, de lo que se toma ésta, es, ápte 
todo, de la libertad de los padres cuando la procreación; y en 
seguida, de la declaración del padre mismo, que reconoce por 
suya á la prole de que se trata. Si ésto se verifica, lo uno y lo 
otro, en los especiales casos de que hemos hablado, en el del es- 
tupro, en el de la doncella ilustre, en el de la viuda honesta, 
¿cómo ni por qué hemos de privar á los hijos de un beneficio 
que les otorga sin duda el texto de la ley? La naturalidad era 
antes de más estricto derecho, y podía denegarse á estos hijos 
por las causas que van apuntadas: hoy es más amplia, más fa- 
vorable, más de buena fé, y no se puede privar de su goce á 
quienes entran de lleno en la idéa de la definición. Si lo ilustre, 
lo honesto, lo inocente eran incompatibles con el escándalo del 
concubinato, téngase en cuenta que ese escándalo no entra por 
necesidad en el dia como componente de la nocion del hijo natu- 
ral. Mejor es, de cierto, hoy pertenecer á esta clase que á la de 
espúreos: ¿cómo, pues, dejar en la segunda á quien tiene todas 
las condiciones necesarias para contarse en la primera? 

94. Prosigamos aún en este análisis. La materia de los hijos 
naturales es larga de suyo, préstase á muchas cuestiones, y ra- 
zón es que no dejemos por tratar ninguna de las dudas que nos 
ocurran. La que vamos á exponer ahora ni la hemos visto en 
la práctica, ni la hemos encontrado en ningún libro; pero nues- 
tra razón nos la indica como posible, y justo es que le consa- 
gremos algunos instantes, llamando hacia ella la atención de 
los lectores de nuestro Comentario. 

95. . Supongamos que se reconoce á una persona como hijo 
natural, por otra que se confiesa padre suyo; y supongamos 
también que se presenta una tercera, el padre del reconociente, 
por ejemplo, contradiciendo la filiación, negando su verdad, 
acusando el expresado acto de falaz y de mentiroso. El hecho 
es posible, porque la razón para tal hecho es obvia: quien tiene 
un hijo natural, hemos visto que puede instituirlo por herede- 
ro con exclusión de sus legítimos ascendientes. Ahora bien: 
¿qué sucederá en este caso? ¿Habrá en efecto acción válida, efi- 
caz, para oponerse á ese reconocimiento de que se trata? ¿Será 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO, 


166 

nulo, cuando se justifique que no ha sido veraz, que el llama- 
do hijo no lo era realmente de la persona que le reconociera? 
¿Cuáles serían por último las presunciones en litigios de seme- 
jante clase? 

96. Nuestro parecer es, lo primero, que semejante oposi- 
ción es admisible, y que puede tener resultados. El reconoci- 
miento paterno no es un acto tan poderoso que por si solo 
constituya hijos á los que no lo eran: ese reconocimiento no es 
una adopción, ni mucho menos aún : ese reconocimiento no 
vale lo que las justas nupcias para los hijos de la legitima mu- 
jer. La ley le pide á fin de completar otra cosa; y no funda en él 
ni sólo ni aun primitivamente la cualidad de la descendencia. 
Téngase presente cómo define á los hijos de que se trata. No 
dice de seguro que lo sean naturales aquellas personas que un 
hombre haya reconocido como de esta condición: dice que lo 
son los que nacieren de padres libres, con tal que medie ese 
reconocimiento. Lo primero pues, la base fundamental de aque- 
lla, consiste en la realidad de la filiación: si . el reconocimiento 
perfecciona y acaba, claro es que no excusa, que no sustituye, 
de lo que, ni á lo que debe precederle. Un hombre de bien pue- 
de haber sido engañado en sus creencias, ó sido víctima de una 
intriga vergonzosa: un hombre sin piedad filial puede escogitar 
ese medio,, para arrebatar la sucesión de sus bienes á su propio 
padre. Afortunadamente, el texto, á nuestro juicio, es claro, 
bien claro; y no autorizará ni la intriga contra el uno ni la re- 
pugnante impiedad del otro. 

97. Mas téngase siempre en' cuenta que para impugnar, 
que para contrastar, que. para destruir un reconocimiento, se 
necesitan pruebas verdaderas, y rio es bastante la mera dene- 
gación. Quien tiene aquel en favor suyo, posée una presunción 
favorable, que surtirá los efectos legales de todas las presun- 
ciones. No es creible, por regla general, que se reconozca á al- 
guno por hijo, sin grandes motivos para estimarlo de este mo- 
do. La conciencia humana y los tribunales creen naturalmente 
á quien lo dice; porque siendo él el primer interesado, deben 
descansar en su juicio, mientras no haya pruebas que lo acre- 
diten de inexacto ó malicioso: Y tanto es así, que en la práctica 
de todos los dias ni aun se pide al padre, cuando reconoce, que 
declare y especifique el nombre de la madre. Cien veces hemos 
visto reconocimientos, en los que no se decía quién hubiese 
sido ésta, sino sólo una señora libre; y el mundo y las familias 
se han contentado con tal declaración; y los tribunales la ha- 



LEY UNDÉCIMA. 167 

briatí tenido por bastante, á no presentarse pruebas contrarías. 
Cabalmente, porque ese es el carácter de la presunción, que sé 
tiene por verdad mientras -no se acredita otra verdad; y por- 
que, como ya dijimos, el reconocimiento no es todo, peró lo 
supone todo, en tanto que no se justifique lo contrario. 

98. Hemos llegado ep, fin á la última dificultad que conce- 
bimos, como deducida de la definición de los hijos naturales; 
dificultad ciertamente seria, á que dan lugar las palabras de la 
misma ley;. cuestión que' no puede resolverse sin examinar bien 
su espíritu, y aun el espíritu de todo el concordante derecho. 
Nacida, según juzgamos, de un defecto de redacción, no hay 
más medio para orillarla que el elevarnos cuanto exije la bue- 
na doctrina, la cual no ha consistido jamás en leer las materia- 
les expresiones, sino en comprender la verdadera, la legítima, 
la posible voluntad de las leyes. 

99. Dice el texto de la que examinamos: «que entonces se 
digan ser los hijos naturales quando al tiempo que nascierenó 
fueren concebidos, sus padres podían casar con sus madres. jus- 
tamente sin dispensación.» Y ¿qué quiere decir esto? pregunta- 
mos nosotros. ¿Qué significa esa disyuntiva ó, que se emplea 
relativamente á dos periodos ó incisos diversos? ¿Es que cual- 
quiera de ellos basta; que la libertad, la capacidad de los. pa- 
dres en cualquiera de ellos, solo, exclusivo, es suficiente para 
el objeto á que se alude? ¿Que son, que pueden ser hijos natu- 
rales los procreados, siempre que sus padres se podían casar al 
tiempo de la procreación? ¿Que igualmente lo son, lo pueden 
ser, siempre que se pudieran casar en el instante del naci- 
miento? 

100. No hay que hacernos ilusiones, no hay que. acudir á 
subterfugios: gramaticalmente, eso es lo que dice la ley; sus 
palabras, en rigoroso castellano, no tienen otra significación. 
Y sin embargo, eso no puede ser, porque es absurdo. La ley 
no ha podido mandar eso; porque no está en su mano el sub- 
vertir todas las nociones de la justicia, el proclamar el desor- 
den, el hacer lo inconcebible y lo inicuo. 

101. Si eso fuera asi, un hijo concebido en adulterio, el hijo 
que procrearon dos personas casadas, uniéndose contra la ley 
de Dios y de los hombres, sería hijo natural siempre que el pa- 
dre y la madre hubiesen quedado después, los dos, libres por 
cualquier causa, y se hallasen en disposición de contraer matri- 
monio al nacimiento de aquel fruto de sus hechos criminales. — 
Pues repetimos que esto no puede ser; que esto no puede haber- 



comentario a las leyes de toro. 


168 

lo querido la ley; que no se han de interpretar jamas sus dispo- 
siciones en un sentido que pugna no sólo con la moral religiosa, 
sino hasta con los más obvios principios de la decencia pública. 

102. Por eso creemos, y por eso hemos dicho, que segura- 
mente la ley está mal redactada, y que hubo en ella un error 
de expresión. Lo que dijo no puede ser lo que quería decir; por- 
que no hacemos la injuria á los consejeros de la gran Reina Cató- 
lica de suponer que emitiesen á sabiendas un pensamiento tan sin 
precedentes y tan escandaloso. Y nos confirman en este parecer 
el propio giro de la frase y la colocación de las palabras emplea- 
das en el texto. Figúrasenos que si el ánimo de los legisladores 
hubiera sido lo que parece, si efectivamente hubiesen- querido 
decir que bastaba para la naturalidad de los hijos con esa capaci- 
dad, con esa libertad de los padres en cualquiera de los dos tiem- 
pos, solos, de la procreación ó del parto, habrían seguido el or- 
den recto y cronológico al expresar tal idea, y hubieran forma- 
do el periodo gramatical de la manera siguiente: «Se digan ser 
los hijos naturales cüando al tiempo en que fueron concebidos 
ó al en que nacieron, sus padres podían casar justamente sin 
dispensación.» Esto era lo lógico, esto era lo simple, esto era lo 
justo, en el orden de las idéas y del lenguaje. Con esto, al se- 
ñalar las dos épocas, daban completamente á entender que la 
una era igual á la otra, consignando primero la que la natu- 
raleza ha puesto primero en la vida de los seres animados. 

103. Pero véase que no lo' escriben así. Véase que truecan 
el orden de las palabras, y que dicen; «al tiempo que nacieren 
ó fueren concebidos.» ¿Quién no ve por e&ta manera de colocar- 
las que lo primero que indican es en su ánimo lo más sencillo, 
lo más usual, lo más fácil; y que lo segundo es lo más privile- 
giado, lo más dificultoso, aquéllo que supone por fin, porque es 
el término adonde puede llegar la concesión? Para nosotros, tal 
manera inversa de expresar dos cosas diferentes, aunque sucesi- 
vas, indica que en la segunda ó para la segunda hay que vencer 
mayores dificultades. «Al tiempo que nacieren ó fueren conce- 
bidos» es lo mismo, según nuestro modo de raciocinar, que se- 
ria lo siguiente: «no solo al tiempo en que nacieren, sino aún, 
sino siquiera al tiempo en que fuesen concebidos,» 

104. Pero si esta conjetura es exacta, no la abandonemos, 
y veamos á dónde nos conduce. Si el conceder la naturalidad 
á los hijos de padres libres en la época de la concepción era más 
grave, más difícil, necesitaba más esfuerzo y mayor indulgen- 
cia que el concederla á los hijos de padres libres al tiempo del 



LEY UNDÉCIMA.. , . ’ 169 

nacimiento ó del parto, claro es que por estas expresiones; «parto 
ó nacimiento» se ha entendido y es forzoso entender alguna eosa 
más que el hecho, que el instante propio de dar á luz. Lo con- 
trario es absurdo pór sí mismo, más absurdo mientras más nos 
detenemos á considerarlo. Cuando se ha dicho, pues, «nacimien- 
to,» hase querido dar á entender todo el tiempo de la gestación, ‘ 
desde su origen hasta au fin y límite por el parto que la termi- 
na. Usando la palabra de lo que cierra y concluye el perio- 
do, es todo el periodo entero, es el periodo mismo lo que se 
ha intentado declarar en ella. «Al tiempo que nacieren» ha de- 
bido significar: «al tiempo que remata, que acaba, que tiene fin 
por el nacimiento.» Y la frase toda quiere decir entonces: «Sean 
los hijos naturales., cuándo hasta el tiempo en que nacieron, ó 
por lo menos en el de su concepción, los .padres podían casar 
justamente sin dispensa con sus madres.» 

105. No nos cabe á nosotros ninguna duda de que esto fue 
lo que estuvo en el ánimo de los legisladores. Confesamos que 
no lo dijeron: confesamos que dijeron otra cosa. Mas cabalmen- 
te porque esa otra cosa era imposible, porque jamás se han de 
suponer los absurdos, porque cuando los envuelven las palabras 
de una ley es menester prescindir de ellas y remontarse á su es- 
píritu, que debe ser el de la justicia y la razón; por eso hemos 
buscado en la estructura misma de la frase un arbitrio para cor- 
regir aquel sentido notoriamente vicioso. Puede ser que haya- 
mos sutilizado por demás, equivocándonos en ese arbitrio, en 
ese medio de explicación. En lo que estamos seguros, diga lo que 
diga la ley, es en que su inteligencia gramatical, aparente, no 
puede ser la verdadera. Y esto no lo decimos nosotros solos; lo 
ha dicho desde luego, lo sigue diciendo cada dia el sentido de 
todo el mundo. Nunca comprendió que fuesen hijos naturales 
aquellos cuyos padres estaban impedidos de contraer matrimo- 
nio al tiempo de la concepción, con un impedimento que no 
pudiera, dispensarse, aunque se hallaran capaces de contraerlo 
al tiempo en que nacieron. Todo el favor que puede concederse 
alcanzará á lo sumo á los impedimentos en que cupiera dispen- 
sa, si ésta efectivamente se otorgaba. Mas el concebido en adul- 
terio ¿cómo ha de dejar de ser adulterino, aunque su madre des- 
pués quedase libre? No, no es, no puede ser tan complaciente ni 
tan laxa la sociedad. La doctrina de ésta no ha sido, no ha po- 
dido ser nunca sino la que hemos tratado de exponer y de jus- 
tificar nosotros: es hijo natural aquel que fué engendrado y na- 
ció, ó que fué engendrado siquiera, de padres que podían con- 



170 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


traer justamente, licitamente, sin embarazo y sin dispensación, 
verdadero matimonio. 


Vil. 


106. Si la definición de la naturalidad de los hijos nos ha 
producido .el cúmulo de dudas que acaban de exponerse, la otra 
definición que en estas mismas leyes encontramos, es á saber, 
la de los hijos de dañado y punible ayuntamiento, suscita tam- 
bién una dificultad grave, que es ocasión de proponer y de estu- 
diar en este punto. — «Y queremos y mandamos, dice la ley no- 
vena, que entonces se entienda y diga damnado y punible ayun- 
tamiento, quando la madre, por el tal ayuntamiento, incurriere 
en la pena de muerte natural.» — Son palabras textuales. 

107. A la época en que las leyes de Toro se dictaron, ya he- 
mos visto lo que podía significarse por esas palabras. Había di- 
ficultad en su extensión; pero no dificultad completa, absoluta, 
dificultad en su inteligencia, dificultad fundamental en la expli- 
cación dada, en el hecho consignado. Pocos ó muchos, casos 
había en que una mujer era pasible de muerte por cohabitar 
con determinados varones: los hemos expuesto más arriba. 
Cuando la adúltera y la incestuosa y la barragana ó parienta 
de un hombre qüe cohabitaba con sus criados, no lo fuese; por lo 
menos respecto á la que lo hacía en dos ocasiones con moros ó 
judíos, siendo cristiana, es imposible que quepa la menor duda. 
La última pena era explícita para tal hecho. Pero ya advertimos 
también que toda esa . legislación criminal está derogada, y que 
hoy no tenemos castigo de muerte para ninguna de estas culpas. 
Y preguntábamos con esa ocasión, reservándonos para ahora el 
dar respuesta; ¿qué deberemos decir actualmente de la defini- 
ción y del precepto de 1$ ley de Toro? ¿Se llamarán aún dañados 
y punibles los ayuntamientos á que se refería? ¿Subsistirán sus 
consecuencias civiles, puesto que no existen ya las concordan- 
tes condiciones penales? 

.108. Las cosas, las idéas, han cambiado grandemente en los 
trés siglos y medio últimos. Primero por la práctica, y después 
por las leyes mismas, la consideración de todos los actos de esta 
especié que se castigaban con la última pena se ha trocado de 
un modo que llega á veces á ser fundamental. El adulterio es 
siempre un delito, y el incesto un pecado vergonzoso; mas la 
cohabitación de un sirviente con barraganas ó parientas de su 



XEY ' (JWDKCIÍ0A. 17! 

señor ó con la nodriza de un hijo suyo- la de una mujer eíistiá- 
na con judio ó con mofo, nó soii sino defectos comunes, sin nin4 
guna reprobación especial; sin ninguna pena. La más gravé qüé' 
en esta materia existe es la que se impone á la mujer adúltera; 
y esa- no excede de seis años de prisión menor.— Falta, pues, en* 
un todo el extremo definiente, el que explicaba, el que decidía 
en la prescripción de la ley de Toro. : . ■ 

109. ¿Qué diremos, pues, en semejante casó? ¿Tenemos áira, 1 
ó no tenemos en Éspaña hijos de dañado ' y punible ayunta- 
miento? Y si los hay, ¿lo serán aquellos cuyas madres hubieran 
merecido pena de muerte por su concepción, con arreglo, á las ' 
leyes criminales que existían al comenzar el décimo-sexto siglo? 

110. Lo que causa la mayor dificultad, á nuestro concepto, 
para resolver esta duda, consiste en esa diferencia que ya he- 
mos indicado, entre los casos que abarcaba en su tiempo lá de- 
finición. Si todos ellos fuesen en el dia inocentes ante el Código,* 
materia de pecado pero no de delito, ninguna dificultad tendría- 
mos en declarar que la denominación de dañado y punible ayun- 
tamiento y sus consecuencias eran eosás absolutamente termi- 
nadas. Si todos ellos, por el contrario, fuesen en el diapenados, 
castigados por el. mismo Código, mirados como delitos verdade- 
ros, siquiera no llevasen la pena capital, todavía podríamos es- 
timar subsistente el precepto de la ley de Toro, modificando en 
los términos oportunos su ' explicación y su definición. Pero si 
el adulterio es delito, y moralmente muy grave, el cohabitar 
con persona de extraña religión está muy lejos de serlo, ni en 
lo existimativo ni en lo legal. ¿Cómo se han de colocarlo uno y 
lo otro bajo una misma linea, dándoles un propio nombre, y 
aplicándoles igual derecho? 

111. En semejantes casos, si hay algo que puede servirnos 
de regla es el buen sentido, es la prudencia, es la razón. Parece- 
nos á nosotros que la expresión de dañado y punible ayuntamien- 
to debería sustituirse por la de delito, en las hipótesis en que éste 
existe, borrándola del todo y sin sustitución alguna en aquellos 
que según las actuales ideas son de todo punto comunes. Y en 
cuanto al precepto de esta ley, reducido á que los hijos de tales 
ayuntamientos no sean herederos de sus madres, lo sostendría- 
mos respecto á los primeros, y no lo sostendríamos de ningún 
modo para los segundos. Las razones que lo inspiraran son ra- 
zones de moralidad, las cuales no dejan de tener hoy la propia 
fuerza que entonces tenían, existiendo de hecho el delito, sub- 
sistiendo esa perturbación de las relaciones familiares; y por el 



COMENTARIO A LA8 LEYES DE TORO. 


172 

contrario, no son nada, no fueron sino una creencia deleznable, 
y ya insubsistente, cuando ni se conservan en la ley como traza 
de delito, ni las concibe como tal la opinión. Al hijo de adulte- 
rio no le estimaríamos heredero de su madre, que es lo que or- 
denaba la ley de Toro; porque aunque la adúltera no merezca 
ya pena de muerte, el adulterio es en el día de hoy tan inmo- 
ral, tan digno de reprobación, tan delito, en fin, como hace cua- 
tro siglos. Tampoco la manceba del clérigo incurría, por serlo, en 
la pena de muerte natural; tampoco su hijo debia ser de dañado 
y punible ayuntamiento, según el rigor de la definición; y sin 
embargo, le coloca con aquel la ley de Toro, y le hace objeto 
de su disfavor y sus condenaciones. Por el contrario, al hijo de 
un judío y de una cristiana sí le estimaríamos tal heredero de 
ella; porque extinguido el delito, consecuencia temporal, pro- 
ducto accidental de la época que corría entonces, sólo vemos 
en él un espúreo, que puede y debe serlo con arreglo á estas 
mismas leyes que vamos examinando. 

112. He aquí por lo ménos la solución que nos parece más 
prudente y más acertada. En cuanto á hechos,.- no conocemos 
ningunos, ni es fácil que se presenten, pues en tales casos siem- 
pre se oculta hoy la filiación. Así, ni los podemos invocar en 
apoyo, ni contradicen lo que hemos presentado como una doc- 
trina conciliadora y razonable. 


VIII. 

113. Hasta aquí las dudas que nos han ocurrido en las defi- 
niciones, ó con motivo de las definiciones de estas leyes. Pero 
hay otras que dicen relación á sus preceptos, y en cuyo exá- 
men debemos también ocuparnos sin más tardanza. 

114. Primera. Comienza la ley décima diciendo que «en caso 
de que el padre ó la madre sean obligados á dar alimento á al- 
guno de sus hijos ilegítimos en su vida ó al tiempo de su muer- 
te,» deban hacerse y se hagan las cosas que á seguida precep- 
túa. Y hemos visto ya que al escribir, que al formular tal 
suposición, tal en caso, hase partido de lo que el código de D. Al- 
fonso ordenaba, que es el que tenía declarado entre nosotros á 
cuáles hijos había, y á cuáles no había obligación de alimentar. 
Fáltanos, sin embargo, tocar el último punto en esta materia, 
preguntando y respondiendo si siempre deben dar los tales pa- 
dres á los tales hijos los alimentos de que aquí se habla, ó Si esa 



LEY UNDÉCIMA. 173 

hipótesis que se supone indica y exije alguna distinción^ alguna 
diferencia de diversas y aun encontradas , eventualidades. Y si 
esto último es lo que de la frase se desprende, ¿cuáles son los 
casos en que se debe alimentar á los hijos, á quienes hemos di- 
cho en los lugares oportunos que se pueden deber los alimentos? 

115. Contestamos á esta cuestión, manifestando que el deber 
á que se refieren en esta materia las leyes, nace de la necesidad 
que á él dice relación y le motiva. Los alimentos de la índole de 
que aquí se trata, ni se prestan sino por quien puede' y en los 
límites de su poder, ni Se deben sino á los que de ellos tienen 
necesidad y en el circulo de esta necesidad. Hay otros alimen- 
tos que se adeudan por contrato ó por costumbre; y entonces 
nada importa la situación de riqueza ó pobreza de las personas, 
para que sean debidos y exigibles. Mas éstos que nacen de. la 
humanidad, y que como tales consagra la ley, á más de no pro- 
ceder el darse ó recibirse sino entre las personas íntimamente 
conjuntas que ya declaramos, no tienen lugar tampoco sino en 

la suposición de ser, de una parte posibles, de otra indispensa- 
/ 

bles. A un hijo que es rico, acomodado de por si, que tiene con 
qué vivir, siquiera sea con modestia, ni el padre ni la madre es- 
tán en la obligación de darle alimentos de los que aquí decimos. 
Falta el objeto del deber, y queda éste sin causa, y de fado no 
nace ó no subsiste. Lo cual es tan absoluto, que por más que el 
padre sea opulento, no varía ni se altera de ningún modo: pues 
que en el hijo no hay necesidad, los deberes del padre ilegítimo, 
como los del padre legítimo, podrán ser otros, mas no, de nin- 
guna suerte, los de alimentarle á costa suya con esplendidez y 


opulencia. 

116. Le donde sacamos un nuevo comprobante, dado que 
fuese preciso, de que el derecho de heredar es muy distinto del 
de ser alimentado. Aquel, cuando p'rocede, sea cual fuere la cau- 
sa por que procede, es completo, es perfecto, y no se disminu- 
ye ni escatima porque el heredero tenga más ó menos bienes á 
Su Vez: éste no nace, no se realiza, como hemos visto, sino por 
la falta de medios en que el hijo está de sostenerse á sí propio, 
desapareciendo ó quedando en suspenso cuando existen esos me- 
dios de que hablamos. Así, lo fundamental, lo constante, en las 
relaciones de ascendientes y descendientes, es que se hereden 
los unos á los otros; lo respectivo á alimentos es accidental, es 
variable, es un mero recurso, que no se verifica ó á que no se 
acude sino en los casos de necesidad, no pudiendo pedirse cuan- 
do no existe ésta. 



174 COMENTARIO Á tAS tEYES DE TORO. 

117. Segunda dificultad con que tropezamos. Han fijado es- 
tas leyes el quinto de las herencias materna Ó paterna como el 
máximum que las madres ó los padres podrán dejar á sus hijos 
ilegítimos, ó por alimentos ó por legados, en el caso de que 
los tengan también legítimos, y cuando las circunstancias de 
aquellos permitan ó exijan tales donaciones. Pero puede ocur- 
rir una cosa. El que otorga su última disposición se encuentra 
con seis, siete, ocho hijos legítimos, y tiene uno solo natural, 
espúreo, bastardo, capaz, en fin, de recibir la expresada manda. 
¿Podrá hacérsela del quinto entero? ¿Podrá dejarle toda la suma 
en que ese quinto consiste, de tal modo que sea mayor su parte 
que la de cada uno de los hijos de matrimonio? ¿No hay en esta 
eventualidad un principio de injusticia y de escándalo? ¿No de- 
bería limitarse la porción del ilegítimo, de modo que no exce- 
diese de las de sus hermanos de mejor condición? 

118. Bajo cierto punto de vista, en un determinado orden de 
consideraciones, el mal y la inmoralidad pueden ser evidentes. 
Pero téngase en cuenta que éste es un resultado forzoso del de- 
recho libre de testar, que, al menos en una parte de sus bienes, 
ha sido necesario conceder á los hombres. Lo que aquel testa- 
dor deja al bastardo, es lo que ha podido dejar á la persona que 
le fuese más extraña. La ley, pesando inconvenientes, ha creido 
que digo no debía ser legítima de los herederos forzosos. Este 
álgo, por mínimo que fuese, aunque consistiera, por ejemplo, 
en el décimo, sería siempre mayor que la porción de uno de 
aquellos, si eran más; por ejemplo, doce. No hay, pues, posibili- 
dad de evitar con reglas ese suceso, á no ser que se redujera á 
la nada la libre disposición de los bienes, ó que se establecieran 
legítimas variables, que darían en algunas hipótesis el mismo 
fatal resultado. Los hijos legítimos deben resignarse y estar sa- 
tisfechos, toda vez que les queda incólume la porción legal. Por 
razón de alimentos no deben temer que ningún hermano ilegí- 
timo obtenga más que ellos, necesitándolos, obtendrían; porque 
en materia de alimentos es una cuota máxima, que no concede- 
ría ningún juez, cuando los herederos, hijos legítimos, llevasen 
partes menores. Por razón de legado, el natural, el bastardo, el 
espúreo, están, repetimos, en la propia condición que una per- 
sona extraña. ¿Podrían los herederos forzosos impedir que á esa 
pqrspna extraña se le . dejase una manda, consistente en tal 
apipa? ¡r ' _ , • . .. 

11,9. , Tercer punto, que requiere alguna ilustración: lo to- 
cante á la ley de Soria, del Sr. Rey D. Juan el I.— «Por no dar 



■: LEY- OTOBCíMAm . - . 175 

ocasión, dice esta ley,' que las mujeres así viudas como vírge- 
nes sean barraganas de clérigos, si- sus hijos heredasen los bie- 
nes de sus padres . ó .sus parientes, por privilegio ó cartas que 
tuviesen ; ordenamos y mandamos que los tales hijos de clérir 
gos no hayan ni hereden, ni puedan haber ni héredar los bienes 
de sus padres clérigos, ni de otros parientes de parte del padre; 
ni hayan ni puedan gozar de qualquier manda, ó donación ó 
vendida que les sea hecha por los susodichos, agora ni de aquí 
adelante: y qualesquier privilegios ó cartas .que tengan ganadas 
ó ganaren de aquí adelante en su ayuda, contra lo que Nos así . 
ordenamos, mandamos que les non valan, ni se puedan de ellas 
aprovechar ni ayudar, ca Nqs las revocamos y damos por nin- 
gunas.» 

.120. Hé aquí .la ley á que se refiere, y que manda guardar 
la novena de Toro. Pero ¿á qué viene en ella su recordación? 
¿Qué tiene que ver ella con sus preceptos? ¿Qué puntos de rela- 
ción ó de contacto hay entre la una y la otra, para justificar esa 
referencia, esa cita? — Particulares son estos sobre los que de- 
bemos decir algunas palabras.. 

121 . La ley de Soria, dictada, como ella misma dice, «por 
no dar ocasión que ciertas mujeres sean barraganas de clérigos, », 
fulminó sus disposiciones contra la transmisión de los bienes de 
estos mismos á los hijos que procrearan de dichas barraganas. 
No sólo impidió á tales hijos que sucedieran á sus padres cléri- 
gos, por costumbre, por privilegio, de cualquier modo, sino que 
llevó su precepto y sus precauciones á un punto á donde no ha 
llegado ninguna otra ley, en odio de ninguna otra clase. Prohi- 
bió legarles, prohibió donarles, prohibió venderles: no dejó po- 
sible relación alguna social entre estas dos especies de personas, 
los clérigos y sus hijos. Mas respecto á las madres no les im- 
puso prohibición alguna : por la letra de aquella ley, madres é 
hijos quedaban en la misma situación en que ántes hubiesen es- 
tado; ni una palabra sola se destina á cambiar algo, a innovar 
álgo en el derecho que los rigiera. Este derecho siguió siendo 
el de las Partidas, pues que las Partidas se hallaban autorizadas 
y vigentes cuando la ley de Soria se publicó. 

122. Ahora bien : la ley novena de Toro , en la cual se cita, 
se recuerda, se manda la observancia de aquella otra, es una 
ley destinada á fijar las relaciones de los hijos ilegítimos, no 
con los padres, sino con las madres. La que trata de los padres 
es la décima. Y siendo esto así, no se concibe fácilmente á qué 
viene esa ley de Soria en el punto en que á ella se alude, ni qué 


J^g COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

va á completar en aquel lugar donde se preceptúa su observan- 
cia. Citarla en la siguiente, en la décima, era natural, y tenía 
una obvia explicación: invocarla donde la encontramos, é invo- 
carla sólo para decir que se guarde y cumpla, parece un extra- 
vío de redacción, una confusión de materias, una involucracion 
de asuntos y de orden. 

123. Lo que puede, lo que debe pensarse, lo que dejamos 
indicado por incidencia y repetimos ahora de propósito, es que 
se trajo allí esa disposición para señalar un caso más en los en- 
laces de dañado y punible ayuntamiento, y un caso que no en- 
traba en la definición genérica que se acababa de dar sobre los 
mismos. Después de haber dicho que eran táles aquellos por los 
que incurría la mujer en pena de muerté natural, se quiso aña^ 
dir el del amancebamiento con el clérigo, el cual no merecía por 
derecho una pena tan grave. Y como de estos amancebamien- 
tos trataba la ley de Soria, y aun tomaba contra sus hijos tan 
rigorosas medidas, por eso se mencionó la expresada ley, y se 
añadió con tal cita un verdadero apéndice, que parece desdecir 
de la de Toro á que está adherido. Mas sin defender la redac- 
ción, que siempre es defectuosa, parécenos que estas considera- 
ciones explican el hecho suficientemente, y no dejan duda 
acerca de lo que se ha entender y se ha de juzgar. Los hijos sa- 
crilegos, de clérigos y sus barraganas, fueron, respecto ála ma- 
dre, de dañado y punible ayuntamiento, con las consecuencias 
que producía esta calificación : respecto al padre, su posición 
siguió siendo la más desfavorable de todas, pues que no sola- 
mente no pudieron suceder por herencia, manda, donación ó 
legado, en ninguna parte de sus bienes, sino que ni hacer de él 
adquisiciones por compra les fué permitido, queriendo la ley 
evitar los fraudes que con ese último pretexto pudieran come- 
terse. 

124. Cuarto punto, sobre el que nos parece que también 
puede preguntarse algo. Estas leyes de Toro, perfeccionando, 
corrigiendo el derecho anterior, han establecido lo oportuno 
sobre los alimentos y sucesiones de los hijos ilegítimos, respec- 
to á sus padres y á sus madres. Sus preceptos no dicen textual 
relación sino á la forma ordinaria que tienen los bienes de ir 
marchando en el mundo; aquella en que pasan de los ascendien- 
tes á los descendientes, de los que vinieron antes á los que vi- 
nieron después. Mas aunque ésto sea lo ordinario, lo común, 
no es lo absoluto , lo exclusivo, lo universal; y asi como en el 
Órden legítimo suelen heredar ó recibir alimentos los aseen- 



LEY UNDÉCIMA, p 177 

dientes, así también puede ocurrir en el ilegítimo que. el Mju de ; 
esta clase fallezca sin dejar descendencia, ó que siendo él rico,, 
tenga un padre ó una madre sumidos en la necesidad y en él 
desamparo. Si semejantes casos ocurrieran, ó más bien cuando 
semejantes casos ocurran, ¿hay alguna ley explícita, ó de dón~ ; 
de se toma el derecho por el cual se hayan de regir? ¿Son recí- 
procas, en lo posible, ó no lo son r . las disposiciones de estas le- 
yes de Toro? 

125. Contestaremos en primer lugar qué, por lo respectivo 
á alimentos, las estimamos en principio recíprocas, como lo son 
las comunes entre los padres é hijos de legitimo matrimonio. 
Donde la ley escribe para el ascendiente una obligación de ali- 
mentar al que procede de él, la razón y el buen sentido leen 
una obligación análoga en el descendiente para alimentar al que 
le ha procreado. Análoga decimos,' y no otra cosa. Análoga es 
en las familias ordenadas por la religión y la ley; y no puede 
ser más en estas irregulares de que tratamos al presente. Si en 
ellas el sentimiento humano ha sido más poderoso que las so- 
lemnidades legales, y ha hecho que la madre, siempre, y el pa- 
dre cuando es conocido, deban alimentos á los frutos de su 
debilidad; una razón idéntica, ese propio humano' sentimiento, 
quiere que en los recíprocos casos presten ayuda los hijos á sus 
padres y á sus madres. Ha inspirado lo uno y lo otro algo que 
es superior á todas las obras de los hombres ¿ porque es la obra 
de la divinidad esculpida indeleblemente en los corazones y en 
las conciencias. 

126. Pasemos ahora á las sucesiones; y digamos también 
respecto á ellas que el derecho, el buen derecho, reconoce por 
base una semejante reciprocidad. Por de contado, que no se 
debe nunca perder de vista que esos hijos ilegítimos, que tienen 
padres, pueden tener á su vez otros hijos , que ó sean de matri- 
monio, ó sean ilegítimos como ellos. En estos casos, en el uno 
y en el otro, no hay que pensar en el derecho de sus padres: 
la sucesión hereditaria desciende primero que asciende, no as- 
ciende nunca cuando hay algo hacia abajo que sea igual á lo 
que haya hacia arriba. Cuando un hombre ó una mujer tienen 
hijos, siquiera ilegítimos, y padres ilegítimos también, en igual- 
dad de condiciones los unos y los otros, con este género de dere- 
cho de que hablamos los unos y los otros , es excusado decir — di- 
cho ello se está,— que los descendientes han de ser primero que 
los ascendientes. Repetimos que la sucesión es un rio que corre 
hacia adelante, hacia el mar del porvenir; y que no se detiene 

12 



COMENTARIO A LAS LEVES DE TORO. 


178 

ni remonta su curso para el origen, sino cuando halla el insu- 
perable obstáculo de que no hay terreno por donde corra, de 
que no hay descendencia. 

127. Pero el que va á testar, pero el que muere, sin testar, 
no tienen hijos ni nietos; no tienen sino padres y madres, de 
quienes ilegítimamente recibieron el ser. Pues en este caso de- 
cimos que las reglas de las leyes novena y décima de Toro sur- 
ten completa reciprocidad. Donde el hijo era heredero ex testa- 
mento y ab intestato de la madre, la madre es A su vez heredera 
ex testamento y ab intestato del hijo: donde ni el padre ni ella le 
podían instituir, menos, indudablemente menos, ha de poder 
instituirlos el hijo propio. Y decimos que menos , sin vacilar; 
porque si la causa de tal prohibición consistía en el delito de 
los padres, con mucha más razón ha de alcanzar A los mismos 
la consecuencia, cuando era verdaderamente suya, que no de 
sus hijos, la culpa. 

128. No queremos extendernos, entrando en minuciosos por- 
menores. Tampoco los hemos de consignar, buscándolos en la 
sucesión de los colaterales. Aquellos son innecesarios. Esta no 
tiene ninguna relación con las leyes de Toro : ni sus disposicio- 
nes ni su espíritu se dirigieron A tal propósito, modiñeando lo 
que existiera Antes. Las Partidas habían escrito lo que en esa 
sucesión de colaterales ilegítimos se debiese hacer; y el Orde- 
namiento ó Colección que nos ocupa , no varió , no tocó A sus 
disposiciones sobre este particular. Si nosotros comentásemos 
las Partidas, la doctrina entera, en su conjunto y en todas sus 
partes, entraría bajo nuestro examen y juicio. Si escribiésemos 
un tratado completo de sucesiones, también nos sería forzoso el 
detenernos en su análisis. Mas como son las leyes de Toro las 
que estudiamos y comentamos, parécenos que basta una indica- 
ción en lo que no es propio de ellas, á fin de que se vea que no lo 
olvidamos ni desconocemos. Es menester — (ya lo hemos dicho 
en dos ocasiones) — que sepamos poner un limite A la cadena de 
las cosas, para que nuestros trabajos acaben en donde deben 
acabar, 

129. Una sola nos queda todavía por preguntar y por resol- 
ver. El derecho declarado, ordenado, sancionado por estas leyes 
de Toro, ¿es aún actualmente, y en el dia de hoy nuestro dere- 
cho? ¿No se ha revocado, no se ha alterado, no se ha modificado 
en ninguna parte? 

130. Una sola variación y una sola mejora se han hecho en 
él: el mayor lugar que se otorga á los hijos naturales en las he- 



LEY UNDÉCIMA. 179 

rendas paternas por lalqyde 16 de Mayo de 1835. Según la dé- 
cima de Toro, hemos visto que podían ser herederos volunta- 
rios de los padres, pero no lo eran legítimos nunca: ab intestato, 
no dicen jamás que hayan de sucederlés. Y si bien las de Parti- 
da les concedían ese derecho, .era tan sólo en una pequeña parte 
de la herencia, en el sexto, que habían de dividir con sus -ma- 
dres. Pues bien: la ley reciente, qué varias veces hemos citado 
y acabamos de nuevo de citar, amplia sus acciones, y las lleva 
hasta el todo de la sucesión, cuando no hay parientes en el 
cuarto grado, y con preferencia á los de los grados posteriores. 
Ventaja importante, notoria, y que nosotros aprobamos ; por- 
que nos parece inspirada- de un sentimiento humano y justo, y 
no encontramos que se haya herido con ella ningún principio 
verdaderamente respetable en el estado de nuestra sociedad. 


IX. 


131. Una palabra para concluir, aunque sea repetición. Si 
los hijos ilegítimos, como tales hijos, no son herederos ex tes- 
tamento ni ab intestato de los padres, con la sola excepción, para 
los naturales, que acabamos de indicar; como extraños, cuando 
los padres no tienen herederos que lo sean forzosos, ninguna 
dificultad puede haber en que voluntariamente los instituyan. 
Esto, que siempre fue en general posible, siguió siéndolo por la 
legislación de Toro, y lo es también en ei día , sin otra limita- 
ción que la puesta por la ley de Soria, recordada y mandada 
guardar en esta novena, respecto á los hijos de los clérigos. 


i- 



LEY DUODÉCIMA. 


(L. 8.\ TÍT. 8.°, LIB, X, Nov. Rec.) 


Si alguno fuere legitimado por rescripto ó privilegio nuestro, 
ó de los Reyes que de Nos vinieren, aunque sea legitimado para 
heredar los bienes de sus padres ó madres ó de sus abuelos, é 
después su padre ó madre ó abuelos ovieren algún hijo ó nieto ó 
descendiente legítimo ó de legitimó , matrimonio nascido ó legiti- 
mado por subsiguiente matrimonio , el tal legitimado no pueda 
suceder con los tales hijos ó descendientes legítimos en los bie- 
nes de sus padres ni madres ni de sus ascendientes , ab intestato 
ni ex testamento. Salvo si sus padres ó madres ó abuelos, en lo 
que cupiere en la quinta parte de sus bienes que podían mandar 
por su ánima, les quisieren alguna cosa mandar, que fasta en la 
dicha quinta parte bien permitimos que sean capaces y no más. 
Pero en todas las otras cosas, ansí en suceder á los .parientes, 
como en honras é preeminencias que han los hijos legítimos, 
mandamos que en ninguna cosa difieran de los fijos nas.cidos de 
legítimo matrimonio. 

COMENTARIO. 


L 

1. La legitimación es un hecho propio y especial de socie- 
dades avanzadas, de estados y de pueblos cultos. Si el matri- 
monio existe donde quiera que existe la sociedad , de la cual es 



LEY DUODECIMA. 18 J 

la base; si la ilegitimidad puede existir también, toda viez que 
caben los extravíos ó de vicio ó de. pasión; no sucede así con 
esta otra materia, con este asunto, con esta invención, á cuyo 
estudio nos lleva el de esta ley duodécima de Toro: los pueblos 
infantes no la conocen ; las sociedades sencillas no la pueden 
concebir en su inteligencia ni consignar en sus leyes. Mil años 
llevaba Roma antes de haberla escrito en sus códigos; heredera 
como lo fue de parte de su ciencia y de muchas de sus costum- 
bres, tampoco la había admitido nuestra España , aun después 
del largo periodo de independencia y de ilustración que llama- 
mos la Monarquía goda. 

2. Puede' decirse más; y es, que la primera idea délas legi- 

timaciones debió venir del cristianismo. En la Roma pagana ni 
era natural ni era indispensable.' Si alguna vislumbre de. este 
género ocurría al sentido de aquellos estadistas filósofos, con la 
arrogación tenían lo suficiente para ponerla por práctica, por 
obra. Necesitóse que la doctrina de la Cruz santificara el matri- 
monio, al mismo tiempo que una civilización refinadá extendía 
sus consecuencias por el mundo, para que la combinación de lo 
uno y de lo otro engendrase ese establecimiento nuevo , cuya 
tendencia de perfección no habían podido descubrir las genera- 
ciones de la vieja república y aun del propio imperio de los 
Césares. ■ : ■. . • . . ■ 

3. Fué Constantino el Grande quien, con el propósito de 
combatir al concubinato y de hacerle venir á verdadero matri- 
monio, abrió la puerta á esta ficción de derecho, según la cual 
se reputan hijos de legítimas nupcias los nacidos anteriormente 
de padres que vivían en aquel, y que no tenían obstáculo para 
contraer éstas. 

4. Con todo, cuando se resolvió así , cuando se adoptó por 
primera vez esc recurso, no se instituyó como una cosa perma- 
nente y estable. La medida fué por una vez sola; dictóse para 
lo pasado, y no para lo porvenir; fué un privilegio concedido, y 
no una regla perpetua hallada y señalada como tal. Aun parece 
que fué el mismo espíritu el que inspiró las análogas constitu- 
ciones de Zenon y de Anastasio : solo Justiniano, el gran orde- 
nador de aquel derecho, elevó á institución definitiva lo que no 
había sido sino recurso temporal , y escribió como norma irre- 
vocable de la ley, que cuando un hombre se casase con su man- 
ceba, de la cual había tenido hijos siendo los dos libres, estos 
hijos se estimaran, legitimados, cual si hubiesen sido concebi- 
dos y tenidos en pleno y perfecto matrimonio, 



Jg2 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

5. Después de esta completa innovación, que perfeccionaba 
el privilegio de Constantino y le elevaba á institución civil, fué 
cuando la Iglesia, teorizando aún sobre lo que tal principio había 
inspirado, escribió en su derecho canónico aquellas conocidas y 
terminantes palabras: Tanta est vis maírimonii ut qui antea sunt 
geniti, posl conlractum matrimonium legitimi habeantur . — Con las 
cuales palabras, con el cual pensamiento, ha sucedido lo que 
sucede con todas las ideas justas, verdaderas, civilizadoras: que 
las halla, que las anuncia, que las formula el espíritu que les es 
más propio ó más análogo; pero que después de oidas, la huma- 
nidad entera las conserva, y ninguna corriente de civilización 
puede olvidarlas, ninguna puede eximirse de su jurisdicción ó 
de su influjo.. 

6. Mas encontrada la idea de la legitimación por medio del 
subsiguiente matrimonio de los padres, fué una cosa natural el 
que se la buscase también por otros medios, con otros recursos. 
El espíritu romano-imperial halló otros dos ; y de entrambos 
debemos hacernos cargo, porque entrambos fueron aceptados, 
y fueron también escritos por nuestras leyes. 

7. Es el primero de ellos el que se llamó de oblación A la cu- 
ria . Las curias, las municipalidades romanas, destituidas de 
todo resto de poder, solo ofrecían en los tiempos del Bajo Im- 
perio cargas, gastos, gravámenes, á los que estaban adscriptos 
á ellas, bajo cualquier carácter que. fuese. Huían, pues, todos 
desemejante ocupación; y resultaba de ordinario hasta el no 
haber en las ciudades más populosas quien desempeñáramos de- 
beres municipales. De aquí el nacimiento de singulares penas y 
de extraños privilegios, con que quería atraerse á los ciudada- 
nos, á los vecinos diríamos mejor, para que aceptaran seme- 
jantes puestos. Y entre esos privilegios propios ocurrió á Teodo- 
sio el Joven, entrado ya el quinto siglo, que podría ser uno el 
de adquirir la legitimación que no tuvieran , aquellos hijos que 
fuesen ofrecidos por sus padres para llevar las mencionadas 
cargas, ó aquellas hijas que lo fuesen á su- vez para esposas 

' de esos oficiales curiales, de los mismos decuriones- jefes y ca- 
bezas de ellos. — ¡Recurso verdaderamente extraordinario; críti- 
ca amarguísima del estado del mundo romano en aquellos tiem- 
pos; confusión de idéas que apenas se alcanza, que apenas se 
concibo: — que los puestos municipales de dignidad y de honra 
hubiesen llegado á tal degradación, que ni aun bastasen la fuer- 
za y el apremio para conseguir que fueran desempeñados, y que 
se necesitara acudir á hombres que tenían una mancha, ppr lo 



LEY DUODÉCIMA. ■ 


183 

nxénos una desgracia notoria, y lavarlos de esa desgracia mis- 
ma, para que consintiesen en encargarse de las cosas públicas! 

8. Por último, el emperador Jústiniano, el mismo que fijó 
su definitivo carácter á la legitimación por subsecuente matriz 
monio, fué también quien inventó la tercera forma ó clase que 
hizo toda legitimación posible. Esta forma fué la de un mero 
privilegio, la de una gracia individual, contenida en un rescrip- 
to del Soberano. El legislador vio que la oblación á la curia no 
producia los apetecidos y esperados efectos : observó que el 
subsiguiente matrimonio no podía siempre realizarse, ya por- 
que hubiese muerto la mujer, ya porque se hubiese iraposibilir 
tado, ya, por fin, porque su conducta la hiciese indigna del ma- 
trimonio; y queriendo aún en estos casos dejar expedita la legi- 
timación, abrió esa nueva puerta, menos justificada ai parecer 
que las anteriores, pero racional asimismo , siempre que no se 
abusara de ella para dar un paso franco al favor puro y-ftl no- 
torio desmerecimiento. Muy lejos se estaba ya de las primitivas 
idéas romanas, bajo el doble poder de la caridad del cristianis- 
mo y de los hábitos orientales. 

9. Tal era la legislación civil, perfeccionada en Bizancio, y 
cuyo espíritu había de venir de Bolonia á inspirar las Partidas 
de nuestro D. Alfonso. Mas algo dé semejante á ese espíritu se 
había hecho lugar en nuestras costumbres y en nuestras le- 
yes castellanas. Por cualesquiera causas que fuese, — investiga- 
ción que nos llevaría lejos, y dilataría el presente Comentario 
más de lo justo, — es lo cierto que antes de las expresadas Par- 
tidas habían dado grandes pasos nuestros mayores en una ma- 
teria tan doctrinal como la presente, resolviéndola, bien puede 
decirse, con la misma amplitud y quizá con la misma perfec- 
ción con que la resolvemos hoy. 

10. No, de seguro, por la ley de los Visigodos, según dijimos 
antes. Aquella ley no pronuncia una sola palabra en el particu- 
lar. Extrañeza causa, si se quiere, ese completo silencio, pero 
es indudable que lo observa; que ni San Isidoro ni Recesvinto 
creyeron oportuno decir nada en materia después tan impor- 
tante. 

11. El derecho de nuestras legitimaciones se escribió ante 
todo en el Fuero Real. Ya nos ocuparemos despacio en varias de 
sus leyes, cuando examinemos las consecuencias que semejantes 
actos producen; mas ahora que tratamos tan sólo de su índole y 
su naturaleza, nos bastará con citar dos que los caracterizan del 
modo más completo y terminante. La 2. a , tít. 6.°, lib. III, que 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


184 

se reduce á las siguientes palabras: «Si home soltero con mujer 
soltera fiziere fijos, é después casare con ella, estos fijos sean 
herederos.» Y la 17. a del propio titulo, que comprende las que 
ponemos á continuación: «Magücr que el fijo que no es de ben- 
dición no deve heredar según que manda la ley; pero si el Rey 
le quisiere facer merced, puédale facer legitimo, é sea heredero 
también como si fuese de mujer de bendición; ca asi como el 
Apostólico há poder llanamente en lo espiritual, asi lo há el 
Rey en lo temporal, é como el Apostólico puede legitimar aquel 
que no es legítimo para aver órdenes é beneficios, así lo puede 
legitimar el Rey para heredar é para las otras cosas tempo- 
rales.» 

12. Como se ve, pues, las dos capitales ideas del derecho bi- 
zantino en materia de legitimación, la del subsecuente matri- 
monio y la del rescripto regio, se encuentran admitidas, defini- 
das por nuestro Fuero Real castellano. Tomáralas de aquel, to- 
máralas del derecho canónico r inspiráraselas la recta razón, es 
lo cierto que allí están íntegras y perfectas. Lo que allí no hay 
es algo que se semeje á la oblación á la curia; medio discordan- 
te con nuestra organización y nuestras costumbres; medio que 
no podía venir á nuestras leyes sino con el empeño de copiar y 
de acomodar en ellas todas las ideas del derecho civil. 

13. Eso debía suceder y eso sucedió, como tantas yeces he- 
mos dicho, con el código de las Partidas. En el cual no sólo se 
encuentran las dos clases de legitimación obvias, naturales, y 
que el Fuero Ral mencionara y consagrara, sino que hay tam- 
bién la referida adscripción á la curia, extendida asimismo ála 
córte, y aun algún otro medio indirecto ó inductivo, de todo lo 
cual es necesario hacer aunque sean breves referencias. 

14. En cuanto á lo primero', á esas oblaciones ó adscripcio- 
nes, hablan de ellas las leyes 5. a y 8. a , tit. 15.° de la cuarta Par- 
tida: «Si tal fijo como este (un hijo natural) — dice la primera — 
llevare su padre á la córte del Emperador ó del Rey, ó al con- 
cejo de la cibdad ó villa donde fuere, ó en cuyo término moras- 
se, ó á otra cibdad ó villa qualquier, magiier non morasse en 
ella nin en su término, é dixesse públicamente ante todos: este 
es mi fijo, que hé de tal mujer, é dolo á servicio deste conce- 
jo; por estas palabras lo face legítimo; solamente que aquel 
fijo qqe da assi lo otorgue é non lo contradiga.»— «Oficial de al- 
guna cibdad ó villa — dice la segunda — que tienen de los mado- 
res oficios en toda su vida, casando tal como éste con fija natu- 
ral de alguno que oviesse de amiga, estonce .quando el padre 



- LEY DUODÉCIMA. ' ' 


18 $ 

la casa con tal orne ia faze legítima. Otrosí, quandol fijo natu- 
ral de algún orne se offresciesse él rhisírio á servicio del Empe- 
rador ó del Rey, ó de alguna cibdád ó villa,.... diciendo, conce- 
jeramente ante todos cómo es fijo de tal orne;..... si esto- fuéré 
cosa cierta..... fázese legítimo por esta razón.» Vese, pues, que 
el sistema de las oblaciones existe, y aun existe ampliado en él 
Código de D. Alfonso? sin haberse tenido en cuenta que no se 
encontraban en Castilla los motivos odas razones demás órnenos 
valer que produjeran su adopción én el Imperio. Mas esto no 
nos puede sorprender cuando' de semejante Código tratamos: es- 
timándole en todo lo que vale, todavía po se ha de olvidar cuán 
escaso de crítica racional y cuán desconocedor de la verdadera 
historia, había de ser necesariamente el siglo XIII.' . ■ . ■ 

15. Hemos dicho, en segundo lugar, que hay en las Parti- 
das algún Otro medio de legitimación, 1 2 por decirlo así, extensi- 
vo, inductivo, y que se sale del propio cuadro del derecho jus- 
tinianóo/ Dejamos aparte lo de una declaración testamentaria, 
en la cual se exprese que se tienen tales hijos naturales, y se les 
instituya por herederos legítimos; pues al cabo cuando esto su- 
cediere, lo que la ley ordena es que el Monarca los deba legiti- 
mar (1), entrando así el hecho en la categoría dé los rescriptos 
soberanos. Mas el precepto siguiente (2) dispone en textuales 
palabras que si un hombre reconoce á otro por hijo, en escritu- 
ra, con tal que no diga más, con tal que no exprese que es na- 
tural, se tenga incuestionablemente por legitimado. Y más ade- 
lante añade que no solo produce esa escritura la legitimación 
del que va reconocido en ella, sino también la de sus hermanos, 
si los hubiere, hijos del mismo padre y de la misma madre. Dis- 
posiciones singulares una y otra; extensiones que pasan todos 
los justos límites; reglas para las cuales ni conocemos modelos, 
ni descubrirnos en nuestra inteligencia suficientes .causas. De- 
bieron de tener por origen las opiniones de algún doctor; y to- 
maron lugar en aquel cuerpo de doctrina y de leyes, más quizá 
para servir de solución á casos rarísimos, que para ser de hecho 
verdadera regla en un pueblo culto y en un estado noble y po- 
deroso. 

16. Porque la verdad es que no obstante esas .disposiciones 
de las Partidas, nuestra práctica de todos los tiempos no ha re- 
conocido, no reconoce otros medios de legitimación que el sub- 


(1) L. 6. a , tít. 15.°, P. IV. 

(2) L. 7. a 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 


186 

secuente matrimonio, y la merced ó el rescripto del Soberano, 
Ni hubo, legítimas causas para aceptar como tal medio la obla- 
ción al concejo ni á la córte; ni mucho ménos ha debido entrar 
en la convicción de nadie que la escritura de que poco hace ha- 
blábamos, sea una manera de hacer legítimos á hijos que no lo 
fuesen. En primer lugar, el reconocimiento que ella contuviera 
no aprovecharía jamas sino á las personas , á los hijos , á quie- 
nes expresamente hiciese relación; y en segundo lugar, el tal re- 
conocimiento podría completar la naturalidad de los propios hi- 
jos, con arreglo á la ley undécima de Toro, pero no podría hacer 
otra cosa, no produciría ningún otro resultado. Si las Partidas 
dijeron más, eso más que dijeron no tiene ningún valor. Acordé- 
monos de lo que ha sido y es ese Código; y convengamos en que 
en este particular su precepto no pudo ser, no fué, sino una letra 
muerta. Rechazado desde luego por el instinto público, acabó 
de borrarse cuando la ley de Toro que nos ocupa no le dispensó 
ni aun la honra de mencionarlo expresamente. Lo único que 
esta ley hizo fué no suponer sino las dos clases de legitimación 
que eran racionales, las que describía el Fuero Real y que san- 
cionaba la práctica; pero claro es que con decir el derecho res- 
pecto á esas dos y sólo respecto á esas dos, descartó completa- 
mente lo que no tenía ningún motivo de ser, lo que solo había 
tomado lugar en las Partidas por el conocido y especial carácter 
de ese Cuerpo legal, y lo que en la hipótesis de que subsistiese 
habría necesitado más que nada de explicaciones para fijar y 
ordenar sus efectos. ' * 

17. No hay, pues, en Castilla más que las dos referidas es- 
pecies de legitimación, y no necesitamos hablar más que de 
ellas en este Comentario á la ley duodécima de Toro. 

II. 


■ 18. Sabido qué es la legitimación, señalados los modos de 
hacerla, estamos en el caso de examinar, primero : ¿qué hijos 
son los, que pueden legitimarse? Segundo: ¿qué efectos legales 
surten las legitimaciones? Aquello, lo demanda el conocimiento 
aun sumario de la materia: ésto entra de lleno, esencialmente, 
en la explicación de la ley actual. 

19. Pueden ser legitimados por subsiguiente matrimonio, 
ante todo, los hijos naturales. Este es el fundamento típico, la 



■ t • 


LEY DUODÉCIMA; y í 187 

idea primitiva y espontanea de la legitimación.: los que eran' na- 
cidos de concubinato, fingíase, entendíase, reputábase que pau- 
saban á serlo de -matrimonió, cuando sps padres, que vivieran 
en aquel,. Contraían éste, para el cual no tenían ni habían tenido 
ningún impedimento. Tanta est (pudo justamente pensar y pro- 
clamar la Iglesia) vis matrimoriii, ut qui antea sunt geniti, post 
contractum matrimonium legjtimi habeantur. 

20. •Í?áedén serlo igualmente los' espúreos, cuando los padres 
y las madres, á la parieran libres. Pueden serlo aun íós man- 
zeres, si por ventura los padres eran conocidos, y ellos y las 
madres se hallaban en igual caso. Porque, en una palabra, lo 
que se há menester para esa legitimación es que en efecto el 
hijo sea > tal; habido por las dos personas que después se casan, 
y que éstas pudiesen contraer justamente matrimonio á la épo^ 
ca en que le concibieron. 

21. Y tanto es de esta suerte, que si un hombre y una mu- 
jer tuvieron, siendo libres,- un hijo natural; y si después uno ó 
los dos perdieron aquella libertad que tenían, casándose con otra 
ó con otras personas; y si más adelante tornaron á recobrarla, 
enviudando, y contrajeron matrimonio entre sí;— es doctrina 
constante, fundada en concluyentes razones, corroborada con 
textos expresos-, no contradicha por ninguno,- y recibida plena?- 
mente en la práctica, que aquel hijo natural, primitivo, queda 
legitimado, como si el enlace de sus padres hubiera tenido lur 
gar inmediatamente á su nacimiento, siendo la continuación 
del concubinato en que vivían, y sin que ocurriesen aquellos 
otros que le opusieran el obstáculo temporal de que va hecha' 
mención. 

22. ¿Pueden ser legitimados de esta propia suerte los hijos 
incestuosos? ¿Pueden serlo los bastardos, procreados en una 
soltera por un hombre que no lo es? ¿Pueden serlo, por último, 
los adulterinos, los nacidos ilícitamente de mujer casada? — Hé 
aquí tres casos, en los que aparece desde luego más dificultad 
para contestar á la pregunta; porque en todos ellos había obs- 
táculo legal al concebir la prole, aunque en todos ellos quepa 
después la posibilidad del matrimonio. 

23. Comenzamos por los que son producto del incesto; es 
decir, de tíos y sobrinas, de primos, de cuñados, que tienen 
prohibición de casarse por afinidad ó parentesco, pero prohibi- 
ción que se puede dispensar. Y decimos sin duda alguna en. este 
punto que. de hecho tiene 1 ligar la legitimación, cuando se con- 
sigue la expresada dispensa, y con ella y por virtud de ella se 



188 


COMENTARIO A LAS LEYES HE TORO. 


verifican las justas nupcias. Esa dispensa constituye á las dos 
personas que la ganan en un estado de libertad, que no puede 
menos de retrotraerse para este efecto á la época en que conci- 
bieron el hijo. Verdad es que en aquella no se podían casar el 
uno con la otra; mas no era esto porque cada cual de ellos es- 
tuviese individualmente imposibilitado de casarse, sino porque 
tenían prohibición de hacerlo entre si, únicamente entre si. 
Tanto el hombre como la mujer eran por su esencia, por su es- 
tado, libres; y tanto el uno como la otra, ó por mejor decir, los 
dos, — porque esto no es simple, sino complejo y relativo, — po- 
dían obtener esa licencia, ese beneplácito de la Santa Sede, que 
dejaría libre también, que haría posible y legal su matrimonio. 
No era ningún lazo indisoluble , no era ningún obstáculo insu- 
perable, no era el derecho perfecto de ningún otro lo que los 
separaba: faltábales tan sólo el haber conseguido una cosa que 
podía conseguirse. Si la obtienen después, y se unen por conse- 
cuencia de ella, está en el carácter, en el espíritu, en la índole 
de toda esta doctrina de la legitimación, que ese complemento 
de su capacidad se retrotraiga, y que la absolución de un peca- 
do, que no envolvía infracciones más graves, rompimiento de 
lazos más poderosos, lleve consigo la completa, subsiguiente, 
legitimación de la prole. "Cierto, indudable, que no podían ca- 
sarse sin dispensa cuando hubieron aquel hijo, y que por eso es 
incestuoso y no natural; pero cierto, indudable es también que 
con esa dispensa habrían podido hacerlo, y que ya la han obte- 
nido, y que con ella han verificado su matrimonio (1). 

24. Lo contrarío decimos en los casos de adulterio, sea sen- 
cillo ó sea doble, sea propio ó de la mujer, sea impropio y ex- 
tensivo ó del varón. Los hijos bastardos, ó' de un hombre casa- 
do que tiene amiga ó barragarla, los hijos legalmente adulterinos, 
ó de una mujer casada que se entrega á quien no es su esposo, 
todos estos no se legitimarán jamas por el subsecuente matri- 
monio de sus padres, si habiendo quedado libres lo llegaren á 
contraer. Impídelo la naturaleza de semejante prole, la situa- 
ción en que los padres se encontraban al tenerla. Aquí no hay 
posibilidad de la retrotraccion de nada, porque no hay nada que 
retrotrayéndose pueda caber en aquel real y efectivo caso. No 
olvidemos que cuando nacieron los hijos en cuestión, los padres 


(1) Esto, que ha dicho siempre la razón, está comprobado en el dia 
por autoridades irrecusables. Hay una cédula de 1803 que expresamen- 
te lo declara. No la insertamos, porque es sumamente conocida. 



■■■•vi. LEV DUODECIMA, ■ , , 1$) 

estaban imposibilitados de contraer matrimonio; y esto ppr un 
obstáculo absoluto, que no podía salvarse, del que no. podía 
dispensarse ni prescindjrse. Ó ios dos, <5 por lo menos uno de 
ellos, encontrábanse, según se supone, ligados con otras perso- 
nas, Si esas otras personas fallecieron, y ellos se casan después, 
la idea ficticia, la suposición de este casamiento, no puede lle- 
varse ni alcanzar á una época en la que existía otro matrimonio 
efectivo y real. Es, pues, aquí irracional ¿.imposible lo que he- 
mos admitido para el incesto: el obstáculo es infinitamente ma- 
yor, es de otra naturaleza; la condición de estos hijos es mucho 
más desventajosa, mucho más desgraciada. 

25. ¿Qué diremos del caso en que el hijo fué concebido en 
adulterio, y en que al tiempo de nacer, el padre adúltero — im- 
propiamente adúltero, él padre casado, — ó la madre adúltera 
eran ya libres, porque hubiesen muerto sus cónyuges? ¿Será 
también entonces imposible, ó será posible la legitimación, por 
el subsiguiente matrimonio de los padres? 

26. Los que entendieren la definición del hijo natural, que 
formula la ley undécima de Toro, en los términos materiales 
en que está escrita, esos llamarán con aquella calificación á es- 
tos hijos, y no y.erán inconveniente en que sean legitimados 
por el acto á que nos vamos refiriendo. Mas nosotros no hemos 
seguido ese sistema; nosotros no hemos comprendido así la ley; 
nosotros hemos concebido y explicado de otra suerte, en nues- 
tro Comentario anterior, su espíritu y su potestad. Esa doctri- 
na, pues, no puede ser nuestra doctrina. Á tales hijos los hemos 
estimado adulterinos ó bastardos, como á los que nacieron con- 
tinuando el impedimento de sus padres. Y al hacerlo así hemos 
dado nuestras razones, en cuya creencia persistimos. Por lo 
cual, excusándonos de repetirlas, no tenemos que hacer otra 
cosa que remitir á nuestros lectores á ese Comentario que aca- 
bamos de citar. Véanlo de nuevo, si es que quisieren recordar- 
las, y pésenlas otra vez en su buen juicio. Si allí hemos tenido 
razón, si la ley no ha podido querer decir lo que literalmente 
dice, si su verdadera y genuina inteligencia es la que señala- 
mos, nuestra respuesta á la presente duda tampoco puede, ser 
dudosa: no son los hijos de adulterio, no son ios hijos de perso- 
nas casadas, los que cabe legitimar por el subsiguiente matri- 
monio de sus padres. Es imposible concebir la retrotraccion de 
este matrimonio á un tiempo en que otro matrimonio lo hacía 
imposible; é imposible era, sin ninguna duda, cuando se pro- 
crearon los hijos de que por hipótesis se trata, pues que la pro- 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


190 

creación es la concepción cuando ménos, .y hemos dicho que al 
tiempo de concebidos estaban sus padres ligados .con otras per- 
sonas diferentes. 

27. Visto así, de un modo breve, claro, racional, qué hijos 
pueden ser legitimados por el matrimonio de los que le dieran 
el ser, debemos ver ahora cuáles, si únicamente los mismos ó si 
algunos otros más, pueden serlo por los rescriptos de los sobe- 
ranos. 

28. Asentemos ante todo que, en buenos principios de razón 

y de justicia, esta segunda clase de legitimación sólo debe esti- 
marse un suplemento de la primera: repugna á nuestro sentido 
moral que tenga otro principio ni que en sí pueda ser otra cosa. 
Se concibe bien, en efecto, que cuando ha fallecido la que fuera 
amiga del padre, y madre de su prole; que cuando se ha levanta- 
do entre ella y él un obstáculo semejante al de la muerte, porque 
haya pronunciado solemnes votos ó casádose con otro hombre; 
el padre, libre siempre, pueda acudir al legislador, al Monarca, 
y pedirle que supla con una merced de su soberanía lo que á él 
le es imposible de todo punto. .Aun sin esas imposibilidades ab- 
solutas, la razón alcanza alguna Otra moral: la madre de la pro- 
le se ha hecho de tal manera indigna por sus actos, que no es 
decente, que no puede ser, el que un hombre honrado le dé su 
nombre y la llame su esposa. Pero en uno y en otro caso, en la 
esfera material ó en la esfera moral, siempre es una imposibili- 
dad notoria dé realizar el casamiento lo que determina y justi- 
fica á los ojos de la razón este recurso del rescripto. Cuando el 
matrimonio fuera posible, repugna, decimos, á nuestra inteli- 
gencia y á nuestro sentido íntimo que se eche mano de otro re- 
curso que él, para crear aunque sea ficticia y existimativamen- 
te lo que solo el mismo matrimonio crea nn el orden real y na- 
tural de las cosas. ■ - 

29. Ahora bien: si la legitimación por privilegio suple, y no 

debe hacer más que suplir a las nupcias subsiguientes, si sólo 
debe admitirse cuando éstas no puedan tener lugar por algo que 
las impida, posterior á la procreación ó al nacimiento de los hi- 
jos, parécenos una consecuencia necesaria el que ese privilegio 
no haya de otorgarse , sino tratándose de tai prole que por su na- 
turaleza habría podido recibir la legitimación de aquellas pro- 
pias subsiguientes nupcias. Otra cosa no seria suplir; otra cosa 
sería lanzarse en propósitos y por causas que no tendrían ni lí- 
mites ni reglas racionales, que dependerían únicamente de los 
caprichos y del favor. ; 



ttv duodécima. ,y '' i: ' 131* 

30. • Esto por lo menos es lo t[ue nos dice nuestra .concien- 
cia, lo que enseñan los buenos principios. Para profesar una 
doctrina diferente, ó más bien para bajar nuestra cabeza antte 
ella, admitiendo respecta á los hijos de delito la indulgencia que 
se puede tener con los 1 hijos de falta, sería necesario qüe la vié- 
semos escrita en claras y terminantes leyes. Mientras no, no 
hemos de admitir jamas que á medida que se van supliendo 
unas cosas con otras, se vayan extendiendo las supletorias sin 
razlon y sin término, de manera que lleguen á no tener ningu- 
na semejanza con las suplidas. 

31. Pues esa mayor amplitud,, pues esa extraordinaria in- 
dulgencia, no las encontramos autorizadas en nuestros- códi- 
gos. Y sin embargo, debemos confesar que alguna vez y más 
de alguna vez han sucedido, se han tenido y verificado de he- 
cho * Si registramos archivos y crónicas, si recordamos tradicio- 
nes, bien puede ser que hallemos á hijos ilegítimos de personas 
casadas, autorizados por los. soberanos para entrar en las fami- 
lias legales de sus padres. El que esto escribe ha; leído por 
sus mismos ojos una cédula de legitimación concedida al hijo 
de un sacerdote. Y no ocurrió por cierto este caso en pasados 
siglos, cuando cierta laxitud en las costumbres podía aminorar 
el escándalo del hecho; no.. El rescripto se concedió por el .se- 
ñor D. Carlos IV, sesenta ó setenta años hace; y el autor de esta 
obra conoció cuando niño á la misma persona legitimada. Un 
poco más era el suceso que los indicados y prohibidos por la ley 
de Soria (1). 

32. Sinceramente hablando, no creemos que en el dia de hoy 
pudieran verse concesiones semejantes. Imposible' es qüe go- 
bierno alguno, no digamos el constitucional que nos rije, con 
sus Cámaras, con su libertad de imprenta, con su influjo nece- 
sario de la opinión pública, pero ni aun el absoluto de D, Fer- 
nando VII en 1832, el del Pretendiente cuando guerreaba en 
Navarra; imposible es, decimos, que ninguno de ellos se hubie- 
ra atrevido á ejecutar un acto de esa especie. Tenemos confian- 
za en la razón universal; no creemos en la repetición de lo 
monstruoso, cuando todo el mundo está persuadido de su defor- 
midad moral, de su condenación por todas las leyes. Quizá no 


(1) Hemos*visto también la legitimación de un bastardo, hijo de 
hombre casado y mujer soltera, otorgada por la Santa Sede en el pri- 
mer tercio de este siglo. El agraciado y su familia son conocidísimos en 
nuestra sociedad española. 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


192 

somos individualmente mejores en el dia que lo fueron nuestros 
antepasados en el siglo XV; pero la sociedad oficial, pero los po- 
deres del Estado, seguro es que no se permitirán ahora mucho 
de lo que entonces se permitieron. Y en cuanto á la época de 
fines de la centuria pasada y principios de la presente, todo el 
mundo sabe á dónde llegó en España el escándalo de aquel pe- 
riodo, y todo el mundo siente que no es fácil descendamos á ver 
otro de tanta incuria y de tanta abyección. 

33. Y sobre todo, y sea del hecho lo que sea, lo que en este 
lugar inquirimos y lo que debemos escribir es el derecho. El 
abuso reconocido por tal no puede nunca engendrar á éste. La 
doctrina no se eclipsa ni deja de mostrarse cual es á los hom- 
bres, porque algunos poderosos la hayan despreciado y concul- 
cado. La conciencia siente y la razón proclama que los hijos ile- 
gítimos a quienes el subsecuente matrimonio de sus padres 
puede legitimar son los que hemos especificado nominativamen- 
te; y que estos mismos, y no otros, son los que puede cubrir 
con sus beneficios el regio rescripto que reemplaza y suple á 
aquella legitimación. Cuando ese rescripto es ménos que aque- 
lla en sus. resultados, cuando dá ménos derechos, como vamos á 
exponer en seguida, no podía ser que alcanzara y beneficiara á 
los que no puede alcanzar y beneficiar aquella. 


m. 

34. Pero ¿cuáles son las consecuencias, cuáles los efectos 
de las legitimaciones? ¿Qué posición dan en las familias á los 
legitimados? ¿Producen una propia los actos de subsiguiente 
matrimonio y los rescriptos de los Reyes, ó la producen diversa, 
distinguiéndose los unos hijos legitimados de los otros? — Hé 
aquí la segunda pregunta ó cúmulo de preguntas que más ar- 
riba quedaron indicadas, y á que.es tiempo y razón de contes- 
tar al presente. 

35. La condición familiar del hombre comprende diferentes 
fases ó respetos; como expusimos en un Comentario anterior. 
Tiene una que es, por decirlo así, social y pública, que consiste 
en. lievar legítimamente el nombre de los padres, pertenecer 
á sü clase, y también en poder’ ser admitido, á ciertas honras, 
cargoSj distinciones, que exijen esa posición de familia ó de le- 
gitimidad. El apellido, la nobleza, la capacidad de puestos; hé 



tEY DUODÉCIMA. 


193 

aquí lo que consideramos en ese primer punto de vista más ex- 
terno y menos íntimo que los restantes, más propio del estado, 
de lá ciudad, y' menos propio de la interioridad ó de la casa. 
Pues bien: sobre este punto, el efecto de la legitimación es com- 
pleto, é igual le producen las dos clases en que aquella se divi- 
de. Noble es el hijo legitimado, si el padre es noble; y capaz, 
por otra parte, de todos los oficios y de todas las preeminencias 
para que se requieren, ó se han requerido por lo menos, condi- 
ciones de sangre y de linaje. ■■ . 

36. Ni se comprende qué fuera de otro modo. Por un lado, 
aun los hijos naturales puros, los reconocidos pero no legitima- 
dos, gozan ya de esas distinciones de familia, y poseen la nobleza 
cuando han nacido de padres que la tienen. ¿Cómo, pues, no ha- 
bían de disfrutar de ese privilegio los que son más que los na- 
turales, pues que han salido de la condición de ilegítimos, de 
esa propia de naturales, tal vez, para elevarse á otra evidente- 
mente superior? Y bajo otro, concepto, ¿qué sería la legitimación 
misma, si no produjese estos efectos en cuyo exámen nos esta- 
mos ocupando? ¿Cuáles había de producir, para que no fuese una 
palabra vana é irrisoria? 

37 . Legitimar, ni vulgar ni técnicamente puede significar otra 
cosa que hacer legítimo: legitimado, solo del que es hecho legítimo es 
de quien puede decirse. La idéá natural de la legitimación no es 
otra sino la de conceder á los que la obtienen los derechos de la 
legitimidad. Esto es lo obvio, esto debió ser lo primero que se 
pensara. Si después se notó que haciéndolo así omnímodamente 
podían causarse perjuicios, herirse derechos respetables, y se 
detuvo la ley ante una consideración tan justa; por lo ménos, 
donde semejantes perjuicios no se pudieron concebir, donde no 
cupo maltratar ni aun rozarse con interes de ninguna especie, 
claro es que faltó toda razón para poner reservas ó excepciones, 
y que los efectos naturales del acto que se admitía ó creaba de- 
bieron seguir su fácil y sencillo curso. De aquí que la legitima- 
ción pueda no igualar á la legitimidad, concurriendo con esta, en 
la división de bienes, en el goce de derechos que son limitados y 
de naturaleza exclusiva, en lo que pertenece al orden interno ó 
doméstico, en una palabra; pero en lo exterior, en lo tocante á 
la sociedad más que á la casa propia, en el nombre, en las ar- 
mas, en la clase, en la aptitud para las honras públicas, en lo 
que no se divide ni se menoscaba para ninguno porque lo lle- 
ven otros dos ú otros doscientos; en todo eso no hubo, ni hay, 
ni puede haber razón para limitar los derechos de los legitima- 

13 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


194 

dos, y los gozan éstos de consiguiente, sin que se los haya ne- 
gado nadie, ni práctica ni ley, corno si fuesen de todo punto le- 
gítimos, como si hubiesen nacido en el más legal y perfecto ma- 
trimonio. Así lo declaró la ley de Partida (1 ); así y no menos ter- 
minantemente lo ha declarado esta de Toro que comentamos. 

38. Síguese el orden, como decíamos antes privado, en el 
que debemos examinar tres cosas: la patria potestad, el derecho 
respectivo á alimentos, y el derecho respectivo á sucesiones. Es- 
tos dos últimos fueron, según se recordará, los que analizába- 
mos al tratar de los hijos ilegítimos — (de la patria potestad no 
podía ser cuestión hablándose de ellos); — y en los tres es donde 
evidentemente están reunidas todas las relaciones posibles entre 
los padres y los legitimados en que nos ocupamos ahora. 

39. Acerca de la patria potestad seremos muy breves. Se 
deriva sin duda de la legitimación, como se deriva de las legíti- 
mas nupcias, como se deriva de la arrogación que también su- 
ple á estas. La patria potestad es la primer consecuencia de la 
paternidad y de la filiación legales, en tanto que no llega la 
emancipación del .hijo. Donde quiera que el derecho encuentra 
á éste en la primitiva relación con su padre, formando los dos 
una familia, allí declara un poder, allí muestra un súbdito. Eso 
es notorio, elemental, no ofrece dificultades de ningún género. 
Lo único que debemos advertir al mencionarlo es que la legitb- 
macion que produce patria potestad es la de los hijos solteros, 
y no la de los casados, ni la de los nietos tampoco. El matrimo- 
nio incluye entre nosotros emancipación; y el nieto no está su- 
jeto á la potestad del abuelo, ni en las condiciones de la legiti- 
midad común. 

40. En el segundo punto, en la cuestión de alimentos-, no 
concebimos ni sabemos que .haya habido jamás ni qué pueda 
haber duda. Si el padre los debe álos hijos ilegítimos cuando es 
conocida la paternidad; si la madre se los debe siempre, porque 
la madre no es desconocida ni incierta nunca, ¿cómo no los han 
de deber á estos otros, que no, solamente han procreado, sino 
que han querido hacer suyos después, deliberadamente, y con 
una reiteración de voluntad, que solo respecto á ellos puede se- 
ñalarse? Alimentos les- deberían siempre, porque les habían dado 
el ser: alimentos les deben por una doble causa, pues qúe con 
un acto posterior han ratificado esa procedencia misma, y per* 
feccionádo.la, y elevádola, cuanto les permitían unas benévolas. 

(1) Li,9i a , tít. 15 °, P. IV, 



LEY DUODÉCIMA. " 195 

ley^s. No se' procrea— si es lícita esta palabra — dos veces ‘a, una" 
persona, para no criarla, para no educarla, para no alimentarla 
después, en la natural extensión de los medios de quien la ha 
de criar, educar, alimentar: Así, en el puntado que tratamos, 
ninguna diferencia debe admitirse entre los legitimados y los 
legítimos propios. Si el derecho no da detalles, no fija porme- 
nores, establece sin duda principios, de los que saca justas con- 
secuencias la razón. ■ ‘ 

41. Llegamos, por fin, al punto' de las sucesiones, que ha 
sido y es el único grave-, el único que puede ofrecer dificul- 
tad (1). La legislación no había sido uniforme en esta materia. 
En ella, como en tantas otras, una cosa había dicho el Fuero 
Real, y otra habían escrito las Partidas. La doctrina y la prác- 
tica vacilaban; y de aquí la necesidad de que las leyes de Toro 
las ordenasen y las fijasen. 

42. ' Según las de Partida (2), los hijos legitimados, de cual- 
quier órden que fuesen, puesto que no hace entre, ellos diferen- 
cia, habían de suceder con los legítimos y partir con estos los 
bienes de sus padres. No hay más que un caso de excepción á 
esta regla, y es cuando la legitimación no procede del padre 
propio, sino que el hijo la ha ganado ú obtenido por sí, ofrecién- 
dose al servicio del Rey ó del concejo, ó casándose, si es hija, 
con dignatario concejal. Entonces, pero sólo entonces, no here- 
darán al igual y en comparticiori con los legítimos descendien- 
tes: en todo otro caso, como dice la ley misma, nó sólo «pueden 
ser herederos de todos los bienes de sus padres, si los padres 
fijos legítimos non o vieren,» mas «si los o vieren; heredarán en 
parte como los otros fijos que ovieren de mujeres legítimas.» 
Tánta es, según aquel Código, la fuerza de la legitimación he- 
cha ó conseguida por el padre: tal poder le atribuye, y de tal 
modo la iguala con la propia legitimidad. ■ 

43. Menos amplio, menos favorable parecía el derecho del 
Fuero de las Leyes. Contra lo que es común en la comparación 
de tales códigos, este segundo., primero y más antiguo en el 
orden de los tiempos , había sido en la opinión común más mi- 


li) La sucesión de que aquí hablamos es la herencia común; ñola de 
mayorazgos ó cosas vinculadas. En esa materia hay álgo que decir so- 
bre los derechos de los legitimados, sobre su aptitud y lugar. Mas eso 
no corresponde al Comentario presente: todavía no hemos llegado á las 
leyes que hablan de vinculaciones. 

(2) L. 9. a , tít. 15.°, P. IV. 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


196 

nudoso, y había distinguido y sutilizado más en la materia que 
nos ocupa. Verdad es que la ley 2. a , tít. 6.° del lib. III, que he- 
mos citado ántes, decía solo en sus breves palabras: «Si home 
soltero con mujer soltera ficiese hijos, é después casare con ella, 
estos hijos sean herederos.» Mas ese derecho de las legitimacio- 
nes por matrimonio no se extendía ni aplicaba, según la creen- 
cia de las gentes, á las legitimaciones otorgadas por autoridad 
real. Respecto á éstas, citábanse nada menos que tres leyes, 
que también vamos á copiar en seguida, tanto porque son cor- 
tas, cuanto porque no debemos prescindir de sus textuales pa- 
labras, no creyendo como no creemos que su aplicación á tales 
legitimaciones fuese la más acertada ni la más genuina. Nues- 
tros lectores juzgarán sobre ello con completo conocimiento de 
causa. 

44. Ponemos por primera la 7. a , tít. 22.° del lib. IV, que 
dice textualmente de este modo: «Quien quisiere recebir por su 
fijo, fijo que haya en mujer que no seá de bendición, recíbalo 
ante el Rey ó ante homes buenos, é diga en tal manera: éste es 
mi fijo, que hé de tal mujer, é desde aquí adelante quiero que 
sepades que es mi fijo: é si aquel que lo así recebiere por fijo 
muriese sin manda, el tal fijo herede lo suyo, si fijos legítimos 
no hubiere, ó nietos, ó dende ayuso; é si manda quisiere fazer, 
fágala sin empescimiento de aquel fijo que así recebió; y el fijo 
que así fuere recebido haya honra de fidalgo si su padre fuere 
fidalgo, y ésto se entiende de los fijos naturales.» 

45. Es la segunda, la 5. a , tít. 6.° del lib. III, de la que son 
las siguientes palabras: «Todo home que no oviere fijos de ben- 
dición, é quisiere recebir á alguno por fijo, é heredarle en sus 
bienes, puédalo fazer: é si por aventura después oviere fijos de 
bendición, hereden ellos é rio aquel que recibió por fijo; y ésto 
mismo sea por el fijo de la barragana, que fue recebido por fijo 
é por heredero.» 

46. La tercera, en fin, de estas tres leyes de que hablamos 
es la citada más arriba, la 17. a del propio título y libro, «Ma- 
guer que el fijo que no es de bendición no deve heredar, según 
que manda la ley; pero si el Rey le quisiere fazer merced, pué- 
dale fazer legítimo é sea heredero también como si fuesse de 
mujer de bendición; ea así como el Apostólico há poder llena- 
mente en lo espiritual, así lo há el Rey en lo temporal: é como 
el Apostólico puede legitimar aquel que no es legítimo para ha- 
ber órdenes é beneficio, así lo puede legitimar el Rey para he- 
redar é para las otras cosas temporales.» 



■ - ■ ■ ■ . « . , tí. 

LEY DUODÉCIMA. : ]97 

r *•' i y ■ ■' L i ■ '• i ■ . ■ i , . p ■ ¡ | : 

47. De las tres leyes que acaban de copiarse, y de, algunas 
otras menos expresivas, concordantes con. las dos primeras, se 
lia deducido generalmente que por el Fuero Real heredaban los 
hijos legitimados á virtud de rescripto cuando se hallasen solos, 
pero que perdían ese derecho si. los padres llegaban á tener hi- 
jos legítimos de verdaderas y justas nupcias. Puede ser que sea 
asi; puede ser que nos equivoquemos en este particular, como 
podemos equivocarnos en cualquiera otro; puede ser que nos 
ofusque una ilusión, y que veamos fantásticamente algo que no 
es. Mas en nuestra conciencia, de lo que hablan las dos prime- 
ras de esas leyes es, ante todo, de hijos reconocidos, y después 
de hijos adoptados , ó para hablar con mas propiedad, arrogados , 
De legitimación, de verdadera legitimación, no hay en ellas una 
palabra sola. O léanse, si no, considérense, analícense, todas 
las que usan. Siempre se dice recibir hijos; nunca se dice, nunca 
se indica el trasladarlos de la ilegitimidad á la legitimidad. Ni 
se habla de matrimonio, ni tampoco de privilegio concedido por 
el Monarca. El Rey, que encontramos allí, es un testigo que 
autoriza; no es un soberano que otorga, que concede, que su- 
plé. Si se observase que aquellos hijos que sé reciben lo eran ya 
del que los recibía, nosotros notaremos á nuestra vez que. seme- 
jante circunstancia no empece á nuestra calificación: no estaban 
bajo su potestad, no pertenecían á su familia, y por ese medio 
podían constituirse en la una y en la otra. Lo cierto es que no 
se encuentra la palabra legitimación, y que á nuestro juicio tam- 
poco se encuentra la idea de semejante acto. 

48. Así, nada importa para el punto- de que tratamos, que la 
eventualidad de nuevos hijos de matrimonio destruya lo que se 
hubiese hecho por virtud de esas leyes ¿ si lo que se había hecho 
por virtud de esas leyes no era la legitimación, la verdadera y 
genuina legitimación, cuyos efectos estudiamos en el presente 
análisis. 

49. No podemos decir lo mismo respecto á la ley 17. a , titu- 
lo 6.°, lib. III del mismo Código, citada y copiada en tercer lu- 
gar. Aquí sí que se habla de legitimación por merced del Prín- 
cipe , como en la segunda de aquel título que también antes he- 
mos copiado se habla de iguaf legitimacion por matrimonio. En 
nuestro concepto, estas dos leyes, y solamente estas dos leyes, 
son las que se refieren al caso, en el Fuero Real que nos ocupa. 
Pero téngase en cuenta que ni la una ni la otra subordinan los 
derechos que reconocen á ninguna eventualidad posterior. Se- 
gún ellas, el subsecuente matrimonio y el rescripto soberano 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


198 

hacen legitimados y herederos á los que no lo eran; y ninguna 
indicación contienen de que esta postrer cualidad pueda nunca 
extinguirse ni quedar baldía, después de ganada ú otorgada. 
Esto es lo que leen nuestros ojos, lo que concibe nuestra mente. 

50. Mas sea lo que fuere de tal opinión, tengamos ó no ten- 
gamos razón en nuestro juicio, parece que la creencia contraria 
era la común, y que á principios del siglo XVI se entendía el 
Fuero Real como hemos indicado en los números anteriores. 
Es sobre todo fuera de duda que la había respectivamente á los 
derechos de los legitimados en las herencias de sus padres, y 
que esta duda reclamaba una decisión auténtica que la extin- 
guiese. De aquí el precepto de esta ley duodécima de Toro: de 
aquí las palabras, las explicaciones, con que los consejeros de 
doña Isabel redactaron el texto que comentamos en este ins- 
tante. 

51. Respecto á los legitimados por subsiguiente matrimo- 
nio, nada se ha innovado, nada se ha alterado en ella: no se ha- 
ce sino volver á igualar, poner de nuevo juntos y en una propia 
categoría á éstos y á los que son legítimos por su nacimiento y 
su origen. Permanece, pues, el antiguo derecho, el de los cáno- 
nes, el de las Partidas, el de la jurisprudencia, el del Fuero 
Real, Pódenles decir siempre con los primeros: Tanta esl vis ma- 
trimonii, ni qui, antea simt genili, post contractum matrimonium le- 
fjitimi hábeantur. Podemos decir siempre con el último: «Si home 
soltero con mujer soltera ñziese hijos, é despúés casase con ella, 
estos hijos sean herederos.» Nada, repetiremos por última vez, 
hay en contra. 

52. Respecto á los legitimados por rescripto ó por gracia, la 
ley no dice nada del caso en que pudiera haber, precedentemen- 
te á la legitimación, otros hijos ó descendientes legítimos, he- 
rederos forzosos de los legitimantes. Esto es, no dice nada de 
una manera directa; porque en forma indirecta ó incidental, 
bien da á entender que puede haber diversos derechos en la tal 
hipótesis de legitimación. Al emplearse este inciso «aunque sea 
legitimado para heredar los bienes de sus padres ó madres ó de 
sus abuelos,» bien se indica que caben en aquel acto varios pro- 
pósitos y varias fórmulas; que puede haber legitimaciones con 
mayor ó menor amplitud, con mayor ó menor capacidad here- 
ditaria. « Aunque sea legitimado para heredar» dice la ley; luego 
puede ser legitimado sin que obtenga semejante derecho. Ló 
uno es la consecuencia necesaria de lo otro. 

53. Supónese, pues, y es una suposición completamente de 



■LEY DUODÉCIMA. t$9 

lógica «como de buen sentido., que cuando se impetra la gracia 
debenlexponerse las circunstancias del impetrante, la existencia 
ó no existencia de legítima prole; y que en vista de ello, respec- 
tando derechos, no hiriendo ¡intereses legítimos, es como se 
concederá, la legitimación de los agraciados. Mas de cualquier 
modo que sea, la gracia, el privilegio, habrán de tener ejecu- 
ción según estén concebidos y escritos, no existiendo cafisas de 
obrepción ó de subrepción que los invaliden ó los anulen. Si se 
otorgaron para heredar, alcanzarán sus efectos á la herencia; 
si no se. otorgaron con ese fin, porque se respetó á -legítimos 
herederos existentes, claro es también que no puede dárseles 
una extensión ue pugna con sus condiciones propias. Todo esto 
era evidente d -suyo, y no se habría necesitado para entender- 
lo de una nue /-a y expresa ley. ' 

54. El o> ,éto de la que examinamos fué un caso distinto: 
aquel en qr z habiéndose concedido la merced plena, entera, 
con faculta de heredar ex testamento y ab intestalo á los padres, 
naciese des mes á estos algún hijo ó descendiente legítimo, ó le 
legitimasen x>r subsecuente matrimonio. Esta hipótesis, según 
la creencia c mun, parecía estar prevista y decidida por las le- 
yes del Fuere Real que antes copiamos, en el sentido de que 
quedase la le¿ limación sin el efecto de hacer heredar. En nues- 
tro juicio, que 'azonamos ya corno nos pareció oportuno, seme- 
jante creencia era infundada y errónea. Mas sea lo que fuere 
de lo uno y de o otro, los legislares de Toro, dejando á un lado 
las Partidas, ir, erpretando el Fuero si era menester, pusieron 
por derecho in- jestionable lo que entendía la opinión común 
haber querido . .te. El nacimiento de descendientes legítimos 
menoscabó, ai mguó los derechos de los ya legitimados por 
gracia, siquier: hubiese sido ella la más amplia posible, priván- 
dolos de lleva la herencia de los ascendientes propios. Y no 
solo el nacimn do de legítimos tuvo tal consecuencia, sino que 
la tuvo tambie i la legitimación de otros ilegítimos, como fuese 
hecha por sub iguientes nupcias. De suerte que no sólo se de- 
cidió y escribí: aquí la inferioridad, antes por lo ménos dudosa, 
del legitimado por merced, sino que se confirmó asimismo la 
perfecta, absol ita igualdad del legitimado por matrimonio con 
el que es legíti .10 por naturaleza. Cuando sobrevinieron de cual- 
quiera de esta; dos clases, aquel otro quedó evidentemente pos- 
tergado: lo qu. el padre puede dejarle (no dice Ja ley que deba, 
que tenga obl pación) es el quinto de sus bienes solamente, del 
eual pudiera .simismo disponer en beneficio de su alma ó en 



COMENTARIO Á LAS LEYES DF. TORO, 


200 

provecho de un extraño.— Otra cosa dice también la ley que 
siempre le queda; que es el derecho de suceder á los demás pa- 
rientes, así como las honras y preeminencias anejas al carácter 
de legitimidad. Lo mismo esto último que las acciones alimenti- 
cias, lo tenemos consignado ya en el presente Comentario: so- 
bre el derecho de sucesión á esos otros parientes, bueno será que 
digamos una palabra. 

55. Los parientes de que la ley habla en esta frase, son los 
parientes transversales y no otros; son los tios, son los primos 
del legitimado: pues que de los ascendientes, padres y abuelos, 
ya deja dicho que aquel pierde su herencia por el advenimiento 
de los que le excluyen. Y á primera vista, y cuando no se ha 
reflexionado sobre tales palabras, parecen extrañas ciertamen- 
te, y no se concibe la razón de su precepto. ¿Por qué, ocurre, 
se ha de tener mayor derecho, acción más poderosa ó más fir- 
me, en los bienes de un tío que en los bienes de un padre? ¿Por 
qué el legítimo que viene después ha de ser un embarazo para 
la adquisición de éstos, y no ha de impedir la adquisición de 
los otros? 

• 56. Mas reflexionando algo, por poco que sea, en el particu- 
lar, muy luego se descubre el buen sentido y la recta razón de 
la ley. No son homogéneas, ni con mucho, los derechos de una 
persona, sea legítima sea legitimada, en los bienes de sus as- 
cendientes y en los de sus parientes transversales. Respecto á 
los primeros, son tales derechos absolutos, forzosos; respecto á 
los segundos, son potestativos, voluntarios. El padre y el abue- 
lo tienen por obligación que instituir á sus descendientes; el tio 
puede instituirlos, preterirlos, nombrar á quien, quiera: son sus 
herederos ab intcstato cuando él nada dijo, pero no lo son nece- 
sariamente ex testamento ; no lo son cuando él prefiere otras per- 
sonas. Infiérese de esta distinción que si se hubiesen dejado 
iguales respecto al padre á los legitimados y á los legítimos, 
aquel hubiera tenido precisión, de instituirlos á los unos como á 
los otros: la execuacion se habría realizado en su testamento, 
en su herencia, indispensablemente. En los transversales no su- 
cede asi: aun dejando como se deja á los legitimados, aquel su 
pariente que va á testar puede llamarlos ó no llamarlos, según 
tenga por oportuno, instituirlos ó no instituirlos, según le ple- 
gue, adelantarlos, postergarlos, colocarlos á su voluntad respec- 
to á los legítimos. De suerte que lo que se les otorga, más bien 
que un derecho es una capacidad; ó si derecho real es para el 
caso de los ab intestados, no puede perderse de vista que estos son 



LEY DUODÉCIMA. 201 

los menos comunes, y que se debe presumir en ellos que el di- 
funto quería espontáneamente la sucesión legal, cuando, facul- 
tado para hacerlo, no se cuidó de ordenar otra. 

57.. No es, pues, un descuido, no es, mucho menos, un no- 
torio yerro lo que ésta escrito sobre ese particular en la ley. 
Téngase presente que ella ni quería ni podía anular los efectos 
esenciales de toda legitimación; y que una vez que conservaba 
la de rescripto, debió no inutilizarla, no quitarle su carácter. 
Quiso establecer diferencias^ entre ella y la de matrimonio: es- 
timó que no era merecedora de tantos favores: llevó un poco 
atrás á los hijos que por su merced habían sido agraciados. Qui- 
zá creyó que no hacía en ello sino conservar las antiguas tra- 
diciones de Castilla escritas en el Fuero Real. Pero no fue, re- 
petimos, su ánimo- el extinguir, el'aminorar de todo punto esa 
legitimación misma: los agraciados no habían de volverse á ha- 
cer hijos espúreos ó naturales, porque les hubiesen nacido her- 
manos que fueran legítimos. Disminuyendo álgo su posición, 
no debía esto ser sino en lo que la razón demandase: todo lo'de- 
más había de quedarles, todo, lo demás había de seguir perte- 
neciéndoles. Ante un superior derecho, justo era que cediese su 
derecho, para no causar un efectivo perjuicio: donde no hubie- 
se verdadera lesión, no había por qué se anulara ni se disminu- 
yera, — Así, por lo- menos, comprendemos nosotros el espíritu 
de esta ley, y por esa norma resolveríamos todas las dificultades 
que pudieran venirnos de su tenor. 


IV. 


58. La ley que estamos examinando menciona la legitima- 
ción de los nietos, y también hemos aludido á ella nosotros en 
este Comentario. Pocas palabras explicarán cómo puede ser, y 
cuáles son los efectos que produce. 

59. Tuvo una persona un hijo espúreo ó natural, que vivió 
siempre como ilegítimo para sus padres, que se casó, que tuvo 
descendencia, que falleció en aquella situación en que se halla- 
ba. Si después de esto el padre primitivo, el abuelo de los que 
han quedado, se casa con la mujer de quien hubo tal hijo, éste 
no se puede legitimar porque ya no existe, pero se legitimará 
su descendencia, y serán nietos legitimados del abuelo que con- 
trae tal matrimonio. Lo propio se puede verificar por rescripto ó 



202 


COMENTARIO A LA8 LEYES DE TORO. 


gracia del Monarca: el abuelo puede pretender la legitimación 
de aquellos descendientes, y concederla, el que hubiera podido 
conceder la del hijo si estuviese en vida. 

60. En cuanto á las consecuencias de tal legitimación, no es 
punto que ofrece la menor dificultad. El derecho de los nietos 
es el de los hijos, habida consideración al orden y lugar que 
ocupan en la familia. 

V. 


61. Los trámites que se siguen en el dia para obtener un 
rescripto dé legitimación, están fijados en la real orden de 10 de 
Abril de 1838. Según ella, ios que soliciten esta gracia acudirán 
directamente á la audiencia territorial respectiva, presentando 
la solicitud para S. M. y los documentos en que la apoyen, ó 
bien al gobierno, quien lo remitirá todo á la propia audiencia. 
Ésta comisionará al juez de primera instancia para la formación 
del oportuno expediente, en el que se oirá ¿ las personas intere- 
sadas, y se recibirán las informaciones que ofreciere el solici- 
tante. Hecho así, y devuelto á la audiencia con informe del juez 
comisionado, se oirá al fiscal, y se informará también al gobier- 
no por la audiencia misma. Sólo después de todo esto, y con tan 
amplia y conveniente instrucción, es como se propondrá á S. M. 
por su Ministro de Gracia y Justicia lo que pareciere de hacer 
en cada caso. — De más está el decir que aprobamos completa- 
mente tales garantías, creyendo como creemos que ninguna es 
lujosa ni superflua en asuntos de tanta gravedad y de tamaño 
interes. 


'■ i 

* .1 ■' , - 


■ . ■ . s- . • 



LEY DÉCIMA TERCIA. 


(L. 2.% ttt. 5.°, lib. X, Nov. Rec.) 


Por evitar muchas dudas que suelen ocurrir acerca de los hi- 
jos que mueren recien nascidos, sobre si son naturalmente nasci- 
dos ó son abortivos; ordenamos y mandamos que el tal hijo se 
diga que naturalmente es nascido, y que no es abortivo,.quando 
nasció vivo todo, y que á lo menos después de nascido vivió 
veinte y quatro horas naturales, y fué baptizado antes que mu- 
riesse; y si de otra manera nascido, murió dentro del dicho tér- 
mino, ó no fué baptizado, mandamos que el tal hijo sea havido 
por abortivo, y que no pueda heredar á sus padres, ni á sus ma- 
dres, ni á sus ascendientes. Pero si por el absencia del marido, 
ó por el tiempo del casamiento, claramente se provasse que nas- 
ció en tiempo que no podía vivir naturalmente, mandamos que 
aunque concurran en el dicho hijo las calidades susodichas, que 
no sea havido por parlo natural ni legítimo. 


COMENTARIO, 

I. 


1 . Esta ley contiene evidentemente dos partes, á más de la 
explicación con que principia, y que fué el motivo de dictarla. 
La primera, clara en su propósito, clara en su precepto, comple- 
tamente en armonía con ese motivo que quedaba consignado. 



2Q4 comentario á las leyes de toro. 

La segunda, cuya relación con él no se advierte del mismo mo- 
do, expuesta á dudas acerca de su fin, y que no explica por si 
propia todo el derecho que establece, sino que se refiere á dipo- 
siciones que debían ya existir en otros códigos.— Hablaremos 
ante todo de aquella, que no há menester esfuerzos de estudio, 
para venir luego, como es razón, á examinar y á comprender 
esta otra. 

2. Sabido, vulgar es que los hijos son herederos legítimos y 
forzosos de sus padres; y no solo los que viven a la época de su 
muerte ó que han dejado á su vez otros hijos para representar- 
los, sino también los postumos, los que nacen después de esa 
muerte misma. Si al testar el padre no ha contado con ellos para 
instituirlos, ninguna duda tiene que al nacer anulan, rompen, 
modifican, según los casos, la institución que aquel hubiese he- 
cho. Esta doctrina, repetimos, es en principio vulgar, y no hay 
obligación de desenvolverla ahora. La suponemos, debemos su- 
ponerla, como la supone y la da por sentada esta ley. 

3. Mas para que el hijo postumo sea tal heredero de su pa- 
dre, para que su nacimiento produzca efectos, para que adquie- 
ra derechos y los transmita á alguna persona, es necesario que 
efectivamente llegue á nacer y á vivir, como un ser completo, 
natural, humano; es necesario que no sea tan solo un embrión, 
y que el parto que le produce no sea un aborto. Un aborto no 
da tales derechos á los ojos de la ley: un embrión, un feto, un 
principio de sér, que no tiene el complemento necesario para 
vivir humanamente, siquiera nazca porque de hecho salga á luz, 
ni puede recibir para sí nada proveniente de los que le engen- 
draron, ni traspasar á nadie por su falta eso propio que hubiera 
debido ser suyo, mas que de fado no llegó á serlo. 

4. También esta doctrina es clara, y en sus fundamentos no 
ofrece ninguna dificultad. Supuesta la condición de ser comple- 
to ó de ser abortivo, no caben dudas, no caben cuestiones, en 
cuantos casos se presenten. Los seres completos, naturales, ad- 
quieren derechos y los transmiten; los seres incompletos, abor- 
tivos, los propiamente fetos ó embriones, ni pueden poseer, ni 
pueden traspasar. La dificultad única del caso ha de estar nece- 
sariamente en la calificación de aquello que nació. ¿Vivía, ó no 
vivía, según la naturaleza? ¿Lo estimó vivo y vividero, ó lo es- 
timó abortivo la ley? 

5. Las de nuestros antiguos códigos no parecían explícitas 
ó suficientes en el particular. Teníamos dos del Fuero-Juzgo 
(1& 18. y la 19. y tít. 2.°, fib. IV), cuyas palabras terminantes 



LEY DECIMA. TERCIA. 205 

eran como sigue: EBtablescemos— (dice, la primera)— -que 

aquel que nasce non qleveaver la bueña de -los padres, fueras 
si después que fuere nascido recibiere baptismo, é visquie- 
re X dias...... Y la segunda: «El padre muerto, si el fiio ó la ñia 

visquieren X dias, ó más ó ménos, é fuere baptizado, quanto quel 
pertenecía de la buena del padre, todo lo deve aver la madre.»— 
Si en esta segunda ley, enmendando al parecer la anterior, no 
existieran las palabras ó más ó ménos, ellas nos habrían dado 
una regla, que podría parecer acertada ó no acertada, pero. que 
sería indudablemente fija y segura. El hijo, postumo que no vi- 
viese diez días sería estimado abortivo, y el que viviera y hu- 
biese sido bautizado se tendría por natural para los efectos de 
recibir y transmitir herencias. Mas ése ó más ó ménos de la ley 
posterior destruye de todo punto la fijeza del plazo, y acaba así 
con lo que la primera determinaba, constituyendo la esencia de 
la condición que debían contener. ¡ Ménosl ¿Hasta dónde llega 
este ménos, cuando era un mínimum de vida lo que aquí debía 
y parecía buscarse, como prenda de ser natural y completo el 
ente que había venido a luz?. 

6. El Fuero Real; más lógico en esto que el Juzgo, prescin- 
de de señalar tiempo alguno de vida, toda vez que no se pro- 
pone el señalarlo fijo y constante. La ley 3. a , tít. 6.° de su li- 
bro III, comienza con estas palabras: Si el que muriere dexare 
su mujer preñada, é no oviere otros ,fijos, los parientes más pro- 
pinquos del muerto en uno con la mujer escriban los bienes del 
muerto ante el alcalde, é téngalos la mujer: é si después nas- 
ciere fijo ó fija, é fuere baptizado, haya todos los bienes del pa- 
dre; etc.» Donde se ve que, con arreglo á este Código, aun la 
vida instantánea era suficiente, con tal que la santificara el bau- 
tismo: que todo ser, perfecto ó imperfecto, nacido en condicio- 
nes ó sin condiciones de duración, siempre que de hecho viviese 
y recibiera .el agua de la fé católica, era ya en el acto heredero 
de su padre anteriormente muerto, y ganaba derechos incues- 
tionables, ora para sí propio, ora para transmitirlos á su madre, 
á los padres de su madre, ó á las personas, en fin, que fuesen 
herederos legítimos de él propio. 

7. Eran, pues, distintos sistemas el del Fuero-Juzgo y el del 
Fuero Real. Aquel habia querido confirmar el hecho de la vida 
con cierta duración de su esencia, aunque la fórmula que em- 
pleó en su segunda ley era ilógica y desgraciada: éste, el Fuero 
Real, había prescindido de semejante confirmación, y contentá- 
dose con el hecho del vivir, aunque tal hecho fuese instanta- 



9Qg COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

neo, aunque consistiese únicamente en nacer y en recibir el bau- 
tismo.— Sólo en este último punto, en el del bautismo, habían 
estado conformes los dos Códigos: ni uno ni otro permitían que 
gozase derechos de familia en nuestra nación el que no había 
entrado en el seno de la Iglesia, ni recibido sobre su frente el 
sacramento que nos regenera y nos salva. 

8. El propio sistema que dejamos señalado como del Fuero 
Real es también el que siguen las Partidas. Lo encontraban por 
una parte en aquella ley verdaderamente española; y por otra, 
lo tenían también en su ordinario modelo, el cuerpo del derecho 
romano. Así, nada hay en ellas que indique la necesidad de un 
determinado tiempo de vida. Con tal que el hijo postumo viva 
al nacer, con tal que sea hombre y no monstruo (1), hereda in- 
dudablemente á sus mayores, y transmite á su vez la herencia 
á los que de él deduzcan su derecho. Ni aun la circunstancia del 
bautismo se exije en estas leyes, como se había exijido en las 
anteriormente citadas; no la pedía el derecho imperial, y no 
ocurrió añadirla á los doctores de que se valía D. Alfonso. 

9. Con semejantes antecedentes; vese bien toda la fuerza del 
motivo alegado en la que nos ocupa; toda la exactitud de la ca- 
lificación de insuficiente, que. hemos dado á nuestro antiguo de- 
recho: debían, sin duda, de ocurrir cuestiones sobre si los hijos 
que morían recien nacidos eran seres abortivos ó naturales, so- 
bre si habían vivido ó no habían vivido en verdad y realidad. En 
aquellos primeros instantes de la existencia, la vida tiene que 
ser algo de bien tenue y de bien dudoso: cuando á los pocos 
momentos ya no se conserva, bien puede vacilarse, bien puede 
disputarse sobre si al nacer se tuvo ó no se tuvo. El bautismo, 
por otra parte, no acaba de justificar el hecho de la afirmación; 
porque el bautismo de socorro se presta, y debe prestarse siem- 
pre, por poca duda, por leves probabilidades de vida que haya. 
De manera, que cada caso en que hubiese un recien nacido muer- 
to á los pocos minutos ó á las pocas horas, no podía menos de 
producir, en el hecho, un pleito sumamente dificultoso; en la 
razón, un problema las más veces insoluble. La materia se pres- 
taba á esas incertidumbres; y los intereses las fomentarían, sin' 
duda alguna, hasta el término que indican las palabras con que 
comienza nuestro texto. 

lfi. Por eso se volvió en él al sistema del Fuero-Juzgo, si 


(1) L. 5. a , tit. 23.°, P. lV.-_ L. 8. a , tít. 33.°, P. VII. 



« lEV DKCrMA. TERCIA. • áOf 

bien perfeccionándolo en su idea , y haciéndolo consecuente en 
su expresión. Quísose que la vida del nacido fuese comprobada 
con algunas horas de duración y subsistencia después del naci- 
miento, á más de exijir que fuese completa en el ser que venía 
á luz, cuanto esto puede reconocerse en tal estado y en tales 
circunstancias. Supúsose que el que no nace vivo todo, y no per- 
manece tal siquiera un dia, es porque tiene tal vicio, tal desor- 
den, tal imperfección fundamental, que no puede estimarse na- 
turalmente vividero, que es abortivo en la esencia, aunque dis- 
frute un principio de vitalidad, inseguro, efímero, transitorio. 
Supúsose, por el contrario, que cuando se ha nacido con pleni- 
tud de vida, y ha podido disfrutársela veinte y cuatro horas, la 
existencia natural, humana, es perfecta , como lo puede ser en 
el término de la gestación y en el momento de un verdadero 
parto. Y aceptando para base de la ley estas suposiciones , se 
creyó encontrar algo que era á la par visible, notorio, por sí, y 
que no consentía tanta dificultad ni tanto litigio como los que 
de buena fé y de mala fé podían antes suscitarse. Más racional 
y más práctico al mismo tiempo este sistema, hizo bien la ley 
en arbitrario y en esqribirlo en el presente Cuaderno de buen 
sentido y de justicia, que pedían los pueblos, y que formaban 
para satisfacerlas los Reyes. Y acertada debió ser la resolución, 
cuando al cabo de tres siglos y medio de existencia no sabemos 
que haya pedido nadie que se altere ó que se modifique. 

11. Excusado nos parece el advertir, como conclusión de 
este punto, que los defectos con que pueden nacer esos seres de 
que se trata, no les empecen de ningún modo, si son tales que> 
con ellos puede vivirse. No ha de tenerse por feto aquella cria- 
tura á la que falte un brazo, pues que vemos seres que viven 
larga vida con faltas semejantes. Otra cosa, sería si apareciese 
un verdadero monstruo, de los que escribieron las leyendas, y 
admitieron como posibles los códigos antiguos; pero la verdad es 
que esos entes informes ó no viven nada, ó no viven las veinte 
y cuatro horas que demanda nuestro texto. Con ese plazo se ha 
evitado y se ha resuelto toda racional dificultad : no prescin^ 
diendo de él nunca, improbable es que se presente caso alguno 
en que pugnen entre sí lo que manda el derecho y lo que acon- 
seja imperiosamente la razón. 



208 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


II. 


12. Pero hay en esta ley una segunda parte, según dijimos 
más arriba y habrán observado por si nuestros lectores. — «Si 
por el absencia del marido (dice) ó por el tiempo del casamiento 
claramente se probase que nasció en tiempo que no podía vivir 
naturalmente, mandamos que aunque concurran en el dicho 
fijo las calidades susodichas— (nacer vivo todo , vivir veinte y 
cuatro horas, y ser bautizado,)— que no sea habido por parto 
natural ni legítimo.» — Son las textuales palabras. 

13. Ahora bien: ¿qué es lo que tales palabras quieren decir? 
¿Qué es lo que supone' esta declaración? ¿Para qué se hace y se 
consigna en la presente ley? — Reflexionemos un poco, á fin de 
comprenderla á ella, y de alcanzar y determinar su objeto. 

14. Partamos como primera base, de que la gestación tiene 
su plazo natural; no fijo é invariable de todo punto, por minu- 
tos ó siquiera por horas, pero encerrado sí dentro de ciertos lí- 
mites, de un mínimo y de un máximo que no se traspasan. La 
naturaleza no podía dejar de tener en ésto una ley, como la tie- 
ne en todas las cosas. El hombre ha pugnado por conocerla, ha 
tenido necesidad de conocerla ,■ y próximamente la conoce. La 
observación y la ciencia se la han dicho, siquiera no sea con 
toda perfección; y él la ha escrito en sus códigos, donde estaba 
obligado á escribirla para resolver gravísimas cuestiones de le- 
gitimidad. 

15; Nueve meses cumplidos es el plazo vulgar que en. todos 
los tiempos ha designado el mundo como término del embara- 
zo en las personas humanas. Y sin embargo, desde el instante 
mismo de fijarse esa regla, se conoció bien que tenía cierta am- 
plitud, y que süs verdaderos límites estaban más acá y más allá 
de ese determinado punto. Desde el séptimo y hasta el décimo 
mes han sido siempre recónocidos y comunes los partos de se- 
res vivideros: desde el séptimo hasta el décimo, principiado 
aquel, terminado éste, los han proclamado en todo tiempo como 
buenos y legítimos la ciencia y la legislación, desde Platón é 
Hipócrates hasta las Partidas de D. Alfonso y el Código penal 
de 1849 (1). ■ . 


(1) L. 4. t tit. 23.°, P . IV *Art. 400 del Código penal, 



I 


■ LEY DÉCIMA TÍJRGIA/ 209 

16. No es del caso examinar aquí si la ciencia ha dicho su úl- 
tima palabra, ni'si la legislación no debería sufrir alguna refor- 
ma, en él caso de que aquella prestase nuevos datos , de todo 
punto concluyentes. Recusándome á mí mismo respecto de lo 
primero, par éceme sólo que hechos extraordinarios, fenomena- 
les, siquiera tengan toda la certeza apetecible, no se pueden to- 
mar como base para prescripciones comunes, exponiéndose así á 
todas' las malas artes del interes y de la corrupción. Puede ser 
que se haya presentado en el mundo un parto natural de doce 
meses: pero si este hecho se tomase como regla, ¿cuántas vitfdas 
no se harían engendrar hijos dos y tres meses después que han 
quedado tales, y los harían pasar como legítimos de á^uel cuyo 
nombre llevaron? Bueno es, diremos siempre, tener en cuenta 
las posibilidades de lo justo y de io lícito; pero nó lo es menos 
advertir las de lo injusto y de lo criminal. Algo debe inclinarse 
el ánimo en la suposición de lo inocente; pero nó tánto que se 
abra la puerta, para precipitar en el vicio á los mismos que se 
guardarían de él en más severas circunstancias. 

17. Como quiera que ésto sea, nuestra legislación supone que 
el periodo del embarazo es de siete meses empezados á diez me- 
ses cumplidos, de ciento ochenta y uno á trescientos y un dias. 
Si una mujer casada de menos tiempo que aquél pare y tiene 
descendencia, esta tal descendencia no se estima legítima prole 
de su matrimonio. Si una mujer viuda ó cuyo marido está au- 
sente, pare y tiene descendencia , cumplidos esos trescientos y 
un dias de la ida ó de la muerte, esa tal descendencia no sé es- 
tima legítima del marido ausente ó difunto. Esto es lo que se 
deduce de la ley de Partida y del artículo del Código penal que 
hemos citado, no contradichos por ningún otro texto. 

18. Teniendo á la vista un derecho semejante, — (no el del 
Código, como se supone, sino el de las Partidas,)— íué como se 
concibió y se dictó esta ley de Toro que al presente nos ocupa. 
Ella había comenzado diciendo que se estimase parto natural 
aquel en que el recien nacido se presentaba vivo del todo, con- 
servaba esa vida por veinte y cuatro horas, y entraba con el bau- 
tismo en el gremio de la iglesia. Mas en el instante en que lo 
decía así, presentóse á sus autores la posibilidad de que el ma- 
trimonio de los que aparecían padres del hijo, de su madre y del 
que estaba ó había estado casado con su madre, ó no llevase 
bastante tiempo para producir prole naturalmente, ó no pudie- 
ra ya producirla, por haber cesado de hecho, ora con la muerte 
del padre, ora con su ausencia, que traía la separación de los 

14 



2 ig COMENTARIO Á LAS LEVES DE TORO. 

cónyuges. Cabía sin duda tal hipótesis: era esta suposición po- 
sible: y parecióles, en su juicio, que' debían indicar y resolver 
la dificultad. ¿Declararemos naturales (debieron de preguntar- 
se) estos partos de que tratamos, éstos en que el hijo vive un 
dia y se bautiza, cuando las circunstancias de los padres pre- 
suntos eran de tal género que no los pudieron engendrar, según 
la ley y la doctrina común? ¿Los declararemos naturales, efec- 
tivos, salvo el que se tengan por ilegítimos después; ó evitare- 
mos esta segunda y escandalosa cuestión, disponiendo que no 
se estimen por de aquella clase (naturalmente nacidos), con lo 
cual no hay necesidad de discutir si fueron ó no fueron de esta 
otra, (ilegítimos, de adulterio)? 

19. Hé aquí en nuestro juicio la razón y el objeto de la ley: 
hé aquí la única clave para comprenderla y aplicarla rectamen- 
te. Había tenido por propósito el evitar las dudas que solían 
ocurrir acerca de los hijos que mueren recien nacidos : ésto lo dice 
en terminantes palabras ella propia; no cabe desconocerlo, no 
cabe dudarlo. De esos es, pues, de los. que quiere hablar; para 
semejantes casos es para los que instituye y ordena derecho. 
Acerca de los que pasan de ese primitivo instante, acerca de los 
que duran y entran de lleno en la vida, nada pretende decir, y 
nada dice, sobre lo que se hallaba estatuido en los demás códi- 
gos. Si se disputa sobre su condición, á esos otros códigos es 
adonde hay que acudir para resolverla. La materia de esta ley 
son los recien nacidos que fallecen en aquellos umbrales del 
mundo: el objeto de esta ley es el declarar si de esos seres dé- 
biles, efímeros, transitorios, fue ó no fue natural, real, efectivo, 
productor de derechos, el nacimiento. Pues bien: ella ha distin- 
guido dos casos: el primero que es el común , él .que escribe co- 
mo regla; y otro segundó de especiales circunstancias , en el 
que ha estimado prudente modificar esa regla misma. Según 
aquel, hay nacimiento natural, efectivo, legal, cuando el 'recien 
nacido llenó las condiciones que hemos explicado en los números 
precedentes. Según este otro, no hay tal nacimiento natural, le- 
gal, efectivo, causante de deréchos civiles, — -supuesta siempre la 
muerte, y la muerte próxima del recién nacido propio, — cuando 
el tal se presentaba con las apariencias, con el carácter, con- la 
aspiración de hijo de personas casadas, y estas personas no po- 
dían tenerlo de su enlace, ó por el corto tiempo que llevaba 
éste de contraído, ó por el largo tiempo que llevaban ellas dé 
separadas ó ausentes entre sí. La consideración de la imposibi- 
lidad vence aquí, en el ánimo de la ley, al hecho del alumbra- 


LEY DÉCIMA TERCIA-.'. . 211 

mienta con verdadera vida.— Volvemos á decir, y no. era nece- 
sario decirlo, que cuando el recien nacido no muere, el caso de 

la ley falta, y no pueden, ménos de cesar de todo punto tales 
apreciaciones. 

20. Esta es, por lo ménos, nuestra inteligencia del precepto 
legal, y de los motivos del precepto legal. Ni su estructura ni 
sus frases nos permiten atribuirles otra. Él propio, ese precep- 
to, señaló su cuadro, que ha llenado en la forma, á su parecer, 
más racional y más prudente. Para cualquier otro que se conci- 
biera, habría que buscar el fondo en otros supuestos. 

21. Si se nos pide ahora nuestro juicio, confesaremos que 
'no es, que no puede ser favorable á esta parte segunda, innece- 
saria, vaga, que vuelve á abrir las propias incertidumbres que 
cerraba la primera. No proponiéndose la ley sino decir lo que 
estimaba nacimiento natural, en contraposición á nacimiento 
abortivo, para resolver las cuestiones que sobre ese punto exis- 
tían antes, creemos que debió terminar su declaración, y hacer 
punto final, donde acababa aquella primera parte, tan racional y 
.tan completa. La segunda puede haber sido inspirada por un 
buen propósito; pero estamos seguros de que desarmoniza la 
obra,- de que perjudica al pensamiento, de que produce esas di- 
ficultades, y lo que es peor, de que no las resuelve. El límite 
cierto de la primera desaparece, convirtiéndose en una división 
arbitraria: el propósito de fijeza se viene á desvanecer, aunque 
no sea para todos los casos. Si en los hijos indudablemente le- 
gítimos tenemos una regla inconcusa, en muchos que no mere- 
cen aquella calificación es notorio que ya no la tenemos, con que 
conocer si fueron abortivos ó si nacieron naturalmente. Para 
aquellos es bastante una existencia de veinticuatro horas, á fin 
de que se juzguen naturalmente nacidos: ¿cuál es la que han de 
tener estos otros, á fin de que también se les estime tales? La 
ley no lo dice: la ley nos deja en lo arbitrario: la ley, que ha 
querido acabar esas dudas, no las resuelve completamente co- 
mo era su deber. 

22. Mientras más se reflexione, más clara se verá la justicia 
de nuestra censura. Para calificar un parto de tal parto ó de 
aborto, para estimar á un recien nacido persona ó feto, para te- 
ner por un ente humano ó por un mero embriomá lo que nace, 
de nada deben servir ni nada influyen cuentas de matrimonio 
ni meses de ausencia. Lo que se trataba de definir aquí era la 
existencia de un niño, y no la legitimidad de un niño; y toda 
vez que hubiese nacido vivo, y durado veinticuatro horas, y 



212 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

sido bautizado, nos parece que niño debíamos tener, fuesen los 
que fuesen sus padres. Si no podía haberle procreado el que es- 
taba unido con su madre ante la Iglesia, otro sería el que lo hu- 
biese hecho. Las leyes que declaran la legitimidad serían las que 
debiesen regular este punto, las que darían el derecho en esta 
ocasión; lo tocante á la realidad del nacimiento nada tiene que 
ver con ellas. La presente debió terminar con su primera parte; 
porque esa sola parte es la que entra en su objeto, y la que con- 
duce á su propósito. ¿Qué es lo que ha hecho la segunda? Que 
podamos contemplar un niño nacido de dos dias, de cuatro dias, 
de ocho dias, y que sea una cuestión si es ó no es un sér com- 
pleto y humano, solo porque no podemos decir quién fue su pa- 
dre, ó porque sepamos que el marido de su madre no lo es. 

23. . Como quiera que sea, la cuestión capital, tratándose de 
leyes, no puede versar nunca sobre nuestro juicio, sino sobre 
su inteligencia. La de la presente nos parece la que hemos indi- 
cado más arriba, fija en su primera mitad, insegura y dando 
ocasión á cuestiones en la otra. Ante ella, que es el derecho, 
fuerza es inclinar las críticas individuales, reduciéndolas á lo que 
son: meras expresiones de particular juicio, que no tienen sino 
un valor muy limitado en el estadio de los hechos públicos. 



LEY DÉCIMA CUARTA. 


(L *>% TÍT. 4.°, LIB. X, Nov. IÍEC.) 

Mandamos que el marido y la mujer, suelto el matrimonio, 
aunque casen segunda ó tercera vez, ó más, puedan disponer 
libremente de los bienes multiplicados' durante el primero ó se- 
gundo ó tercer matrimonio, aunque baya habidos fijos de los ta- 
les matrimonios ó de algunos de ellos, durante los quales matri- - 
monios ios dichos bienes se multiplicaron, como de los otros sus 
bienes propios que no hubiesen sido de ganancia , sin ser obliga- 
dos á reservar á los tales fijos propiedad ni usufructo de los tales 
bienes. 


LEY DÉCIMA QUINTA. 


(L* 17.% TÍT. 4.°, LIB. X, Nov. Rec.) 

En todos los casos que las mujeres, casando segunda vez, son 
obligadas á reservar á los fijos del primer matrimonio la propie- 
dad de lo que ovieren del primer marido, ó heredaren de los 
lijos del primer matrimonio ; en los mismos casos, el varón que 
casare segunda ó tercera vez sea obligado á reservar la propie- 
dad dello á los lijos del primer matrimonio: de manera que lo 



214 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

establecido cerca de este caso en las mujeres que casaren segun- 
da vez aya lugar en los varones que pasaren á segundo ó tercer 
matrimonio. 


COMENTARIO. 

i. 


1. También reunimos aquí dos leyes para exponerlas en un 
propio capítulo; porque, como se comprende á su simple lectu- 
ra, no solo pertenecen á una materia, sino que forman en esta 
Colección un pequeño todo ó conjunto, completándose y perfec- 
cionándose, puede decirse, la una con la otra. 

2. Consignemos, lo primero, que acerca de lo que disponen, 
de lo que mandan,' no es posible duda ni dificultad de ninguna 
clase. Lo cjue puede suscitar esas dificultades y ofrecer esas du- 
das, son los supuestos en que descansan estas mismas leyes, la 
doctrina que dan por sentada para fundar y ordenar sus man- 
datos. Ellas, en sí, en su parte preceptiva, son tan ciarás como 
terminantes. 

3. Según la décima cuarta, los bienes gananciales que ad- 
quiere y percibe cualquier mujer, á consecuencia de un matri- 
monio que ha contraído y en que ha vivido, no corresponden ni 
se cuentan de ninguna suerte á ni entre los que el derecho le 
preceptúa reservar para los hijos de aquel matrimonio, si pasa 
por ventura á segundas, á terceras, á ulteriores nupcias. Esos 
bienes son del todo suyos, dice la ley; tan suyos como los de- 
más que pueda tener, de antigua,, de reconocida, de perfecta 
propiedad, no multiplicados ni de ganancia.— Y según la décima 
quinta, el deber de reservación que impone el derecho , que en 
la práctica se realiza, que es obligatorio en fin á las viudas de 
un' matrimonio cualquiera, en los bienes que hubieron de sus 
maridos ó heredaron de sus hijos, cuando contraen o-tro enlace 
posterior, ese propio deber alcanza también á los viudos, que 
pasan por su parte á segundas, á terceras, á nuevas nupcias. Lo 
que previniese la antigua doctrina, la jurisprudencia ó el de- 
iecho observados antes de las leyes de Toro en gravamen del 
sexo débil, preyiénelo también ésta, y aplícalo al otro sexo, con 



LEV DÉCIMA QUINTA. 215 

igualdad, absoluta de relaciones y de casos. —Nada más hay en 
la letra; nada más en el espíritu de tales disposiciones.- 

4. Infiérese de lo que acabamos de decir que para la oportu- 
na exposición de la presente materia, no solo debemos comen- 
zar, sino que apenas tendremos que hacer otra cosa que exami- 
nar la antigua doctrina sobre bienes reservables, y, en cuanto 
dice relación con ella, la española, ó más bien castellana, acerca 
de los gananciales, ó multiplicados en el matrimonio, pertene- 
cientes por mitad, según se sabe, al marido y á la mujer. Lo uno 
y lo otro son los' preliminares obligados de este Comentario, ya 
que no sean completamente el Comentario mismo. 

5. Principiaremos por lo tocante á la reservación; y según 

nuestra costumbre, iremos á demandar ante todo á los viejos 
códigos españoles lo que habían escrito sobre ella, ó por lo me- 
nos de parecido á ella. . - . ■ . 

6. Lo primero que encontramos con tal carácter es la 
ley 15. a , tít. 2.°, lib.-IV del Fuero-Juzgo, que comprende las si- 
guientes, palabras: «La madre, si se non casare después de la 
muerte del marido, deve partir egualmientre en todos los fruc- 
tos de la buena (herencia) de su marido con sus fiios mientra 
visquiere, mas ni lo puede vender ni dar á ninguno de sus fiios... 
Mas el fructo que ella deve aver, puédelo dar á quien quisiere 
de los fiios ó de las fiias: é aquello que ella gana-re del fructo, 
puede dar á quien quisiere. E si da,quella parte de la madre al- 
guna cósa fuere enaienada, todo deve seer entregado después de 
la muerte de la madre á los fiios; é después de la - muerte .de la 
madre el quinnon (la porción) de la madre dévenlo aver los fiios 
egualmientre. E si la madre se casar después de la muerte del man- 
do, desdaquel dia adelantre deven aver sus fiios la parte que ella de- 
vía aver de la buena del marido si se non casare ,» 

7. Esta ley, que en su mayor parte acabamos de transcribir, 
es una ley curiosa y extraña á todas luces. El analizarla por 
completo seria trabajo largo y difícil: el comprenderla absoluta 
y omnímodamente, resolviendo las dudas á que da ocasión, des- 
atando sus contradiciones ó que parecen tales, declarando de 
todo punto su naturaleza y su sentido, lo tenemos por más lar- 
go y trabajoso aún. Hay en ella un principio de derecho heie- 
ditario, que se concede á la viuda conjuntamente con la piole, 
hay algo, en nuestro concepto, de prescripciones alimenticias: 

■ hay de reservación: hay, por último, de pérdida de los P 1 opios 
derechos que se conceden. Y todo ello, sobre una base de hu- 
manidad, de buen sentido, de ideas y de afecciones familiares, 



216 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


que no siempre se encuentran en las leyes de nuestros otros có- 
digos, aun de los mismos que tienen más presunciones de vigo- 
rosa doctrina y de robusta organización social. 

8. Pero lo que no hay en ese texto es nada semejante á la 
obligación de reservar, que se reconocía siglos después, y que 
supusieron y mencionaron las leyes de Toro que nos ocupan. 
Según éstas, y según la doctrina común, procedía, había lugar á 
la reservación, cuando la cónyuge, que recibiera álgo de su ma- 
rido ó lo heredara de algún hijo, pasaba á contraer segundas 
nupcias : si continuaba en su estado de viudez, si fallecía en tal 
estado, habría lugar á que la heredasen sus hijos en lo que al- 
canzaran sus legítimas, pero no lo habría á reservaciones de 
propiedad, que menguasen sus derechos, los derechos omnímo- 
dos de tal poseedora; Por la ley del Fuero-Juzgo era precisa- 
mente lo contrario. Había lugar á la reserva, ó á álgo semejan- 
te á la reserva, cuando la mujer, la madre, se conservaba viuda. 
En el caso de que contrajese un nuevo matrimonio, nó era una 
disminución, era uha pérdida completa de todo derech,o lo que 
la amenazaba. Nada tenía ya que reservar; porque desde aquel 
instante, propiedad y usufructo, todo lo tenía perdido. Esta ley 
era conmúchomás severa, con mucho más inspirada del sen- 
tido familiar, que la teoría que suponen, explican, y quizá ex- 
tienden las leyes de Toro. 

9. Nada más hallaremos en el Fuero- Juzgo que tenga rela- 
ción con la materia en que nos vamos ocupando; pues las 13. a 
y 14. a del propio título y libro, que disponen lo que se ha de 
hacer con la herencia de la madre, cuando el padre supervivie- 
se, son consecuencia de los principios comunes, que hacen á tal 
padre el jefe de la familia, y el administrador legal de sus hijos 
y de los bienes de sus hijos. Es al Fuero Real a donde debemos 
trasladarnos, si queremos encontrar, alguna otra disposición en 
el camino que nos ha de conducir al verdadero punto de las re- 
servaciones. 

10. En la ley 1. a , tít. 2.°, lib; III de este Código, ley que es- 
cribió el derecho de las. arras, su posibilidad y sus límites, en- 
contramos entre otros preceptos los siguientes : «E si la mujer, 
aviendo fijos de este marido, finare, pueda dar por su alma la 
quarta parte de las arras á quien 'quien, é las tres partes finquen á 
los hijos de aquel marido de quien las ovo... é si la mujer o viere 
fijos de dos maridos ó de más, cada uno de los fijos hereden las ar-. 
» as que dió &u padre: de guisa que los fijos de un padre no partan 
en las arras que di ó el padre de los otros.»' — Aquí tenemos tam- 



LEY DÉCIMA. QUINTA-, 21t 

bien fundamentalmente algo de la idea que inquirimos; pero 
tampoco es de todo punto la misma, también hay entre ello y lo 
que supone la ley de Toro diferencias que no es posible descono- 
cer. Más que doctrina de reservación, vemos aquí una doctrina 
de troncalidad; Si por ventura aquella, la reservación, existe, su 
materia esta limitada a las arras o donaciones pvopUir tiuptias y 
su -hipótesis así comprende el caso de un segundo matrimonio, 
como el de una constante y perfecta viudez. Donde quiera que 
se entregaron arras, y se procrearon y existen hijos, las tres 
cuartas partes de las mismas arras han de ser necesariamente 
para estos (1). 

11. En . el Fuero Real no tenemos ningún otro precepto, 

ninguna otra ley. 

/ ■ 

12. A otra parte , pues, que á nuestros primitivos códigos 
españoles es necesario acudir, para encontrar el origen de esa 
especie de precaución, que se toma contra el cónyuge que de 
nuevo se casa— (no diremos pena que se le impone), — hacién- 
dole perder algo que sin ese segundo casamiento era suyo, y 
hubiera continuado siempre suyo. Y esa otra parte, forzosa- 
mente debía ser , y evidentemente, es el derecho romano ; no 
solo como fuente de nuestra legislación de las Partidas , sino 
porque, aun prescindiendo de éstas, fué tan grande, y es tan 
reconocido su influjo en nuestras escuelas, en nuestros trata- 
distas, en nuestro foro, durante las centurias décima cuarta, 
décima quinta y décima sexta. 

13. No cabe en nuestro propósito el tratar ni histórica ni 
detalladamente de este punto con relación á las leyes de Roma: 
eso nos empeñaría en consideraciones, no sólo muy extensas 
y harto difíciles, sino también demasiado agenas al presente 
Comentario. Tomamos ese derecho, esas leyes, en globo, y co- 
mo fueron en su periodo último, en su expresión más moderna 
y científica; tales cuales pudieron servir de pauta á nuestros ju- 
risconsultos del siglo de D. Alfonso, cuales sirvieron de modelo 
doctrinal á los juristas y á los profesores de los siglos siguien- 
tes. Nos fijamos en el Código y en las Novelas; y aun en estos 


(1) Todavía cabe una cuestión según el texto de la expresada ley. 
Esas tres cuartas partes ¿son del lodo de las arras, de tal manera que 
no haya podido enagenarlas la mujer en su vida; ó son únicamente de 
lo que quede de ellas al tiempo que finare ? Pero á tal cuestión le han 
quitado todo interés las presentes leyes de Toro, y por eso no la discu- 
timos, contentándonos, con indicarla. 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


218 

mismos nos concretamos á lo fundamental, sin descender más 
allá de lo preciso á correcciones ni á pormenores. 

14. Eso fundamental, eso general, eso sintético, es conocido 
de cuantos han estudiado un poco aquel derecho, aquellas leyes. 
Según las primitivas, lo que una mujer adquiría lucrativamen- 
te de su marido, por donación esponsalicia, por fideicomiso, por 
legado, por cualquiera otra causa que fuese, todo ello estaba 
en la obligación de reservarlo, en cuanto á su propiedad, para 
los hijos que hubiera de aquel matrimonio, siempre y dado el 
caso de que pasara á contraer nuevas nupcias. Y no solo era 
así, sino que el propio principio, sino que la misma reservación 
tenía lugar cuando hubiese percibido, adquirido, heredado algo 
de cualquier hijo de ese primer matrimonio: obligada estaba, 
si contraía otro después, á idéntica reserva en beneficio de los 
demás que de aquel tuviese, hermanos del que la donara, la 
legara, la traspasara las dichas propiedades. Cuando ocurrían 
semejantes casos, esto es, cuando se verificaban esos segundos, 
ulteriores enlaces de las viudas, el goce en que se hallaban éstas 
de los indicados bienes cambiaba en el punto de condición: de 
propietarias convertíanse en usufructuarias, padeciendo todas 
las consecuencias, todos los menoscabos de esa disminución de 
derechos y de poder. 

15. Hemos dicho que ésta era primitivamente sólo una ley 
de las viudaq. Pero desde el .tiempo de Teodosio el joven comen- 
zóse á someter también á los hombres á.ella; y Justiniano dió 
completa fuerza á esa extensión de las reglas antiguas. Las 
obligaciones de las viudas se aplicaron también á los viudos: lo 
que restringía y menguaba la propiedad de las madres, restrin- 
gió y menoscabó también la de los padres en idénticos casos.. 
Desde entonces, aquella doctrina de la reservación, formulada 
contra el sexo débil, fué común á los dos sexos, y tendió su al- 
cance y su poder lo mismo sobre los unos que sobre los otros 
cónyuges. 

16. Tal era, en resúmen, la doctrina del' derecho romano, 
consignada en el Código. Mas débemos añadir que en ese, como 
én tantos otros puntos, variaron mucho, modificaron mucho las 
Novelas. Por el precepto de éstas se distinguió entre los bienes 
que las madres heredaran de sus hijos ab intestato, por ministe- 
rio de la ley, y aquellos otros que les provinieran de institución 
ó expresa voluntad de los mismos. Estos últimos fueron eximi- 
dos de toda carga de reservación; y en cuanto á los primeros 
volvióse á distinguir, considerando á su origen, dividiéndolos en 



LEY DÉCIMA. QUINTA. 219 

'profecticios y adventicios, y conservando el gravamen parados 
unos, y extinguiéndolo ó aboliéndolo para los otros, —Esto en 
lo respectivo á los bienes procedentes de los hijos: en los que 
venían del cónyuge premuerto no se hizo novedad importante. 

■ 17. Hasta aquí las prescripciones que creemos necesario re- 
cordar del derecho romano, sobre cuyo conjunto debemos de- 
cir algunas palabras. Su idea capital, su espíritu, su razonónos 
parecen comprensibles y plausibles, aun no desconociendo sus in- 
convenientes: algunos de sus pormenores, de sus explicaciones, 
de sus fundamentos, no nos parecen igualmente razonados ni 
exactos. Cuando una Novela, por ejemplo, para eximir de la re- 
servación á los bienes heredados por la madre en virtud del tes- 
tamento del hijo, se vale de la siguiente fórmula: ex í estamento 
succedit mater liberis suis, quae convolavit ad secundas nuptias, sicut 
institutus quilibeí , creemos nosotros que ni expresaba una ver- 
dad, ni daba, mucho menos, una razón digna de este nombre. 
En tiempo de las Novelas la madre tenía legítima, como la tie- 
ne entre nosotros, aunque fuese menos cuantiosa que entre nos- 
otros: no se la podía pues llamar con justicia quüibet institutus. Y 
si, por otra parte, fuera tal verdadero motivo el ser institutus qui- 
libet para no verse sometido á la obligación de reservar, téngase 
en cuenta que la mujer legataria de su marido era, sin ningún 
género de duda, legataria quaelibeí, y á pesar de ello obligada 
estaba á reservar los bienes de tal legado, cuando caía en la 
debilidad, ó verificaba el hecho de contraer un nuevo matri- 
monio. 

18. De la pura, verdadera ley romana, es natural que pase- 
mos al Código español que la tomó por norma, y que explicó 
por lo común su doctrina, y se inspiró ordinariamente de su es- 
píritu. Y sin embargo, en esta materia que nos ocupa hoy no 
podemos ménos de reconocer que las Partidas se quedaron muy 
distantes, ó que fueron concisas é incompletas respectivamente 
á su modelo. Los dos textos que constantemente se citan con 
relación á este punto no llenan, ni con mucho, como van á ver 
nuestros lectores, el cuadro ideal que de ellas habría podido es- 
perarse. 

19. Es laprimera la 2,3. a , til. 11.° déla Partida IV, que refiere 
ó establece por qué razones gana el marido la dote que llevara 
la mujer, y ésta toda donación que aquel le hiciese en razón < e 
casamiento. Las palabras de la misma que pueden tener impor- 
tancia en nuestro caso son las que siguen: «E lo que dize esta 
ley de ganar el marido ó la mujer la dote ó la donación que es 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


220- 

fecha por el casamiento, por alguna de las tres razones sobredi- 
chas, entiéndase si non ovieren fijos de consuno. Ca si los ovie- 
ren deven aver los fijos la propiedad de la donación ó de la do- 
te; é el padre é la madre, el que fincare vivo, ó el que non en- 
trare en orden, ó que non fiziere adulterio, deve aver en su vida 
el fruto della.» — En esa ley no hay más: no contiene otro pre- 
cepto que el que acaba de copiarse, que pueda decir relación 
con la materia presente. 

20. Es la segunda la 26. a , tít. 13.° de la Partida V, donde 
encontramos las siguientes palabras: «Marido de alguna mujer, 
finando, si casare ella después con otro, las arras é las dona- 
ciones que el marido finado le oviere dado, en salvo fincan á 
sus fijos del primer marido; é dévenlas cobrar é aver después 
de la muerte de su madre.»— Lo demás que en la propia ley se 
halla, tampoco pertenece al asunto de reservaciones que nos 
ocupa. 

21. Visto que en el Código de D. Alfonso no encontramos 
más disposiciones que estas, expondremos con sencillez y lisu- 
ra lo que de las mismas pensamos, en confirmación de lo que 
ya notábamos poco hace (18). — Claro está que la primera (23. a , 
tít. 11.°, P. IV) es de todo punto extraña á nuestra actual in- 
vestigación, y que no puede concebirse con qué razón ó con 
qué propósito la han traido á ella varios comentadores. Deci- 
mos aquí lo que dijimos antes en algunos preceptos de los Fue- 
ros. Si comprende tal ley una reserva legal, de ninguna suerte 
está motivada ésa reserva en que la viuda ó el viudo contrai- 
gan un nuevo matrimonio. La obligación que impone ese texto 
al marido y á la mujer, dura como tal obligación, aunque per- 
manezcan sin casarse por una existencia de cien años. No es, 
pues, aquella una ley aplicable á las reservaciones de que habla 
ésta de Toro : no se contienen en sus palabras los supuestos á 
que ésta alude: no sirve de nada para su inteligencia, de nada 
para su comentario. 

22. No diremos lo mismo del segundo texto, de la segunda 
ley. Volveremos solo á advertir, primero, que es lo único que 
se halla en las Partidas á propósito de la materia presente; y 
añadiremos, en segundo lugar, que la obligación que consigna, 
la impone tan sólo á la mujer y no al marido, á la viuda y no 
al viudo; y que únicamente habla de arras y de donaciones 
propter nuptias . Ninguna otra cosa hay en su precepto. Nada 
hay en, ella de legados; nada de donaciones mortis cansa ; nada, 
en fin, de lo qué viene á la madre por herencia, por legado, por 



LEY DECIMA ■ QUINTA, ¿jjj 

dopacion, por un título cualquiera, más ó menos necesario, más 
ó mQnos voluntario, de cualquiera de'sus hijos. 

• 23. Resulta de todo que, según nuestro derecho escrito, al 
comenzar el siglo XVI eran muy pocos los casos de reservación 
que podían señalarse §n Castilla, con motivo de pasar- un cón- 
yuge viudo á segundo matrimonio. Para los. cónyuges varones 
no conocemos ninguno explícito, declarado, incuestionable. Res- 
pecto á las mujeres, salvo los que pudieran prevenirse en al- 
gún fuero municipal, si en electo los había que se ocuparan en 
ese plinto, no hallamos sino las leyes 1. a , tít. 2.°, lib. III del 
Fuero Real, y 26. , tít. 13. de la quinta Partida, que tuviesen 
verdadera y legítima aplicación á semejantes cuestiones. Pero 
esas leyes quedan copiadas, y no hay necesidad de insistir en lo 
estrecha que es su materia. Cierto que ellas imponen á las muje- 
res casadas por segunda vez la obligación de reservar para los 
hijos de su primer matrimonio lo que hubiesen recibido en éste 
por arras y donaciones esponsalicias; pero cierto es asimismo 
qtm ninguna otra obligación señalaron, y que no dijeron ni una 
sola palabra, ora de legados y donacionés por causa de muerte, 
que procedieran de aquel origen, ora de herencias y de dona- 
ciones también, que proviniesen de hijos habidos en aquel pri- 
mer enlace. Sólo el derecho romano, que no el de Castilla, era 
el que contenía reglas para estos puntos; mas sabido es que des- 
de el tiempo de la Monarquía goda el tal derecho romano no lo 
era ya en España, ni sus leyes podían citarse en nuestros tri- 
bunales sino como meros argumentos de razón, desnudos de 
fuerza oñcial y de autoridad pública. 

24. Y sin embargo, necesario es reconocer que algo, cuan- 
do no fuese mucho, de lo que no mandaba ninguna verdadera 
ley, la jurisprudencia común io tenía admitido, enseñándose en 
las escuelas, sentenciándose en los tribunales, sirviendo de 
norma en la sociedad. Más ó menos determinada en sus princi- 
pios, más ó menos extensa en sus alcances, más ó menos segu- 
ra en sus pormenores, es lo cierto que la doctrina de Una resei- 
vaeion que no estaba en nuestros códigos era una doctiina ad- 
mitida, usual, corriente; que su práctica no hallaba obstáculos, 
y que era la práctica de nuestro foro. Como tantas otras mate- 
rias, reconocía en el derecho de Justiniano y en las Novelas de 
sus sucesores su regla de uso, si no su regla de razón. La piue 
ba de que sucedía así, sin necesidad de buscarla en otra parte, 
la tenemos en estas propias leyes de loro, cuyo Comentario es 
cribimos al presente. 



COMENTARIO A LAS LEYES LE TORO. 


222 

25. «En todos los casos que las mujeres, casando segunda 

vez, son obligadas á reservar á los fijos del primer matrimonio 
la propiedad de lo que o vieren del primero marido, ó heredaren 
de- los fijos del primero matrimonio » dice textualmente nues- 

tra ley décima quinta. Luego no cabe duda en que si no siem- 
pre, por lo menos .había casos en los que era una consecuencia 
del segundo matrimonio esa reservación de lo que procedía del 
primer marido y de sus hijos. Ahora bien: respecto al primer ma- 
rido, á lo procedente de él, podría decirse que se trataba solo de 
arras y de donaciones propter nuptias, de las cuales hablan las 
Partidas y el Fuero Real; mas respecto á los hijos, á lo hereda- 
do de los hijos, no cabe ni esta ni ninguna otra análoga expli- 
cación: hemos visto ya que de sus bienes, de los bienes que de 
ellos proceden , no dicen una palabra los expresados Códigos. 
Ninguna ley española, castellana, anterior á estas de Toro, los 
ha sujetado á reservación; y hé aquí, sin embargo, que ésta de 
Toro los reconoce, los supone, los señala como reservables. 
¿Qué explicación tiene esto, sino esa usual y de práctica á.que 
nos hemos referido? 

26. No cabe, pues, duda en que existía esá costumbre, esa 
jurisprudencia que hemos señalado : abuso, si se quiere, en un 
principio; respetable, después del texto que acabamos de copiar. 
En lo que cabe duda, aun después de és.te, es en su extensión, en 
su alcance, en sus limites. La expresión es vaga; y vago es por 
lo mismo el reconocimiento. Casos había de seguro, pues que la 
ley de Toro los enuncia, los supone: lo que ella no hace es decir 
cuáles fueran esos casos, hasta dónde llegase esa jurisprudencia, 
á qué. bienes alcanzara esa necesidad de reservar que consig- 
na. — Hé aquí una cuestión y una dificultad, que para. nosotros 
son reales y son graves. 

27. Sabemos bien que no lo han sido para otros, comentado- 
res; pero dicho está una y muchas veces que sus doctrinas no 
son nuestras doctrinas , que su escuela no es nuestra escuela. 
Como era en ellos universal y permanente costumbre la de fun- 
dar sus opiniones en las leyes romanas; como citaban siempre al 

/ Código, al Digesto, alas Novelas, con tanta satisfacción y tanta 
confianza como si citasen al Ordenamiento de Alcalá ó á las 
Recopilaciones; de aquí que ningún embarazo experimentaron 
por la falta de derecho concreto español en este asunto, una vez 
que encontraban abundantemente Auténticas y Novelas que 
citar en él. Mas nuestros lectores han visto que nosotros segui- 
mos otra via. Y no porque desdeñemos la ciencia y la pruden- 



1EY DÉCIMA QUINTA. . 223 

oía romanas, que nos parecen muy dignas de tomarse en con- 
sideración, y verdaderamente .superiores á .todo elogio. Pero 
conviniendo en ello, todavía no olvidamos jamás que aquellas 
leyes no son en Castilla leyes; y que en la esfera del derecho 
constituido vale más un texto de D. Alfonso, de D.- Juan, de 
D. Felipe ó de D. Carlos, que todos los profundos pensamientos 
de Ulpiano y de Paulo, que toda la eminente filosofía de Jus- 
tiniano y de Zenon. No se trata solo de investigar lo autoriza- 
do, sino de conocer lo legal; y fié aquí por qué nos embarazan 
en esta materia las palabras de la ley de Toro, que suponen pre- 
existente, efectivo, cierto derecho, cuando no encontramos tal 
derecho, ó por lo menos álgo ^importante que debía incluir, en 
ninguno de los cuerpos legales á que podían referirse las mismas 
palabras. 

II. 

28. Como quiera que sea, reconocido semejante conflicto, 
es indispensable que, con los elementos que están á nuestra 
disposición, tratemos de encontrar, de formular ese derecho 
que investigamos. Si no podemos hacerlo con seguridad com- 
pleta, lo haremos al menos de un modo probable, y en térmi- 
nos que sean verosímiles. Para esomos ha dado Dios la razón, 
que es al cabo el postrer recurso en todas las dificultades hu- 
manas. 

29. La expresada ley de Toro es el primero de esos elemen- 
tos: viendo, como yernos, por ella que existen casos de reser- 
vación cuando una mujer ha habido álgo de su primer marido, 
ó ha heredado álgo de los hijos de su primer matrimonio, En 
cuyas palabras debemos advertir la justa diferencia que se em- 
plea, diciendo haber del marido, y heredar de los hijos que de. 
él se tuvieron. De el marido, en efecto, la mujer ha, recibe, 
por lo común, pero en este caso no hereda ; del hijo heieda en 
realidad, cosa que es á un tiempo más y menos, que es dife- 
rente. La ley ha hablado en este punto con una exactitud que 
sería de desear tuviese siempre, y que por desgracia no siem- 
pre empleó en la Colección que ha motivado nuestio Comen 

tario. ... , 

30. ¿Deberá entenderse que todo lo que una mujer recibió, 

todo lo que hubo do su marido, es reservable para los hijos de 
aquel matrimonio, suponiendo que ella pase á según as nupcias. 



224 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

¿Admitiremos como general el caso,, como universal y sin excep- 
ción el precepto?—! nosotros nos parece que sí; que ese fué el 
contexto de la ley romana; que esa era la jurisprudencia espa- 
ñola; que á esa práctica se refería la ley de Toro; que eso es, en 
fin, lo que naturalmente se deriva de las razones que sirven de 
fundamento á la reservación.— No hay necesidad de repetir que 
no son tan universales los preceptos del Fuero Real y de las Par- 
tidas; pero tengase presente que la ley que comentamos supo- 
ne algo más que esos preceptos. mismos, y que por eso es por lo 
que nos vemos precisados á las actuales investigaciones. 

31. En la generalidad de la doctrina romana y en el pare- 

cer' de nuestros tratadistas, no hay seguramente que detener- 
nos. Aquella y estos han sentado siempre que cuanto recibió de 
su marido la mujer, ora al casarse, ora al testar y disolverse el 
matrimonio, — arras, donaciones, fideicomisos, legados,' — todo 
lo ha de reservar, en cuanto a la propiedad, para los hijos de 
aquel enlace, si posteriormente contrae, como está en su mano, 
otro nuevo. Aun ha habido escritores que querían extender se- 
mejante obligación á lo que hubiese recibido de los parientes 
de ese propio cónyuge; Opinión que nos parece extremada, y 
que necesitaría, á nuestro juicio, para admitirse, fundamentos 
más sólidos que las meras inducciones que la sirven de origen 
ó de base. ■ 

32. Si alguna excepción concedían ésos antiguos juriscon- 
sultos á la generalidad del caso, fijábanla solo en, que el mari- 
do, ántes de morir, hubiese autorizado á la que iba á ser su 
viuda para qué contrajese segundo matrimonio. Mas en esto se 
ve que esos expositores consideraban la reservación como un 
verdadero castigo, como la pena de cierta injuria inferida por 
el cónyuge superviviente al que lé precedía en el sepulcro. Lo 
cual, si fuese cierto,' — (además de ser. inconciliable con la exten- 
sión dada á esos deberes, imponiéndolos con igualdad al un 

• sexo como al otro,) — daría ocasión áque pudiésemos negar hoy 
que el principio mismo en que nos ocupamos continuase durah- 
do hasta nuestra época. Cuando la legislación toda ha con- 
cedido á las viudas el pleno derecho de volverse á casar, sin 
incurrir en pena ni en nota, siempre que lo hagan después de 
cierto plazo, á fin de evitar confusiones de prole; no cabría du- 
da en que cuanto dependiese de esa nota, ó se relacionase con 
esa. pena, se halla abolido, completamente abolido, por el espí- 
ritu benevolente de esta humana y favorable legislación* 

33* Pero la verdad es que el motivo y ja causa de la reser* 


LEY DÉCIMA QUINTA. 225 

vacion son otros, y que no pertenecen, al verdadero orden pe- 
nal. Sin llegar á semejante extremo, pudieron' encontrarla y 
sancionarla las leyes: Consideraron cuáles debían ser los móvi- 
les que hiciesen á un marido otorgar arras, dispensar donacio- 
nes, y aun mandar legados á su mujer; y hallaron, sin duda, 
que eran afectos de unión, de intimidad, de familia, de ese en- 
lace permanente en que iban á vivir, en que vivían, entre si 
primero, y con sus hijos después. Lo que un hombre daba á su 
esposa, la ley presumió con derecho que lo daba á la madre de 
sus hijos. ¿Qué mucho, pues, que esa misma ley quiera y orde- 
ne que se guarde para estos hijos la propiedad de lo donado ó 
dejado á su madre, cuando su madre se expone voluntariamen- 
te á serlo de otros, pues que pasa á segundas nupcias? 

34. Comprobemos más, si es necesario, estas ideas, exten- 
diendo lo que en un inciso, en un paréntesis, dejamos indicado 
un poco más arriba (32). El derecho romano, primero, por las 
constituciones de Teodosio y de Justiniano, y la ley décima 
quinta de Toro después, aplicaron á los maridos, á los viudos, 
lo que antes había sido propio de las viudas, de las mujeres so- 
las. La necesidad de reservar fué desde aquellos momentos, ora 
en el Imperio, ora en Castilla, de todo punto igual para los unos 
y los otros cónyuges. Ese fué el postrer derecho de Bizancio; 
ese es nuestro derecho español. Ahora bien : jamás , en ningún 
país del mundo, bajo el dominio de ningunas ideas, se ha esti- 
mado que el viudo que contraía segundas nupcias, cometiese 
una falta, hiciese una injuria á la mujer que había perdido. O la 
razón ó la opinión, ó entrambas de consuno, han sido en esta 
parte más benignas con el hombre: nunca se le ha mirado mal, 
nunca se le ha censurado, porque no permaneciese fiel á esos 
lazos que disolvió la muerte. Si pues la ley ordena que también 
le alcance la obligación de reservar, la ley declara en ello que 
no hay pena en semejante obligación, y reconoce que no puede 
tener por causa sino las que acabamos de exponer en el piece- 
dente número. 

. 35. Resulta de todo, si no nos equivocamos, la prudencial 
demostración del juicio que hemos emitido. Cuando se trata de 
bienes que del marido vinieron á la mujer, que por voluntad y 
por actos de aquél hubo ésta, la obligación de reservar su pro- 
piedad para los hijos de tal matrimonio debe ser general, uni 
versal, no puede permitir en principio fáciles excepciones. "Ver 
dad es que las leyes castellanas no hablaban sino de arras y de 
donaciones propter nuptias ; pero la razón de estos casos se en 



226 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 

cuentra igual y con la propia fuerza en los legados, en los fidei- 
comisos, en las donaciones por causa de mueite, en cualesquie- 
ra otros análogos que pudieran presentarse. La jurisprudencia 
extensiva era aquí racional, perfectamente fundada, no consen- 
tía que dejara de aplicarse sin motivo poderoso. Y en cuanto á 
estos motivos, nuestra razón no nos dice más que uno; y no es 
por cierto el de que el marido, al morir, hubiese permitido á su 
mujer que de nuevo se casara, — porque esa facultad la tiene 
ella, y él no se la podía menoscabar; sino el de que hubiese dis- 
puesto de un modo explícito que quedase exenta y relevada de 
tal reservación. Si de hecho el marido premuriente lo dispuso 
así; si declaró de este modo que lo dado á su mujer había sido 
plenamente á ella por ella misma, y no x>or consideración á sus 
hijos, por ser la madre de sus hijos; parécenos que en tal caso 
no podría la ley llevar su acción á donde de ordinario la lleva, 
y que no podría presumirse un motivo para interpretar la vo- 
luntad, explícitamente rechazado y denegado por esta voluntad 
propia. 

36. Pasemos ahora á examinar igual duda en la segun- 
da clase de reservaciones ; en las de los bienes que las madres 
heredan de sus hijos de un primer matrimonio. ¿Diremos tam- 
bién aquí que la obligación es general, universal, que alcanza á 
todos los bienes que le hayan venido por tales herencias? ¿Di- 
remos que alcanza igualmente á los que ha habido por títulos 
particulares como donaciones ó legados? 

37. Hablemos de las herencias, primero , que es de lo que 
habla la ley de Toro. — Queda dicho ántes que el derecho roma- 
no moderno distinguió en esa materia, y no las sometió todas 
á reservación. Queda dicho que conservó el principio de ésta, 
que la mantuvo, cuando la madre había heredado á su hijo ab 
intestato, y los bienes eran profécticios; pero que la suprimió, 
que eximió á la madre de tal deber, en el caso de ser adventi- 
cios ó de procedencia extraña los bienes, ó cuando la herencia 
le había sido dejada por testamento. — En cuanto á los exposi- 
tores, parece excusado declarar que todos, ó por lo menos una 
gran mayoría, han de sostener lo que el derecho romano esta- 
blece y enseña. 

38* Pero á nosotros nos parece que esa distinción de heren- 
cias por lo testado ó lo intestado no puede tener una importan- 
cia tan grande. Ya lo anunciamos ántes de ahora, y es fuerza 
que insistamos én ello. Si es completamente exacto que las unas 

proceden de la ley, y se derivan de los lazos de la familia, no 

\ 7 



227 


¡LEY DÉCIMA QUINTA. 

loes que las otras, las testamentarias, provengan solo de lá 
voluntad de los testadores. Las madres, lo mismo que- los pa- 
dres, tienen legítima; los dos tercios del caudal de los hijos; y 
en esos dos tercios los hijos no pueden menos de instituirlas y 
de llamarlas, no pueden llamar ni instituir á otras personas. 
De suerte que si el propósito y el efecto de semejante distin^ 
cion consistían en sujetar á reserva lo que había hecho la ley 
que viniese á poder de la madre, por ser tal madre, y eximir 
de la misma lo que trajese origen de la pura voluntad del hijo,— 
razón que estimamos atendible y digna de ser consultada;— su 
verdadera fórmula no debería ser la mera y simple que hemos 
expuesto, traducida del derecho romano, sino que habría de 
tener las variantes que exijen, para que se la pueda admitir, un 
exámeh más escrupuloso, y nuestro propio y especial derecho. 

39. Hé aquí lo que á nosotros nos parece racional, y con- 
forme á los principios que pueden servir de base. Los bienes 
adventicios del hijo, los que no eran procedentes de la fami- 
lia paterna, de cualquier modo que la madre los herede, no 
deben quedar sujetos á reservación. Los bienes profecticios lo 
quedarán íntegramente, si la madre sucedió en ellos ab ihtesta- 
to; mas sólo lo habrán de ser en sus dos tercios, en lo que para 
ella fue legítima, en lo que su hijo no pudo menos de dejarla, 
si este hijo la instituyó heredera en su testamento. — Hé aquí, 
repetimos, lo que se nos figura más natural y más fundado, 
teniendo en cuenta los diversos elementos que para el punto 
de que se trata pueden consultarse. 

40. Por lo que respecta á la segunda cuestión que indica- 
mos,— es á saber, si debe alcanzar la reservación á los bienes 
que reciben las madres de sus hijos por legados, por donaciones, 
por cualquier género de títulos particulares, — bien podemos 
decir que no nos ha ofrecido nunca la menor dificultad. La 
doctrina propia que acaba de asentarse, resuelve completamen- 
te y sin contradicción ese punto. Cuando hemos eximido de tal 
deber á la herencia voluntaria y libre, á la que no lleva el ca- 
rácter de legal, de Indispensable, de forzosa,, dicho se está que 
no hemos de someterle lo que es de suyo y necesaiiamente li- 
bre, espontaneo y voluntario. Con razón no dijo esta ley déci- 
ma quinta «lo que las madres hubieren ,» sino «lo que las madres 
heredaren » de esos hijos del primer matrimonio. 

41 . No sabemos si nos preguntará alguno por qué estas dis- 
tinciones entre las procedencias de tales hijos y las de los pa- 
dres: no sabemos si, rechazando la evidencia que resalta a 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


228 

nuestros ojos, se inquirirá por qué ha de ser el derecho menos 
severo con las madres que con las viudas. Á los que ocurra esa 
dificultad, solo diremos que piensen bien sobre la diferente na- 
turaleza de uno y otro caso. En el de los cónyuges, salta á la 
vista que no puede menos de partirse de la presunta voluntad 
del marido; el cual, escogiendo á aquella mujer para su com- 
pañera perpetua, para madre de sus hijos, para centro de su 
familia, no debió sin duda querer que lo que él la daba en tales 
condiciones, fuese para pro y utilidad de una familia diversa. 
No era ella su heredero forzoso: podía él favorecerla ó no favo- 
recerla, como á cualquiera otra persona ; mas si la favorecía, 
natural es que se considerase por qué la favorecía, y que se 
dedujese de esta consideración el derecho que nos vemos obli- 
gados á deducir. El caso de los hijos es muy distinto de suyo. 
Aquí no hay elección personal, ni posibilidad de tal elección, 
con motivos análogos á los expresados. Lo que hay aquí, lo que 
puede haber aquí, es un mero acto de la ley, que atiende con 
razón á relaciones existentes de antemano en la misma familia. 
Y toda vez que el derecho, por una parte, no ha sido explícito 
sobre ‘las reservaciones que habían de nacer de esta causa, y ha 
sentado, por otra, que tales reservaciones existían, debían exis- 
tir; necesario es que las estimemos y concibamos racionalmen- 
te, no llevándolas ni á menos ni á más que á lo que exijan los 
referidos lazos familiares. Por eso hemos'atendido, cuando de 
hijos y de madres se trata, al origen de los bienes: por eso' he- 
mos consultado lo que da la ley á éstas como tales madres , y 
lo que puede darlas también la voluntad libre de aquellos , co- 
mo pudiera darlo á cualesquiera otras personas. 


III. 


42. Hemos desempeñado hasta aquí el primer punto qué 
nos propusimos en este Comentario, exponiendo la doctrina de 
los bienes reservables, en que se fundan las presentes leyes de 
Toro. Debemos proceder ahora al segundo pqnto, que al igual 
de aquel se anunció; á la exposición del sistema y naturaleza 
de los gananciales, de los bienes multiplicados, aumentados 
durante el matrimonio.— Punto es éste de gran importancia en 
nuestra legislación de Castilla; punto que suscita notables cues- 
tiones en su teoría y en su práctica; y punto, en fin, que ofrece 



LEY DÉCIMA. QUINTA. 229 

naturalmente á nuestro estudio la primera de las expresadas 
leyes, la décima cuarta, cuando dice en palabras textuales: «El 
marido y la mujer, suelto el matrimonio, aunque casen segun- 
da ó tercera vez, puedan disponer libremente de los bienes 
multiplicados... como de los otros sus bienes propios... sin ser 
obligados á reservarlos á sus hijos.» 

43. No se. crea, sin embargo, que vayamos á decir cuanto 
puede saberse, que vayamos á discutir cuanto puede discutirse, ' 
acerca de bienes gananciales. Sería necesario para ello escribir 
una obra de propósito, y destinarla un tiempo y un espacio, 
que no se conciben como accidentes de la que escribimos. Nos- 
otros suponemos, cual debe suponerse aquí, conocida la doc- 
trina general : resúmenes , indicaciones, reflexiones sobre los 
puntos de más importancia, eso y no más es lo que cabe res- 
pecto á ella en nuestro trabajo. Añádase aún que en otras leyes 
posteriores hemos de volver á tratar de esta materia; y se com- 
prenderán bien los límites que nos proponemos ahora para su 
explanación, ó por mejor decir, para su estudio. 

44. El sistema de los gananciales, como necesaria conse- 
cuencia del matrimonio, es un sistema puramente español. Ni 
le conoció el derecho romano, ni le conoce, creemos, en el dia, 
cual le tenemos nosotros, ningún otro pueblo de Europa. En lo 
antiguo, y según aquel derecho, todas las utilidades que se ob- 
tuviesen por un matrimonio, ó durante un matrimonio, el ma- 
rido únicamente era quien las hacía suyas, y quien en vida y 
en muerte gozaba de su disposición. Entre los pueblos moder- 
nos, si se conoce como una cosa posible el régimen de la comu- 
nidad, ni esta es una institución necesaria sino potestativa, ni 
cuando se adopta produce idénticos resultados que los' de nues- 
tra legislación de gananciales. Aquel régimen constituye una 
sociedad universal de bienes, haciendo propio de entrambos 
cónyuges lo que aporta cada uno; mientras que el sistema es- 
pañol respeta las propiedades individuales traídas al consorcio, 
y sólo produce sus efectos en los frutos de esas propiedades 
mismas, y en las adquisiciones que se hacen en tanto que el con- 
sorcio subsiste. 

45. Las más antiguas leyes que encontramos en nuestra 
historia jurídica pertenecientes á este asunto, son las del ti- 
tulo 3.°, lib. III del Fuero Real. Dispone la 1. a , que todo lo 
que el marido y la mujer compraren ó ganaren de consuno, 
sea por mitad de entrambos: *que lo propio suceda en las dona- 
ciones ó reales ó particulares que se hicieren á los dos; mas que 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


230 

si estas donaciones se dirigieren sólo al uno de ellos, también 
sea sólo ése el que obtenga y gane su propiedad. La 2. a insis- 
te en esto mismo con mayores detalles; y reserva en espe- 
cial para cada uno de los cónyuges las herencias que le vinieren 
de sus parientes. Pero la 3. a , que acaba de completar la teoría, 
declara que aunque el marido poséa más bienes que la mujer, 
ó ella más que el marido, los frutos, las utilidades, las ganan- 
cias, sean completamente comunes para los dos, esto es, hayan 
de dividirse en su dia por iguales partes. Consiste, pues, ya por 
ese Código, el sistema en que los bienes aportados al matrimo- 
nio no se comunican, en que los bienes heredados durante él no 
se comunican, en que los bienes donados exclusivamente á uno 
de los cónyuges no se comunican tampoco; pero en cambio, 
en que los frutos de todos ellos, en que las nuevas adquisicio- 
nes que el matrimonio hiciere, todo esto es común, aun cuando 
no sean iguales las propiedades que los dan, aun cuando el uno 
de los dos cónyuges no hubiese llevado caudal alguno. Esos 
frutos, esas adquisiciones nuevas, son ganancia de una socie- 
dad que reconocieron aquellas leyes, y que no miraron como 
potestativa, sino que declararon natural, necesaria, obligatoria. 

46. Las leyes del Estilo, — resumen como se sabe de la juris- 
prudencia castellana, — no solo confirmaron la misma doctrina, 
sino que la hicieron dar un paso más, tan importante como 
práctico. Las ideas antiguas, las reminiscencias romanas, lo 
que se llamaba el derecho común, suponían siempre que los 
bienes existentes en la sociedad conyugal eran propios del ma- 
rido, salvo si la mujer probasé que le correspondían á ella. Lo 
primero era la presunción; lo segundo era la excepción. Aque- 
llo se admitía por cierto, ínterin no se acreditase lo contrario; 
ésto era menester justificarlo para que se admitiera. Pues bien: 
la ley 203. a del Estilo trastornó esta situación legal, y asentó 
definitivamente la presunción contraria. Sus palabras son tan 
claras como decisivas. «Como quier que en el derecho diga que 
todas las cosas que hán marido é mujer, que todas presume el 
derecho que son del marido fasta que la mujer muestre que son 
suyas; pero la costumbre guardada es en contrario: que los bie- 
nes qué hán marido y mujer, que son de ambos por medio, 

■ salvo los que probare cada uno que son suyos apartadamen- 
te.» — Como se ve, pues, la jurisprudencia de ía córte, no soló 
aceptaba de un modo franco la doctrina del Fuero., sino que 
omnímodamente la desenvolvía y la completaba. 

47. Apénas hay necesidad de decir que las leyes de Partida 



LEY DÉCIMA QUINTA. 231 

debieron de ser mudas respecto á los gananciales. Evidente es 
que estos no entraban en su cuadro, ni formaban parte de su 
sistema. Mas no por eso habían de desaparecer del suelo de 
Castilla, á consecuencia dé la formación ni de la publicación de 
aquel Código. Estaban ya arraigados en nuestras costumbres 
y en nuestra razón : la sociedad había recibido plenamente su 
doctrina. y su práctica: una legislación que procedía de extran- 
jeros orígenes no podía dé seguro suprimirlos ni abolirlos; 
Ellos realzaban la dignidad de la mujer, constituyéndola ple- 
namente en compañera del marido, en vez de subalterna que 
fuera antes: ellos premiaban su concurrencia á toda la obra de 
la sociedad conyugal, haciéndola enteramente partícipe de to- 
das las ventajas de esa sociedad misma. Y cuando uñ pueblo 
concibe y admite ideas de esta clase, cuando llega á adelantar 
de esa suerte en noble decoro y en verdadera civilización, es 
difícil, si no imposible de todo punto, que deshaga el camino 
andado, ni que vuelva á lo que, estando más próximo á la in- 
fancia, tendría ya todos los caracteres de indudable retroceso. 

48. Lo que encontramos, pues, después de publicadas las 
Partidas, en nuestros códigos castellanos, es lo que justa y ra- 
cionalmente debíamos encontrar: una ley de D. Enrique IV, en 
Nieva (5. a , tít. 4.°, lib. X. de la Nov. Rec.), que insistiendo .en la 
declaración del principio y en la definición de los gananciales, 
los regula, los ordena, fija su condicioft y su índole de un modo 
más cabal y más explícito. Aquí se vuelve á consignar que lo 
que cada cónyuge lleva al matrimonio permanece incontesta- 
blemente suyo: aquí se repite que las herencias, que los legados, 
que las donaciones reales y castrenses, corresponden á .aquel 
á quien le son hechas, sin participación alguna de su consorte. 
Pero aquí se declara de nuevo que los frutos, que las rentas,, 
que las ganancias, que los aumentos de la sociedad conyugal 
han de ser de consuno para los dos individuos que la forman, 
todo como las leyes del Fuero lo preceptuaban. Y se coronan 
tales preceptos con dos declaraciones importantísimas : necesa- 
ria la una, para no caer en ideas que desvirtuaran por demasia- 
da amplificación la institución propia; justa la otra, aunque de 
ejecución difícil, para conservar siempre los sentimientos mo- 
rales que sostienen y ordenan la sociedad. Según aquella, el 
marido, mientras dura el matrimonio, conserva su plenitud de 
acción sobre los bienes aumentados y multiplicados , pudiendo 
disponer de ellos por sí solo, y enagenarlos válidamente sin 
otorgamiento de la mujer, á no ser que se pruebe que lo eje- 



232 COMENTARIO Á I.AS LEYES LE TOñO. 

cuta por' damnificarla. Según ésta, si la viuda, que ha recibido 
bienes por tal razón de gananciales, se olvidare de su deber y de 
su honra hasta el punto de vivir lujuriosamente, la ley quiere 
que pierda esa ventaja que le concedió, y que los referidos bie- 
nes, que fueron ganados por su marido y por olla durante su 
consorcio, pasen á los herederos del propio marido difunto, en 
cuya compañía fueron habidos y ganados. Todo es explícito, 
todo es textual en la mencionada disposición. 

49. Hasta aquí el derecho sobre la materia que nos ocupa, 
anterior á las icyes de Toro : nuestros códigos no decían más 
sobre gananciales. Y á primera vista, bien parecía, de cierto, 
excusado que más dijesen; puesto que sus prescripciones eran 
claras; puesto que el Fuero Real, que la Colección del Estilo, 
que esa ley de Nieva habían sentado, como se acaba de ver, 
principios terminantes, que debían estimarse inconcusos, y de 
los que una razón ilustrada podía deducir la más oportuna ju- 
risprudencia. Empero si se atiende á que esos principios no eran 
los del antiguo derecho romano, desenvuelto en todos los libros, 
enseñado en todas las escuelas, aplicado en todos los tribuna- 
les; á que contenían una excepción desacorde con lo general de 
las doctrinas que dominaban la Europa letrada del siglo XV; á 
que esa contradicción no podía menos de producir dudas, in- 
certidumbres, cuestiones, en mil casos de aplicación donde pug- 
naban los unos con los otros elementos, no deberemos extrañar 
que á la época de la formación de las leyes de Toro, y en medio 
del objeto que hemos visto se proponían, hubiese necesidad de 
ocuparse en este asunto de los bienes gananciales, á fin de es- 
clarecer algo que necesitara de esclarecimiento, á fin de resol- 
ver álgo que necesitara de resolución. La experiencia nos en- 
seña que no hay que fiar demasiado en la claridad y en la niti- 
dez de meros principios generales , cuando vienen á oponerse á 
la doctrina vulgar: si las leyes no los aplican, en cuestiones di- 
fíciles, de un modo auténtico, es muy común que se sometan 
á duda, ño estimándolas irrecusables ni infalibles, sus apli- 
caciones. 

50. De^ hecho, comparando la idea primitiva, elemental, 
sistemática, de los gananciales con la jurisprudencia constante 
de las reservaciones, parécenos á nosotros claro que podía ha- 
ber duda sobre si éstas alcanzaban ó no alcanzaban á aquellos. 
Hemos visto que, fundada ó no fundada plenamente en leyes, la 
creencia, la doctrina, la práctica común consistían en que la 
viuda de un matrimonio, que pasaba á segundas nupcias, debía 



LEY DECIMA QÜINf A‘. 233 

reservar para los hijos del primero todo lo que tenía proceden- 
te del primer marido, difunto padre de los hijos propios. Ahora 
bierr: si los gananciales se derivaban del consorcio en que había 
vivido ella; si los había ganado en compañía y bajo la autoridad 
del cónyuge finado; si en el rigor del primitivo derecho eran 
bienes propio de éste; si aun con arreglo á la ley de Nieva que 
se acaba de citar, dicho cónyuge hubiera podido válidamente 
enagenarlos durante su vida; ¿no podría pretenderse, no podría 
sostenerse con razón que semejantes bienes entraban de llenó 
en la clase de. los que deberían ser reservados, en la hipótesis 
del nuevo matrimonio de la viuda que los percibió? 

51. No solamente creemos por nuestra parte que había lu- 
gar á semejante duda, sino que si nosotros hubiésemos tenido 
las ideas de entonces, y hubiésemos debido dictar esta ley de 
Toro, habríamos quizá vacilado un momento ántes de escribir- 
la. A las indicaciones que acabamos dé exponer, podríá aún 
añadirse que la ley de Nieva había reconocido un caso (el de la 
vida licenciosa) en el que la viuda debía perder, debía devolver 
los gananciales: no era, pues, su dominio, ni aun después de la 
muerte del marido, una propiedad perfecta, un derecho absolu- 
tamente irrevocable á los ojos de la justicia. Y si contra esta 
observación, contra este sistema, se dijese que la materia á 
que alcanzan las reservaciones son los bienes que adquiere la 
mujer por la voluntad del cónyuge, y lps gananciales no se los 
da ésta, sino la ley; bien podría negarse lá exactitud completa 
de tal doctrina, recordando que lo contrario es precisamente lo 
que sucede en el caso de las procedencias de los hijos. La ma- 
dre debe á la ley. toda la herencia intestada de estos : la madre 
debe á la ley una parte de la herencia testamentaria de los mis- 
mos, — la legítima; y no solo á pesar de ello, sino que por ello 
propio, tuvo y tiene la obligación de reservar esa herencia para 
los hermanos del causante, en la hipótesis de pasar á un segun- 
do, á un ulterior matrimonio. 

52. Razón tenían, pues, los legisladores castellanos del 1500 
en volver su vista hacia este asunto, cuando querían des- 
atar las dudas de nuestro derecho, y remover las dificultades 
de nuestra práctica. Dudas y dificultades ofrecía la compara- 
ción de la doctrina de las reservaciones con el sistema de los 
gananciales; y prestábase un servicio al buen orden y á la recta 
gobernación del país, procurándolas resolver de una manera 
acertada y justa. 


234 


comentario á las leyes de toro. 


IV. 


53. La resolución que se tomó, ya la hemos visto desde el 

principio. Los bienes gananciales fueron eximidos de la carga ó 
condición de la reserva. La viuda que pasaba á segundas nup- 
cias, no tuvo ya el temor de ser inquietada por ellos. Cuales 
eran sus otros bienes propios, los heredados por ejemplo de sus 
padres, así fueron ya, para este punto de las reservaciones, los 
que se la adjudicaran como multiplicados al tiempo de fallecer 
su primer marido. La ley lo quiere, lo declara, lo dispone ter- 
minantemente. . . 

54. ¿En qué se fundó la ley? — hé aquí la pregunta que des- 
de luego ocurre al exponer esa determinación. — ¿Pensó bien, 
hizo bien la ley en ordenarlo así? — hé aquí la que se suscitará 
después en todos los ánimos, cuando se haya respondido á la 
primera. — Veamos si nos es posible contestar á la una y á la 
otra. 

55. La razón de esta ley décima cuarta ha sido inquirida y 
expuesta de distinto modo por diversos expositores. Quiénes 
han opinado que su' fundamento consistía en que los ganancia- 
les eran otorgados, á las mujeres por el mero derecho, no de- 
biéndolos de ningún modo á la voluntad de su marido; con- 
sideración que hemos apuntado antes, sin poderle dar mu- 
cha fuerza, ó viendo en ella más bien una fuerza contraria. 
Quiénes han supuesto que la ley estimaba onerosa, y no gra- 
tuita y de pura merced, la adquisición por la cónyuge de esos 
gananciales; y que siendo un premio de su industria, una re- 
muneración de su concurso, no podía haber justicia en dejar 
sometidos tales bienes á una posibilidad de pérdida, enla perso- 
na que con tanto derecho los había ganado. 

56. Algo de estogpudo haber, porque algo de esto es natu- 
ral, en el ánimo de los legisladores. El sistema de dividir lo 
multiplicado en el matrimonio es un. sistema de premio y de 
estímulo á las mujeres: si se le menoscaba, sujetándolo al de 
la reservación, no solo se ámengua el estímulo, sino gue se 
aminora injustamente el premio. Sin duda que en muchos ca- 
sos la mujer ha contribuido con su cooperación á las ganancias: 
sin duda que en ellos no ha sido un mero lucro el beneficio 
que le concedieron nuestras leyes : sin duda que una propiedad 



LEY DECIMA QUINTA. 235 

que trae ese origen no es materialmente comparable con .una 
donación, con un legado, que se reciben por la mera voluntad 
del que la hace ó del que lo deja. 

57. Pero nosotros vemos todavía más en la ley. Nos llaman 
la atención sus términos. No encontramos que hable sólo de la 
mujer, habla también, principia hablando del marido. (¿Manda- 
mos, dice, que el marido y la mujer, suelto el matrimonio, aun- 
que casen segunda ó tercera vez, ó más, puedan disponer libre- 
mente de los bienes multiplicados, etc.» De donde deducimos nos- 
otros que una gran razón de la ley, y también su objeto, han 
sido la completa execuacion de los cónyuges, suelto ya el ma- 
trimonio, respecto á los bienes gananciales en cotejo con las 
reservaciones. Estas no se habían impuesto jamás al marido, 
por lo tocante á los expresados bienes. La ley no quiere que se 
impongan tampoco á la 'mujer; estimándolos iguales, consig- 
nando que uno propio debe ser su derecho. No se hace la decla- 
ración para ella sola, aunque era ella sola la que la necesitaba: 
se hace para los dos, porque los dos deben ser iguales, se quie- 
re que sean iguales en adelante. 

58. Y tánto es- esto así, que la siguiente ley, la décima quin- 
ta, no tiene otro fin ni otro propósito que el de establecer, el de 
consignar que las reglas de la reservación son iguales para los 
dos cónyuges; que en los casos en que la mujer viuda está obli- 
gada á reservar algo para los hijos de su primer matrimonio, 
en los mismos tiene igual obligación el marido viudo res- 
pecto á las propias personas. Esta doctrina, que fue la última 
de la ley romana, que las Partidas no habían copiado, y que 
si encontraba algún séquito en nuestra jurisprudencia no podía 
obtenerlo sino en medio de contradicciones, es aquí, por la ley 
que citamos, explícita y terminante. Ahora bien : desde que se 
concibió entre nosotros, que tenemos gananciales— (ya queda 
dicho que en Roma y en Oonstantinopla no los había);— desde 
que se emitió; desde que la razón pública se apoderó de ella, y la 
aceptó la conciencia universal; claro y evidente se hizo que era 
indispensable poner á los referidos gananciales en la condición 
en que los ponen estas leyes. También acerca de ellos habíase 
menester formular la execuacion; y no existía medio posible de 
ordenarla, sino el de declarar exenta á la viuda de toda obliga- 
ción respectiva á reservarlos. Ó era menester que el viudo re- 
servase á su vez los bienes multiplicados en su matrimonio, 

lo cual sería absurdo, porque pugnaría con las idéas más ele- 
mentales de todo dominio y con los principios de todo derecho; 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


236 

ó bien hacíase forzoso escribir lo que en efecto se escribió en la 
ley décima cuarta, declarando que los adjudicados de tal espe- 
cie á la mujer, á la viuda, eran irrevocablemente suyos, y le 
correspondían, bajo ése respecto, en plena propiedad. 

59. Merece pues, todo bien examinado, nuestra aprobación 
el sistema que adoptaron estas leyes. Razón tuvieron, y razo- 
nes de diferentes clases, para disponer lo que sus textos encier- 
ran. El buen juicio comprende sus varios motivos, y la con- 
ciencia ilustrada no puede menos de prestarles aprobación; ora 
se considere que no quisieron amenguar un poderoso estímulo 
para el bien de las sociedades conyugales, ora que quisieron 
llevar á cabo un noble y santo principio de dignidad, cual lo es 
el de la igualación, en todo lo posible, de las personas que se 
unen y viven en matrimonio. 



60. Esta ley décima cuarta puede dar lugar á una duda, 
que vamos á exponer en breves razones. — Hemos recordado y 
citado en parte la de D. Enrique IV en Nieva, por la cual se 
definieron, con toda- la exactitud que entonces se alcanzaba, 
la naturaleza, efectos y limites .de los bienes gananciales; y 
habrán visto ó podrán ver en sus palabras nuestros lectores un 
caso que prevé, y en el que esos gananciales quedan desvirtua- 
dos, anulados. «Y otrosí mando y ordeno,’ dice, que si la mujer 
fincare viuda, y siendo viuda viviere lujuriosamente, que pier- 
da los bienes que hubo por razón de su mitad, de los bienes 
que fueron ganados y mejorados por su marido y por ella du- 
rante el matrimonió entre ellos, y sean vueltos los tales bienes 
á los herederos de su marido difunto.» 

61. Claro está, sin necesidad de decirlo, que aquí no se 
trata de reservación; Es una conminación que se hace, es una 
pena con que se amagá, y que se impone en su caso, en garan- 
tía del decoro, de la moral, de las buenas costumbres. Pero 
cuando se lee la décima cuarta ley de Toro, cuando se notan 
los principios de que parte y que establece, bien puede ocurrir 
la cuestión de si, después de ella, está todavía vigente esa otra 
ley de D. Enrique IV. Si el marido y la mujer se hallan ya 
completamente igualados respecto á los bienes gananciales, 
concluido y disuelto el matrimonio, ¿cómo ha de subsistir. 



LEY DÉCIMA QUINTA. 237 

cómo no ha de entenderse; abolida la penalidad.de la expresada' 
ley de Nievg., que es contra la mujer sola, y en las circunstan- 
cias que hemos señalado? ¿Diremos también que el viudo que 
viva lujuriosamente pierde los bienes que se le adjudicarán de 
la misma, clase, los que se deberán aplicar á los herederos de 
su difunta mujer? ¿Ó diremos que esa penalidad no subsiste ya, 
ni puede dirigirse de la manera y contra quien se dictó, pues 
que la viuda posee los gananciales como sus otros bienes propios 
(palabras de la ley décima cuarta de Toro) que no oviesen sido 
de ganancia? . 

62. Confesamos que la' dificultad es para nosotros grave. 
Por una parte tenemos una ley cuasi-penal, ó por lo menos y 
más exactamente hablando, revocatoria de un beneficio., la cual 
no está derogada explícitamente; y que no solo no está dero- 
gada,- sino que se recomienda por los motivos morales que la 
inspiraron. Por otra tenemos el principio consignado en esta 
ley posterior, principio que se enuncia absolutamente, y que 
no supone revocación posible de aquel beneficio propio. Aque- 
llo y esto, uno y otro sistema, se pueden sostener con razones, 
no solo plausibles, sino poderosas. Aquello y esto, uno y esta 
sistema, darían mucho que pensar á los más ilustrados jueces, 
antes de permitirles que se decidieran por ninguna opinión. 

63. Por fortuna, ese hecho de vivir lujuriosamente una 
viuda es de los que no se pueden articular con facilidad, porque 
su prueba es harto difícil en la práctica del mundo. Una debili- 
dad sola, las consecuencias de una debilidad, no bastarían evi- 
dentemente para autorizar tal acusación. De manera que la ley 
de que hablamos quizá es más bien un homenaje á ciertos prin- 
cipios y una amonestación á ciertas personas, que no una regla 
que podamos ver invocada ni aplicada en casos comunes. Si 
esto es un bien ó un mal en la marcha ordinaria del mundo, no 
es ocasión de decidirlo ahora: por fortuna ó por desgracia así 
sucede muchas veces, y todos nuestros esfuerzos y toda nues- 
tra voluntad no han de poder.de seguro evitarlo. 


VI. 


64. Resumamos las ideas que hemos emitido en- este Co- 
mentario, para venir á su conclusión. Démosles también el or- 
den científico,, el orden expositivo, á fin de que aparezcan con 



238 COMENTARIO Á LAS LEYES RE TORO. 

toda claridad. Si los legisladores no pueden ni aun deben hacer 
esto en todos los casos, el que los estudia, los comenta, los ex- 
plica, debe poner todo su empeño en conseguirlo y en hacerlo. - 

65. Primera y fundamental idéa de estas leyes de Toro. En 
todos los casos en que la viuda, pasando á segundas nupcias, 
tiene obligación de reservar algunos bienes, en todos ellos la 
tiene igualmente el marido que, viudo, contrae segundo ma- 
trimonio. La tal obligación es de todo punto idéntica para el 
hombre y la mujer.— Hé aquí un principio que, siendo del úl- 
timo derecho romano, no estaba escrito en nuestras antiguas 
leyes, ni aun en las inspiradas por aquel: hé aquí una doctrina 
que, si pugnaba por entrar en nuestra práctica, no creemos 
que estuviese admitida inconcusamente en ella. Y sin embar- 
go, nada parece más justo, más equitativo, más natural. Si la 
reservación es indicada por el buen juicio, si es aceptada por 
la conciencia, los casos en que parece legitima lo mismo alcan- 
zan al hombre que á la niujer. Si un sentimiento instintivo de 
rectitud pide que da madre conserve para los hijos de cada 
matrimonio lo que el padre de estos le dio, no pide ménos que 
ese mismo padre conserve también para los propios hijos lo 
que debiera á ia mujer de quien los hubo. Esto es incuestiona- 
ble: la ley que lo ordena es una ley igual, una ley humana, una 
ley justa. 

66. Segunda idéa, segundo precepto de las expresadas le- 
yes. Los bienes gananciales, ni para la viuda ni para el viudo, 
nunca son materia de reservación. Respecto al viudo, ni lo ha- 
bían sido jamás, ni se concebía que pudiesen serlo. Era pues 
indispensable que tampoco para la viuda lo fueran. Por una 
parte, habría sido desconocer que esos bienes se dan á la mujer 
no graciosa sino remuneratoriamente, por álgo, como estímulo 
y como premio. Por otra, el principio de la igualdad que he- 
mos enunciado ántes, base de la dignidad completa en el ma- 
trimonio, lo exijía irremisiblemente. La ley pues que así lo re- 
conoce no es ménos justa ni ménos humana. 

67. Lo dicho es todo en las leyes que examinamos: su texto 
no ordena, no previene más. Con ocasión- de su texto puede 
inquirirse cuáles son esos casos de reservación, que ellos su- 
ponen y que no explican. Nosotros los hemos examinado ántes. 
En nuestro derecho escrito hemos encontrado muy pocos: en 
las doctrinas, y valiéndonos de la razón, algunos más -han po- 
dido descubrirse. 

08: Una cosa fundamental, suprema, queremos advertiri 



LEY DÉCIMA QUINTA . 239. 

Esta materia de la reservación debe ser considerada como odio- 
sa, en el sentido jurídico, técnico de este nombre. No que sea 
en principio injusta, no: entonces no se debería admitir en nin- 
gún caso; sino que es opuesta á las ideas más vulgares, más 
ordinarias, del derecho. Tiende á menoscabar .la propiedad en 
quien ántes la gozaba completa: tiende á convertir el donqinio 
en usufructo, trasladando á otros, contra su interésalo que al- 
guno poseía: ostenta un aire de penalidad, de que .difícilmente 
la despoja nuestro ánimo. No decimos que sea una penalidad 
absoluta y reflexiva: hemos dicho lo contrario en números an- 
teriores; pero álgo queda de ella, por sentimiento si no por- 
idéa, en su concepción y en su ejecución. Consecuencia es de 
todo que á semejante sistema debe, en buena doctrina, restrin- 
gírsele. En caso de duda, la razón aprueba, la razón quiere que 
nos decidamos contra las reservaciones. La economía, la justi- 
cia, y aun la equidad, lo recomiendan unánimemente. 



LEY DÉCIMA SEXTA. 


(L. 8. a , TÍT, 4.°, LTB, X, Nov. Rec.) 

Si el marido mandare alguna cosa á su mujer al tiempo de su 
muerte ó de su testamento, no se le cuente en la parte que la 
mujer ha de haber de los bienes multiplicados durante el matri- 
monio; mas haya la dicha mitad de bienes, éla tal manda, en 
lo que de derecho debiere valer. 


COMENTARIO. 

t . La institución del sistema de gananciales hecha por 
nuestras leyes castellanas, si satisfacía las aspiraciones de la 
conciencia y los instintos del buen sentido, trajo también al 
terreno de la práctica dificultades que no conocieran las anti- 
guas y las extrañas legislaciones. Algunas nacieron natural- 
mente del sistema propio, como que no hay doctrina que no 
las engendre de por sí: otras, y eran las más, se derivaban de 
juzgar á este sistema, de querer desenvolverlo, de empeñarse 
en interpretarlo, por nociones que correspondían á sistemas 
diferentes. Imbuidos en las ideas romanas, estudiando exclusi- 
vamente sus códigos, considerándolos como la norma de todo 
criterio legal, era como venían nuestros doctores á explicar la 
doctrina de los gananciales, como venían nuestros letrados á 
debatir las controversias á que estos daban ocasión. ¿Qué tiene 
pues de extraño que lo claro se hiciera oscuro, que lo sencillo 
apareciese complicado, y que lo fácil se convirtióse en dificul- 
toso? Lo singular hubiera sido que de aquellas premisas no se 
derivaran estas consecuencias: que hubiese habido siempre 



LEY DECIMA SEXTA. 241 

acierto y razón en las aplicaciones, cuando se partía de princi- 
pios que estaban en tan completo desacuerdo. 

2. Muévenos á decir estas palabras la consideración de todo 
lo que se ha escrito de vacío y de inútil en los diversos comen- 
tarios de esta ley décima sexta. Nada más claro á la verdad que 
su espíritu y su precepto: nada más confuso, más complicado, 
menos inteligible, que lo acumulado para explicarla. Cuando se 
lee su texto, es imposible que ocurran á nadie dificultades so- 
bre lo que ordena: cuando se estudian las declaraciones doctri- 
nales de que la han acompañado los pragmáticos, la inteligen- 
cia se ofusca, y suele concluirse por dudar de lo mismo que 
ántes era notorio. — -Solamente Antonio Gómez tuvo el buen 
sentido de no caer, aquí, en esos laberintos inextricables: bien 
es verdad que Antonio Gómez, bajo su corteza de un latin risi- 
ble, era escritor de recto juicio, y daba á menudo pruebas de 
templanza y de sensatez. 

3. Como quiera que sea, hemos dicho y repetimos que la 
inteligencia de esta ley no ofrece ninguna dificultad. Añadimos 
que sus supuestos no la ofrecen tampoco. Hase visto anterior- 
mente que la legislación de Castilla reconocía pertenecer á las 
mujeres casadas la mitad de esos bienes que en nuestro dere- 
cho y en nuestro foro se distinguen con el nombre de ganan- 
ciales; esto es, los frutos de los bienes propios de cada cónyu- 
ge, y las adquisiciones no exceptuadas que se hubiesen hecho 
durante el matrimonio. Hase visto también que esa pertenen- 
cia, que esa propiedad, — subordinada siempre á la prudencial- 
mente libre administración y disposición dei marido, en tanto 
que no acaba aquel periodo, — se hace definitiva, perfecta, in 
acta, bajo todos aspectos fecunda, desde el instante mismo de 
su disolución. De manera que al morir el marido ó al morir la 
mujer, ésta ó los herederos de ésta tienen una acción eficaz 
para reclamar y obtener como suya esa mitad de los bienes de 
que estamos tratando. Lo que había estado hasta allí expuesto 
á los azares de la suerte conyugal; lo que habría podido per- 
derse por contratiempos que al marido, jefe de la familia, ocur- 
rieran; lo que ese marido hubiera enagenado válidamente, no 
haciendo tal enagenacion con el ánimo de perjudicar á su con- 
sorte; llegado ese instante á que nos referimos, ya entraba con 
absoluta perfección en la omnímoda propiedad de ésta, y había 
de entregarse de hecho á la misma ó á sus causa-habientes, 
para que lo tuviesen, lo gozasen, lo administrasen, del modo 
más completo y absoluto. Y esto no lo percibían ella ó ellos 



242 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 

como ua don del marido: percibíanlo, porque así lo tiene dis- 
puesto la ley, porque así lo han hecho las costumbres funda- 
mentales de nuestra nación, porque ley y costumbres lo han 
concedido á la mujer como recompensa de su participación en 
la, vida común del matrimonio. Si la sociedad conyugal, esa 
unión sui generis á ninguna otra comparable, no había sido su 
causa, á la manera que lo -son las sociedades vulgares hechas 
para el logro, la sociedad conyugal había sido indudablemente 
su motivo y su ocasión. Su causa verdadera — ya lo hemos di- 
cho — está en las costumbres, está en las leyes. 

4. Ahora bien: á la par con este hecho legal y necesario, 
evidente es que puede concurrir otro hecho de distintas condi- 
ciones: el de que el marido legue, done, mande alguna cosa ó 
alguna cantidad á su mujer,- como pudiera legarla, donarla, 
mandarla á cualquiera otra persona. La mujer no tiene impe- 
dimento para ser favorecida, á causa de muerte, por la volun- 
tad de su consorte, dentro de los límites en que está autoriza- 
do para disponer de sus bienes propios. Y cuando esto se veri- 
fique, acumulándose dos hechos distintos pero no contrarios, 
claro debería parecer al buen sentido que esa mujer de que se 
habla resultaría poseedora de dos derechos: — uno, el que le 
concede la ley en la mitad de los gananciales del consorcio; 
otro, el que le habría otorgado su cónyuge en una determinada 
parte de sus bienes, en lo que exprese el texto del legado, en 
lo que dispongan las palabras de la manda. 

5. De donde naturalmente se podría inferir que esta manda- 
y aquellos gananciales son cosas diversas, y que no deben 
confundirse: que reunidas por acaso en una persona, esa per- 
sona debe recibir las dos. Esto es lo que, á nuestro juicio, di- 
cen de la manera más terminante, y puesta á un lado toda sis- 
temática sutileza, la razón, la sensatez y la justicia. Esto es lo 
que no comprendemos cómo hubo alguien que no lo viese, y 
que quisiera demostrar lo contrario. 

6. Y sin embargo, ello fue así. La dificultad existió. La 
duda surgió, por lo menos. Y los legisladores de Toro, en su 
propósito de resolverlas, tuvieron que hacer una ley, para or- 
denar categóricamente, no otra cosa que lo que el buen senti- 
do, que lo que la razón más evidente ordenaban. Sin las remi- 
niscencias del derecho romano, jamás hubiera habido que es- 
cribir este precepto; porque jamás hubiera ocurrido á nadie el 
pretender como posible lo contrario de lo que en él se dispuso, 
de lo que en él fue preciso que' se dispusiera* 



XEY DÉCIMA SEXTA. 243 

7. . Pocas palabras serán suficientes para explicar, no el fun- 
damento, sino el. origen de esa dificultad, de esa duda.— Los 
juristas del siglo XV habían solido decir que el marido era, res- 
pecto á su mujer, deudor de la mitad de los gananciales; y 
como esos propios juristas aceptaban y profesaban, cual una 
doctrina del derecho común, que cuando un deudor deja álgo 
en su testamento á un acreedor,— por lo menos siempre que 
no aparece claramente lo contrario,— se ha de entender que lo 
que le manda es su propio crédito; de aquí dedujeron que el 
legado del marido á la mujer, no declarándose de un modo ex- 
plícito otra cosa, había de entenderse como mera parte, como 
un á cuenta de los gananciales quede debía. 

8, No vamos á examinar aquí las razones de esa doctrina: 
no vamos á entrar en sus pormenores ; no queremos calificarla 
en la generalidad con que se enuncia y procede. Bástanos con 
observar que tiene su origen, su aplicación, su materia, como 
antes queda dicho, en algo extraño á nuestra legislación de ga- 
nanciales; y que repugna á los sencillos instintos que, sirvien- 
do á esta legislación de base, debían ser la adecuada norma 
para estudiarla y comprenderla. No se hacía bien en comparar 
á la mujer, dueña por la ley de esos gananciales propios, dota- 
da en ellos de un derecho real que era perfecto é irrevocable 
desde la muerte de su marido; no se hacia bien, repetimos, en 
compararla con todo otro acreedor, cuyas circunstancias res- 
pecto á los deudores que les dejan legados son evidentemente 
tan distintas. Fuese el que fuese el derecho común para los ca- 
sos de estas otras mandas, un sentimiento irresistible nos dice 
que ese derecho no se puede aplicar á los gananciales. 

9. Hizo, pues, la ley lo que debía hacer, cuando obligada á 
hablar, habló en la forma que hemos visto. Dijo lo que el buen 
sentido decía, lo que la recta rázon inspiraba, lo que no podía 
menos de deducirse de la doble naturaleza de los gananciales y 
del legado. Si las elucubraciones de algunos intérpretes la po- 
nían en el caso de hacer todavía derecho, el derecho que dicto 
fue racional y plenamente conforme con las índoles de lo uno y 
de lo otro. No: ni el marido es un deudor cualquiera, ni la so- 
ciedad conyugal es una sociedad común. Esta materia tan im- 
portante en que nos ocupamos, no se ha de esclarecer sino por 
los principios que le son naturales , que le son propios. Así, la 
acción de la manda y la acción de los gananciales son dos de- 
rechos que no se confunden, y que producen en beneficio de la 
mujer un doble resultado. 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


244 

10. Aparte de esto, y visto ya el motivo de la ley, sería 
inútil el detenernos un instante más. Su disposición es en la 
práctica tan clara que ni aun los más sutiles tratadistas han 
promovido la menor cuestión respectivamente á ella. 



■1 


LEY DÉCIMA SÉPTIMA. 


(L. 1. a , TÍT. 6.°, L 1 B. X, Nov. Rec.) 


Cuando el padre ó la madre mejorare á alguno de sus hijos ó 
descendientes legítimos en el tercio de sus bienes en testamento, 
ó en otra postrimera voluntad, ó por algún otro contrato entre 
vivos, ora el hijo esté en poder del padre que hizo la dicha me- 
joría ó no, fasta la hora de su muerte la pueda revocar quando 
quisiere. Salvo si fecha la dicha mejoría por contracto entre vi- 
vos, oviese entregado la posesión déla cosa ó cosas en el dicho 
tercio contenidas á la persona á quien la ficiese , ó á quien su 
poder oviese. Ó le oviere entregado ante escribano la escriptura 
dello. Ó el dicho contracto se oviere fecho por causa onerosa 
con otro tercero, así como por via de casamiento ó por otra cosa 
semejante. Que en estos casos mandamos que el dicho tercio no 
se pueda revocar, si no reservase el que lo fizo en el mismo 
contracto el poder para lo revocar ; ó por alguna causa que, se- 
gún las leyes de nuestros reinos, las clonaciones perfectas é con 
derecho fechas se pueden revocar. 


COMENTARIO (1). 

I. 

1 . Conocidas son las reglas capitales sobre el derecho de 
testar en estos reinos de Castilla. Las personas que tienen hijos 


(1) Hemos dudado, al empezar este Comentario, si reuniríamos aquí, 
como lo hemos hecho en otras ocasiones, las varias y subsiguientes 



246 COMENTARIO Á TAS LEYES DE TORO. 

ó padres, descendientes ó ascendientes legítimos, no pueden 
disponer libremente de todos sus bienes. Nuestra legislación, 
como la romana en sus medios y en sus últimos tiempos, ha 
reconocido y señalado herederos forzosos, á los cuales no se 
puede privar de lo que se llama su legítima sino por una explí- 
cita, terminante exheredacion , fundada en causas ciertas y le- 
gales. 

2. La legítima completa de los hijos ó descendientes consiste 
en las cuatro quintas partes de los bienes paternos y maternos. 
En esa fijación, en el tanto de esa cantidad proporcional, no han 
seguido nuestras leyes las disposiciones del derecho de Roma: 
sabido es que según el nuevo, el que sucedió allí al de las 
Doce Tablas (1), la tal legítima no consistía sino en el cuarto de 
los referidos bienes; y que según el novísimo , creado en este 
particular por una Novela, cuando los hijos eran hasta cuatro 
tenían acción al tercio de aquellos, y cuando excedían de tal 
número le tenían á la mitad. Pero nuestras leyes españolas, las 
visigodas primero, y las castellanas después, habían restringido 
más la libre disposición de los padres, y extendido también más, 
hasta la suma de los expresados cuatro quintos, el derecho total 
de los hijos ó descendientes. Así lo escribió la 1. a , tít. 5.°, li- 


leyes que tratan del asunto de las mejoras. Quizá de ese modo podría- 
mos dar un carácter más ordenado á nuestro libro. Si no nos hemos 
atrevido, por fin, á emprenderlo, si nos limitamos aquí á exponer esta 
ley décima séptima, consiste en que para seguir otro camino habríamos 
tenido que agrupar demasiadas, nada ménos que hasta la vigésima nona 
ó trigésima; y hemos recelado que entóneos dejaría de ser lo que es la 
obra que escribimos, convirtiéndose de comentarios en verdaderas mo- 
nografías. Puede ser que bajo cierto punto de vista fuese esto mejor; 
pero no ha sido tal nuestro propósito, no es lo que venimos haciendo. 
Nos resignamos, pues, á marchar de un modo constante, como exije esta' 
Colección de leyes, siguiéndola paso á paso: sin perjuicio de modificar 
parcialmente nuestro método en aquel otro sentido, siempre que poda- 
mos hacerlo sin dificultades graves, y como lo hemos hecho hasta aho- 
ra en las ocasiones en que ha sido posible; y sin perjuicio también de 
consignar en un apéndice, al fin de las que tratan de esta materia, las 
reflexiones que no nos hayan cabido naturalmente en el exámen de nin- 
guna particular. 

(1) En el derecho de las Doce Tablas no hay legítimas, y la facultad 
de testar en los padres es completamente libre. Todo el mundo conoce 
la célebre fórmula: Pater familias uti legasset super familia tutelave mee 
rei, ita jus esto. 



LEY DÉCIMA SÉPTIMA. 247 

bro IV del Fuero-Juzgo: así lo volvió á escribir la iO.ytít. 5.% 
lib. III del Fuero Real: ésta fué la constante legislación de nu ; eJ 
tros mayores, y añadamos asimismo su no interrumpida cos- 
tumbre. Vanamente el Código délas Partidas copió entre sus 
disposiciones el sistema y el precepto de Justiniano : esa pre- 
tensa innovación ni tenía antecedentes én nuestro suelo, ni se 
recomendaba como teoría por razones filosóficas que la hiciesen 
triunfar, á la manera que triunfaban otras de las comprendidas 
en aquel libro. La ley 17. a , tít. l.° de la Partida VI, no haré- 
gido nunca, ni por un solo instante, en los estados castellanos. 

3. Volvemos, pues, á decir que la totalidad de la legítima 
de los hijos en los bienes paternos, esto es, lo que el padre tiene 
que dejar á todos sus descendientes del caudal que goza, con- 
siste en las cuatro quintas partes de ese caudal mismo. De lo 
que excede ó está fuera de esta suma, del quinto, puede dispo- 
ner con entera libertad, ora para sufragios, según nuestras pia- 
dosas costumbres, ora en beneficio de cualquier persona extra- 
ña: en esa suma, en los referidos cuatro quintos de sus bienes, 
la ley fuerza su voluntad, embarga su mano, y no le permite 
llamar sino á los que por legítimas nupcias han nacido ó des- 
cienden de él propio. 

4. Mas si la ley ha fijado ese límite é impuesto esa barrera 
á la facultad de testar de los padres, ya dentro del límite mis- 
mo hales dejado alguna , no poca amplitud. La totalidad de los 
hijos ó descendientes tienen incuestionable derecho á los cuatro 
quintos de los bienes de sus padres; mas no por eso cada uno de 
los tales hijos lo tiene igual, perfecto, absoluto, á la respectiva 
parte alicuota de esa legítima común. Es obligación del padre 
dejar á todos sus descendientes la referida suma; no es obliga- 
ción del mismo la de dejársela repartida con igualdad estricta 
y rigorosa. Dentro de esa suma, de ese todo, y tratándose ya 
sólo de los mismos hijos ó descendientes, hay legítimas espe-' 
dales que son enteramente necesarias, y caben también des- 
igualdades, ventajas, preferencias, que pueden hacerse ó no ha- 
cerse, á voluntad de los padres testadores. 

5. Así como estos tienen absoluta libertad para dejar el 
quinto á quien quisieren, aun á las personas más extrañas y 
apartadas de su linaje, por medio de donaciones, mandas y le- 
gados; así la tienen también para dejar el tercio á alguno ó al- 
gunos de sus hijos ó descendientes, por medio de lo que se ha 
llamado mejoras. Las propias leyes que establecieron entre nos- 
otros ia legítima de los cuatro quintos, esas mismas la explica- 



248 COMENTARIO Á LAS LEYES DF. TORO. 

ron y completaron con esta institución. Despojando al padre de 
todo derecho de testar para su alma (1) ó para extraños en 
aquella gran mayoría de sus bienes, diéronle sin embargo ese 
derecho respectivamente á sus hijos, y para beneficio de sus 
hijos, hasta en el tercio de su hacienda. De modo que la suma 
doctrina legal consistió en una combinación artificiosa de limi- 
tes y de poder, de imposibilidades y facilidades, que satisficie- 
ron á nuestro juicio completamente las ideas, los hábitos, las 
exijencias del pueblo para quien se dictaban. Huyóse en este 
sistema de los derechos rigorosos y absolutos: no se admitió en 
él ninguna consideración que eclipsase por completo a las demás 
consideraciones. Si estuvo muy lejos de ser omnímodo el dere- 
cho de testar, como debe suceder en los países de tendencias de- 
mocráticas, al cabo, dentro de la familia, álgo y mucho se otor- 
gó al padre con la facultad de conceder mejoras. Todo había que- 
rido atenderlo el legislador en su conciliadora prudencia: ni los 
hijos podían ser privados por un capricho de la mayor parte de 
los bienes que naturalmente esperaban ; ni los padres quedaron 
desarmados delante de ellos, con mengua de una autoridad tan 
respetable como la suya , y sin el poder doméstico que les ha 
confiado Dios en su carácter de jefes y cabezas de sus familias. 

6. Pero si éste era, en principio, en resúmen, el sistema cas- 
tellano al comenzar el siglo XVI, no cabiendo sobre su natura- 
leza ninguna verdadera cuestión , no pudiendo dudarse de su 
esencia ni de sus límites; forzoso es reconocer que faltaba ex- 
presión, decisión legal, para muchos de sus pormenores, y que 
cabían fácilmente arduos y empeñados problemas en varios in- 
cidentes de su aplicación y de su práctica. Las leyes que habla- 
sen de este asunto no eran hasta entonces más que las dos que 
hemos citado; y eso, suponiendo que la del Fuero- Juzgo pudie- 
ra invocarse y aplicarse. Nada más había en ellas, ninguna otra 
cosa habían hecho que establecer un principio de doctrina, que 
asentar una base de legislación. Y si ellas no habían cuidado de 


(1) Usamos la expresión de testar para su alma ó en favor de su al- 
ma, porque está usada por todos los expositores. A nosotros no nos pa- 
rece muy propia; y mucho ménos la qué también se acostumbra de ins- 
tituir á su alma por heredera. El heredero, qne legalmente.se hace la mis- 
ma persona con su causante, debe ser, no puede menos de ser natural- 
mente una persona distinta. Pero si fuésemos á censurar todas las locu- 
ciones impropias de una tecnología como la del foro, grave carga nos 
impondríamos, y en insoportable trabajo nos empeñáramos 



LEV décima séptima. 249 

su desenvolvimiento auténtico, fácil es de conocer cuántas'difi- 
cultades embarazarían al doctrinal, considerando que nuestro 
Codigo científico, el délas Partidas, no había admitido la propia 
base, sino una bien opuesta, cuyas deducciones legitimas, cuyas 
consecuencias prácticas debían ser necesariamente muy otras. 

7. Infiérese de aquí, aun en el terreno más general y más 
abstracto, que las leyes de Toro, destinadas á resolver dudas, á 
transigir diferencias, á poner en orden y conciliación los en- 
contrados elementos de nuestro derecho, tenían naturalmente 
que ocuparse en estos importantísimos asuntos de legítimas y 
mejoras. No por un capricho, no siquiera por un deseo de per- 
feccionamiento vulgar, debían acudir á esa materia los juris- 
peritos que se dedicaban á aquel trabajo: era indispensable que 
á ella viniesen, si habían de cumplir el propósito que los llevaba 
á la redacción de este cuerpo legal, cuyo confesado objeto era 
el de completar el derecho existente, el de resolver las dificulta- 
des de la práctica diaria. La cándida sencillez de la ley del Fue- 
ro reclamaba una científica explanación de sus bases: la juris- 
prudencia, hasta allí caprichosa porque carecía de apoyos teó- 
ricos y reflexivos, demandaba también fundamentos de orden, 
principios realizables de razonada aplicación. Ni podía ser más 
importante la materia , ni se podía recomendar la decisión 
con más urgencia ni con más empeño. La transmisión heredi- 
taria es uno de los primeros principios de toda sociedad civil; y 
no merece el nombre de legislación filosófica y culta la que no 
cuida de definirla convenientemente en sus preceptos, resol- 
viendo todas las dudas que hayan surgido acerca de los mismos 
en el variable terreno de la práctica. 

8. Hé aquí lo que trataron de hacer varias leyes de Toro, á 
comenzar por esta décima séptima que nos ocupa. 


II. 


9. Tiene por objeto la presente ley estatuir la revocabilidad 
ó irrevocabilidad de esas mejoras del tercio, á que hemos he- 
cho alusión. Con este fin, da por sentados algunos supuestos en 
la esfera de su derecho; y pasando á la parte preceptiva, esta- 
blece un principio, señala excepciones, y vuelve á distinguir y 
á excepeionar en las excepciones propias. 

10. Los supuestos asentados por ella, son : primero, que las 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


250 

mejoras pueden hacerse, no solo por testamento ú otra especie 
de disposición mortis causa, sino también por contrato entre vi- 
vos; y segundo, que pueden hacerse á hijos ó descendientes que 
se hallaren en poder del padre , y asimismo á hijos ó descen- 
dientes que estuviesen fuera de su potestad. 

11. Esta segunda suposición era natural, era obvia, no ofre- 
cía en nuestro juicio dificultad alguna. Basta considerar que la 
madre no tuvo nunca, ni tiene aún, esa potestad por las leyes 
castellanas, y sin embargo la madre también mejora: basta con- 
siderar, contrayéndose al padre especialmente, que los hijos 
emancipados son tan necesarios herederos como aquellos otros 
que no han salido nunca de su poder. La siguiente ley, la décima 
octava, nos dirá además que puede mejorarse á los nietos, vi- 
viendo sus padres, hijos del que mejora, bajo cuya autoridad 
deben naturalmente hallarse. — Mas en lo tocante á lo primero, 
á la suposición de que la mejora pueda hacerse por convenios, 
de la propia suerte que por disposiciones testamentarias , nues- 
tra razón nos dice que algunos motivos habría efectivamente 
de duda; y que se ha hecho bien por consiguiente en determinar 
el caso, siquiera haya sido de pasada, y no en una forma pre- 
ceptiva, imperatoria. Si las mejoras, de cierto, son partes de las 
herencias, y si las herencias se ordenan sólo en testamentos ó 
codicilos, y no se solemnizan en verdaderos contratos, nada 
tendría de particular el que una jurisprudencia rigorosa hubiese 
repelido toda mejora hecha por pacto ó convención, y preten- 
diese que era inhábil é ineficaz un acto de ese género, en el que 
se contrajeran obligaciones, á favor de determinados hijos, so- 
bre el caudal que por su- muerte debían dejar los padres. 

12. No fué ésta sin embargo la doctrina ni la voluntad de la 
ley. Su sistema ha sido un sistema ménos rigoroso; su inteli- 
gencia una inteligencia de más buena fé, — «No tengo inconve- 
niente (dijo) en que los padres se comprometan durante su vida 
por actos formales, hasta por verdaderos contratos, sobre las 
ventajas que quieran dar á algunos de sus hijos, en razón de 
mejoras. Si esto se suele hacer por lo común en los testamentos, 
si parece lo más natural que se haga en los testamentos, permi- 
to con todo que de cualquiera otra manera se inicie, que de 
cualquiera otra manera se haga. Yo descarto, yo repelo toda su- 
tileza y aún toda consideración que pudiese impedirlo: esa fa- 
cultad es demasiado importante, y puede producir demasiado 
buenas consecuencias , para que no la dé toda mi aprobación, 
todo mi apoyo.» — Así pensó el legislador; y como resultado de 



£EY DECIMA SÉPTIMA. 251 

ello, escribió está ley que nos ocupa, y alguna otra de las si- 
guientes, que guarda con ella completa concordancia (1). ' 

13. Mas por lo mismo que se daba tal amplitud en este par- 
ticular, hacíase inmediatamente indispensable lo que sigue en 
el texto que examinamos; por lo mismo era necesario escribir 
derecho sobre la revoeabilidad ó irrevocabilidad de las mejoras. 
Si sólo hubiese sido posible concederlas en testamento ó en otras 
ultimas voluntades, dicho se estaría que toda mejora tuviese 
que ser esencialmente revocable, como lo era el conjunto deque 
formaba un hecho, un elemento parcial. Admitiéndose la mejo- 
ra por acto de vida, por contrato, no solo faltaba ya esa razón, 
sino que aparecía y podía presentarse la contraria : los contra- 
tos producen por lo común obligaciones permanentes, obliga- 
ciones que no se revocan por meras y especiales voluntades. De 
donde se derivaba lo que acabamos de decir: esa declaración, 
esa extensión, exijía como corolario otra no menos explícita en 
este punto: reconociéndose una y otra clase de mejoras,' forzoso 
era resolver lo conveniente sobre su revoeabilidad ó su irrevo- 
cabilidad. El supuesto hacía necesario el precepto: lo que se ad- 
mitía obligaba á que en este punto se ordenase algo. 

14. Á nuestro modo de ver, la ley procedió con razón y con 
juicio. Lo primero, buscó una regla ' general, para fijarla como 
base: después, inquirió si esa regla podía tener excepciones: 
aun dentro de estas excepciones mismas, halló casos en que era 
oportuno volver á la base, al sistema fundamental. Y todo lo 
dijo claramente; yen todo fue guiada por consideraciones de 
buen sentido, que son siempre las más propias de hombres de 
estado, que no pierden de vista ni los hábitos ni las necesidades 
de sus pueblos, 

15. Sabía muy bien la ley una cosa que ya hemos indicado 
nosotros: — que en materia de disposiciones ínter vivos, en mate- 
ria de contratos, no solo bilaterales mas aun unilaterales, lo 
ordinario, lo vulgar es que los pactos concertados, que las obli- 
gaciones convenidas y aun ofrecidas, sean por su naturaleza ir- 
revocables. El derecho escrito, de acuerdo con la razón, presu- 
me que son cosas serias las palabras humanas; y toda vez que se 
pronuncian y se consignan, no concibe que queden fácilmente 
sin efecto. La revoeabilidad es siempre una excepción en el ter- 
reno común de las obligaciones concertadas y perfectas: lo na- 
tural y lo ordinario, — repetimos, — es que sean irrevocables. 


(1) Ley vigésima segunda. 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


252 

Cuando el que se obligó de ese modo no quiere cumplir sus com- 
promisos, el que á su vez ganó la respectiva acción le compele, 
le fuerza á ello. 

16. Mas no obstante ese principio, la misma ley debió tener 
presentes otras consideraciones en el caso que nos ocupa , y se 
vio llevada á buscar otra base, y á escribir un precepto diferen- 
te. Ni pudo prescindir de la verdadera íntima naturaleza de la 
mejora; ni pudo olvidar que al cabo consistía la índole de ésta 
en ser una parte de la sucesión que había de dejar el padre otor- 
gante. Si por facilitar las ventajas que en ello viera, accedía á 
que las tales mejoras se pudiesen otorgar convencionalmente y 
por medio de contratos, no fue sin embargo razón que diese 
una omnímoda importancia á la forma, cuando el fondo no con- 
curría á recomendar idénticas consecuencias. — .«La mejora, me- 
jora es, (pensó), y nada más que mejora, mientras solo está con- 
venida, pactada, otorgada, por un hecho convencional puro y 
simple. No elevemos pues el accidente sobre la sustancia. Con- 
servémosle el carácter que no ha traspasado, que no ha llegado 
á perder, sin consentir que lo eclipse el carácter de una forma, 
que es solo accesoria, que no es esencial á ella.» 

17. Aquí está el sistema, y aquí está la razón del sistema 
consagrado por nuestro texto. Ora haya sido, dice, inserta la 
mejora en una última voluntad, ora pactada por algún contrato 
entre vivos, hasta la hora de su muerte puédala revocar el pa- 
dre. Esa es su doctrina capital, esa es su base, esa es su regla. 
Las excepciones, como hemos anunciado, vendrán después, cuan- 
do se presente alguna circunstancia que las motive. Mas el hecho 
mero y desnudo de haber pacto, de haber convención, de haber- 
se concedido por un documento de vida, eso según la ley no 
cambia la índole de la mejora, no la constituye irrevocable. Más 
que ese accidente puede y pesa la consideración hereditaria que 
tiene por carácter íntimo y esencial. 

18. Pero dicho esto, habernos de llegar á las excepciones. La 
ley misma no debió desconocer que podrían ir tan allá, en esos 
casos de contrato, las circunstancias de la forma, que fuese im- 
posible no concederles influencia sobre el fondo. En buen hora 
qUe el simple mandato, que el mero hecho de mejorar, realizados 
por contrato, fuesen revocables, de la propia suerte que si se 
hubiesen consignado en testamento; pero si se había pasado del 
precepto propio, si había intervenido tradición, si se entregaron 
realmente los bienes en que consistía la mejora, ¿era posible que 
continuase aun en tales casos el mismo derecho, y que también 



ley décima séptima. 253 

se pudiese revocar lo que en rigor no se revocaba sólo, sino que 
se deshacía? O bien, suponiendo una hipótesis diversa, si el con- 
trato por el cual se daba ó se ordenaba la mejora de que habla- 
mos era un convenio de recíprocas obligaciones; si á virtud de 
esa entrega ó de ese acuerdo contraía una tercera persona efec- 
tivos y reales compromisos; si tal vez los llevaba á cabo, ¿había 
de poder quedar sin efecto lo que fuera en realidad su causa, su 
compensación, su equivalencia? 

19. Claro es que esto no era posible. No sólo la razón legal, 
sino hasta el mero buen sentido indicaban á los legisladores lo 
contrario. En su mano habían tenido sin duda el prohibir que 
las mejoras se hiciesen por actos Ínter vivos , limitándolas tan 
sólo á las últimas voluntades: en su mano tenían también el 
impedir que se realizasen absolutamente, por todo género de 
convención onerosa. Mas no queriendo esto , mas no atrevién- 
dose á esto, mas viendo en el sistema contrario ventajas que no 
se querían perder, libertades que parecía oportuno respetar, ne- 
cesario fué admitir las consecuencias del sistema mismo, y 
aceptar las excepciones que hemos anunciado, á la primitiva, 
capital regla de la revocabilidad. Sin duda había ó podía haber 
en estos casos algo más que un simple accidente de herencia; y 
nada tenía de extraño que no se acomodaran rigorosamente á 
la norma común de las sucesiones hereditarias. 

20. Y en efecto, eso es lo que se nota en las excepciones que 
esta ley consigna, en los casos de irrevocabilidad que establece. 
La mejora del tercio verificada por contrato entre vivos será ir- 
revocable, según su texto, en las hipótesis que siguen. Primero: 
cuando el padre testador haya entregado la cosa ó cosas en que 
consistiere dicha mejora al hijo ó descendiente mejorado, ó á 
quien tuviere su poder para recibirla. Segundo: cuando le haya 
entregado ante escribano la escritura en que realiza y le otorga 
tal mejora. Tercero: cuando medie para conceder ésta un motivo 
oneroso con otra distinta persona; séase casamiento, séase cual- 
quier análogo que incluya obligación. Es decir: cuando un ter- 
cero, un individuo diferente del padre y del hijo, concurre al 
acto, se impone algún gravamen, adquiere ó toma algún com- 
promiso; y ora corno causa, ora como consecuencia de ello, 
promete, otorga, lleva á cabo el padre esa ventaja hereditaria 
de que hablamos. Si no más que en estas tres hipótesis, de cierto 
en estas tres hipótesis la mejora pactada es, según el texto de 
la ley, irrevocable y definitiva; ni se puede romper, ni se puede 

variar. 



254 comentario á las leyes de toro. 

21. Detengámonos ahora un momento en cada cual de ellas, 
procurando comprenderlas exactamente, y hacernos cargo de 
toda su razón. 

22. Es el primer caso cuando el padre entrega á su hijo los 
efectos ó bienes en que ha de consistir la mejora. Para cuya in- 
teligencia es necesario tener presente que esta se puede hacer 
de ó con cosas determinadas, como cabe que sea genérica, que 
se refiera al tercio del caudal, puro y abstracto. Más adelante 
encontraremos dos leyes, la décima nona y la vigésima, que 
lo dicen así; que autorizan á los padres para que puedan señalar 
los bienes específicos de que hayan de componerse las expresa- 
das mejoras, prohibiendo que cuando tal sucediese se falte á su 
voluntad, y se las haga consistir en otros. Véase, pues, cómo 
la ley ha hablado con exactitud: cómo no hay dificultad alguna 
para que el padre mejorante entregue las cosas en que mejora, 
á cualquiera de sus descendientes. 

23. Ahora bien: cuando ocurre este caso, cuando el padre 
por un acto entre vivos se compromete, mejorando á un hijo 
suyo eri tal cosa ó en tal cantidad, y de hecho y en aquel mo- 
mento se. la entrega, por más que la ley no le llame sino me- 
jora, porque el mismo padre no le haya dado sino este propio 
nombre, la verdad es que unida con ella, con la idea fundamen- 
tal de ella, existe una donación, y es forzoso reconocer una do- 
nación. La mejora exclusiva y pura — el buen sentido lo dice — 
sería un mero acto de futuro, para lo futuro; y aquí tenemos 
un acto de presente, para lo presente. El padre que tal cosa 
hace, no sólo mejora, sino que desde luego da á su hijo. Con la 
esencia de lo uno tiene que combinarse la esencia de lo otro. 
Por eso las consecuencias, los necesarios resultados, tienen que 
participar de las condiciones de las dos. 

24. También encontraremos más adelante otra ley,- — la vi- 
gésima sexta, — según la cual las donaciones hechas en vida por 
los padres álos hijos, se entienden después de su muerte mejoras, 
y se imputan en este concepto. .Todo ello, pues, está enlazado; 
todo era forzoso que lo estuviese, si se habían de tener en cuen- 
ta las inspiraciones más obvias de la recta razón. Si las dona- 
oianes de los padres no fueran después imputables á los hijos, 
claro, es que por ese medio, por donaciones hechas á unos , se 
podría dejar sin legitima á los otros. Si esas mismas liberalida- 
des no se imputaran como mejoras sino como legítimas, claro 
sería igualmente que más que de liberalidad tendrían la condL 
cion de un préstamo, de un adelanto. La verdad es que entre la 


LEY DÉCIMA SÉPTIMA. 255 

donación y la mejora hay natural analogía;* y que así coma 
aquélla se convierte en ésta, cuando muere el padre que la 
otorgó, así también ésta última toma el carácter de la primera, 
y adquiere su irrevocabilidad, cuando se completa con la en- 
trega de los bienes en que consiste. 

25. No debemos pasar de este primer caso ó hipótesis, esto 
es, de el de la entrega .de los bienes en que consistía la mejora, 
sin hacernos cargo de varias sub-hipótesis que en el mismo son 
posibles, y sin decir algunas palabras sobre las dudas á que pue- 
den dar ocasión. Hasta aquí hemos hablado de la expresada en- 
trega, como comprendiendo la totalidad de los bienes en que 
dicha mejora se efectúa; pero bien se alcanza que los hechos pue- 
den no haber ocurrido plenamente de ese modo, y es indispen- 
sable discernir cuáles otros podrán presentarse, y cuál deberá 
ser el derecho que haya de regularlos. 

26. Hé aquí una suposición. El padre, siempre por contrato 
entre vivos, mejora á tal de sus hijos en dos fincas, y sólo le 
entrega una. ¿Habrá de decirse que la irrevocabilidad, conse- 
cuencia de la tradición de ésta, alcanza á la otra, á las dos? 
¿Habrá de suponerse, aunque no se haya dicho, que lo entrega- 
do representaba á lo no entregado, y producía en ello un efecto 
idéntico al que realizaba en sí propio? 

27. Francamente, no lo creemos; porque no descubrimos, 
ni en lo moral ni en lo legal, ninguna razón para que así sea, 
Entre las dos fincas de que se trata no existe ninguna relación 
que forzosamente las una. Cada cual ha podido venir de por sí, 
y ser ella sola, únicamente, materia de la disposición paterna 
de que hablamos. Parécenos, pues, que si no se ha hecho entre- 
ga material de las dos, es porque en realidad no ha querido ha- 
cerse. Ahora bien: la entrega, no más que la entrega, es, en 
esta hipótesis, lo que pone un límite á la facultad de la revoca- 
ción. ¿Con qué derecho la supondremos, en perjuicio de la li- 
bertad del padre, respecto á aquella finca, nominativamente 
señalada, y que el padre no ha entregado? Puesto que él distin- 
guió en su acción, natural, necesario es que también distinga 
el derecho. En su mano estaba dejarse expedito ó cerrarse un 
camino, el de revocar su mejora: si él no se lo cerró sino en 
parte, ¿por qué hemos de querer cerrárselo en el todo, contra 
la índole fundamental de las mejoras mismas? 

28. Segunda suposición. El padre, igualmente por contrato 
entre vivos —ahora no hablamos de otra cosa,— mejora á uno 
de sus hijos en lo que importe el tercio de sus bienes, previnien- 



256 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

do que lleve en dicho tercio tal finca, y entregándole ésta en el 
acto. ¿Se ha de suponer, cuando no haya declaración expresa 
ni en pro ni en contra, que la tradición de esa finca es emble- 
mática de la del tercio todo; y que no sólo no ha de poder revo- 
carse la mejora por lo tocante á ella, á la finca, pero ni tam- 
poco en la suma total, en el importe íntegro, á que, llegado el 
momento de la liquidación, ascendiese? 

29. En nuestro juicio esta duda se debe resolver afirmativa- 
mente. Su caso no es el de la dificultad anterior. Allí no entre- 
gó el padre, porque no quiso, una parte especifica de aquello 
que había señalado como mejora; aquí entregó todo lo que en 
el momento podía natural y fácilmente entregarse, todo lo que 
estaba entonces conocido, fijo, determinado. Si no quiso por 
este hecho demostrar su voluntad de hacer íntegra y completa 
la entrega, no sabemos por cuál otro de tradición emblemática 
habría podido demostrarlo mas terminantemente. La cosa en- 
tregada se presenta aquí sin esfuerzos de ingenio, sin repulsa 
alguna del buen sentido, como representación de la mejora 
toda. Traspasando en el acto lo que era posible traspasar, dió á 
entender cuál era su voluntad, cuál era su ánimo, cuál era su 
propósito. No dudemos del derecho, cuando los hechos se pre- 
sentan con tales circunstancias. 

30. Tercera suposición. Ha hecho un padre, por contrato, 
la mejora del tercio á uno de sus hijos; y le ha entregado real- 
mente, materialmente, tantos bienes, tantas fincas, cuantos 
componían la tercera parte de lo que entonces disfrutaba, por- 
que este cálculo, porque esta división eran cosas fáciles. Pero 
su caudal se aumentó después. En vez de consistir en un mi- 
llón, á que ascendía cuando otorgó aquel contrato, ha. llegado 
posteriormente á tres millones: la mejora, que se entregó como 
de un tercio de millón, es ya posteriormente de un millón en- 
tero. ¿Se entenderá, preguntamos, dicha mejora irrevocable, 
por la tradición de los bienes que en un tercio de millón consis- 
tían; ó se estimará sólo que tiene esa irre vocabili dad lo entre- 
gado, y que puede revocarse en cuanto á los dos tercios de mi- 
llón, sobrevenidos, aumentados al caudal posteriormente? La 
entrega del tercio presente, ¿significa ó no significa, de un modo 
representativo, la entrega del tercio futuro, del tercio final? 

31. A nosotros nos parece también que sí; que la significa, 
para el efecto de no poder revocarse la mejora. Considérense, 
si no, la naturaleza de ésta, y las palabras textuales de la ley. 
Recuérdese que la mejora no se debe, no se puede generalmente 



257 


1EY DÉCIMA SÉPTIMA. 

estimar, sino por lo que existe al fallecimiento del padre mejo- 
rante: es una parte alicuota de la herencia, y no hay herencia' 
sino cuando muere la persona testadora. Todas las disposiciones 
que se tomen en vida tienen que referirse á aquel momento, y 
recularse por lo que haya en aquel momento. Eso no lo puede 
desconocer el padre que mejora por contrato. Si pues por éste 
concede un derecho en esa alicuota cantidad, ya sabe de qué 
manera, sobre qué bases, en qué condiciones ha de haber que li- 
quidarla. Lo que él hace de definitivo, definitivo es en la esen- 
cia, pero no es definitivo en la suma. Así como lo entregado 
puede encontrarse un exceso, y tener que disminuirse ó apli- 
carse como legítima, así puede encontrarse corto, y tener que 
aumentarse, para que el principio de su voluntad reciba eje- 
cución. 

32. Mas la ley dice: «Salvo si fecha la dicha mejoría por 
contrato entre vivos, o viese entregado la posesión de la cosa ó 
cosas en el dicho tercio contenidas á la persona á quien la ficie- 
se.» Entonces será irrevocable. Pero ¿qué es lo que será irre- 
vocable? ¿La posesión entregada? ¿la tradición hecha? No: álgo 
más, otra cosa; la mejora pactada y otorgada. En aquella pon- 
dría haber dudas: es posible el caso en que, disminuido gran- 
demente el caudal, lo entregado excediese con mucho, no solo 
de la mejora, sino aun de la legítima del hijo. En tal hipótesis, 
tendría éste que devolver el exceso. Lo irrevocable cuando se 
dió todo lo que parecía constituir la mejora, es la mejora mis- 
ma, en su esencia, sea el que fuese su importe. ¿Ascendía éste 
á más que aquellos bienes que se dieron? Se completará en lo 
que fuere necesario, habrá que dar lo que falte para hacerla ín- 
tegra y completa. Esto es, por lo menos, lo que nos parece le- 
gal, lo que nos parece inconcuso. 

33. Pasemos ahora al segundo caso de los que señala la ley; 
al de la tradición no real, sino simbólica. Las palabras de que 
se vale no hacen otra cosa que aplicar los principios del dere- 
cho común. La entrega de una escritura que es título de pro- 
piedad de ciertos bienes, ó la de aquella en que se ha tomado 
la obligación de transmitir la posesión de ciertos bienes, equi- 
vale á la entrega, á la transmisión de los bienes mismos. Y aun 
no solo la entrega material del documento: nuestra jurispru- 
dencia tiene admitido que eí propio efecto produce la inserción 
en él de la cláusula de constituto, con la facultad que se concede 
en estos casos al agraciado de entrar por sí propio al goce y dis- 
frute de las cosas de que se trata. 


17 



258 COMENTARIO Á LAS J.EYES DE TORO. 

34. Llegamos al tercer punto, á la tercera razón ó hipóte- 

sis, cuyas palabras textuales son las siguientes: «Ó el dicho con- 
trato (de mejora) — se oviere fecho por causa onerosa con otro 

tercero, así como por via de casamiento, ó por otra cosa seme- 
jante; que en estos casos mandamos que el dicho tercio no se 
pueda revocar, etc.» 

35. Lo primero que tenemos que notar aquí es que no se 
dice meramente «por causa onerosa», sino «por causa onerosa 
con otro tercero». No alcanza pues la ley, no comprende al ca- 
so en que el padre haya mejorado á un hijo por motivo oneroso 
sólo para éste. Supongamos que le hizo la mejora con tal que 
se casase, pero sin decir con quien, ó sin comprometerse para 
nada la futura; con tal de que tomase cierta carrera; con tal que 
fuera fiador de alguna persona. En todos estos casos ha habido 
causa onerosa de parte del hijo, pero del hijo únicamente; no ha 
habido onus, carga, gravámen, de un tercero: la ley no extiende 
su disposición, su irrevocabilidad, á hipótesis semejantes. Mas se 
trató el matrimonio con una señorita determinada ; y sirviendo 
de base, de fundamento, de capitulación para él, se otorgó la 
mejora del tercio por un acto ínter vivos celebrado por el padre: 
aquí, sin duda alguna, hay causa onerosa de persona extraña: 
hay gravámen de ésta, que tal vez no habría tomado sin aquel 
antecedente; aquí es terminante la doctrina, aquí es clara la vo- 
luntad de la ley. Mas al tomar el hijo la carrera de que hablába- 
mos, hubo un pariente que se comprometió á costeársela, bajo 
la condición de que el padre lo mejorase: aquí tenemos también 
la causa onerosa, trascendente á otro, decisiva, de que habla el 
texto. Mas al ser fiador de la persona que supusimos, esta per- 
sona abandonó una acción criminal ó mixta que tenia contra ese 
hijo propio, cuyo padre concurría á aquel arreglo por el hecho 
de mejorarle de que vamos tratando: aquí hay también, como 
en los supuestos precedentes, lo que exigieron los legisladores 
de Toro para que el compromiso, el pacto, la mejora, no se pu- 
diese revocar. Causa onerosa con persona extraña. Son dos ideas 
presentadas copulativamente en una condición. Cuando sólo 
concurren el padre y el hijo con sus particulares intereses, falta 
la segunda, que es tan esencial -como la primera: cuando con- 
curre algún extraño, pero á nada se obliga, pero ningún deber 
se impone, pero ningún gravámen toma sobre si, falta ía pri- 
mera, que es tan esencial como la segunda. 

36. ¿Por qué no habrá bastado— podrá preguntarse— -con el 
primer pensamiento, con el de la causa onerosa, cuando ésta 



LEY DÉCIMA SÉPTIMA», , 2&g 

pesa sobre el hijo, para que también sea irrevocable la mejora 
otorgada por actos entre vivos, en consideración á ella? ¿No 
debería tenerse en cuenta lo que el expresado hijo conlleva y 
sufre, pues que al cabo se trata de su beneficio y utilidad? Si el 
padre le concede álgo por ello, ¿por qué, no faltando ello, ha de 
poder el padre revocarlo?— He aquí.lo que tal vez habrá ocurri- 
do á alguno de los que nos honran leyendo este Comentario, y 
aun sin leerlo quiza, sólo con la consideración de las palabras 
de la ley. Pero la respuesta, no es difícil: el motivo del precepto 
aparece visible y claro, apenas se fijan en él ■ nuestros ojos y 
medita un poco nuestra razón. 

r 

37 . ¿A dónde no iríamos á parar con la facilidad de esa doc- 
trina? ¿Cuánto no pulularían las causas onerosas, hasta en las 
relaciones más comunes de los hijos con sus padres? ¿Cuándo 
resultaría, en el hecho, un solo otorgamiento de mejora que 
fuese- posible revocar?— Y ¿cómo se desatiende, por otra parte, 
que la condición de los hijos no es igual á la de los extraños, y 
que lo que bien puede llamarse causa onerosa respecto á éstos 
no es en aquellos otros sino la marcha natural de su destino, 
cuando no sea el mero cumplimiento de los más vulgares y más 
ordinarios deberes? 

38. Ni se olviden, por último, y eso concluye la cuestión, 
los demás casos que hemos visto en la ley, ántes de este terce- 
ro. Cuando el hijo hubiese hecho álgo que deba ganarle la irre- 
vocabilidad de una mejora; cuando, el padre lo creyere así, y 
tuviere voluntad de concedérsela de esta suerte, medios tiene 
sin duda para ponerlo en planta, sin necesidad de invocar lo 
oneroso del motivo. Entregúele la cosa ó la cantidad en que la 
mejora hubiere de consistir; entregúele la escritura en que se la 
concede; y nadie le podrá preguntar por qué razones lo hizo, ni 
pretender que lo hecho pueda variarse. Este caso terceio en que 
nos ocupamos no tiene aplicación natural sino cuando hay ex- 
traños mezclados en el asunto: entre hijos y padres solos, bien 
basta con los otros dos para todas las aplicaciones del sistema 

de la ley. 

III. 


39 Queremos concluir la exposición completa de este mismo 
sistema, ántes de proponernos alguna dificultad á que las pala- 
bras del texto pueden dar ocasión; y ántes también de examinar 



260 


COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


las innovaciones ó por lo menos excepciones, introducidas por 
otra ley más reciente. Por eso pasamos de corrido á su última 
parte, en la que declara cuándo — á pesar de la entrega de los 
bienes de la mejora, ó á pesar del contrato oneroso para un ter- 
cero en que ésta se concertó y concedió, — puede el padre vol- 
ver sobre su voluntad y sus hechos, y darla por nula, y revo- 
carla de un modo completo y hábil. 

40. Hé aquí el primer caso en que esto es posible. Cuando 
al hacerse la entrega, cuando al otorgarse el contrato oneroso, 
cuando al realizarse aquello de que debía depender la irrevoca- 
bilidad, se acompañó todo con la reserva, con la prevención ex- 
plícita de que podría revocarse lo que se practicaba. Como se 
ve, esta prevención constituyó un pacto en el contrato mismo, 
y modificó en ese sentido su naturaleza y sus resultados. Y 
nada tenemos que añadir en el particular á las palabras de la 
ley, claras y terminantes de suyo: lo único que se necesita con- 
signar es que la reservación ha de ser explícita y notoria, como 
que va á cambiar las condiciones naturales de una convención, 
sujetándola á un derecho que no es ordinariamente su derecho. 
Puédelo hacer la voluntad del otorgante, del mejorante; mas es 
menester que conste, sin ningún genero de duda, que tal fué 
en efecto su voluntad. 

41. Pasemos á otro' caso , indicado también en la ley, pero 
de un modo más vago, de pura referencia. La ley quiere y dice 
que estas mejoras, ó algunas de estas mejoras, declaradas por 
ella irrevocables, vuelvan sin embargo á su condición primitiva 
de revocabilidad, cuando ocurriere cualquiera causa de las que, 
según el derecho de estos reinos, producen igual revocabilidad 
en las donaciones perfectamente celebradas y realizadas. 

42. A consecuencia de estas palabras del texto pueden pre- 
guntarse dos cosas. Primera: ¿cuáles son esas causas, que, se- 
gún las leyes de Castilla, hacen revocables las donaciones? Se- 
gunda: ¿de qué mejoras aparentemente firmes se habla aquí, 
cuando se las torna á la condición de revocabilidad;— de aque- 
llas en que el padre ha entregado los bienes ó la escritura al 
hijo preferido, de aquellas en que le favoreció por uña causa 
onerosa para tercero, ó de las unas y de las otras, igualmente 
de todas, sin distinción alguna? 

43. Las causas que hacen revocables entre nosotros las do- 
naciones están expresadas en la ley 1. a , tít. 12.°, lib. IIl del 
Fuero Real, y en la ley 10. a , tít. 4.°, Partida V. Sería por una 
fcárte demasiado largo, y poi* otra inútil el copiar aquí las ex- 



261 


LEY DÉCIMA SÉPTIMA. 

presadas leyes. Bástenos decir que todos los motivos consigna- 
dos en ellas son hechos de ingratitud notable, cuando no escan- 
dalosa; y bástenos observar también que si por tales hechos 
pueden justamente deshacerse donaciones entre personas extra- 
ñas, más natural y más justo es que se deshagan ó revoquen 
mejoras otorgadas á hijos ó descendientes. Cuanto mayor es la 
proximidad, y mayores las obligaciones de estos con sus padres, 
tanto más fea y más vituperable debe ser la ingratitud, y tanto 
más rigorosas deben ser con ella las costumbres y las leyes. 

44. La segunda pregunta que hemos formulado se contesta 
también fácilmente con sólo atender á los principios de la ra- 
zón. La ingratitud de los hijos á quienes se han hecho mejoras, 
tan poderosa contra ellos, no puede sin embargo extender su 
acción hasta desnaturalizar lo que debió su origen á motivos 
onerosos de otras personas. Esa ingratitud de los hijos no va- 
riará los actos de un extraño, compensados con el beneficio á 
que aludimos én este instante. Ese beneficio, compensación da- 
da por el padre á la expresada causa, no puede desvanecerse por 
algo que no tiene relación con la causa misma. 

45. Infiérese de aquí que la ingratitud del hijo, que esos mo- 
tivos de que hablan la ley del Fuero y la ley de Partida como 
bastantes para hacer revocar las donaciones, si lo son igualmen- 
te para dejar sin efecto mejoras cuyos bienes se entregaron por 
el padre, y que por ello no se podían alterar en la generalidad 
de los casos, no lo son para producir una consecuencia idéntica 
en aquellas otras concedidas por causa onerosa de tercero. Si el 
mejorante aposesionó á su hijo mejorado en una finca, si le en- 
tregó la escritura, porque así era su voluntad, y el hijo le inju- 
rió de obra después, autorizado esta aquel para desposeerle de 
todo, como lo podría estar para desheredarlo; pero si se las dio, 
si le otorgó la mejora por razón de casamiento, y en capitula- 
ción con la familia de la desposada, aun concediendo la exhere- 
dacion, no habrá todavía posibilidad de revocar la mejora he- 
cha. Opónese á ello una causa tan respetable que no basta á 
destruirla acción alguna que no sea del co-obligado, del con- 
currente al contrato , donde tomó origen la estabilidad del be- 
neficio. 

46. En cambio de esta doctrina que tanto liga a los padres, 
debemos sentar también otra, que, á su vez, los desliga y favo- 
rece. Puede suceder que esa persona con quien se celebra el 
contrato oneroso falte por cualquier razón á su compromiso, y 
se exima de la obligación que había tomado. Claro, evidente 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO, 


262 

será entonces que también el padre que mejoró queda exento 
de la que echara sobre sí, y que, puede libremente mantenerla ó 
revocarla. Quien mejoraba á su hijo por capitulación de casa- 
miento con una determinada señora, bien es árbitro de no se- 
guir en tal propósito, y de anular lo que concedió, si aquel ca- 
samiento no se ha llevado á cabo. Aun casándose el hijo con 
otra, aun haciéndolo en igual tiempo y con parecidas circuns- 
tancias, la obligación contraida se extinguió, y sus efectos ter- 
minaron con ella. Ya hemos dicho varias veces que la causa 
onerosa ha de ser de un extraño, de un tercero, con quien se 
contrata, y no del propio hijo mejorado. 

47. Otras dos razones ha enunciado y sostenido algún au- 
tor, como suficientes para tornar en revocables las mejoras que 
se constituyen con el carácter de firmes según esta ley. Es la 
primera el nacimiento al padre mejorante de nuevos hijos: es la 
segunda, una considerable disminución en sus bienes. — Parece- 
nos un deber nuestro el decir algunas palabras acerca de lo uno 
y de lo otro. 

48. Verdaderamente, no sabemos por qué la disminución de 
los bienes pueda tener por justo resultado el revocar una mejo- 
ra firme y estable. Si los bienes son ménos, la mejora se dismi- 
nuirá en proporción; como se aumentará, si los bienes hubiesen 
crecido. La mejora es una parte alícuota, ó se contiene dentro 
de una parte alícuota, que naturalmente sube ó baja, según se 
aumentan ó disminuyen los haberes del que la deja. Pero asi 
como no varía en su esencia porque crezcan esos haberes, tam- 
poco debe variar porque vengan á ser menos. Entre ese au- 
mento ó aminoración y la existencia de la mejora no hay nin- 
guna relación necesaria; y no la hay, precisamente, porque es 
propio de todos los caudales el no ser siempre los mismos, el no 
permanecer estacionarios. Si al mejorar hubiera querido el pa- 
dre entender otra cosa, habría hecho una reserva, según hemos 
visto que está en sus facultades, y conservado así perpetuamen- 
te el poder de revocar ó modificar sus- actos. Pues que no la 
hizo, sus actos no pueden desnaturalizarse por unas alteracio- 
nes, ó crecientes ó decrecientes, que son propias de todos los 
bienes de fortuna. 

49. Más recomendable se presenta, á primera vista, para la 
pretensión que examinamos, el caso de la superveniencia de un 
nuevo hijo. Puede tal vez creerse que el padre en cuestión ha- 
bía sido llevado á conceder la mejora, persuadido de dejará 
cada uno de los otros hijos tal determinada suma; y que nacién- 



LEY décima séptima. 263 

dolé despúes uno ó más, quedaban destruidas sus hipótesis y 
caían por tierra los fundamentos de su resolución. El hecho es 
posible; no lo negamos por nuestra parte. Y añadiremos aún, 
para no ocultar ningún apoyo de tal creencia, que la ley 8. a , 
tít. 4. de la Partida V revoca de hecho ó consiente que se re- 
voquen algunas donaciones, por una causa hasta cierto punto 
análoga á la que venimos examinando. Según ella, el que dona, 
no teniendo hijos, sea el todo, sea una gran parte de sus bie- 
nes, si después llega á tenerlos, ve anulado por la misma ley 
aquel acto de su voluntad. Ese nacimiento de seres tan ligados 
con él, tan necesitados de él, rompe sus antiguos arreglos, y 
deja ineficaz lo que la ley le permitiera hacer en la situación 
en que antes se encontraba. 

50. Á pesar de todo ello, meditado bien el asunto, la doc- 
trina en que nos ocupamos nos- parece voluntaria é insosteni- 
ble. Y esto, no sólo cuando hubiese habido parala mejora una 
causa onerosa de las que explicábamos antes, y cuyo poder es 
tan notorio á los ojos de la razón y de la ley; mas aun en el 
caso en que es comparativamente fácil la revocación, cuando 
sólo ha mediado el pacto del padre y del hijo, sancionado con 
la entrega real ó simbólica de los bienes. Si es verdad que el 
padre pudo á la sazón persuadirse de que no tendría más hijos 
que los que contaba de hecho, también lo es que la legítima de 
ellos todos, quedó siempre á salvo, y que nunca dispuso por la 
mejora de lo que no habría sido materia de sus facultades, dado 
el caso de una más lata descendencia. La mejora no pudo con- 
sistir sino en el tercio de sus bienes; y ese tercio lo podía siem- 
pre distribuir entre sus hijos ó nietos, cualquiera que de ellos 
fuese el número. Si en la eventualidad de que le naciesen otros 
quería reservarse el poder de revocación, ¿por qué no se lo re- 
servó, en efecto, pues que la ley le dejaba el arbitrio de que lo 
hiciera? 

51. Por otra parte, esa de Partida que hemos citado, y que 
se refiere á la supernascencia de un hijo, no tiene, si bien se 
medita, ninguna aplicación al punto de este debate. Su hipóte- 
sis es aquella en que un hombre dona todos ó la tnayor paite 
de sus bienes, porque no tiene hijos ni esperanzas de teneilos, 
y su idea consiste, y su precepto se encamina, á que á ese hijo ó 
á esos hijos que después le nacen, les quede salva la Epítima 
que el derecho les señala en los bienes paternos. Mas aquí su- 
ceden cosas muy diversas. No se trata de quien no tiene des- 
cendientes ni esperanza de ellos, sino por el contrario, de quien 



COMENTARIO A LAS LEVES DE TORO, 


264 

los tiene en mayor ó menor número, pero al menos dos, pues 
en otro caso no podría haber mejora. No se trata de quien da á 
un extraño todo su caudal, sino de quien beneficia, como esta 
autorizado á hacerlo, entre esos descendientes propios. No, en 
fin, de quien dejaría á esos descendientes sin legítima, sino de 
quien la ha respetado y la tiene puesta á salvo por el mismo he- 
cho que discutimos si se podrá revocar. Véase, pues, por qué 
entendemos resueltamente que no: ni la ley lo dispone, ni nin- 
guna razón doctrinal lo persuade, á nuestro juicio, en la buena 
esfera del derecho. 


IV. 


52. ' Llegados á este punto, conocida en su totalidad la ley, 
vamos á volver en cierto modo atrás, para hacernos cargo y 
responder, si nos es posible, á una cuestión que puede derivar- 
se de ella, ó nacer con motivo de ella. 

53. Deben haber observado desde luego nuestros lectores 
que el texto de la ley en que nos ocupamos únicamente habla 
de las mejoras del tercio, que los padres pueden señalar á sus 
hijos ó descendientes. Ni una palabra dice en lo tocante á los 
quintos, de que también están autorizados para disponer, así en 
provecho de ellos como de cualesquiera extraños. Naturales, 
pues, ó posible cuando menos, que ocurra la duda de si el de- 
recho que aquí se fija comprende á lo uno y a lo otro, ó si es 
puramente especial, taxativamente destinado y aplicable á lo 
que en términos precisos declara. Cuando es costumbre en el 
foro hablar siempre de mejoras de tercio y quinto, cuando aun va- 
rias de las leyes que siguen consagran semejante expresión, 
justo es que investiguemos si es üno propio ó si son diferentes 
los derechos por donde se regulan las expresadas mejoras. No 
somos nosotros los primeros que hemos visto esa dificultad, ni 
los primeros tampoco que hemos querido resolverla. 

54. Comenzaremos para ello por examinar bien lo que se ha 
llamado, hasta en las leyes, mejora del quinto ó del remanente 
del quinto: veremos cuál es su propio, su verdadero carácter; 
y aun nos permitiremos decir algunas palabras acerca de su 
nombre. 

55. Hemos dicho al principio de este Comentario que los 
testadores que tienen hijos no pueden disponer con todli liber- 



LEY DÉCIMA SÉPTIMA. 205 

tad sino de una pequeña parte de sus bienes. Los cuatro quin- 
tos son legitima total de aquellos: sólo en el quinto resLte 
existe el omnímodo poder de dejarlo y distribuirlo como nlu- 
guiere a su dueño y poseedor. Los gastos del funeral, deuda 
com,o se dice, necesaria, que por. vivir contraemos todos; los 
sufragios y mandas piadosas, que una cristiana costumbre ha 
introducido y mantiene en nuestro pueblo; los legados de cual- 
quier especie; todo cuanto no es la legítima de los descendien- 
tes ó la mejora del tercio que se circunscribe á estos mismos, 
todo ha de salir de esa quinta parte, en la que el derecho de 
testar es ilimitado, es completo, es absoluto. 

56. Claro está, aun sin necesidad de que lo dijesen las leyes, 
que de ese quinto, ó de ese remanente del quinto, cuya dispo- 
sición es libérrima, también puede dejar el padre á sus hijos, ó 
á cualquiera de sus hijos, lo que fuere su voluntad: si cabe des- 
tinarlo á un extraño, repartirlo en mandas ó heredar en él á un 
extraño, no ha de ser prohibido destinarlo á quien se halla tan 
próximo.. Lo único que nos diría la razón es que al dejarlo al 
hijo, cuando podía no dejársele, cuando se le dejaba por el mis- 
mo derecho que á cualquiera otra persona, no debería tener el 
testador otras reglas, no debería gozar de más amplitud, no de- 
bería estar sujeto á otras restricciones, que si lo dejase á cual- 
quiera otra persona extraña. La facultad de disponer es plena y 
completa en esta parte; y este principio, que es el que determina 
el título justo en favor del individuo más remoto, debería ser 
el que igualmente lo determinase en favor del individuo más 


allegado. 

57. Cuando el padre no manda el quinto á persona alguna, 
sino que lo deja incluso en la totalidad, en la suma de sus bie- 
nes, los hijos,— evidente es,— no suceden en el remanente de él 
propio por título de legado ni de mejora; suceden por título de 
herencia. Es que entonces no hay tal remanente del quinto, es 
que entonces no hay sino una masa común, un acervo univer- 
sal, porque el padre no ha querido valerse de la facultad de tes- 
tar que le concedían las leyes en aquella parte. 

58. Cuando se agracia con el quinto ó con algo que corres- 
ponde al quinto á una persona extraña, ó que, aun sin ser ex- 
traña, no es tampoco descendiente de la que testa, puede ha- 
cerse ó por mandas especificas, ó por mandas de cantidad, o 
por un acto que es verdadera institución de herencia en aquella 
su parte alícuota. De las dos primeras hipótesis no tenemos 
ahora que ocuparnos: las leyes que forman el presente grupo 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


266 

en la Colección de Toro no es de los legados comunes de lo que 
se propusieron hablar, no fue los legados lo que se propusieron 
definir. En cuanto á la última, estas propias leyes le han llama- 
do mejora, como veremos en una de las siguientes (1); pero no 
hay que confundirla (aunque prescindiésemos de la impropie- 
dad de la palabra) con las mejoras verdaderas, con las mejoras 
hechas á los hijos, á los nietos, á los descendientes propios, á 
aquellos de quienes son las legítimas, de quienes se habla én 
esta ley que estamos comentando. 

59. Cuando el quinto se deja á un descendiente, la tecnolo- 
gía jurídica le había desde luego atribuido el nombre de mejora, 
asimilándola á la del tercio. Las leyes, lo hemos dicho ya, acep- 
taron y emplearon esta denominación. Pueden verse todas las 
que siguen, desde la décima nona en adelante. Y no solamente 
la aceptaron cuando el quinto quedó reunido al tercio, sino aun 
en los casos en que no lo quedase, pues que emplearon. disyun- 
tivamente tales palabras. Regístrese la ley vigésima primera, y 
hallaremos estas expresiones: «el hijo ú otro cualquier descen- 
diente legítimo, mejorado en tercio ó quinto de los bienes de su 
padre ó madre.» Mejora llamaron, pues, á la manda del quinto, 
aun cuando fuese sola: mejora, aun haciéndose en provecho de 
un extraño; mejora con mucha más razón cuando se dejaban 
un descendiente. Tan fueron allá en este punto, que la llama- 
ron así hasta en el caso de ser específica, de confundirse en la 
esencia con un verdadero legado. 

60. ¿Tenían las leyes razón en aceptar, en emplear esa no- 
menclatura? No queremos profundizarlo mucho, y quizá nos- 
otros no lo habríamos aconsejado ni hecho.- Pero en rigor no 
puede desconocerse que si mejora significa gramaticalmente be- 
neficio, distinción favorable, ventaja, entre varios que á una 
clase corresponden, indudable es que el hijo ó nieto á quien se 
manda el quinto, aventajado, distinguido, beneficiado, mejora- 
do está entre y sobre sus hermanos, que no habían recibido lo 
que él, que sólo tomaban sus simples, sus desnudas legítimas. 

61. Mas sea lo que fuese de la razón, valiera ó no valiera 
más haber conservado por único derecho del quinto el derecho 
de las mandas, y de las instituciones de herencia, es lo cierto 
que las leyes de Toro le llamaron mejora cuando se beneficiaba 
con él á un descendiente, y que por lo común escribieron ésta 


(1) Ley vigésima -f 



,LEY DECIMA SÉPTIMA. «jgij 

al lado de la del tercio en casi todas sus disposiciones. Y de 
aquí la razón, la legitimidad de esa duda que hemos apuntado 
ya que nos contraemos al presente. La ley que nos ocupa ha- 
bla solo de las mejoras del tercio, de cuándo son éstas revoca- 
bles o irrevocables. Lo que de tales mejoras dice respecto á los 
descendientes, ¿ha de entenderse también dicho para las del 
quinto? ¿Es el propio derecho común á ambas clases, ó lo tene- 
mos diferente para las unas y para las otras? ¿Será revocable el 
quinto, como lo es el tercio, en principio y regla general, sal- 
vo si se ha hecho su entrega real o simbólica, y salvo también 
si se hubiese otorgado por causa onerosa para una persona ex- 
traña? 

G2. En nuestro juicio no puede haber seria dificultad, y la 
cuestión debe resolverse afirmativamente, salva cierta reserva 
que hacen indispensable las doctrinas fundamentales de esté 
punto. 


63. Muévenos á ello, primero, la identidad de razón, que nos 
parece perfecta, terminante. Los propios motivos que justifican 
la disposición legal para una mejora, la del tercio, existen y se 
aplican en su análoga, la del quinto. No cabe concebir diferen- 
cias entre ellas; no cabe concebir en su derecho diversidad. Si 
allí era justo, conveniente, necesario, aquí ha de ser justo, 
conveniente, necesario, del propio modo. Dada la posición del 
padre entre los hijos y sus mutuas relaciones, dado que ésta se 
estime mejora como aquella, no concebimos que pueda haber 
para la una una ley, que no sea también la ley de la otra, en este 
punto de su revocabilidad ó irrevocabilidad. 

64. Pero tenemos todavía otro fundamento más concluyen- 


te, que es el texto de la ley vigésima segunda. Según ésta, las 
promesas de mejorar ó no mejorar en el tercio y en el quinto 


son de igual índole, tienen el mismo derecho, se regulan poi 

unos principios propios. «Si el padre ó la madre prometió 

por contrato entre vivos de no mejorar á alguno de sus hijos ó 
descendientes, y pasó sobre ello escritura pública, en tal caso 
no pueda hacer la dicha mejoría de tercio ni de quinto.» «Si 

prometió el padre ó la madre de mejorar á alguno de sus 

hijos ó descendientes en el tercio é quinto, por via de casamien- 
to, ó por otra causa onerosa alguna; que en tal caso sean obli- 
gados á lo cumplir é hacer.» Son palabras textuales, 

65. Por donde se ve que el derecho sobre las promesas de 
mejorar ó de no mejorar, es igual, es uno propio, para los ter- 
cios y para los quintos. Ahora bien: ¿es posible que siéndolo 



208 COMENTARIO Á LAS LEYES LE TORO. 

para las promesas, no lo sea para las mejoras realizadas? ¿Es 
posible que el que promete hacer una mejora de quinto, por ta- 
les causas, esté obligado á hacerla, y que el que la hizo no esté 
obligado á respetar su obra? Francamente lo decimos, esa des- 
igualdad es imposible. 

66. La única salvedad que tenemos que consignar en este 
punto, la reserva que ya anunciamos ántes (62), consiste en lo 
propio que tenemos dicho sobre las cargas necesarias á que el 
quinto está sujeto. Del quinto se ha de satisfacer el funeral del 
testador; del quinto se han de sacar los sufragios que en be- 
neficio de su alma hubiese dispuesto. Por eso la mejora ó el le- 
gado del quinto se llaman con más propiedad del remanente del 
quinto, aun no habiendo otras mandas que deducir de él. Pues 
bien: aquéllas, necesarias, piadosas, presumidas, como lo son 
siempre, tendrá en todo caso el testador derecho para ordenar- 
las y disponerlas. Si no las ha formulado antes, podrá formu- 
larlas después : aun siendo irrevocable la mejora del quinto, 
se modificará en lo preciso por ellas, porque ellas eran más in- 
dispensables, más irrevocables aún. 

67. Contra las explicaciones y resoluciones que hemos dado 
sólo se nos puede objetar una cosa, á saber: ¿por qué no dijo la 
ley lo que decimos nosotros, si tal era su intención; por qué no 
habló de las mejoras de tercio y quinto, como lo hicieron otras 
leyes, si quería en efecto establecer un propio derecho para las 
unas y las otras? — Confesamos de buena fé que el argumento 
sería apremiante y la dificultad insoluble, si se tratase de unas 
leyes bien redactadas, del Código de las Partidas, por ejemplo, ó 
de otro código que se dictase en el dia. Pero las leyes de Toro 
no tienen por desgracia ese mérito, y no pueden aspirar á tal 
presunción, En la impropiedad con que por lo común están es- 
critas, sería un yerro bien notorio el dar tanta importancia á 
omisiones que son de cada momento! Los defectos de estilo, los 
defectos de expresión, las palabras anfibológicas, las culpas con- 
tra la gramática son de todos los instantes. Por eso es necesa- 
rio estudiarlas y comentarlas de buena fé, como nosotros lo ha- 
cemos. Por eso es indispensable buscar á' veces en unas la ver- 
dadera inteligencia de las otras. Por eso es forzoso no abandonar 
nunca los principios, así los generales de todo derecho, como 
los que de su propio contexto se deducen, para no perderse en 
el laberinto de un& inextricable investigación. No debe ser muy 
aventurada, por lo demás, la que hemos hecho, no muy errónea 
la explicación que á virtud de ella hemos dado, si se considera 



LEY^DECIMA SÉPTIMA. íjgg 

que esta se halla en el fondo conforme con la de los más céle- 
bres expositores de la ley misma. 


V. 


68 liemos comentado hasta aquí esta ley, como pudiéramos 
haberlo hecho al siguiente dia de su publicación. La hemos co- 
mentado por ella misma, por las otras que la siguen, por el que 
podía y debía ser entonces espíritu de nuestro derecho. No he- 
mos mirado aún á nada que la haya sido posterior. Y sin em- 
bargo, hay alguna cosa á que mirar. Existe una ley promul- 
gada la primera vez un tercio de siglo más tarde, y que se ha 
insertado en las Recopilaciones, la cual modifica y en cierto 
punto revoca ó más bien anula sus preceptos. 

69. Hablamos de la 6. a , tít. 3.°, lib. X de la Novísima, que 
fué en su origen la Pragmática de Madrid de 1534, dictada por 
D. Carlos I, á consecuencia de una petición de las Cortes, y que 
se repitió después en otras Cortes y en el mismo lugar por 
D. Felipe II, en el año de 1573. 

70. Queríase poner tasa á la excesiva concesión de dotes; 
parecía grave y malo que, dejándose llevar los padres ó de 
afectos imprudentes ó de vanidades ridiculas, se sobrecargasen 
á sí mismos y comprometieran el orden y porvenir de sus fami- 
lias, con entregas ó con promesas desatinadas, en favor de las 
hijas que iban á casar. Y r dominados por aquel pensamiento, 
fijaron su vista los legisladores en las disposiciones de estas le- 
yes de Toro, de las cuales la presente hacía irrevocables las me- 
joras otorgadas en vida por razón de un matrimonio determi- 
nado, y la vigésima segunda que veremos después daba com- 
pleta fuerza á la promesa de igual beneficio, ofrecida de cierto 
modo. En esas facilidades creyeron ver un principio fecundísi- 
mo del mal que deploraban; y contra esas facilidades dictaron 
Su resolución, de la que nos es preciso consignar los textuales 
términos. 

71 . «Y mandamos — (continúa la ley, después de haber esta- 
blecido proporciones entre los bienes de los padies y las sumas 
dótales que podrían dar á sus hijas)-mandamos que ninguno 
pueda dar ni prometer, por via de dote ni casamiento de hija, 
tercio ni quinto de sus bienes; ni se entienda ser mejorada ta- 
cita ni expresamente por ninguna manera de contrato entre vi- 
vos.»— Hasta aquí lo que nos interesa, lo que dice relación 

nuestro asunto. 



270 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

72. Como se ve, pues, la ley de D. Carlos ha destruido, por 
lo respectivo á las hijas, el supuesto en que descansaba la pre- 
sente de Toro. Esta partía de que era siempre posible hacer las 
mejoras por acto ínter vivos, por verdaderos contratos; y sobre 
esa base, y dada esa hipótesis, establecía derecho acerca de su 
revocabilidad ó irrevocabilidad. La que acaba en parte de co- 
piarse, anula y extingue para las expresadas hijas el tal funda- 
mento. Ni por dote ni por ninguna manera de contrato pueden 
éstas ser mejoradas. No es sólo lo que aquí se previene que se- 
mejante mejora sea revocable; sino que se ordena el que sea 
nula. Tal mejora no se puede hacer. Si se otorga de hecho, no 
vale, no se lleva á cabo. Ni como donación gratuita, ni como 
dote, ni de ninguna suerte, es practicable, es eficaz. Con razón 
ó sin razón, lo ha querido, lo ha mandado la ley. 

73. Por de contado que ni esto quiere decir que dejen de dar 
dotes los padres á las hijas que se casan, ni tampoco que dejen 
de tener facultad de mejorarlas de otro modo que por tales 
contratos. Las dotes han seguido dándose y se dan; sólo que se 
entregan á cuenta de legítimas, siquiera sea con las ventajas 
que veremos en otras leyes: las mejoras se han seguido ha- 
ciendo, y pueden hacerse á las hijas, pero, únicamente en testa- 
mento y por razón de testamento. No fue ni la obligación de 
dotar ni la facult.ad .de mejorar lo que se suprimió por esta ley 
de 1534: á la primera, se la puso reglas, se le señalaron lími- 
tes; á la segunda, se la reservó, por lo tocante á las hijas, á los 
meros testamentos de los padres, aboliendo la práctica de que 
se ejecutasen por contrato. 

74. De donde se infiere que la décima séptima de Toro, cu- 
ya explicación hemos dado, cuyo Comentario legítimo creemos 
haber hecho, sólo ha tenido lugar desde la otra, y sólo le tiene 
en el dia en las mejoras de los hijos varones. Ni una palabra 
tenemos que tocar de cuanto va dicho , respecto á estos : cuan- 
do de hijas se trate, téngase presente la prohibición de la ley 
recopilada, de la ley de D. Carlos, y acátese como es forzoso lo 
que es derogatorio y restrictivo de lo que ántes fuera derecho 
general ó común . ■ 


VI. 

75. Siendo ésta la primera ocasión en que hemos hablado de 
Quintos y de tercios, no queremos terminar este Comentario sin ad- 
vertir que en la liquidación de las herencias, aquellos, los quin- 



I.EY DÉCIMA SÉPTIMA. 271 

tos, se sacan primero que estos otros, los tercios; y que aquellos 
se calculan por la herencia toda, mientras que para estos sólo 
sirve de base lo que ha quedado después de dicha primera de- 
ducción. Así está dispuesto terminantemente por la ley 214 del 
Estilo, y es la practica constante de Castilla. Un ejemplo faci- 
litará aún más la comprensión del asunto. Los bienes quedados 
se evalúan y ascienden á 40 ■. éste es el total del primer acervo, 
de aquel que ha de servir de fundamento para todo. Por el se 
calcula el quinto, el cual asciende á 6. Aquí tenemos la cantidad 
de que el testador podía disponer libremente, y de la que han de 
sacarse el funeral, los sufragios por su alma y los legados: el 
remanente de la misma — ya lo hemos dicho — puede ser también 
mejora. En seguida, deducidos esos 6 de la masa total, de los 
30, quedan evidentemente 24;yde esos 24, y no délos 30 primi- 
tivos, es de lo que hay que sacar el tercio. Así, éste, en el caso 
que figuramos, solo consistirá en 8, y no en 10, como habría 
podido estimarse á primera vista. 

76. ¿Es esto á todas luces justo? ¿Es verdaderamente el ter- 
cio de la herencia esa suma , que no es su tercio ? .He. aquí una 
cuestión completamente ociosa en el día de hoy. Bien ó mal ex- 
presado, eso es lo que se ha entendido y lo que se ha practicado 
siempre en Castilla, eso es lo que han querido nuestros legisla- 
dores, ese es el indisputable derecho de nuestra sociedad. 



LEY DÉCIMA OCTAVA. 


(L. 2. a , TÍT. 6.°, LIB. X, Nov. Rec.) 

El padreó la madre, ó cualquiera de ellos, pueden, si quieren, 
hacer el tercio de mejoría que podían hacer á sus hijos ó nietos, 
conforme á la ley del Fuero, á cualquier de sus nietos ó descen - 
dientes legítimos, puesto que (1) sus fijos, padres de los dichos 
nietos ó descendientes, sean vivos, sin que en ello les sea puesto 
impedimento alguno. 

COMENTARIO. 

I. 


í. Hemos dicho en nuestro Comentario anterior que la legí- 
tima de los hijos ó descendientes consiste en los cuatro quintos 
de los bienes paternos; y hemos citado, á tal propósito, las le- 
yes del Fuero-Juzgo y del Fuero Real, donde se escribió esta 
teoría, que han canonizado y hecho incontrastable las costum- 
bres de doce siglos. liemos dicho también que esa propia doc- 
trina encontraba una modificación por decirlo asi interior, y 
respectiva á los descendientes solos, entre los cuales podían dis- 
tribuir libremente los padres testadores el tercio de su caudal; 
y que esta modificación se había declarado también en’las mis- 


il) Puesto que se dice en el dia aunque. 



LEY DÉCIMA OCTAVA. 273 

mas leyes que formularan aquel principio. Entonces, al explicar 
y décima séptima, nos bastaba con hace. ..... ' 


““ 4UO ™ aran a d ue > principio. Entonces, al explicar 
la ley décima séptima, nos bastaba con hacer esta referenda 
ahora, para comprender la décima octava, juzgamos oportuno 
transcribir aqm las palabras textuales de la última y mi capí- 
tal de las dos disposiciones que citamos. 


2. Es esta, en nuestro concepto, la ley 10. a , tít, 5 0 lib III 
del Fuero Real, cuyas expresiones literales son’ las siguientes- 
«Ningún home que huviere fijos ó nietos, ó dende ayuso, que 
hayan de heredar, no pueda mandar ni dar á su muerte más de 
la quinta parte de sus bienes; pero si quisiere mejorar á alguno 
de los fijos ó de los nietos, puédalos mejorar en la tercia parte 
de sus bienes, sin la quinta sobredicha, que pueda dar por su 
alma ó en otra parte do quisiere, é no á ellos.» 

3. Por más que esta ley debiese parecer clara á cuantos la 
leyeran de buena fé; por más que el sentido común debiese ver 
en ella explícito é incuestionable el derecho de mejorar en el 
tercio á cualquier nieto como á cualquier hijo de la persona 
que disponía de sus bienes, es lo cierto que la sutileza de algu- 
nos jurisconsultos había encontrado en sus términos suficiente 
razón para señalar casos y hacer distinciones. — «Esa facultad 
de mejorar, decían, recae sólo en los hijos ó en los nietos que han 
de heredar, esto es, que tienen derecho á la herencia: así lo ex- 
presa terminantemente la ley citada. Luego no puede ser su sen- 
tido que exista esa facultad propia en favor délos nietos que tie- 


nen padre; porque estos tales nietos no han de heredar, no tienen 
derecho á la herencia del abuelo en cuestión. Así, proseguían, 
la mejora del tercio es siempre posible entre los hijos del que 
quiere dejarla; mas para que lo sea entre sus nietos, para que 
pueda recaer válidamente en uno de ellos, es necesario que sean 
herederos también, que su padre, hijo del mejorante, haya ya 
fallecido. Cuando existen las tres generaciones, el padre, el hi- 
jo y el nieto, el beneficio dispensado por aquel no puede alcan- 
zar á este último.» 

4. Consecuencia de esa pretensión, de ese argumento, era 
una duda práctica que existía en Castilla á fines del décimo 
quinto siglo. La teoría vacilaba: podían dividirse los sentimien- 
tos en la escuela: faltaba una decisión, un criterio constante. 
Aunque procediese todo de lo que nos parece una suti eza, 
como antes hemos dicho, sabido es que en sutilezas se an , ur 
dado muchas decisiones de derecho; y que sutil era el espíritu 
del romanismo, tan omnipotente á la sazón en nuestro loro y 
en nuestras universidades. 



274 comentario á las leyes de toro. 

5. La presente ley de Toro tuvo por objeto el poner término , 
y lo puso, á la expresada problemática situación. La inteligen- 
cia más ámplia, más libre, más de buena fé, que hemos señala- 
do ántes; la que reconocía como posible la mejora del tercio 
en favor de cualquier descendiente, hubiese ó no hubiese éste 
de heredar al mejorante, hubiese ó no hubiese intermedia entre 
ellos otra persona; esa fué la inteligencia que se reconoció como 
verdadera, la que se canonizó por una declaración terminante 
y explícita. El padre ó abuelo que testaba, ó que disponía' por 
contrato del tercio para después de su muerte, pudo mejorar 
en él sin embarazo alguno, no sólo á cualquiera de sus nietos, 
cuyo padre no viviese ya, sino también á todo otro cuyo padre 
permaneciese vivo, y no hubiese por lo tanto (el nieto) de he- 
redar al abuelo propio. La mejora y la herencia común queda- 
ron de todo punto separadas: aquella no hubo de ser por necesi- 
dad un acrecentamiento de la legítima: los cuatro quintos del 
caudal íntegro, haber debido fueron á todos los descendientes , 
y no á los herederos solos. 1 «Puesto que (aunque) sus fijos, pa- 
dres délos dichos nietos ó descendientes, sean vivos,» — escribió 
la ley. El derecho, pues, quedó de todo punto claro; no siendo 
ya lícito á nadie entender lo contrario de lo que aquella decla- 
raba en su texto (1). 


II. 


6. Pero si á presencia de tales palabras se desvanecía esa 
antigua dificultad, otras nacieron, otras se formularon , ó por 
causa ó con motivo de sus declaraciones. Expuestas y debati- 
das por los tratadistas que han examinado estas leyes, obliga- 
ción nuestra es el referirlas, y el resolverlas en cuanto nos per- 


(1) El espíritu de sutileza no concluye nunca, ni se da nunca por 
Vencido. Recordamos haber leido en alguna parte que cuando el abuelo 
manda á un nieto, no heredero, el tercio para que le autoriza esta ley, 
no le mejora en el dicho tercio, sino que le da el tercio de mejoría.— Con- 
fesamos nuestra incapacidad; pero no alcanzamos la diferencia verda- 
dera, ni teórica ni práctica, entre una y otra cosa. Aparte de esto, los 
que hicieron el gran descubrimiento, á que aludimos, ¿habían leido las 
leyes décima nona y vigésima? ¿Habían visto que se da el tercio de me- 
jot xa también á bijos, es decir, á herederos forzosos? ¿Habían visto por 
consiguiente que esta expresión equivale á la de mejorar ? 


ley décima octava. 275 

mita nuestro juicio. Quizá alguna de las mismas no nos habría 
ocurrido a nosotros; pero cuando se han presentado á escritores 
de talento, nada puede eximirnos de consagrar á. ellas algunos 
aunque sean breves instantes. 

1 . Primera dificultad. El testador que no tiene más que un 

hyo, o que hallándose sin hijos no tiene más que un nieto mue- 
lle mejorarlo? ’ 

8. He aquí la duda á que nos referíamos poco hace, dicien- 
do que jamás nos habría ocurrido á nosotros. Habríamos con- 
cebido otra, pero no ésta. No entra en nuestra naturaleza el 
imaginar tánto, ya que no nos sublevemos contra lo que nos 
parece tal abuso de palabras. Mejorar— lo hemos dicho— es be^ 
neficiar, es favorecer, es distinguir: ¿cómo se concibe ni cómo 
se hace esto, cuando existe una sola persona, en quien ha de 
recaer la legítima total de los descendientes? Mejorarlo ¿en- 

tre quiénes? ¿sobre quiénes? ¿comparativamente á quiénes? Pues 


¿no es él el único á quien se han de dejar los cuatro quintos? 
Pues ¿no es él quien ha de recibirlo todo? 

9. Francamente lo declaramos. Para nosotros las cuestio- 
nes de derecho son problemas de recto sentido, y no esfuerzos 
de gimnástica intelectual. Y especialmente nuestro derecho es- 
pañol es un terreno de buena fé, que, repugnando lo estricta- 
mente formulario, todavía excluye más lo vacío y lo inconce- 
bible. 

10. Lo que ha dado motivo á esta sutileza ya lo examinare- 
mos, ya lo apreciaremos, ya diremos si es ó no posible, en el 
Comentario á la ley vigésima séptima de Toro. Condenemos y 
descartemos entretanto la sutileza misma; y pasemos á otro 


punto que nos ofrezca más serias razones, ó fundamentos de ma- 


yor realidad. 

11. Segunda duda. El testador que tiene sólo un hijo y va- 
rios nietos, hijos todos de su hijo, ¿puede mejorar á alguno de 
estos nietos; es decir, puede dejarle el tercio, de la misma suer- 
te que podría hacerlo si los hijos fuesen varios? 

12. No vemos nosotros, á la verdad, ninguna razón que lo 
embarace. Las palabras de la ley no lo excluyen: los motivos 
de la ley lo autorizan de todo punto. Desde que se puede mejo- 
rar en el tercio, dejar el tercio á un nieto, habiendo varios hi- 
jos existentes y entre ellos su padre, es claro que el tercio no 
es legítima de los hijos ó herederos solos, y que se cumple con 
el derecho dejándolo á un descendiente cualquiera. Dentro del 
círculo de esos descendientes, el testador, el mejorante, tienen 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


276 

toda la amplitud que se puede desear. ¿Qué causa, pues, ha de 
impedirle en su deseo de favorecer á tal nieto, preferentemente 
á su padre y á los demás que existan? ¿Á quién injuria, á quién 
causa lesión con ese acto? No al padre, no á los hermanos, 
á nadie en fin: pues que nadie tenia perfecto derecho á la can- 
tidad ó á la cosa en que consiste la mejora. En el hecho, la pre- 
ferencia es posible: existen varios, y puede haberla. En el terre- 
no legal, á nadie se hiere de un modo indebido. La ley se cum- 
ple, pues, en su espíritu y en sus palabras. Los que han creído 
otra cosa, parécenos que se dejaban influir por reminiscencias 
de aquella antigua opinión que antes hemos señalado como de- 
ducida del Fuero Real, y que condenó el texto que estamos 
exponiendo. Nuestro actual derecho, el derecho formulado en 
éste último, consiste en que el testador pueda agraciar con la 
mejora del tercio, con el tercio de mejoría, á cualquiera de sus 
descendientes, próximos ó remotos, que hayan ó que no hayan 
de ser herederos de él mismo. ¿Dejará de ser tal descendiente 
uno de sus varios nietos, porque no tenga él más que un hijo, 
porque todos esos nietos provengan de un padre solo? 

13. Propongamos la duda de otra suerte, ó por mejor decir, 
otra duda, en ese mismo caso. El testador tiene, como hemos 
dicho, un hijo y varios nietos; y nuestra convicción es que está 
facultado para mejorar á cualquiera de estos descendientes de 
un grado más remoto ó inferior. ¿Diremos lo propio respectiva- 
mente al hijo? ¿Podrá también mejorar á éste? Y si lo mejora 
de hecho, ¿qué efectos producirá una declaración semejante? 

14. Basta con reflexionar un poco sobre la hipótesis, para 
convencerse de que tal acto no produciría ningunos. Si el hijo 
existente ha sido el único ó ha quedado el único; si los nietos 
todos descienden de él; suyos son sin duda, necesariamente, los 
cuatro quintos de la herencia, sin otra excepción que la del ter- 
cio, cuando éste se dé á un nieto del mejorante, á un hijo del 
hijo propio. Es lo que acabamos de decir. Pero dándosele á él, 
al hijo, ese tercio, ¿qué es lo que se le da? ¿Se le añade algo que 
no le correspondiese por legítima? ¿Significará alguna cosa real 
esa mejora? ¿Tendrá por ella algo que sin ella no hubiese teni- 
do? ¿Causará la cláusula en que se conceda, la menor variación 
en' el destino de los bienes, en la posición ó riqueza de las per- 
sonas, en el poder y autoridad de éstas respectivamente á 
aquellos? 

15. Es evidente que no. En todos los casos de la tal hipóte- 
sis, sea que se mejorase, sea que no se mejorase al hijo, con tal 



LEY DÉCIMA OCTAVA. ^77 

que no se mejore, que no se beneficie á un nieto, el hijo llevará 
completos, y poseerá íntegros, los cuatro quintos de los bienes ' 
del testador. Luego la mejora es aquí inadmisible, como lo es 
siempre en derecho lo que no produce nada, lo que no conduce 
á nada. Viniendo los expresados bienes al hijo por título de le- 
gitima, no deben venirle— pues que no hay necesidad de que le 
vengan — por título de beneficio ó privilegio. 

16. Tercer caso, y cuarta y quinta dificultades. El padre 
que testa tiene sólo un hijo, y un nieto, hijo de este hijo. No 
son varios, como antes supusimos; es uno sólo. ¿Cabe también 
aquí la disposición, la mejora en favor del nieto? ¿Es también 
aquí inconcebible la mejora en favor del hijo? 

17. Cabe efectivamente, en nuestro juicio, la primera; y es, 
del mismo modo, inconcebible la segunda. El nieto puede ser 
beneficiado, mejorado; pues que el hecho de su mejora da con- 
secuencias, y ni la letra ni el espíritu de la ley oponen nin- 
gún impedimento. Lo que sucede cuando los nietos son varios, 
proviniendo de un hijo solo, eso sucederá asimismo cuando no 
haya más que el nieto de esta hipótesis. El y su padre son dos 
personas: entre ellas cabe preferencia para conceder un benefi- 
cio: adjudicándoselo á él, al nieto, ese beneficio ó mejora se 
aparta de la legítima, y tiene una existencia real.— Mas, por el 
contrario, el hijo, padre de este nieto, no puede ser mejorado 
racionalmente, válidamente, con efectos sensibles. Militan para 
ello de una manera notoria las razones que hemos apuntado 
en los números 14 y 15. Esa distinción, ese intento, no signifi- 
carían nada, porque no podrían producir resultado alguno. Y 
las leyes y el derecho, y los actos que en ellos se fundan, no han 
de ser ni cosas baldías, ni arbitrios de vanidad. La facultad de 
mejorar, de mandar estos tercios, se ha concedido para que 
tenga consecuencias reales en la distribución de los bienes; y no 
para escribir palabras sin razón, sin resultados, sin verdadera 
inteligencia. 



LEY DÉCIMA NONA. 


(L. 5. a , tít. 6.°, lib. X, Nov. Eec.) 

El padre, é la madre, é abuelos, en vida ó al tiempo de su 
muerte, puedan señalar en cierta cosa ó parte de su hacienda el 
tercio ó quinto de mejoría en que lo haya el fijo ó fijos ó nietos 
que ellos mejoraren, con tanto que no exceda el dicho tercio de 
lo que montare ó valiere la tercia parte de todos sus bienes al 
tiempo de su muerte. Pero mandamos que esta facultad de lo po- 
der señalar el dicho tercio é quinto , como dicho es , que no lo 
pueda el testador cometer á otra persona alguna. 

COMENTARIO. 


1 . Continúa la legislación de Toro con el carácter que ella 
misma se atribuyó desde un principio, y que venimos compro- 
bando en estos estudios: continúa, no estableciendo un derecho 
fundamentalmente nuevo, sino disipando, ó proponiéndose al 
menos disipar, las dudas á que daba ocasión el antiguo derecho 
de nuestra patria. Dijose que la doctrina de las mejoras, proce- 
dente del Fuero-Juzgo y sancionada por el Fuero Real, había 
suscitado cuestiones que dividían á las escuelas y á los tribuna- 
les; y añadióse cómo era menester, en el digno objeto de esta 
legislación, resolverlas oportunamente, combinando las teorías 
científicas, en lo que fuera posible, con los instintos y las nece- 
sidades prácticas del pueblo castellano. Á ese fin se habían en- 
caminado las pasadas leyes , desde la décima séptima : á él se 
encamina la presente: á él han de encaminarse todavía varias 
de las que tenemos que ver en lo sucesivo. Ocupémonos ahora 



LEY DÉCIMA NONA, 979 

en ésta, como lo hemos hecho hasta aquí, y como debemos v 
pensamos seguir haciéndolo en adelante. y 

2. . Tres son evidentemente las partes de esta ley. Consiste 
la primera en que el mejorante pueda señalar la cosa ó parte de 
su hacienda, en que ha de consistir, ó con que se ha de satisfa- 
cer la mejora que dispone. Es la segunda, que el cálculo para 
estimar la mejora misma, ó para ver si no es excesiva la cosa 
que como tal se señaló, ha de hacerse sobre los bienes que po- 
séa el mejorante mismo á la época de su muerte, y no en nin- 
gún otro tiempo de su vida. Y la tercera, en fin, se reduce á 
que esa facultad consignada en la primera, por la que puede el 
testador o mejorante señalar determinadas cosas para pago de 
la mejora, ó como tal mejora, no admite delegación, no le es 
lícito encargarla ni cometerla á persona alguna— Sobre los tres 
puntos, como se concibe bien, y en el propio orden que les da 
la ley, ha de versar nuestro Comentario. 

3. Primera resolución : que el mejorante pueda señalar la 
cosa ó parte de la hacienda, en que ha de consistir ó con que 
ha de llenarse la mejora: que pueda decir «mejoro á tal hijo en 
tal casa,» ó bien «mejoro á tal nieto en el tercio de mi hacien- 
da, y mando se le den para ello bienes de los que poséo en tal 
lugar.» — Sobre este punto parece que habían existido dudas 
desde muy antiguo, pues que una ley del Estilo las señala, y 
había tratado de ponerlas término. Pero la acción de tal ley fué 
insuficiente ó ineficaz: las dudas continuaron á pesar de ella; 
y hallóse indispensable que ésta que nos ocupa repitiera su de- 
claración, á fin de acabar, como en efecto se ha acabado, con 


esas cuestiones. 

4. Las palabras de la expresada ley del Estilo, la 213, eran 
las siguientes: «El padre puede mandar á uno de sus hijos de 
mejoría el tercio de quanto há, según el Fuero de las leyes, y 
algunos dicen que este tercio que debe ser tomado de todos los 
bienes, mas no en una cosa apartadamente; y esto no es así. 
ca bien puede darle este tercio de mejoría en una cosa aparta- 
damente de las suyas, mayormente si son casas ó torres, ú otra 
cosa que no se pudiese partir sin menoscabo de la cosa.» \ ese, 
pues, que la disposición era clara, era terminante: si á pesar 
de ella subsistieron, como queda dicho, contrarias pretensio- 
nes, esto no pudo menos de tener por origen la confusión legis- 
lativa propia de aquellos tiempos, y de la que hemos hablado 
largamente en el Comentario á la ley primera de esta Colección. 

5. Mas hoy, repetimos por última vez, ha cesado toda m- 




COMENTARIO A I.AS LEYES RE TORO, 


280 

certidumbre. La mejora puede hacerse de una cosa determina- 
da, con tal que quepa en el tercio de los bienes del mejorante; 
y entonces es obvio que se ha de señalar, es imposible que no 
se señale, esa cosa misma. La mejora puede hacerse también 
en el propio tercio, ó en algo que sea menos que el tercio— (el 
tercio es un límite, no es una cantidad forzosa); — y entonces, 
la ley del Estilo y la- presente conceden al mejorante la facultad 
de aplicar á tal objeto la finca ó fincas que prefiriesen para él. 
Todo ello es claro, y todo es racional. No hay fundamento al- 
guno que deba impedir esa designación. Si ella es un beneficio, 
téngase presente que beneficio es en su totalidad la mejora; que 
como beneficio se halla autorizada; que es el padre ó el abuelo 
á quien se da la prudente facultad de dispensarlo. Siempre que 
no se. perjudiquen las legitimas, siempre que queden á salvo 
los necesarios derechos de los herederos, en todo lo demás debe 
admitirse y mantenerse esa santa autoridad del ascendiente 
testador. Verdad es que nuestras leyes han puesto límites á la 
absoluta libertad de éste; pero no exajeremos esos límites; pero 
no los extendamos á menoscabar aún lo que de aquella libertad 
se mantiene y queda. Así como dentro del quinto pueden ha- 
cerse legados de cosas especiales á cualquier extraño, así tam- 
bién dentro del tercio han de poder hacerse mejoras de cosas 
especiales á cualquier descendiente. Los casos son plenamente 
análogos, y el derecho debe ser uno. No hay más limitación, 
así para éste como para aquel, sino que el valor de los legados 
específicos no exceda del remanente del quinto, y que el valor 
de las mejoras específicas no exceda del tercio. 

6. Pero ¿cuándo, en qué época han de considerarse los bie- 
nes del mejorante, para estimar esos valores? ¿Acaso, cuando la 
mejora se ofreció? ¿Acaso, cuando la mejora se entregó, si es 
que fué entregada envida del mejorante mismo? ¿Acaso, en fin, 
cuando éste muriese, cuando exista la herencia, cuando se cal- 
culen también las legítimas? — Hé aquí el segundo punto sobre 
que había dificultades, y que ha resuelto, como ya vimos, la 
presente ley. 

7 . No creemos nosotros que esas dificultades hubieran naci- 
do jamás, á haberse sólo hecho las mejoras en testamento, y á 
haberse sólo entregado después del fallecimiento de quien las 
hacia. Entonces, habríase presentado como natural , como for- 
zoso, que esa época de la muerte era la única que debía servir 
para la liquidación y estimación de las sumas de que se tratara. 
Á nadie hubiera ocurrido otra cosa: nadie habría creído que la 



LEY DÉCIMA NONA. 281 

mejora fuese un regalo, una donación, para la cual no se tenia 
en cuenta esa muerte, y que no se refería á lo que por esa mueü 
te quedase, lodos hubiesen concebido que sólo era, en realidad 
una distinción .entre los descendientes, tomada de la herencia’ 
hecha con relación á la herencia, y contenida dentro de los lí- 
mites de la herencia propia. 


8. Mas hemos visto ya que las expresadas mejoras se hicie- 
ron en otros documentos, afectaron una forma diversa, y se re- 
vistieron de accidentes que no eran los de las últimas volunta- 
des. Hemos \isto que se contrataron, que se entregaron, que se 
les dio el carácter de irrevocabilidad. De aquí la cuestión, de 
aquí la duda, de aquí las incertidumbres de la práctica. ¿No es 
en efecto hacerlas algo revocables, después de haber dicho que 
son en ciertos casos irrevocables, si calculándolas por una si- 
tuación del caudal á que se referían posterior al tiempo en que 
fueron hechas, hay que aminorarlas, reducirlas, dejarlas en 
mucho menos de lo que se las declaró é hizo consistir en su 
origen? 

9. A pesar de estas consideraciones, la ley ha atendido á la 
naturaleza de las cosas, y ha estimado que la mejora no puede 
calcularse sino por la existencia del caudal hereditario en la 
época en que falleciese el mejorante. No importa (ha pensado, 
y seguramente con razón) que dicha mejora se otorgase por 
un contrato entre vivos: no importa que se entregara desde 
luego la cosa en que consistía, ó el emblema de la suma en que 
á la sazón se estimaba: no importa que por consecuencia de esas 
tradiciones se haya hecho en su generalidad, en su ser, irrevo- 
cable y firme. Una cosa es esta irrevocabilidad, esta firmeza, y 
otra la inalterable permanencia de su cuantía. Para la estima- 
ción de lo último no puede jamás perderse de vista su natura- 
leza de mejora, de manda, su condición íntima de parte de la 
herencia que deja el que la ha dispuesto. La distinción, el be- 
neficio, pueden dispensarse ínter vivos irrevocablemente: la can- 
tidad fija no se puede determinar con completa exactitud, hasta 
que sale de la vida, y concluye en el dominio del summum de 
sus bienes, el que hizo y otorgó tales distinciones. 

10. ¿Se han aumentado esos bienes, de tal modo que lo que 
se entregó como mejora, — mejora, parte alícuota de la heren 
cía, — es inferior á la suma que ya correspondería, en la época 
en que se debe liquidar? Se completará esto que ahora se liqui- 
de, entregando al mejorado lo que le falta.-¿Se han disminui- 
do, por el contrario, los propios bienes, de tal mo o que y 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


282 

exceso en lo que se percibiera, comparativamente con los re- 
sultados de esta liquidación? Deberá devolverse lo que se haya 
tomado de más; ó bien, si es heredero el mejorado, tendrá que 
aportarlo y darlo por recibido en cuenta de su legítima. Esto en 
cuanto á las cantidades, ó en cuanto á las cosas que represen- 
tan y simbolizan cantidad. Por lo que hace á los bienes que son 
verdaderamente específicos, que no representan suma, que for- 
man ellos propios, como tales bienes, la mejora; claro es que 
podrá haber lugar á la disminución, si resultase que traspasan 
el límite del tercio; pero que nunca podrá haber lugar al au- 
mento, porque el beneficio no consistió en dicho tercio, sino en 
ellos mismos. 

11. Esta es, repetimos, la resolución de la ley, añadiendo 
que nos parece racional y justa. Se ha notado por algún co- 
mentador que la inspiración que la motiva es análoga á la que 
sirvió de base á la 3. a , tít. 11 ,° de la Partida VI, donde se habla 
de la cuarta fatcidia, de aquel descuento que pueden hacer los 
herederos en los legados. Pero nosotros entendemos que tal 
inspiración, que tal idea eran aún aquí más necesarias. Sin este 
sistema, ni las legítimas quedarían en muchos casos incólumes, 
ni las propias mejoras conservarían su carácter esencial. El buen 
sentido y la prudencia, reglas supremas de toda legislación, no 
podían consentir ningún otro arbitrio. Era necesario no olvidar 
nunca la verdadera naturaleza del hecho de que se trata, y no 
dar á los accidentes tanto valor que desapareciera su esencia, 
ahogada y borrada por ellos. 

1 2. Vengamos ya á la tercera parte, á la tercera resolución 
de la ley. — «Pero mandamos (dice) que esta facultad de lo po- 
der señalar el dicho tercio é quinto, como dicho es, que no la 
pueda el testador cometer á otra persona alguna.» Tal es su 
texto, que hemos querido copiar nuevamente. 

13. Estas palabras son para nosotros sencillas y claras del 
todo: en ellas no alcanzamos más que un sentido: ni concebi- 
mos dudas sobre su precepto, ni nos parecen extrañas por los 
motivos que ellas puedan darse. 

14. Eran costumbre y legislación de Castilla el poder ha- 
cerse los testamentos por medio de comisarios ó delegados; 
y las mismas leyes de Toro iban á disponer amplio derecho so- 
bre la materia, diciendo, como veremos más adelante, lo que 
podía hacerse, y lo que no podía hacerse de esa suerte. ¿Qué 
tiene, pues,' de particular que, cuando aquí se resolvía que el 
mejorante estaba facultado para señalar los bienes específicos 



LEY DECIMA KONA. 


283 

en que hubiese de consistir la mejora, se añadiese en seguida 
si esta facultad había de poder, ó no había de poder. . ó con qué 
condiciones podría delegarse y cometerse? 

15. «Esta facultad de lo poder señalar el tercio é quinto, 
como dicho es,— (esta facultad de designar específicamente la 
cosa ó parte de hacienda en que ha de consistir la mejora),— 
no pueda el testador cometerla á otra persona alguna.» — Pre- 
cepto claro, precepto terminante, precepto que no deja lugar á 
verdaderas cuestiones, porque serían verdaderamente subter- 
fugios, y en la interpretación de buena fé no tienen nunca ca- 
bida los subterfugios. 

16. Ni el comisario general y común para hacer testamen- 
to, ni el comisario especial para hacer mejoras en los términos 
en que veremos que esto es posible (ley trigésima primera), ni 
el uno ni el otro pueden hacer el señalamiento de que aquí tra- 
tamos. El segundo de dichos comisarios podrá declarar, dispo- 
ner las mejoras mismas; pero no podrá designar los bienes que 
deban aplicarse á ellas, siendo las expresadas mejoras de can- 
tidad, siendo parte alicuota de la herencia ó del tercio de la he- 
rencia. Esto no es esencial á su índole: esto puede separarse de 
su concesión, y la ley lo ha separado. Fué el testador sólo á 
quien otorgó el poder completo en este punto; y asi como debe 
respetarse en él, porque á él se lo dió la ley, así no puede pre- 
tenderse para otro, pues que la ley se lo desconoce y deniega, 
declarándolo intransmisible. Ni aun diciendo el propio testador 
que le encarga por su voluntad ese derecho, podremos recono- 
cérselo al comisario: la prohibición de delegar, de cometer, es 
explícita; sería atentar contra todos los principios el que no la 
respetase aquel mismo á quien se le pone enfrente. La ley que 
veda, ni se atropella, ni se renuncia: éste es un principio cono- 
cido de todos. 

17. Mas ahora, asentado el derecho, puede preguntársenos, 
y debemos inquirir la razón del derecho. ¿Cuál es esa razón, 
cuál es el motivo, cuál la justificación del precepto legal? ¿Por 
qué, si es lícito cometer hechos de suma importancia, en los 
testamentos ó referentemente á los testamentos, por qué se ha 
estimado y declarado imposible la comisión ó delegación de co- 
sas en cierto modo menores que las delegadas? ¿Por qué, cuan- 
do el comisario puede mejorar, siquiera sea con poderes espe- 
ciales para ello, no ha de poder señalar con análogos poderes 
las fincas que han de aplicarse á redondear, á ultimar las me- 
joras? 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


284 

18. Cuando examinemos la expresada ley trigésima primera 
podrá verse todo el esmero con que se ha considerado entre 
nosotros esa facultad de delegar, y todas las garantías de que 
ha querido rodeársela, á fin de que lo necesario no se convierta 
en arbitrario, de que el justo favor no traspase sus límites y 
llegue al abuso. Ni queremos adelantarnos en este instante á lo 
que hemos de decir en aquella ocasión, que será la oportuna; ni 
aun indicar siquiera si nos parece ó no nos parece bien lo que 
se ha dispuesto. Ahora debemos contentarnos con exponer al- 
gunos motivos de disparidad entre la concesión de mejoras y 
el señalamiento de especiales fincas para las mejoras, apun- 
tando al mismo tiempo cuáles pudieron ser las ideas y los mo- 
tivos de los autores de estas leyes, para el rotundo precepto pro- 
hibitivo' que estamos examinando. 

19. La facultad de mejorar hasta en el tercio á cualquiera 
de los descendientes, es una institución de alta moralidad, es un 
gran principio de utilidad publica. Fortifica los lazos de la fa- 
milia, robustece el poder paterno, contribuye á garantir la jus- 
ta subordinación de los hijos. Es un resto de la libre potestad 
de disponer de sus bienes , que han conservado nuestras cos- 
tumbres y nuestras leyes á todos los testadores. Cuando se ha 
elevado el summum de las legítimas á los cuatro quintos, una 
•tan gran parte de la herencia, si el que la va á dejar no pudiese 
aún disponer de algo considerable para beneficiar á éste ó al 
otro entre sus herederos ó los hijos de sus herederos; si los ex- 
presados cuatro quintos hubieran de repartirse siempre con 
completa, absoluta igualdad, claro es que la autoridad paterna 
quedaría de todo puntó desarmada delante de los que de ella de- 
penden, y que faltaría por consecuencia uno de los estímulos 
más poderosos para el respeto, para la consideración, para el 
buen orden doméstico, primer elemento de la sociedad huma- 
na. Razón es sin duda que el padre deje la mayor parte de sus 
bienes á sus hijos; pero no hay ninguna razón para que esté 
obligado á dejárselos en idénticas cantidades, nopudiendo hacer 
entre ellos distinciones, y habiendo de tratar del mismo modo 
á su piedad y á su indiferencia. 

- 20. Es pues favorable, ó por lo ménos no es odiosa, jurídi- 
camente hablando, la causa de las mejoras. Las leyes no han 
de poner obstáculos caprichosos á que se verifiquen: el poder 
discrecional con que se realizan no debe ser objeto de disfavor. 
Por eso no puede haber inconveniente en que se cometa tal fa- 
cultad á un delegado, tomadas que sean las oportunas precau^ 



LEY DECIMA NOÍÍA. ■ 

ciones para demostrar que el delegante la quiso de hecho co-^ 
meter. Si uno da poder explícito, á fin de que se disponga tal 
mejora en el testamento que á su nombre ha de otorgarse, no 
se concibe en verdad motivo alguno que deba impedir el que se 
use de ese legítimo poder, el que se lleve á efecto esa voluntad 
que es igualmente tan legítima. 

21. La designación de las fincas, de que en este Comentario 
hablamos, es ya otra cosa. Tiene menos importancia en princi- 
pio: se recomienda menos, ó no se recomienda nada, como cues- 
tión de moralidad y de potestad paterna : en cambio, es más 
acto de favor puro; y por eso cabalmente ofrece mayores peli- 
gros de abuso, cuando no esté afirmada en la única garantía 
que la justifica, en la personal discreción de los propios padres. 
Que la ley autorice á estos para hacer por sí mismos esa desig- 
nación, lo comprendemos bien, y creemos haberlo razonado y 
explicado antes; pero que no les otorgue la facultad de trans- 
mitir ese poder, lo comprendemos y lo aprobamos del propio 
modo. Vo-lvemos á decir que no se necesita para llevar á cabo 
las distinciones que sean justas entre los hijos y nietos; y te- 
memos que no hubiese en los comisarios ni el presunto funda- 
mento de rectitud, ni la, respetable autoridad de los padres y 
abuelos testadores. Esto debió temer asimismo la ley; y estos 
fueron, ó por lo menos estos pudieron ser sus motivos para lo 
que ordenó. Ante ellos nuestra duda se acalla; nuestra concien- 
cia y nuestra razón se satisfacen. 

22. Pero algo nos queda todavía que inquirir, con ocasión 
del texto presente. Le hemos comprendido, y le hemos justifi- 
cado, cuando se trate de una mejora de cantidad, de la mejora 
del tercio ó de una parte del tercio: el padre puede señalar co- 
sas con qué llenarla, y no puede encargar á ningún comisario 
que las señale. Mas ¿qué diremos de las mejoras que son direc- 
tamente de cosas? ¿Qué aplicación tendrá á ellas esta última 
parte en que nos ocupamos de la presente ley? Si el padre dice 
en su testamento: «doy comisión á tal persona, para que me- 
jore á tal de mis hijos en la finca específica que á bien tuvie- 
re,» — ¿valdrá esta delegación y podrá hacerse la mejora? Y si 
dice: «doy comisión á tal persona, para que mejore á tal de mis 
hijos en tal finca que específicamente señalo,»— ¿valdrá entonces 
la cláusula, y tendrá efecto su voluntad? 

23. Los casos son diferentes. En el primero, se comete la 
facultad de señalar la finca en que haya de consistir la mejora: 
en el segundo, la finca está señalada, lo único que se comete 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE ÍORÓ. 


286 

es la inserción de una voluntad ya emitida en otro documento 
que se ha de hacer con ciertas solemnidades, é incluyendo di- 
versas disposiciones. ¿Cuál, — volvemos á repetir, — será el dere- 
cho en nno y otro caso? 

24. Á la validez del primero, entendemos que se oponen, sin 
ningún género de duda, las palabras de la ley. No ha querido 
ésta que se pueda cometer el señalamiento específico de las fin- 
cas con que se ha de pagar ó en que ha de consistir la mejora. 
Luego si se da esa comisión, ni el comitente ha conferido nin- 
gún derecho, ni el comisario ha adquirido ninguna facultad. Las 
demás palabras que se hayan empleado decidirán si cabe ó no 
cabe realizar alguna cosa: el señalamiento que se quería es im- 
imposible. 

25. No diremos lo mismo del segundo caso. Creemos, ve- 
mos, es seguro que en ésta la designación se verificó por el co- 
mitente; y el comitente, es decir, el padre, el abuelo, podían 
hacerla. Al comisario no se le dió la facultad que la ley impi- 
de darle. Nada se dejó á su arbitrio: su encargo en este punto 
fue un mero encargo mecánico, y no otra cosa. Es imposible 
tener de su acción recelo alguno, porque no ejecuta, en ver- 
dad, lo más mínimo por su propia cuenta. No es él quien seña- 
la, no hace sino repetir lo que está señalado; y esto no se halla 
prohibido, ni nos parece posible que lo quisiera prohibir un de- 
recho de buena fé, como lo es nuestro derecho. La ley trigésima 
primera ha reconocido lo propio que aquí vamos sentando res- 
pecto á la persona del heredero; y no debemos admitir, y real- 
mente no concebimos, que las disposiciones de estas leyes no 
sean, armónicas, cuando es una propia la razón para entrambas. 



LEV VIGÉSIMA. 


(L. 4. a , TÍT. 6.°, UB. X, Nov. Reo.)- 

Los hijos ó nietos del testador no puedan decir que quieren 
pagar en dinero el valor del tercio ni del quinto de mejoría que 
el testador oviesse fecho á alguno de sus fijos ó nietos, ó quando 
mejorasse en el quinto á otra persona alguna.; sino ' que en las 
cosas que el testador oviere señalado la dicha mejoría del tercio 
ó quinto, ó, quando no lo señaló, en la parte de la hacienda que 
el testador d exare, sean obligados los herederos á gelo dar: salvo 
si la hacienda del testador fuere de tal calidad que no se pueda 
conveniblemente devidir; que en este caso mandamos que pue- 
dan dar los herederos del testador al dicho mejorado ó mejora- 
dos el valor del dicho tercio é quinto en dineros. 


COMENTARIO. 

X. 


1. Parécenos á nosotros qtie uná de las consecuencias natu- 
rales de la idea, del sistema, de la institución de las mejoras 
debía ser el pago de éstas, por regla general, con los mismos 
bienes de la herencia, con los propios que hubiese dejado el tes- 
tador mejorante. Si él, específicamente, había señalado algunos 
para ella, — facultad que hemos visto le estaba otorgada, — no 
entendemos que pudieran aplicarse otros, sustituyendo á la su- 
ya una agena voluntad: si había designado sólo, dejado sólo una 
parte alícuota de lo que poseía, de lo que le pertenecía, de lo 
que disfrutaba, no alcanzamos la razón para que no debiese 



9gg Comentario á las leyes í>e toro. 

cumplirse su precepto tal como era, con una parte efectiva y 
real de lo que poseyese, le perteneciese y disfrutase. 

2. Mas quizá nuestro entendimiento sera escaso, pobre nues- 
tra erudición, inseguro nuestro raciocinio. Lo que á nosotros 
nos hubiera parecido siempre tan natural é indispensable, no 
debía de parecerlo así á una buena parte, por lo menos, de los 
doctores de la décima quinta centuria. Y la prueba es que tuvo 
que venir esta ley á declararlo: que fue necesaria su formación 
y promulgación, para que no hubiese dudas sobre ello.— Qué- 
danos siquiera el consuelo, reconociendo la debilidad de nues- 
tro juicio, de que la disposición de esta ley haya venido al cabo 
á sancionar lo que siempre fuera nuestro dictamen, lo que, aun 
sin ella, habríamos pensado nosotros. 

3. El origen de esta dificultad procedió, como en tantas 
otras ocasiones, del derecho romano y de la idolatría por el de- 
recho romano. Á pesar de que en él no se conocieron las me- 
joras, fuese á buscar en él, porque allí se buscaba todo, la ma- 
nera con que habían de satisfacerse ó de llevarse á efecto las 
mejoras. Se notó que éstas eran análogas á los legados, como 
separadas ó tomadas de la herencia, del caudal relicto: díjose 
que eran enteramente, exactamente, prelegados, esto es, man- 
das dejadas por título particular á personas que sucedían por 
título universal al testador, que eran sus herederos; y creyóse 
por tanto que lo dispuesto en aquella legislación, considerada 
siempre como fundamental en la materia civil, era, debía ser 
aplicable á estos casos en que nos ocupamos, por más que en su 
carácter especial, en su verdadera índole de mejoras, fuesen de 
todo punto extraños y desconocidos á ella. 

4. A nuestro modo de entender, erraban los que supusieron 
que las tales mejoras son siempre y verdaderamente prelega- 
dos. No lo son por su índole típica y natural, como no son man- 
das comunes, como no son legados tampoco. El legado y el 
prelegado son esencialmente liberalidades, ó específicas, ó de 
una cantidad que se fija y determina .por sí, sin relación á la 
suma total de la herencia: basta que quepan en el quinto 
cuando hay herederos descendientes, en el tercio cuando lo son 
ascendientes; pero no se refieren en si propias al tercio ni al 
quinto, como partes. La mejora, por el contrario, es algo que 
dice naturalmente relación con aquella totalidad, con el sum- 
mum bonorum, que es alícuota de los mismos. Si no es esto for- 
zoso, absolutamente forzoso en todos los casos , en ello está stl 
tipoj ese es su carácter, esa su manera ordinaria de ser. Alguna 



LEY VIGÉSIMA. 289 

vez y como excepción. pueden La una y los otros,— la mejora, 
y los legados y prelegados,— parecerse y confundirse; pero los 
puntos de partida, son diversos, la índole racional de la una y 
de los otros lo son igualmente. Está en la esencia del legado ó 
prelegado el ser concreto, fijo, invariable: está en la naturaleza 
de la mejora el ser variable, insegura, el aumentar ó disminuir 
á medida que la herencia aumenta ó disminuye. El legado y el 
prelegado son, bajo un punto de vista filosófico, sustracciones 
de la herencia: la mejora, también filosóficamente considerada, 
no es de aquélla una sustracción, sino más bien una modifica- 
ción. El legado, lo mismo que el prelegado, no es nunca parte 
de las legítimas: la mejora, si por extensión recae en algo que 
no sea tampoco parte de éstas (el quinto, ó remanente del 
quinto), tiene su origen en el modo de distribuir lo que corres- 
ponde á esas legitimas propias, lo que de tales legítimas es par- 
te, lo que como verdadera legítima se debe — (el tercio). 

5. Y todo esto, sin tener en cuenta que los prelegados son 
constituidos siempre en favor de herederos, ó necesarios ó de- 
clarados tales; cuando hemos visto en las leyes anteriores que 
las mejoras se pueden dejar á nietos que por derecho no lo son, 
pues que sus padres viven aún; y encontramos que también se 
llaman con el mismo nombre de mejoras, en la presente, á las 
liberalidades comprensivas de los quintos, aun cuando se desti- 
nen á personas extrañas. «O quanclo mcjorasse en el quinto á otra 
persona alguna . » 

6. Mas el hecho es, á pesar de cuanto queda expuesto, que 
las escuelas y la jurisprudencia de Castilla se fijaban, por los 
años del mil y quinientos, en las reglas que el derecho romano 
estableciera para satisfacción de los legados; y que dudaban, 
por lo ménos, ya que no lo afirmasen, si no se debían apli- 
car también á la satisfacción, al cumplimiento de nuestras me- 
joras. 

7. Resumíanse esas reglas sustancialmente en la mera vo- 
luntad de los herederos. De cualquier especie que el legado hu- 
biese sido, cumplían aquellos, ó entregando su estimación, ó 
entregando bienes que cubriesen su importe. Era esto una con- 
secuencia de que no había testamento perfecto en ninguno de 
sus detalles, sino después de la adición de la herencia, y por re- 
sultas de esa misma adición. La del legado, pues, constituía 
una deuda, en que habían tenido parte las voluntades del testa- 
dor y del heredero, y para cuyo pago se otorgaban á éste todas 
las facilidades que pudiese desear. Entre su interes y el interes 

19 



290 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

del legatario, la ley atendía con preferencia al primero, y le 
daba completa ventaja sobre el segando. 

8. No es del caso, no es del momento presente, ni el califi- 
car, ni aun el descender á pormenores sobre este sistema. Bás- 
tanos con conocerlo en resúmen, en globo, por mayor, puesto ■ 
que no es de legados de lo que aquí se trata, y puesto que ni 
aun para ellos mismos le habían copiado en su crudeza las leyes 
de Partida. De las demás castellanas, es innecesario decir nin- 
guna cosa. Esa razón ó esa sutileza civiles no habían sido admi- 
tidas jamás ni en nuestras antiguas costumbres, ni por nuestros 
legisladores propiamente nacionales. La adición no tuvo nunca 
en Castilla la importancia que en Roma. Después de una célebre 
ley del Ordenamiento de Alcalá (1), ni aun fue necesaria la 
institución de herencia, para que hubiese testamento, Siempre 
estuvo en su espíritu que los legados se satisficiesen de la ma- 
nera que habían sido mandados. Y á pesar de todo, — fuerza es 
repetirlo nuevamente, — tanto era el poder, tan absoluta la in- 
vasión de aquel derecho y de aquella jurisprudencia venidos de 
Bizancio y de Bolonia, que en ellos está la única razón para ha- 
ber tenido que dictarse la presente ley. 

9. Sobre su inteligencia, sobre su alcance, sobre la realidad 
de sus preceptos, no ha cabido ni cabe ninguna cuestión, nin- 
guna duda. Ciara y terminantemente dice que si el mejorante 
señaló un finca, una cosa, como materia específica de su dispo- 
sición, esa misma cosa, esa propia finca, se ha de entregar al 
mejorado: que si no fue específica, pero fué designatoria la ex- 
presión de su voluntad, esto es, si mejoró en una parte alicuota 
de su herencia ó de sus bienes, disponiendo que esa parte ali- 
cuota se debiese pagar con tales de los mismos, esos que él se- 
ñaló deben ser los entregados: que cuando no hubo el indicado 
señalamiento, se hayan de entregar bienes, efectos, valores, de 
los que deja, y en los que consiste la herencia que se reparte; y 
que sólo en el caso de que el caudal quedado, la herencia, no 
se pudiese cómodamente dividir, — -(era un palacio, por ejem- 
plo,)— sólo entonces cumplirán los herederos abonando en me- 
tálico al mejorado esa parte alicuota, la estimación de lo que 
debe dársele. Es este un recurso que autoriza la necesidad: no 
es una regla que acepta, y que proclama como tal el derecho. 

10. Todo esto, repetimos, nos parece claro, perfectamente 


(1) L. 1. a , tít. 19.°, 
lib. X, Nov. Reeop. 


del Ordenamiento. Está en la 1. a , tít. 


18. 


O 

9 



291 


LEY VIGÉSIMA. 

claro, y á la par racional, perfectamente racional. Si la volun- 
tad de los testadores, .ó de los que disponen de sus bienes para 
después de su muerte, debe siempre cumplirse como suena, 
cuando no hay sobre ello ningún impedimento ni natural ni le- 
gítimo, evidente es que el asunto de que tratamos no pudo re- 
solverse de otro modo. No era éste ni aquel interés particular á 
lo que debía atenderse : era á la condición de los bienes que 
habían de distribuirse, y ai precepto del que fuera su señor, y 
los mandaba distribuir según su potestad y su voluntad. 


II. 


11. Hemos encontrado en esta ley lo que anunciamos ya en 
el Comentario á la décima séptima, y lo que por incidencia no- 
tamos más arriba; — esto es, que se llama mejoras á las liberali- 
dades hechas del quinto ó del remanente del quinto, de esa parte 
alicuota de la herencia, aunque sean en favor de un extraño. 
Acerca del hecho no puede haber cuestión: son palabras explí- 
citas, terminantes, las que se usan; no se pueden negar, no se 
pueden desconocer. 

12. ¿Están bien usadas? ¿Debemos emplearlas, para la prác- 
tica, en el mismo sentido? ¿Podemos decir, por el contrario, 
que fué aquéllo un yerro, un descuido de redacción en los le- 
gisladores? Y aparte de esa duda de propiedad, de bueno ó de 
erróneo tecnicismo, ¿cabrá dificultad, cabrá cuestión, sobre el 
precepto que en ellas se expresa? 

13. Francamente, sinceramente, en nuestro modo de pen- 
sar, no las aprobamos. El uso común de la palabra «mejora» 
significa, y significó sólo desde su origen, beneficio otorgado á 
un hijo, á un nieto, á un descendiente, entre los demás de esa 
clase. Ninguna necesidad había de emplearla, tratándose de un 
extraño, de otra persona alguna, como dice la ley: ninguna, de 
alterar un tecnicismo admitido por la inteligencia general. 
Cuando se manda á un extraño algo específico ó alguna suma 
determinada, se le hace un legado: cuando se le deja una cuota 
de herencia que puede dejársele, se la instituye realmente he- 
redero en aquella porción. ¿Para qué aplicar aquí la expresión 
«mejora,» consagrada siempre, según hemos visto, á otro pro- 
pósito? 

14 . Mas sentado esto, desaprobado ese término de la ley, 



292 COMENTARIO Á LAS REYES DE TORO. 

debemos decir que su inteligencia no nos ofrece, en tal frase, 
ninguna dificultad. El precepto que encierra es de todo punto 
claro. Si el descendiente mejorado debe ser satisfecho con bie- 
nes de la herencia, el extraño á quien se deja el quinto debe 
serlo en igual condición, con igual modo. J ñamemos de cual- 
quier suerte al beneficio que recibe, lo que se manda es que ese 
beneficio se lleve á efecto con los bienes hereditarios. El dere- 
cho que se establece es el mismo para el extraño y para el pro- 
pio: no ha de dárseles, ni á uno ni á otro, dinero en lugar de 
bienes, sino cuando los bienes dejados sean de tal naturaleza 
que no se puedan conveniblemente dividir. 

III. 

15. Algunos Comentadores de estas leyes han discurrido, 
con motivo de la que nos ocupa, acerca del momento en que se 
trasmite á los legatarios y á los mejorados la propiedad de sus 
mandas y mejoras, y acerca también de los frutos é intereses 
que pueden corresponderles por esas mandas y mejoras mis- 
mas. Dejando nosotros aparte lo que es exclusivo de los lega- 
dos, materia que no es hoy la nuestra, y concretándonos á las 
mejoras solas, vamos á decir lo que nos parece cierto en nues- 
tro derecho, y usual en nuestra práctica, sobre el uno y sobre el 
otro punto. 

16. Sabido es que en nuestros testamentos castellanos no 
hay necesidad ni aun de institución de heredero; que si se nom- 
bra á alguien como tal, no es precisa de ningún modo su coo- 
peración; que no hay que atender á la adición de la herencia, 
para que todo lo demás que se hubiese dispuesto, prevenido, 
instituido, valga y se ejecute (1). Un poco más adelante vere- 
mos (2) que, insistiendo en este sistema, cuando un hijo ó un 
nieto recibe institución de herencia común y también mejora, 
puede desechar, renunciar, abstenerse de la primera, conser- 
vando el derecho y entrando en posesión de la segunda: que 
cuando un testamento se rompe por ciertas causas que afectan 
á la herencia común, las mejoras contenidas en el mismo sub- 
sisten a pesar de ello, y deben de todo punto llevarse á cabo (3). 

Cuán distante se halle todo esto del derecho romano, cuál 
otro sistema indique, qué distintos principios suponga, no es 


(1) bey del Ordenamiento antes citada. 

(2) Ley vigésima primera. 

(3) Ley vigésima cuarta. 



LEY VIGÉSIMA. 293 

necesario que nos detengamos á encarecerlo. Á la teoría formu- 
laria, convencional, de aspecto rigoroso, ha sucedido otra, de 
amplitud y de buena fe, en que se prescinde de todo lo que no 
es en su fondo verdad absoluta y buen sentido perfeeto. El es- 
colasticismo, la erudición, aun la filosofía especulativa, podrán 
aprobar ó no aprobar tan radicales trastornos; pero la ciencia 
práctica, pero la jurisprudencia real tienen forzosamente que 
reconocerlos, y tomarlos por base para sus obras. 

17. En vista de tales principios, cuantos derechos reales ó 
personales traen su origen de una última voluntad, han de par- 
tir, sin género alguno de duda, de el instante de la muerte del 
testador. No hay ninguno otro de que partan, porque no hay 
ninguno otro que sea necesario. Esa muerte es la que perfecciona 
el testamento: esa es la que pone el sello á la voluntad que él 
declara: esa es la que termina completamente la existencia de 
lo que fué, y señala el primer punto de las nuevas existencias y 
de las nuevas relaciones que vienen á sustituirlo. Allí acaba el 
testador, y allí comienzan sus derecho-habientes: aquél no pue- 
de entenderse prorogado, porque no hay ningún fundamento ni 
ninguna necesidad para tales ficciones: éstos no pueden verse 
dilatados, impedidos aún en lo que les corresponda, toda vez 
que de ninguna otra cosa necesitan, para que sus derechos y 
sus acciones estén lo completos que pueden estar por su natu- 
raleza. 

18. Cuanto sean capaces de haber los mejorados respectiva- 
mente á sus mejoras, lo han y lo disfrutan desde la muerte del 
que se las dejó. El jus á que pueden. tocar es perfecto: su situa- 
ción es igual á la de cualesquiera herederos instituidos con este 
nombre. Si les falta álgo, no puede ser sino la ejecución prác- 
tica, la división material de los bienes de la herencia. Son pro- 
pietarios de una cosa que se halla pro-indiviso, si lo que se les 
ha dejado es parte alícuota: son propietarios de una cosa que 
les han de entregar los albacéas, ejecutores del testamento, si 
lo que se les ha dejado son bienes específicos. Pero ya son pro- 
pietarios; pues que si ya no lo fuesen, no podrían serlo nunca. 
Nada ha de venir á darles después lo que en aquel instante no 
tuvieren. 

19. En cuanto á los intereses y á los frutos bastarán también 
pocas palabras. Si la mejora ha consistido en bienes especiales, 
no puede caber ninguna duda en que siendo estos del mejorado 
desde la muerte del testador, suyo ha de ser lo que natural 
ó legalmente produzcan. Si la mejora ha consistido en una cuo- 



204 comentario á las leyes de toro. 

ta de la herencia, tampoco puede dudarse el que al hacer la di- 
visión y al entregar de hecho esa cuota á los que deban llevar- 
la, se han de dividir y entregar, en la misma proporción que los 
primitivos bienes, los frutos ó intereses producidos por los bie- 
nes. Todo ello es tan natural, tan simple, tan necesario, que 
apenas necesita explicación, y que de seguro no admite difi- 
cultades. 

20. Si ha habido en estos particulares alguna, si se han em- 
pleado cuadernos de papel en discutirlas, si se ha llegado á tal 
confusión que ya no se comprendía á veces la materia de que 
se trataba, en medio del fárrago de citas y de contradicciones 
amontonadas respecto á ella; todo esto no ha dependido de otra 
cosa que de haberse olvidado completamente de los fáciles prin- 
cipios de nuestro derecho, y de haber ido á buscar en otro so- 
bradamente artificioso y sutil lo que no entró nunca en el ver- 
dadero espíritu castellano, y lo que está condenado del modo 
más terminante en las leyes que son su expresión y nuestra 
norma. Ese sistema, equivocado en cualquier asunto, lo es más 
todavía, y conduce á peores consecuencias, en el asunto presen- 
te. Si la legislación romana no conoció, las mejoras, ¿cómo ha 
ocurrido á nadie exponer el derecho de las mejoras, tomándolo 
ó yéndolo á buscar en la legislación romana? Muy léjos estamos 
nosotros de despreciar aquella sabiduría; pero hasta en mate- 
ria de sabiduría son indispensables prudencia y buen juicio. 
Siempre se han perdido, y siempre se perderán en el mundo los 
que no estimen en más la templanza de la sensatez que las elu- 
cubraciones de la erudición. 



¡ 


LEY VIGÉSIMA PRIMERA. 


(L. 5. a , TÍT. 6.°, LiR. X, Nov.-Rec.) 

Mandamos que el hijo, ó otro qualquier descendiente legíti- 
mo, mejorado en tercio ó quinto de los bienes de su padre ó ma- 
dre ó abuelos, que puedan si quisieren repudiar la herencia de 
su padre ó madre ó abuelos, é aceptar la dicha mejoría. Con 
tanto que sean primero pagadas las deudas del defuncto, é saca- 
das por rata de la dicha mejoría las que al tiempo de la parfija 
parecieren; é por las otras que después parecieren, sean obliga- 
dos los tales mejorados á las pagar por rata de la dicha mejoría 
como si fuesen herederos en dicha mejoría de tercio é quinto. Lo 
qual mandamos que se entienda, ora la dicha mejoría sea en co- 
sa cierta, ó en cierta parte de sus bienes (1). 

COMENTARIO. 


i. Al leer de primera vista, sencillamente, sin ninguna pre- 
vención la ley que nos ocupa, no sólo parece claro y ageno á 
toda dificultad su precepto, sino que ni aun se concibe la nece- 
sidad que hubiese habido de dictarlo. Que una persona hereda- 

(1) Copiamos asi el texto de los ejemplares que diremos después, y 
por las razones que se expresarán; pero advertimos desde este instante 
que en las ediciones de la Recopilación concluye del siguiente modo: 
«ora la dicha mejoría sea en cosa cierta, ó incierta parte de sus bienes.» 



29(5 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

da y mejorada á una vez pueda aceptar lo que le corresponda 
por uno de esos títulos, y renunciar lo que le venga por el otro, 
es una idea tan racional, tan obvia, tan incontrovertible, como 
aquello que lo' sea más en las acciones y en las facultades hu- 
manas. Ni á nadie puede obligarse á que acepte lo que es puro 
beneficio; ni hay compromiso legal para recibir un segundo, 
porque se tome un primero, que de aquel otro puede separarse. 
Si el heredero mejorado quiere repudiar la mejora, ¿por qué 
razón no ha de poder repudiarla? Si quiere no aceptar la heren- 
cia, ¿por cuál ha de compelérsele á que la acepte? La conse- 
cuencia de su libre acción será, en el primer caso, que no haya 
mejora, acreciéndose por ello las legítimas: en el segundo, que 
los otros herederos reciban á su vez, y en sus hijuelas ó porcio- 
nes, un acrecentamiento semejante. Volvemos á notar que la 
mejora y la herencia no están ligadas de tal suerte entre sí, que 
sea imposible esa división, esa separación. 

2. Todo lo que exije el buen sentido en semejante caso, 
consiste en que los cálculos de la mejora y de la herencia estén 
bien hechos; que á pretexto de desprendimientos y de genero- 
sidades, no vayan en realidad á causarse perjuicios. Las mejo- 
ras no se sacan sino de los haberes verdaderos: no las hay, como 
no hay herencias, sino después de satisfechas las deudas y obli- 
gaciones del difunto. Antes, pues, de liquidar esas mejoras en 
cuestión, antes de entregarlas, dicho se está que habrán de sa- 
tisfacerse las cargas que pesaran sobre aquel: como dicho se 
está, del mismo modo, que si después de entregadas las tales 
mejoras apareciesen nuevas responsabilidades del propio géne- 
ro, tendría que concurrir el mejorado para su abono ó solución, 
en la prorata correspondiente á lo que del summum hereditario 
hubiera percibido. Su renuncia, ya de legítima, ya de herencia, 
no podría ser un motivo para asegurarle y garantizarle lo que 
hubiese tomado, á no ser que mediara sobre ello algún contra- 
to explícito con los otros en cuyo favor renunció; mas siendo 
asi, no procedería su indemnidad de la renuncia propia, sino de 
ese contrato, que hemos supuesto la acompañaba y la comple- 
taba. 

3. Eso, repetimos, lo decían la razón y los principios co- 
munes. para saber eso no eran necesarias ninguna disposición, 
ninguna ley nuevas. ¿Cuál ha sido, pues, la necesidad, y cuál el 
motivo de la que examinamos? ¿Por qué se creyó oportuno, el 
dictar ésta, toda vez que su precepto no parece añadir nada en 
el fondo á los principios del derecho común y de la razón? — 



IEY VIGÉSIMA PtUtoHTCÁ. < 

No olvidamos nunca que las leyes de Tofo se redaetaroíS’y’ 
publicaron .para resolver cuestiones pendientes en- nuestra ju« 
risprudencia; y partiendo de ese supuesto, inquiramos, si nos e& 
posible, la que debió haber ó pudo haber en la materia de qt£^ 
tratamos. , ... • i 

' 4 * Y P ara ello, consideremos 1$ ley propia con mayor aten- 
ción: veamos qué partes tiene: analicemos cada una de sus pres* 
cripciones, y, si es menester, cada uno de sus incisos. / ■/; 

5. «Mandamos que el hijo, ú otro qualqúier descendiente 
legítimo, mejorado en tercio ó quinto de los bienes de su padre 
ó madre ó abuelos, que puedan si quisieren repudiar la heren- 
cia..... é aceptar la dicha mejoría.» — Así principia. Y hasta aquí 
es la consignación de una regla, á la que nunca cupo contra- 
* dicción. Lo hemos dicho desde luego* y no concebimos que na- 
die, en ningún tiempo, haya podido dudarlo. La herencia y -la 
mejora, la legítima y el tercio ó quinto, no están 'necesaria é 
indisolublemente enlazados. Por cualesquiera razonen, que no 
necesitamos inquirir, por cualesquiera caprichos, que no pode- 
mos prever, ha cabido y cabe que se quiera lo uno y que no se 
quiera lo otro. Si el derecho antiguo no escribió expresamente 
esa facultad, ó fue- porque no conoció las mejoras, ó porque no 
creyó forzoso escribir lo que era de suyo tan obvio y tan natu- 
ral. Una ley de Partida (1) había sancionado loanálogo, lo que 
se deducía de los mismos principios y se fundaba en las propias 
razones, al disponer que el heredero estaba en su derecho, ad- 
mitiendo el prelegado, y renunciando, si quería, á la herencia. 

- 6. Sigue la que examinamos con estas palabras: «Cón 
tánto que sean primero pagadas las deudas del defuncto, é sa- 
cadas por rata de la dicha mejoría las que al tiempo de la par- 
tija parecieren.»— Sobre las cuales expresiones es también poco 
y sencillo lo que tenemos que decir. Ya queda notado antes que 
ni legítimas, ni mejoras, ni herencia, ni nada, puede haber, ín- 
terin no estén satisfechas las deudas del difunto. No hay activo, 
no hay positivo, en lo quedado, hasta que el pasivo esté legíti- 
mamente cubierto. Mié n tras no se paga, no se hereda, ni se re- 
ciben mandas ni mejoras. Si éstas consisten en una parte alí- 
cuota del caudal, porque no hay partes alicuotas, sino cuando 
hay todos, caudales verdaderos. Aun consistiendo en bienes es- 
pecíficos y determinados, porque ya se ha dicho que esos bie- 
nes han de caber en la parte alicuota de que puede disponerse. 


(1) L. 2. a , tít. 9.°, P. VI. 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


298 

—Todo esto es vulgar, elemental, no podría nunca ser de otro 
modo, Ha debido escribirlo la ley, pues que ya escribió aquella 
otra primera parte; pero no alcanzamos que jamás, en ninguna 
época, con ninguna jurisprudencia, haya podido haber duda ni 
cuestión sobre semejante doctrina. Hasta después de pagadas 
todas las deudas que se conociesen, ni han podido liquidarse las 
mejoras de cuota, ni saberse si valían íntegras ó si se debían 
reducir las de cosa especifica y determinada. 

7. «É por las otras (deudas) que después parecieren — conti- 
nua la ley, — sean obligados los tales mejorados á las pagar por 
rata de la dicha mejoría, como si fuesen herederos en dicha 
mejoría de tercio é quinto.» — Aquí, según fácilmente compren- 
derán nuestros lectores, ya es necesario que nos detengamos 
un poco más; porque aquí, á primera vista, se descubren dos 
cosas: un precepto y una asimilación. Un precepto, natural en 
si, pero que podría llevarse á cabo de dos maneras; una asimila- 
ción, que determina de cuál de esas maneras debe ser ejecutado 
el precepto. 

8. El precepto, en su fondo, es la consecuencia de cuanto se 
ha dicho antes. Si porque no eran conocidas todas las deudas 
del difunto, se entregó al mejorado tal suma ó tales bienes, 
claro es que, descubriendo después una nueva deuda que dis- 
minuye la entidad del caudal, aquel mejorado verá modificar 
su derecho, y tendrá obligación de contribuir con lo que le cor- 
responda para el pago de la responsabilidad descubierta.. Los 
errores de hecho se deshacen, según la razón y según la ley. 
El mejorado, el legatario, cuantos han percibido lo que legíti- 
mamente no hubieran debido percibir, todos tienen que resig- 
narse á la enmienda de un yerro, que exije sin disputa repara- 
ciones y reformas. 

9. Pero la jurisprudencia ha distinguido sobre la manera de 
hacer tales rectificaciones. La jurisprudencia ha clasificado en 
dos órdenes á las personas que habían de sufrir sus resultados. 
Distinguiendo á los que habían percibido cuola de herencia de los 
que habían percibido cuota de bienes, había sido y es su doctrina 
que contra los primeros existen y so dan acciones directas para 
la expresada reparación, y que directamente están ellos obliga- 
dos á prestarla; miéntras que la acción y la obligación sólo re- 
caen de un modo indirecto y secundario, aunque sea real, sobre 
los segundos. 

10. Expliquemos un poco más esta materia. Se descubre la 
deuda de la hipótesis, deuda ignorada al hacer la partición del 



¿EY VIGÉSIMA PRIMERA. 299 

caudal, deuda no tenida en cuenta ai liquidarse y abonarse las 
legítimas, al estimarse las mejoras,. al entregarse las mandas ó 
legados. ¿Contra quién tiene su derecho expedito, su acción 
pronta, eficaz, ejercitable el acreedor, aquél en cuyo favor está 
constituida la deuda? Por ventura ¿contra todos los que recibie- 
ron álgo en las particiones mal ejecutadas? Ó por ventora, más 
bien, ¿sólo contra algunos de ellos, sólo contra los que estén en 
determinados casos, — sin perjuicio de que éstos reclamen des- 
pués á su vez de todos los que deban llevar las consecuencias, 
y contribuir con alguna parte proporcional al abono? 

11. Esto último es lo admitido, lo usual, lo legal, lo que se 
practica y debe practicarse. Sí la acción era contra el difunto, 
su ejercicio no ha de ser sino contra los que representan la per- 
sonalidad del difunto. No basta haber participado de sus bienes; 
es menester haberle sucedido en el summum de sus derechos. 
De cargo de estos tales es la responsabilidad primaria; ellos son 
los obligados á satisfacer la deuda: aunque ellos á su vez, pa- 
gada que la deuda sea, tengan acción contra todos los que per- 
cibieron álgo que deba disminuirse, para conseguir que los in- 
demnicen y los reintegren, cada uno en su parte proporcional. 
Ni respecto á los unos ni respecto á los otros puede haber cues- 
tión: de los primeros, el deber, la pasibilidad, directos y pri- 
mordiales; de los segundos, de los que no llevan la personali- 
dad del causante, el deber y la pasibilidad indirectos y secun- 
darios (1). 

12. No eran, no son, pues, caprichosas é infundadas las dos 
expresiones que indicamos arriba, — cuota de herencia y cuota 
de bienes: no significan naturalmente lo mismo: no es en rigor 
uno propio el derecho que les corresponde. Si las responsabili- 
dades á que su respectiva índole da lugar se confunden en últi- 
mo resultado, bien median entre ellas notables diferencias, res- 


(1) Hay algún caso en que los poseedores de cuota de bienes y aun 
de simples mandas pueden ser directamente perseguidos por los acree- 
dores del difunto. Cuando no hay heredero, cuando el testador repartió 
todos sus bienes sin instituir en esa clase á ninguno, forzoso es que 
aquéllo suceda, necesario que se finja una especie de herencia en todos, 
en la reunión de todos los que se hallan en tal hipótesis. Respecto á los 
mandatarios, véase la ley 7. a , tí t. G.° de la P. VI. Pero estas son excep- 
ciones: la regla general, el verdadero derecho, aun en el día de hoy, es 
lo que hemos dicho arriba, y debía serlo mucho más severamente al 
dictarse las leyes de Toro. 



300 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

pectivamente á los pasos que á tal resultado conducen. Fiján- 
donos en la hipótesis del periodo que examinamos de esta ley, 
puédese decir que si el que hubo cuota de herencia y el que 
hubo cuota de bienes han de responder, los dos, de la deuda 
antes ignorada y descubierta ahora de su causante, aquel res- 
ponderá directamente al acreedor, y el acreedor podrá deman- 
darlo por ella, miéntras que éste sólo responderá al heredero, 
cuando los bienes que percibió no quepan ya en la parte alícuo- 
ta que quedare subsistente y válida, y cuando el propio heredero 
haya satisfecho íntegra la suma que le hubiese sido pedida. 

13. Ahora bien: entre esas dos situaciones, de esos dos ca- 
racteres, ¿cuál es el carácter que corresponde al mejorado, cuál 
la situación en que el mejorado se halla, por razón de su bene- 
ficio? ¿Debemos considerarlo como poseedor de cuota de bienes, 
ó como poseedor de cuota de herencia? (No hablamos aquí del 
mejorado en cosa específica; sino del mejorado en porción, en 
suma, en cantidad, aunque se hayan señalado por el testador ó 
mejorante bienes con que satisfacerle la mejora: — de aquel 
otro, en su lugar nos ocuparemos.) Y véase ya cómo y de qué 
modo, á consecuencia de nuestro análisis, hemos encontrado 
una duda que era posible, una dificultad que permitía, que con- 
vidaba á estatuir derecho, según el propósito general de estas 
leyes que comentamos. 

14. La segunda parte de la frase últimamente copiada en la 
presente, pone de manifiesto cuál ha sido su doctrina, cuál es 
su voluntad. Los mejorados «sean obligados á pagar (dice) como 
si fuesen herederos en dicha mejoría de tercio é quinto .» Esto es: que 
sean obligados á pagar inmediatamente; que de ellos, en unión 
con los otros que reciben herencia, pueda reclamar el acreedor; 
que contra ellos cabe la acción directa, y sobre ellos pesa una 
primaria responsabilidad; que es en fin una cuota de tal heren- 
cia, y no una cuota de bienes lo que han percibido. — Esto, que 
hubiera sido siempre nuestra opinión, considerada la índole 
fundamental dé las mejoras, nos parece mucho más claro, nos 
parece incuestionable, después de las palabras de la presente 
ley. No concebimos cómo hay expositores que puedan aun de- 
cir y creer lo contrario; no concebimos cómo puede pretenderse 
que es cuota de bienes lo que, en la única condición en que se 
distinguen ésta y la de herencia, no sigue el carácter de la pri- 
mera, sino que tiene indudablemente el de la segunda. 

15. Empeio, de cualquier modo que se piense en el par- 
ticular, no podrá ya estimarse, según nos parecería al princi- 



IEY VIGESIMA PRIMERA. 3()J 

pío, que es excusada esta ley vigésima primera. En su lugar 
esta todo lo que ha declarado y preceptuado; pues que ha ve- 
m o, poi consecuencia de ello, á definir y caracterizar más 
completamente á las mejoras, y á resolver un punto, que, si- 
quiera fuese de tramitación y práctica, podía bien estimarse 
como dudoso en su derecho. 


II. 


16. Algún Comentador de esta ley, haciéndose cargo de la 
frase «sean obligados» que usa, da por supuesto que los mejo- 
rados de quienes se trata han de prestar fianza para respon- 
der de las responsabilidades á que hemos aludido, de las deudas 
que puedan descubrirse.- Lo afirma como cosa segura; y ni hace 
mención de que pueda pensarse lo contrario. 

17. Sentimos en verdad nosotros que esa respetable persona 
no haya dado sus razones, las cuales habríamos pesado impar- 
cialmente, para ver si nos convencían. En ausencia de ellas, no 
teniendo otro fundamento que las palabras de la ley misma, no 
habiendo visto en la práctica nada que le pueda hacer relación, 
y, lo que es más, no concibiendo que la tal fianza sea posible, 
debemos protestar contra una doctrina que nos parece tan in- 
sostenible como voluntaria. Si cada vez que una ley pronuncia 
«obligación» hubiera de entenderse que llevaba tal consecuen- 
cia, no sería mal abismo de imposibilidades en el que nos ve- 
ríamos atollados. «Obligación» no quiere decir sino obligación; 
y es contra toda regla de buen sentido el suponer, á cualquiera 
de éstas, agravaciones que en nada se fundan. Cuando la ley 
quiere hablar de fianzas, bien sabe cuál es su nombre. 

18. Y por otra parte, las deudas de una herencia ó son co- 
nocidas, ó son desconocidas é ignoradas. Si lo primero, se tie- 
nen en cuenta para hacer la liquidación y partición del cau- 
dal. Si lo segundo, ¿por dónde se sabe que han de venir? ¿Por 
dónde se sabría cuál hubiese de ser su importe? ¿Qué tipo po- 
dría tomarse para asegurarlas, por medio de fianza alguna? 
¿Hasta cuándo debería esa fianza durar? ¿Cómo se aviene ésto 
con el dominio que corresponde á los mejorados? ¿Por qué ha- 
bían de ser tales mejorados de peor condición que los herede- 
ros, á quienes, por regla general, no se pide fianza alguna á fin 
de que perciban su herencia? 



302 comentario á las leyes de toro. 

19. Parécenos, pues, que tal indicación ha sido un descuido 
notorio; y no queremos detenernos más á examinarlo ni á com- 
batirlo. 


III. 


20. Hemos escrito la última parte del texto de la ley del 
modo siguiente: «Lo qual mandamos que se entienda, órala 
dicha mejoría sea en cosa cierta, ó en cierto, parle de sus bienes.» 
Pero no hemos ocultado que hay una variante de gran autori- 
dad á esta frase, pues que las ediciones de oficio de la Recopi- 
lación y Novísima Recopilación dicen de este otro modo: «Lo 
qual mandamos que se entienda, ora la dicha mejoría sea en 
cosa cierta, ó incierta parte de bienes.» — Lo primero, pues, que 
nos cumple, en el punto á que hemos llegado, es dar razón de 
nuestra preferencia, declarando los motivos para haber hecho 
tal elección: justificada ésta, expondremos lo que según nues- 
tro juicio ha querido preceptuarse en las palabras de la ley. 

21 . El texto empleado por nosotros es el que se halla en to- 
dos los Comentadores que conocemos de esta Colección de de- 
recho. Las ediciones más antiguas, publicadas en el décimo 
sexto siglo, con su letra gótica, no usan de otras palabras. No 
nos parece racional, no nos parece probable el suponer que hubo 
errata, una propia errata, en todas ellas. Más bien creemos que 
al tomar la ley para la Recopilación se varió, quizá por perfec- 
cionarlo, el tenor de la misma. No sería la primera ocasión en 
que se hubiese hecho de este modo: sabido es que los textos de 
las Recopilaciones no se recomiendan siempre por su pureza ó 
su fidelidad. 

22. Añádese á ésto que la frase, tal como en la' expresada 
Recopilación se lee, aparece evidentemente manca y defectuosa, 
según las formas de nuestro lenguaje. No decimos en buen cas- 
tellano: «ora sea en cosa cierta, ó incierta parte de sus bienes;» 
sino que sería necesario decir: «ora sea en cosa cierta, ó en in- 
cierta parte de sus bienes.» Falta por lo mismo una preposi- 
ción, un en; la cual no falta en el texto de los expositores. Éste 
es arreglado á nuestra buena y ordinaria manera de hablar; 
mientras que aquel demuestra en sí mismo un vicio, una incor- 
rección, un defecto. 

23. Por último, — y ésta es para nosotros la razón decisiva, 
la razón que nos parece más concluyente, — lo que dice la frase 



1EV VIGESIMA PíUMÉR A. 303 

recopilada es algo imposible, algo que no tiene sentido, algo 
que es contradictorio con la naturaleza de las mejoras; cuando 
lo que dice la frase común, la frase que adoptamos, es perfecta- 
mente conforme con esta naturaleza misma. Las mejoras no 
son nunca en incierta parte de bienes: las mejoras, puesto á un 
lado los casos en que lo son específicas, se han de hacer y han 
de consistir en algo que sea referente á la herencia, en una 
parte alícuota de lo que la herencia importare. Esto no es incierto; 
esto es cierto, esto constituye no una incierta sino una cierta par- 
te de los bienes hereditarios, aunque no estén designados, aun- 
que no sean específicos los bienes de esa parte. El tercio, el 
quinto, son la tercera , son la quinta parte del caudal; y la ter- 
cera ó la quinta parte son partes ciertas, y no parles inciertas de 
los bienes dejados. 

24. Creemos, pues, que el original de la ley debió decir lo 
que hemos dicho nosotros; y que si nuestros Códigos actuales 
dicen otra cosa, solo ha consistido en que equivocadamente se 
puso in por en, resultando inciertos en lugar de en ciertos en el 
todo de la expresión. 

25. Como quiera que sea, y juzgúese este punto de la ma- 
nera que se juzgue, el sentido material del precepto no puede 
ser dudoso. Lo que ha querido hacerse con el periodo que exa- 
minamos eS extender, es generalizar la doctrina que acababa 
de sentarse. Contraponiendo las mejoras específicas á las que 
no lo son, á las que meramente consisten en cuotas, hase con- 
signado, primero, que en las unas como en las otras puede bien 
separarse su aceptación de la aceptación de la herencia; y se- 
gundo, que en las unas como en las otrás ha de tenerse en 
cuenta el importe de las deudas del testador ó mejorante, así 
el de aquellas que fuesen conocidas á sumuerte, como el de las 
que se descubriesen, el de las que apareciesen después. El de- 
recho que se ha declarado es un hecho común: no se aplica úni- 
camente á un caso, sino que puede extenderse, sino que los 
puede abarcar á todos, á las mejoras de todo género. 

26. Y sin embargo, ténganse siempre en cuenta los límites 
de lo posible, y calcúlense en razón todas las circunstancias que 
en el hecho concreto apareciesen, para que no vayamos á exa- 
jerar el precepto propio, ni á caer en verdaderas demasías. 

27. Se ha dejado por el testador, á uno de sus hijos ó nie- 
tos, una mejora específica, determinada, la hacienda que poseía 
en tal parte y con tal nombre. No era lo que se dejaba el rema- 
nente del quinto, no era el tercio; era la hacienda concreta, 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

nada menos y nada más. El mejorado repudió la herencia y 
aceptó la mejora. La finca cabía dentro del tercio y quinto de 
los bienes existentes, después de pagadas las deudas. Aquel, 
pues, entró en posesión de lo que se le dejara, como va expre- 
sado. Si después de esto, si al cabo de algún tiempo, se descu- 
bre una nueva deuda, aparece una responsabilidad más del di- 
funto, ¿qué es lo que se deberá hacer? ¿Cuál será el derecho en 
ese caso? ¿Estará el mejorado sujeto á la tal responsabilidad, 
como los demás herederos? ¿Se menguará necesariamente su 
mejora, como queda dicho que se menguaría si hubiese consis- 
tido en una parte alicuota de la herencia, en su quinto ó en su 
tercio? 

28. No tiene duda para nosotros que puede llegar á men- 
guarse; pero tampoco la tiene que no es necesario que se men- 
güe, que muy bien puede ser que no se mengüe. Primero que to- 
carle á él, primero que deshacer lo hecho, débese sin duda calcu- 
lar el efecto que produce en toda la herencia esa nueva deuda 
antes ignorada, y que se acaba de descubrir. Si por resultas de 
ella la finca de la mejora en cuestión no cupiese ya en la parte 
de que el testador pudo disponer, si excediese del verdadero 
tercio y del verdadero remanente del quinto, el mejorado ten- 
dría sin duda que hacer el abono de lo que percibió de más, 
respectivamente á esas partes alícuotas.. No hubiera podido re- 
cibirlo, á conocerse tal deuda; tiene, pues, que devolverlo cuando 
se conoce. — -Si por el contrario, aun sabida, aun estimada, aun 
calculada la nueva responsabilidad de que hablamos, cabe siem- 
pre la mejora específica que se realizó en lo que es limite de 
toda mejora, si todavía no excede del tercio y del quinto reales, 
la mejora específica no recibirá ninguna disminución, su posee- 
dor no tendrá que responder á nada, que devolver nada. Hu- 
biérala llevado íntegra aun siendo notoria la nueva deuda: no 
puede, pues, menoscabársela porque aparezca lo que no influye 
nada en su existencia y en su ser. — Por eso hemos dicho que en 
la hipótesis que examinamos las mejoras pueden disminuirse, 
y no hemos dicho que se disminuyan necesariamente. El pre- 
cepto de la ley alcanza á todos los casos; mas ha de ser en los 
términos regulares y prudentes, conciliándole en la forma que 
es racional con los demás preceptos del derecho, con las demás 
disposiciones de estas leyes mismas. Tanto más en cuenta de- 
ben tenerse todos ellos, cuanto que no es un modelo de redac- 
ción la que se emplea por lo común en este Cuaderno de Toro» 



LEY VIGÉSIMA SEGUNDA." 


(L. 6. a , TÍT. 6.°, LÍB. X, Nov. Reco- 


sí ei padre ó la madre, ó alguno de los ascendientes prome- 
tió por contracto entre vivos de no mejorar á alguno de sus fijos 
ó descendientes, y pasó sobre ello escriptura pública, en tal caso 
no pueda hacer la dicha mejoría de tercio ni de quinto. Y si la 
ficiere que no vala. É asimismo mandamos que si prometió el 
padre ó la madre ó alguno de los ascendientes de mejorar á al- 
guno de sus fijos ó descendientes en el dicho tercio é quinto por 
via de casamiento ó por otra causa onerosa alguna, que en tal 
caso sean obligados á lo cumplir é hacer; é si no lo íizieren, que 
pasados los dias de su vida, la dicha mejoría ó mejorías de tercio 
ó quinto sean habidas por fechas. 

COMENTARIO. 

I. 


1. La ley décima séptima de esta Colección había ordenado 
el oportuno derecho sobre las mejoras realizadas en vida, y 
puestas en práctica por contrato. La presente, siguiendo aquel 
camino, ocupándose en análoga materia, habla de las promesas, 
de las ofertas, de los pactos de mejorar. Sólo que allí no era 
posible sino lo positivo, como que se trataba de un hecho; y 



g06 COMENTARIO A LAS LEYES LE TORO. 

aquí lo positivo y lo negativo lo son igualmente, corno que se 
trata de un convenio, que tanto puede referirse al hacer como 
al no hacer. En aquella ley se hablaba de mejoras no sólo con- 
certadas, sino otorgadas, llevadas á cabo: en ésta, de los com- 
promisos para dejar mejoras, y también de los compromisos 
para no efectuarlas, para no dejarlas. 

2. Tiene, pues, dos partes, aunque con el enlace más íntimo 
entre sí, la presente disposición. La primera, según su orden, _ 
establece el derecho en las promesas de no mejorar: la segunda 
lo establece á su vez cuando se hubiese prometido el ejecutar 
las mejoras. — De lo uno y de lo otro debemos hablar seguida- 
mente, haciéndolo, pues que no hay razón para lo contrario, 
en el propio orden empleado por el texto de la ley. 

3. La promesa de no mejorar, consignada en escritura pú- 
blica, produce perfecta obligación: el que la ha verificado que- 
da después impedido de hacer toda mejora: si, quebrantando 
esa prohibición, la hiciere, ese acto sea nulo, esa mejora no 
valga. Tal es la primera parte de la ley. — Precepto, al parecer, 
claro; pero sobre cuya inteligencia y cuyo alcance veremos des- 
pués surgir algunas dudas. 

4. Segunda parte. La promesa de mejorar, realizada por ra- 
zón de casamiento ó por otra causa onerosa, es un hecho legí- 
timo, y que produce completa obligación. El padre ó la madre 
que la pronunciaron son tenidos de cumplirla; y en el caso de 
que ellos no la lleven á efecto, se ha de entender realizada, y 
ha de llevarse completamente á cabo cuando ellos mueran. — 
También parece clara esta disposición; y también, sin embargo, 
ha dado motivo á algunas vacilaciones, á algunas cuestiones. 

5. Tomadas en globo las dos, consideradas como es razón 
en su conjunto, resulta desde luego un principio general, que 
es lo primero en que debemos fijarnos. Ha. autorizado, pues, la 
ley que los hombres tomen compromisos acerca de lo que ha- 
yan de disponer para después de su muerte, sobre mejorar ó 
no mejorar á sus hijos ó nietos. En la décima séptima, como 
se dijo antes, se había permitido realizar en vida algunas me- 
joras: en ésta, según notamos también, se permite ofrecerlas, 
anunciarlas, quedar obligados á su ejecución, ó bien compro- 
meterse á no hacerlas, y quedar privados de esa facultad. Es el 
complemento de un sistema, que puede parecer más ó menos 

aceptable en principio, pero que sin duda es el sistema de nues- 
tras leyes. 

6. Mas al autorizar estos compromisos, ahora, como al dar 



307 


LEY VIGÉSIMA SEGUNDA. 

fuerza a aquellos actos, entonces, notorio era y notorio es que 
habían de exigirse reglas, condiciones, circunstancias; allí para 
que lo hecho fuese irrevocable; aquí para que lo comprometido 
produjese acción, y se debiese realizar. Si las voluntades hu- 
manas son, de suyo y como regla, variables hasta la muerte, 

■ algo debía ser necesario á fin de que algunas de ellas se enten- 
diesen fijas, y no quedaran sujetas á cambio ni á alteración. 
El empeño de dejar una mejora es cosa demasiado grave; no 
lo es menos el empeño de no poder dejadlas: mucho debía mi- 
rarse la ley en los fundamentos de lo uno y de lo otro, ántes 
de sancionarlo con su irresistible poder. 

7. La promesa de no mejorar, genéricamente hecha, es la 
consignación solemne del propósito de repartir los bienes con 
igualdad entredós naturales, necesarios herederos. Si es la con- 
sagración absoluta, por voluntad propia, del orden de la legíti- 
ma sucesión, es, á la par, la abdicación del libre derecho dejado 
al padre para preferir á alguno entre el número total de sus 
descendientes. La ley, al instituir esas obligaciones y esas accio- 
nes forzosas, al privar al padre de familias, al señor, de dispo- 
ner de la mayor parte de sus bienes, y de destinarlos al hijo que 
le pluguiera, le había reservado sin embargo, hasta cierto punto, 
una fracción de esa potestad discrecional. Esto se había hecho, 
no por personales consideraciones, sino por motivos de utilidad 
pública, por razones de orden y de disciplina sociales. Si él re- 
nuncia por su oferta á emplear ese poder, si se despoja de la 
altísima magistratura que hasta el punto de su muerte le cor- 
responde, claro es que abdica y se despoja de algo que ni debe 
perderse fácilmente, en beneficio común, ni puede estimarse 
autorizado el que lo posee para deponerlo por meros y simples 
caprichos. 

8. Y sin embargo, tampoco se hade decir que se caiga por 
ello en grandes desórdenes. Si el padre tiene facultad, no tiene 
obligación de dejar mejoras. Discrecional, absolutamente dis- 
crecional, es su poder en ese punto. Nadie sino su conciencia 
ha de pedirle cuentas de lo que haga. Justo es que la ley le ga- 
rantice un poco contra sus voluntades pasajeras; pero no olvi- 
demos al cabo que alguna de sus voluntades ha de ser su defi- 
nitiva voluntad. La obligación de no mejorar á hijo alguno no 
es una cosa de suyo escandalosa ni mala. Esa obligación no im 
plica sino una igualdad completa entre todos ellos, sino la se- 
guridad de que las legítimas particulares han de ser cada una 
una parte idéntica de la legítima común. Es la disminución po- 



3Qg COMENTARIO Á LAS LEVES DE TORO. 

sible de algún haber, pero la conservación sin desfalco, en el 
más alto punto, de los haberes todos. Consiste en una consa- 
gración adquirida, sin que produzca ninguna esperanza injusta- 
mente engañada. 

9. Consecuencia de las diversas consideraciones que antece- 
den, de todas ellas, es que la ley no haya dado fuerza y valida- 
ción á cualquier promesa de no mejorar, ya que ha admitido 
como norma la posibilidad de esas promesas. No obstante de 
que nuestro derecho castellano es un derecho de buena fé, la 
presente ley ha sido estricta y formularia en la materia que nos 
ocupa. Es insuficiente que resulte comprobado el hecho de la 
oferta paterna: es insuficiente que por testigos, que por pape- 
les privados, que por un género cualquiera de certeza legal, 
aparezca que el padre ofreció y se comprometió á no dejar me- 
jora á ninguno de sus hijos ó de sus nietos. La ley pide que se 
haya hecho así por una escritura pública; y no cabe duda en 
que, pidiéndolo, no ha sido una probanza vulgar lo que ha que- 
rido, sino una solemnidad necesaria lo que ha reclamado. 

10. «Si el padre ó la madre— (dice) — prometió por contrato 
entre vivos de no mejorar a algunos de sus fijos ó descendien- 
tes, y pasó sobre ello escriptura pública, en tal caso no pueda 
hacer la dicha mejora.» La expresión no puede ser más termi- 
nante. Es menester que haya habido contrato y que haya pa- 
sado la escritura: una y otra cosa, las dos, son necesarias; 
miéntras no existan las dos, no está cumplida, no está llena la 
condición legal. 

11. Y si bien se medita, semejante condición no tiene nada 
de excusado ni de caprichoso. Hásecreido, sin duda, que habría 
de ese modo completa reflexión sobre la palabra que se empe- 
ñaba. Háse considerado que una escritura no es lo propio que 
un mero dicho. Para resolverse á ella, para ordenarla, para pre- 
pararla, se necesita tiempo. El acto de firmar es un acto grave 
y que inspira meditaciones. En los contratos de palabra son más 
fáciles la irreflexión y las sorpresas : cuando un hombre se com- 
promete por medio de escritura, ni puede suponerse, ni él puede 
decir que haya sido sorprendido. 

12. Esto por- lo que respecta á la primera parte de la ley, á 
las promesas de no mejorar. Síguese la segunda, de que tana-* 

. hemos hablado, — la promesa de hacer mejoras* á que da 

igualmente fuerza esta ley de Toro. 

13. «E asimismo mandamos que si prometió el padre ó la 
madre ó alguno de los ascendientes de mejorar á alguno de sus 



309 


ley vigésima segunda. 


fijos 6 descendientes en el dicho tercio é quinto por via de ca- 
sannien o, o por otra causa onerosa alguna; que en tal caso sean 
obligados a lo cumphr é hacer, etc.» Tales son las palabras que 
ahora nos importan de esta segunda parte. 

14. Por donde se ve que así como para comprometerse efi- 
cazmente un padre á no mejorar se necesitan condiciones, asi 
también se necesitan para que su oferta de mejora le ligue y 
comprometa de un modo irrevocable. Si ésto como aquello 
amengua y disminuye su libertad; si ésto como aquello es un 
embarazo para que subsistan en toda plenitud los derechos que, 
por principio , le da la ley hasta la época de su muerte; en ésto 
como en aquello es necesario que goce de algunas racionales ga- 
rantías, y que no se le permita perderlo con una facilidad daño- 


sa no sólo para él, sino para la causa pública. 

15. Dijimos antes que el compromiso de no mejorar consa- 
gra la execuacion de todos los herederos, y la imposibilidad de 
premiar en alguno tales hechos que mereciesen particular re- 
compensa. El compromiso, por el contrario, de dejar una mejora 
determinada, destruye desde luego esa igualdad propia, y pre- 
mia álgo, que no puede saberse si será más digno que todo 
cuanto después haya de ocurrir. Es ya desigualdad por si mis- 
mo, y es un impedimento para otras que podrían ser justas 
desigualdades. 

16. No extrañemos, pues, que la ley exija una causa onerosa 


para ello. Sin un motivo de entidad como éste, no puede estimar- 
se legitimo lo que va á impedir la satisfacción de álgo que tal 
vez fuese asimismo motivo de entidad. La mejora que en ello 
no se fundase, ni sería digna en sí de respeto, ni debería ha- 
cer imposibles para siempre otras mejoras que tendiesen á sa- 
tisfacer razones de esa importancia. 

17. Pero en este punto se nos ofrece una duda. Evidente- 
mente, esta ley que examinamos es análoga, y debe ser armó- 
nica con la décima séptima. Allí se trató de las mejoras que se 
hacen en vida, desde la vida: aquí, en esta segunda parte, se 
trata délas mejoras que en vida se prometen. Allí se dijo que 
las mejoras realizadas de aquel modo eran irrevocables cuando 
se hubiesen hecho por causa onerosa : aquí se dice que las pro- 
metidas por esa causa han de llevarse á efecto, lo cual es tam- 
bién constituir su irrevocabilidad. Mas allí se expresó que la 
tal causa onerosa había de decir relación á un terceto, y no uní 
camente al hijo mejorado; aquí se dicen tan sólo las palabras 
que hemos copiado más arriba, esto es, no se habla en nm- 



r¡j() COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 

guna de terceras personas, ¿Qué se ha de suponer, qué se ha de 
entender? ¿Supondremos que lo que se exijía en el caso de la 
mejora hecha no tiene aplicación al de la mejora prometida, pi- 
diendo una cosa diversa en cada cual; ó entenderemos que la 
expresión de aquella ley alcanza a esta otra, y que es nece- 
sario que el omis, que la carga en cuestión, recaiga, al ménos 
en parte, sobre un individuo diferente del hijo, para que la pro- 
mesa de mejorar á éste haya de ser obligatoria, forzosa, irre- 
vocable por el padre? 

18. Nuestra razón nos dice que esta última inteligencia es 
la inteligencia verdadera: que la ley actual, ampliación conse- 
cuente de la que antes examinamos, no puede prescindir de las 
condiciones que en aquella son tan explícitas y tan necesarias. 

19. Si fuese de otro modo , si no se exijiese en la promesa 
de mejorar, para hacerla firme, tanto como seexije en el he- 
cho de una mejora, resultaría el absurdo de que la promesa va- 
lía más, ligaba más que el hecho propio. El que prometía á un 
hijo, en razón de una causa onerosa sólo para el hijo, tendría 
que cumplir lo que le prometió; mientras que el que le daba 
por igual causa, podría revocar su hecho, podría quitarle lo dado. 
Ofrecer sería más firme que dar. Y eso no puede ser, eso es in- 
concebible, eso no ha de haber nadie que lo diga, porque es con- 
tra la naturaleza de las cosas. La oferta es de suyo ménos que 
la realización: el que realizó ha hecho más que ofrecer; ofreció 
de seguro antes de completar su obra, y llevó á cabo lo que 
ofreciera ó algo de lo que ofreciera. Todo lo que puede hacerse 
en favor de cualquier promesa es igualarla con el acto: estimar- 
la más poderosa que él, volvemos á repetir que es imposible, 
porque es absurdo. 

20. Es necesario, pues, como hemos indicado , comprender 
esta ley en correlación, en armonía, en perfecta consonancia 
con la décima séptima. Lo que en aquella se ordenó de un 
modo claro y explícito para que quedase seguro un hecho de 
mejora, no puede entenderse derogado, por falta de expresión, 
para una promesa de mejora, que no ha llégado todavía á ser 
un hecho. Las palabras que aquí se emplean es forzoso inter- 
pretarlas, completándolas, por y con las que allí se emplea- 
ron. No pudo ser otra la voluntad del legislador, ni otro el sen- 
tido de sus preceptos; porque no es lícito ni posible suponer lo 
que no es autorizado, consecuente ni racional. Si todo no' se 
expiesó, es porque estaba expresado antes. El tercero, de quien 
se habla en la ley décima séptima, es menester tenerlo presente 



ley vigésima segunda. 3Í1 

en la ley vigésima segunda. No está en sus palabras, pero está 
en su espíritu, y os parte indispensable de su indigencia 


inteligencia. 


II. 


21. Acabamos de ver las condiciones textualmente escritas 
en esta ley, á fin de que surtan un efecto necesario las prome- 
sas de no mejorar y de mejorar. Para la primera se han menes- 
ter contrato y escritura pública donde se consigne: para la se- 
gunda, causa onerosa, que nosotros hemos interpretado causa 
onerosa de un tercero concurrente con el hijo. Nace ahora la 
duda de si esas condiciones son simples , exclusivas, cada una 
de ellas sola para cada cual de los casos ; ó bien si la causa 
onerosa ha de concurrir también en la promesa escriturada de 
no mejorar, y si la escritura ha de ser igualmente necesaria 
cuando se ofrece por aquella, por la causa onerosa, el mejorar 
á algún hijo ó á algún nieto. — Dificultades y cuestiones, que á 
nadie se presentarían si estuviesen estas leyes bien redactadas; 
pero que tienen su excusa, más que su excusa, su razón, en lo 
imperfecta que fue bajo ese punto de vista la obra que exami- 
namos, y en las contradicciones que resultan de su contexto li- 
teral, Saben nuestros lectores que, celebrando frecuentemente 
su doctrina y su espíritu, son muy raras las veces en que he- 
mos podido aplaudir su expresión ó su forma. 

22. En el caso presente, el último y quizá el más erudito de 
los Comentadores de este Cuaderno ha sustentado la opinión 
afirmativa; esto es, la idea de que tanto la escritura como la 
causa onerosa eran necesarias, así en los compromisos para 
mejorar como en los compromisos para no mejorar. Si la pala- 
bra de la ley no reunía entrambas condiciones, era ésto— según 
él — un descuido, y no más que un descuido, que debía enmen- 
dar y corregir una interpretación inteligente. También en va- 
rios casos había mencionado sólo las mejoras de tercio, y el 
sentido común aplicaba su doctrina á las de quinto. La iazon 
era aquí común para todo, y la disposición bien considerada 
debía entenderse universal. 

23. Con el respeto que tenemos siempre á las opiniones age- 
nas, y sobre todo á las de personas que saben y que meditan, 
nos permitimos sin embargo decir que ésta que acabamos de 
enunciar no nos convence. Creemos nosotros que la ley ha di- 
cho aquí lo que ha querido decir; y que su distinción, entre las 



gj2 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

circunstancias de los dos casos que encierra, es una distinción 
justificada y que no puede reformarse. 

24. En el caso de promesa de mejora, la ley no exije más 
para que valga y obligue sino que haya el motivo oneroso, de 
que antes hemos hablado. Si se dice que es natural que esa 
promesa y que el motivo que la legitima se consignen en una 
escritura, nada tendremos ciertamente que oponer á semejante 
observación. Por escrituras se otorgan y se deben naturalmente 
otorgar tales contratos: muy raro, muy extraordinario debe ser 
que no se emplee ese medio, el cual es racional de suyo, y 
evita mil dificultades. Pero al cabo, puede ocurrir un caso en 
que la escritura no se otorgara: ó no se pensó desgraciadamen- 
te en ella, ó surgió algún embarazo que hizo imposible su otor- 
gamiento. Aquí está la eventualidad de la cuestión; aquí la ne- 
cesidad de que la decidamos. Esa' escritura, de que no habla la 
ley para el caso presente, ¿se ha de estimar de forma , se ha de 
estimar de solemnidad necesaria, en el caso presente? 

25. No olvidemos nunca que esta ley, y sobre todo esta 
parte de la ley, es el complemento de otra parte de la décima 
séptima. Allí se dijo que la mejora hecha por motivo oneroso 
era válida: aquí se añade que la mejora prometida por motivo 
oneroso lo sea también. ¿Se exijió allí que hubiese para ello es- 
critura pública, como una condición formal? No: no se pidió tal 
cosa; no se puso tal embarazo; no se pensó en semejante idea. 
Ni se halla en la ley, ni la han pedido sus Comentadores. Pues 
¿con qué derecho, preguntamos nosotros, ocurre y se pide 
ahora, supuesto que la presente ley vigésima segunda tampoco 
la menciona ni la indica? 

26. La voluntad y el objeto de ésta han sido igualar la con- 
cesión de la mejora,— concesión no acompañada de entrega,— y 
la promesa de mejora, cuando se hacen por motivo oneroso. Y 
ciertamente que la ley ha tenido razón en igualarlas. ¿Qué es 
realmente y de hecho aquella concesión, toda vez que no se en- 
tregan cosas ni cantidades, sino un acto para lo futuro, una espe- 
ranza autorizada por las leyes? Pues ésto propio es, ésto tiene 
que ser, la promesa de que tratamos. Cuando se dice: «yo terne- 
jón} en el tercio, en virtud del casamiento que con Fulana ha- 
ce^» y cuando se dice «yo ofrezco mejorarte en el tercio, en vir- 
tud del pasamiento que con Fulana haces,» — la verdad es que 
ni en los motivos de la resolución, ni en la realidad dé la reso- 
lución, puéde Señalarse una efectiva y verdadera diferencia; En 
'úno y en otró caso hay la voluntad de dejar el tercio, no desde 



- LEY VIGESIMA SEGUNDA, ^3 

aquel instante propio, sino desde la muerte del que lo deja, al 
hijo o meto que ha contraido el enlace de que se trata. La raion 
de la voluntad es igual, y el efecto de' la voluntad es también 
igual, siquiera no lo sean las palabras formularias de que el me- 
jorante se ha valido. — Ahora bien: si en el uno de los casos 
evidentemente no se necesita escritura, ¿por qué hemos de ad- 
mitir ó de pretender que se necesita en el otro? Si no fue olvido 
el no pedirla en la ley décima séptima, ¿por qué se ha de en- 
tender olvido y distracción en la ley vigésima segunda? 

27. Pasemos á la otra cuestión ó á la otra parte de la cues- 
tión; é inquiramos si en los compromisos de no mejorar, en 
aquellos donde hemos visto que es de solemne forma la escri- 
tura pública, se necesita también un motivo oneroso, que sea la 
razón, la causa del contrato. 

28. Tampoco tenemos dificultad en reconocer que ese moti- 
vo existirá muchas veces. La imaginación puede señalar va- 
rias hipótesis en que se halle. Un padre, que no debe, que no 
está facultado para mejorar á tal de sus hijos, á una hija , por 
ejemplo, en un contrato de vida, quiere hacerles un bien por 
virtud de cierta causa onerosa, del casamiento que van á reali- 
zar. Y el bien se lo hace sin duda, comprometiéndose y toman- 
do la obligación de no mejorar á ningún otro. Si no es tánto 
como lo sería mejorándolos á él ó á ella, álgo importa ese 
compromiso, pues que á lo menos le asegurará la más alta 
cuota de legítima posible. Ésto es notorio; ésto no ofrece difi- 
cultades. 

29. Pero tales casos no son únicos. El entendimiento con- 
cibe también que estas promesas se hagan sin causas onerosas. 
Pueden ser actos de reconocimiento; pueden serlo de amor pa- 
ternal. Un padre puede hallarse tan feliz en medio de sus hijos, 
puede estar de tal manera afectado de su noble y piadosa con- 
ducta, que tome la resolución de consagrarles este solemne 
testimonio de un aprecio y de un amor iguales. Quiere festejar- 
los el dia de su santo, y convidándolos á todos á su mesa, les 
lee después la escritura por la cual se compromete á no mejo- 
rar á ninguno. ¿Cabe, ó no cabe ésto dentro de la ley? ¿Es, ó no 
es posible semejante hipótesis? Y si cabe, y si lo es, y si no 
puede rechazarse como absurda, ¿cuál ha de ser, según la ley, 
su derecho y su resultado? 

30. Desde que la hipótesis puede concebirse, parécenos que 
no hay razón para pedir más que lo que la ley exige en sus tex- 
tuales términos. En el otorgamiento de la escritura ha visto ella 



COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO, 


314 

la garantía de ser reflexiva, de ser seria, de ser digna de res- 
peto, la resolución. Con la escritura creemos nosotros que hay 
bastante para dar por firme el compromiso. Así como la entrega 
de la escritura donde se contiene hace irrevocable la mejora 
hecha (ley décima séptima), sin necesidad de que exista causa 
onerosa; así el otorgamiento de la escritura, aunque tampoco 
tengamos semejante causa, debe ser lo suficiente para dar fuer- 
za definitiva al compromiso de no mejorar. La relación, la con- 
secuencia son notorias, cuanto deben serlo atendida la natura- 
leza de los casos. 

31. Y decimos estas últimas palabras, porque, como ya se 
ha dicho ántes (8); el compromiso de no mejorar debe ser más 
fácil, más favorecido,— si caben tales distinciones, — que el de 
hacer, que el de dejar mejoras. Aquel sanciona la igualdad y 
la ausencia de privilegio, cuando es en desigualdades y en pri- 
vilegios en lo que éstas consisten. Aquel ajusta la voluntad al 
orden puramente legítimo, cuando éstas le sustituyen álgo que 
tiene el carácter de voluntario. No que sea injusto, no que haya 
de ser inmerecido, eso que es privilegiado, voluntario, desigual, 
no: mil casos habrá en que consista en ello- la plena justicia, y 
en todos es aceptable, pues que lo ha autorizado la ley; pero 
al cabo más de presumir es, más facilidades deben darse para 
la norma que para la excepción, más para la doctrina común 
que para los arreglos especiales, más para lo igual que para lo 
privilegiado y ventajoso. Esto lo siente la conciencia, y lo ex- 
plica satisfactoriamente la razón. 

32. Y véase justificado por qué ni exijiríamos como solem- 
nidad necesaria la de la escritura,— aunque la deseásemos, — • 
para que valiese un compromiso de mejorar tomado por causa 
onerosa de tercero; ni pediríamos esa causa onerosa Cuando 
viésemos una promesa de no mejorar, bien y debidamente con- 
signada en una escritura pública.' 


• III. ■ . . 

í ■ ' . ■ ■ 

i . 

:.fr f.-=- c--..- ■■ . - . . ■ • . . . 

( 33. Las cuestiones que acabamos de examinar, y, según 
creemos, de resolver, no son las únicas á que ha dado lugar la 
presente ley. .Otras han suscitado varios de sus Comentadores, 
acerca de las cuales no nos es íícijto guardar silencio, por lo 
mismo que presentándolas, y reflexionando un poco sobre ellas, 


ley vigésima segunda. 3J5 

tocaremos al término apetecido en la comprensión é inteligen- 
cía de esta ley propia. ® 

34. Primera. El compromiso de no mejorar de que en el 
texto se habla, ¿ha de ser universal, comprendiendo á todos los 
hijos y descendientes del que lo toma, ó puede ser parcial, de 
modo que únicamente se refiera á alguno ó á algunos de ellos? 
No sabemos si nos explicamos bien. Supóngase que un padre 
tiene cuatro hijos, y que al otorgar las capitulaciones para ca- 
sar al mayor, A, hace en ellas la promesa de no dejar mejo- 
ras. De no dejarlas á ninguno de los cuatro, es claro que la 
puede hacer: eso nos parece lo ordinario, lo natural; eso es la 
consagración del principio de la igualdad de los propios hijos 
en el reparto de la herencia. Pero ¿podrá también ofrecer al 
que se casa, y comprometerse con él, que no mejorará á nin- 
guno de los otros, sin explicarse en nada por lo que á él le toca, 
sin tomar obligación ninguna, y conservando por consecuencia 
su facultad de mejorarlo á él mismo? ¿Podrá ofrecerle que no 
mejorará á dos, señalándolos, y guardando silencio respecto al 
otro? ¿Podrá ofrecerle que no mejorará á uno, designándolo 
también, únicamente á uno?— lié aquí lo que preguntamos, 
porque otros lo han preguntado ó lo han supuesto antes que 
nosotros. 

35. Las expresiones de que se vale la ley— no podemos me- 

nos de confesarlo — son anfibológicas y dudosas. «Si el padre 
ó madre ó alguno de los ascendientes (dice) prometió por con- 
trato entre vivos de no mejorar á alguno de sus fijos, ó descen- 
dientes, y pasó sobre ello escriptura pública » Ese término 

alguno se presta á entrambas significaciones: alguno, determi- 
nado, es uno solo; alguno, indeterminado, equivale á ninguno; 
es un modo común de completa negación. Ambas inteligencias, 
pues, caben en la letra de la ley; ambas pueden buscar en ella 
su razón y su fundamento. 

36. En semejante situación, elevándonos, según nuestra 
costumbre, á más altas consideraciones, creemos lícito buscar 
en éstas la solución natural á tal duda. Es el derecho y el de- 
ber de la interpretación doctrinal. Mas para ello, concietemos 
los casos posibles, á fin de no divagar en generalidades, que 
ofrezcan el peligro de no comprenderse. 

37. De los cuatro hijos de la hipótesis que hemos indicado, 
el padre trata con el primero, A, y toma con él un compromiso 
de no dejar mejoras. Declara que no lo hará en favor de nadie: 
se impide absoluta y rotundamente el hacerlo- Volvemos á de- 



316 


COMENTARIO Á LAN LEYES DE TORO. 

cir que ésto se explica y se comprende; que no puede haber 
ninguna dificultad en semejante caso. Ni el mismo A, contra- 
tante con el padre, ni ningún otro, podrán obtener tales be- 
neficios: todos recibirán por partes iguales la herencia: todos 
sucederán en idéntica porción. En este supuesto, si el referido A 
no gana en tomar más, gana en que no puede perder, en ase- 
gurar esa idéntica parte, en que no ha de tomar menos. Todo 
es en cierto modo ganancia, o garantía siquiera contra una 
pérdida posible.-— Ya dijimos antes que sobre este punto no 
cabía' duda. 

38. El convenio ha sido de otro modo; de otro modo fue el 

compromiso. El padre prometió á A que no mejoraría á nin- 
guno otro de sus hijos, ni á B, ni á C, ni á D. Respecto á él 
nada pactó, nada ofreció, nada se impidió. ¿Se comprende y se 
explica ésto? ¿Qué resultados produce ésto? ¿Podrá, después de 
ello, el padre mejorar á A? ' ■ 

39. Se comprende, se explica, son. naturales los resultados 
de tal compromiso. El hijo contratante queda seguro de no per- 
der, y al mismo tiempo conserva la posibilidad de ganar. No 
puede el padre mejorar á ninguno de los otros, pues se ha obli- 
gado á ello; y puede mejorar á éste, pues no ha renunciado al 
derecho de mejorarle. Y en ésto no hay dificultad alguna. Pues 
que por derecho general podía mejorarlo, más y con mayor ra- 
zón ha de poder dispensarle un beneficio que no llega á la me- 
jora. Llegará ó no llegará después, según sea la voluntad no 
impedida del padre: por ahora no existe sino una promesa que 
la ley ha autorizado. Es un beneficio para A, mayor sin duda 
que el del caso precedente; pero legítimo y posible, pues le falta 
mucho para ser la posible y legítima mejora. Por lo que á los 
otros hace, no es ésta una medida que particularmente- daña á 
ninguno: general, comprensiva, alcanzando á todos, á nadie 
injuria, á nadie perjudica en su derecho. La cosa, pues, lo re- 
petimos, es posible de hacerse, y tiene por resultados los que 
literalmente, naturalmente, se deducen de su tenor. 

40. Hasta aquí, por lo mismo, no hay dificultadés. Estas 
vienen en las suposiciones siguientes, que son á las que aludía- 
mos poco ha (36), anunciando qué tendríamos que acudir para 
resolverlas á más altas consideraciones. — Los compromisos del 
padrej tratando con un hijo, A, no fueron los que hemos seña- 
lado. Concertó sólo con él no mejorar á B: ó bien concertó 
qtiq no mejoraría á B ni á C. Pero en el primer caso, nada dijo 
de C ni deD: én el segundo, nada habló de este último. Ningún 



iey vigésima séguícda. 317 

compromiso tomó respecto á éstos: ningún impedimento se 
puso a si propio para mejorarlos, si lo tenia por conveniente. 
Ahora bien: ¿que hay que decir, qué se debe pensar de una ofer- 
ta semejante? ¿Qué efectos produce? ¿Cuál debe ser, á la -luz de 
buenos principios, su derecho? 

41 . Demos que el padre contrae de ese modo una verdadera 
obligación. Pero ésta no puede ser sino la literalmente pacta- 
da; la de no mejorar á B en un caso, á B y á C en otro. ¿Le es- 
tará por eso prohibido mejorar áCyáD en. el primero, á D 
siempre, de los cuales no habló? Eso es imposible, eso nadie 
puede decirlo: una obligación tomada de esa suerte, y por la 
propia voluntad, no puede extenderse de una persona á otra 
persona no relacionada con ella. De modo que el padre no se 
habrá imposibilitado para hacer mejora: de modo que A no ha- 
brá ganado seguridad alguna con su contrato. Si la razón de 
éste, si el objeto de éste, no podía ser otro que garantizar para 
el que lo provocaba ó celebraba la más alta legítima posible, esa 
razón se encuentra sin éxito, ese objeto no se realiza. La mejo- 
ra que puede perjudicarle queda tan factible como si nada se le 
hubiese concedido, como si ningún pacto se hubiera otorgado. 

42. ¿Se quiere saber cuál habrá sido la única consecuencia 
real de aquella estipulación? Pues es muy claro, y en ello no ca- 
be duda. Perjudicar á B en una hipótesis; perjudicar á B y á C 
en otra. El padre puede, á pesar de ella, mejorar siempre: A 
puede ver siempre, á pesar de ella, hecha una mejora que mengüe 
sus esperanzas: lo que resulta de su empeño ó de su contrato es 
que alguno ó algunos de sus hermanos queden privados por ese 
medio indirecto de una eventualidad que permanece y subsiste 


en favor de otros. 

43. Ahora, y siendo esto así, debemos confesar cuánto nos 
repugna la idea de que el padre, de que la madre, de que el as- 
cendiente, tomen la obligación de que se trata, no en favor 
de nadie, sino en contra de uno ó de algunos de sus hijos. Pa- 
récenos un privilegio odioso, un hecho injurioso, algo que no 
se debe suponer lo haya querido ni lo haya permitido la ley. No 
es un contrato para hacer bien: es un contrato para hacer mal, 
y en la duda que señalamos antes, al examinar las palabras del 
texto, no podemos concebir que sea lo racional y lo justo el te- 


nerlo por legítimo, por posible. 

44. En principio, el padre tiene la facultad de mejorar, y es 
oportuno qüe la tenga; lo hemos dicho repetidas veces. No 
para que use necesariamente de ese poder; no para que lo 



COMENTARIO á las leyes le toro. 

emplée siempre ni á ciegas: claro es que su ejercicio debe estar 
fundado en buenas y satisfactorias razones. Mas ni debe tam- 
poco á ciegas desposeerse de semejante arma, ni paiece bien 
que por convenios especiales con alguno la deponga sin utilidad 
de éste y con daño especial de tal otro. Convenimos en que el 
designio de dejar á todos los hijos iguales porciones de heren- 
cia, es una idea plausible: convenimos también en que el com- 
promiso. de no mejorar á todos excepto uno, es una idea racio- 
nal, como que es un camino, ó deja abierto el camino para me- 
jorar á éste. Pero el convenio de no mejorar á varios, dejando 
también á varios que puedan mejorarse, es algo que nos repug- 
na y nos ofende. No es éste un pacto ni para execuar ni para 
beneficiar; lo es para perjudicar, para damnificar. No es aquí 
una distinción de mérito la que se hace: es una distinción de 
demérito; y no sabemos en verdad si en el espíritu de nuestras 
leyes puede admitirse. Nuestra conciencia no la admitiría. 

45. Respetamos la opinión de los demás jurisconsultos; pero 
no debemos ocultar la nuestra. Parécenos, aunque nos quede- 
mos solos, que no puede ser, que no debe ser la inteligencia de 
la ley que examinamos el considerar como autorizadas y váli- 
das ofertas de este género. Si ella quiso hacer algo práctico, 
efectivo y racional, no ha de suponerse que permitió lo que na- 
da produce en el hecho, y en principio es aversivo y repugnan- 
te. La oferta de no mejorar de que habló, ó ha de ser la uni- 
versal, absoluta, extensiva á todos los descendientes, incluso al 
mismo que la contrata ó á quien se le hace,— porque entonces 
es la consagración perfecta de la igualdad en el orden heredita- 
rio; ó ha de ser la general, la que alcanza á todos excepto al 
contratante, al que la recibe, — porque entonces es, por lo me- 
nos, la garantía de que éste no ha de ser perjudicado, y puede 
convertirse aún en su particular beneficio. Lo uno y lo otro son 
cosas aceptables; para lo uno y lo otro da fundamento esta ley, 
concertada con las demás que rigen en la materia. Para lo que 
no creemos que lo dé es para que estos actos ó de igualación ó 
de favorable privilegio se conviertan en daños especiales y en 
privilegios odiosos; para que el contrato concertado con un hijo 
Se encamine exclusivamente á pérjudicar á otro, sin ventaja 
paará aquél, sin extenderse á la generalidad. Insistimos en que 
ese no ha podido ser el ánimo de la ley; y en que nada apoya, 
en que todo repugna á semejante inteligencia. 

46. ' Segunda cuestión que puede presentarse. El compronu-^ 
so de no meg orar tomado respecto de los hijos, ¿comprendo ó 



I.EY VÍGIiSIMA SÉGUNDA. 3J9 

no comprende á los nietos? Por una parte, si se habló sólo de los 
primeros, ¿se estimará la propia oferta respecto á los segundos? 
Por otra, ¿podrá separarse explícitamente á los unos de los 
otros, de modo que al efectuarse la promesa de que hablamos 
quepa constituirlos en situaciones distintas, y se les someta á 
diverso derecho y á contraria condición? 

47. Si hemos explicado bien nuestras ideas en la precedente 
dificultad, imposible es que se dude de cuáles han de ser en la 
que planteamos. No, no caben, añadiremos, esas diferencias. 
Cuando por un contrato se ofrece á alguien que no se harán 
mejoras, es inconcebible el admitir distinciones, cuyo resultado 
sería, en principio, privilegios odiosos, no favorecidos por las 
leyes; en la práctica, la inutilización de la propia oferta. Como 
cosas serias y formales han de tomarse estos compromisos; co- 
mo teorías de buena fe han de considerarse las de estos pre- 
ceptos. El hombre que quiera reservarse la facultad legal de 
otorgar mejoras, guárdela como puede hacerlo, y no celebre las 
obligaciones escrituradas de que estamos hablando: el que 
quiera obligarse á dejar su herencia con absoluta igualdad, el 
que se decida á no poder mejorar sino á un hijo solo, sepa que 
haciéndolo por medio de tales escrituras, queda perfectamente 
necesitado á ello. No son cosas de juego semejantes actos. El 
que tiene hijos debe saber que puede tener nietos, y preparar- 
se, reservándose lo que le sea útil, en su consecuencia. No se li- 
gue con facilidad á lo que sea difícil de romperse después. Es 
mucho mejor permanecer siempre facultado para lo que las le- 
yes autorizan, esto es, para mejorar;- salvo el hacerlo ó no ha- 
cerlo, cuando llegue el caso, según aconsejen la reflexión y la 
conciencia. 

48. Tercera cuestión;— y esta no se refiere sólo á la prime- 
ra, sino á entrambas partes de la ley. Fallece el hijo, al cual 
habia ofrecido el padre, ora que le mejoraría, ora que no mejo- 
raría á sus hermanos. ¿Vuelve, ó no vuelve á adquirir ese padre 
la primitiva libertad, de que por aquella oferta se privó? ¿Está, 
ó no está autorizado de nuevo para no mejorar á ninguno, ó 
para mejorar á otro, según los casos? 

49. La hipótesis de esta dificultad es aquella en que se tomó 
el compromiso, y se otorgó la escritura, con un hijo tan sólo. 
Según las reglas de derecho, nadie adquirió acción sino él, y 
con nadie se tomó obligación sino con él mismo. ¿Permanecerá, 
repetimos, la expresada obligación, caso de que él muera antes 

que su padre? 



320 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

50. Parécenos que es necesario distinguir. Ese hijo que reci- 
bió la promesa, y que ha muerto, puede haber dejado otros hi- 
jos, ó no haberlos dejado á su vez : el padre que prometió, pue- 
de encontrarse con descendencia ó sin descendencia del dicho 
hijo á quien prometiera. Si no hay tal descendencia, tenemos 
por seguro que á nada está obligado, porque á nadie está obli- 
gado. Aquella rama falto; no hay para ella ni herencia ni me- 
jora posible; no puede haber tampoco un compromiso, una obli- 
gación, que impida los derechos que son naturales. La acción ó 
para recibir, ó para impedir que se diese á otro, cuando llegara 
el caso de haber herencia paterna, era una acción unida con esta 
herencia misma, fundada en su hipótesis, y que no puede exis- 
tir ni haberse transmitido á nadie, toda vez que el derecho á 
esa herencia se desvaneció y se imposibilitó. Faltando el hijo, 
se suprimió uno de los divisores en la sucesión del padre; no 
cabe duda en ello; no es, porque no puede ser de otro modo. 

51. Otra cosa será si ese hijo, á quien se hicieron las prome- 
sas, hubiese dejado otros hijos ó descendientes. Los exposito- 
res creen que en esta hipótesis la obligación tomada con su cau- 
sante subsistirá para ellos y en favor de ellos. Y esta doctrina, 
si no nos parece absolutamente necesaria, si concebimos que 
pudiera combatírsela con argumentos ingeniosos ó sutiles, 
la tenemos sin embargo por completamente racional. Es una 
interpretación justa la que la ha admitido, y un sentimiento 
de rectitud el que debe sostenerla. Natural es que los hijos 
llenen completamente el puesto de sus padres, y que se crea 
hecho para ellos lo que se hace en consideración, á aquel. No 
se nos oculta que puede haber sido álgo completamente perso- 
nal lo que hubiese dado . causa á la oferta sobre que se discurre: 
no se nos oculta que lo es de suyo, y por consiguiente de es- 
tricto derecho, toda esta doctrina .de las mejoras. Pero no ha- 
biendo habido reservas ni explicaciones que justifiquen una re- 
solución diferente, nosotros atenderemos en todo caso á la po- 
sición que los nietos ocupan en la familia y en la herencia de su 
progenitor, y les concederemos en tódo el lugar de su padre y 
las acciones de su padre. Si el hijo no podía ser mejorado, cual . 
se le prometiera , porque ya no existía al tiempo en que se pudo 
haper la mejora; si él personalmente, por la misma razón, 'no ■ 
podía reclamar contra la que se verificase en favor de otro; ál- 
guien había allí, alguien se encontraba presente, representán- 
dolo, y ese alguien era capaz de ser mejorado por sí mismo, d 
de recibir la obligación de que no habría; mejora alguna, ■ 



LEY VIGÉSIMA SEGUNDA. 

52. Cuarta cuestión. Y esta es una cuestión que no nos ha- 
bría ocurrido nunca á nosotros, y que sólo proponemos porque 
se han ocupado en ella algunos Comentadores. ¿Podrá el padre 
mejorar á un hijo,— á pesar de haber hecho á otro la promesa 
escriturada de que no mejoraría,— siempre que indemnice á éste 
el perjuicio que la tal mejora podría causarle; siempre que le 
dé su legítima completa, la que tendría derecho á llevar no ha- 
biendo mejora? Por ejemplo, y en la hipótesis ántes citada: si el 
padre que tenía 100, prometió á A, uno de sus cuatro hijos, que 
no mejoraría á ninguno de los otros, ¿podrá, sin embargo, me- 
jorar á B, siempre que asegure para A 25, que es el cuarto ín- 
tegro de su herencia ó de sus bienes? 


53. A los que han propuesto semejante caso, y han discur- 
rido acerca de él, lo primero que nos ocurre preguntarles es si 
han pensado en la posibilidad del caso propio. ¿Cómo cabe que 
se den á A los 25, que queden para C y D sus legítimas, aun 
las restringidas, y que pueda agraciarse con la mejora del ter- 
cio y del quinto, ó siquiera con aquella, á B? Si se principia sa- 
cando las legítimas y cumpliendo con A, ¿dónde queda para la 
mejora? Si se principia, como es lo ordinario, como es la regla 
legal, sacando la mejora, ¿dónde queda para cumplir con ese A, 
é indemnizarle? Así, y sin entrar en otras consideraciones de 
derecho, la hipótesis es imposible, y la resolución que se indica 
es absurda. 


54. Pero nosotros no nos detendríamos en esto. Lo contra- 
tado, en nuestro juicio, contratado estaba; y la prohibición im- 
puesta de ese modo, prohibición era, que siempre debería cum- 
plirse, y que no debería ser nunca vana ni ilusoria. Lo que un 
hombre válidamente ofrece , obligado está á llenarlo , como 
aquel á quien lo ofreció no le dispense de ello. No basta decir 
«te indemnizaré,» si la persona que recibió una obligación no 
quiere ser indemnizada. Quizá mediaron para ella razones en las 
que no es posible hallar equivalencias. Puede haber habido mo- 
tivos morales: puede no ser fácil designar los que sirvieron al 
acto de fundamento. Lo cierto, lo incuestionable es lo pactado, 
en lo pactado consiste la obligación : el deber de quien la con- 
trajo es cumplirla. Nada tenemos que decir si el que la ganó 
renuncia por cualquiera causa á ella; pero en tanto que la con- 
serve, y que pida su cumplimiento, no puede haber dos dere- 
chos ó dos opiniones sobre la fuerza legal de lo pactado. 1 si 
Ja ficiere que no vala, ha dicho terminantemente la ley. 


21 


322 


COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 


IV. 


55. - Aún nos ocurre algo que preguntar, álgo que inquirir, 
con motivo de esta ley: aún se presenta a nuestro animo una 
dificultad, una duda á que da ocasión su contexto. 

56. Sabido es que los legados de cualquiera especie que deja 
un testador cuando tiene descendientes legítimos, se han de sa- 
car por necesidad del quinto, que es la parte no comprendida en 
las legítimas: sabido es del propio modo que del quinto se han 
de sacar también los gastos del entierro, y todas las mandas pia- 
dosas que el referido testador señalare. Ahora bien: si la pro- 
mesa de mejora del quinto, cuando existen las causas onerosas 
de que habla esta ley, es irrevocable ; si llega al punto de esti- 
marse hecha, caso de que con efecto no se realice, ¿deberemos 
entender que el que tomó tal compromiso, el que otorgó tal 
promesa, se impidió absolutamente el hacer en lo sucesivo se- 
mejantes mandas, ni el dejar á nadie aun los más insignifican- 
tes legados? Y si las dejare, y si los hiciere, ¿cuál será en este 
caso el verdadero derecho? ¿Qué es lo que valdrá y lo que no 
valdrá? ■ 

57. Por lo que hace á gastos de funeral y á las mandas pia- 
dosas que ha establecido entre nosotros una respetable costum- 
bre, la dificultad no nos parece grave. En términos prudentes, 
proporcionados á la situación de los testadores, esas son deudas 
que todos tenemos , y que no pueden dejar de satisfacerse. La 
ley trigésima de esta Colección, sancionando la que ya indicaba 
el buen sentido, ordena que se saquen del quinto, y no de otra 
parte alguna, no de la totalidad de la herencia, cuando hubiere de 
existir aquel. De modo que el mejorado en dicho quinto lo paga- 
rá; ó de ese quinto habrá de sacarse, antes de que á tal mejorado 
se le entregue. Ya hemos dicho, y quizá en más de una ocasión, 
que por eso se suele llamar con propiedad á semejante mejora 
del remanente del quinto, y no del quinto tan sólo. Y no importa 
.que el testador no hubiese empleado acuella palabra, y por el 
contrario se hubiese valido de ésta. Tales Cargas, volvemos a 
decir, son obligaciones naturales y obligaciones legales. Hemoa 
de fallecer, pues que hemos nacido; y püdiendo, debemos abo i; 
nar lo qué trae consigo, en términos razonables y en el orden 
acostumbrado, nuestra muerte. 


LEY VIGÉSIMA SEGUNDA. 323 

58 Pero ténganse en cuenta esas limitaciones de prudencia 
que hemos señalado una y otra vez. Si faltando á ellas, si atro- 
pel andolas, un testador que se habiá comprometido con arreglo 
a esta ley a mejorar á algún descendiente en el quinto, hiciere 
después tales disposiciones funerarias, tales mandas piadosas, 
que anulase de hecho aquel primitivo compromiso, no dejando 
nada o dejando muy poco al mejorado ; ninguna duda nos cabe 
en que éste podría impugnar las expresadas disposiciones , pi- 
diendo su reducción á lo justo, y en que los tribunales atende- 
rían á su reclamación, y reducirían esos gastos piadosos des- 
proporcionados y excesivos. El uso de un derecho no ha de ir 
encaminado á burlar una obligación tomada, á contrariar otro 
derecho concedido antes. Estas cosas se deben armonizar y no 
destruir. Para eso están primero la razón, y después y en su 
caso los tribunales de justicia. Cuando un testador no ha me- 
jorado en el quinto, ó no lo ha hecho irrevocablemente, bien 
puede aplicar cuanto guste de aquél en lo que se llama benefi- 
cio del alma: cuando ha ofrecido válidamente tal mejora, esas 
otras facultades no se pueden admitir sino en lo racional, en lo 
acostumbrado, en lo justo. 

59. Más dificultad debe presentarnos el otro extremo de la 
duda ó de la cuestión. ¿Podrá ó no podrá dejar algún legado, 
algún recuerdo, alguna memoria valiosa, en favor de extraños, 
el que ha ofrecido irrevocablemente la mejora del quinto ó del 
remanente del quinto? ¿Se ha impedido de todo punto toda li- 
beralidad de esta clase? ¿Será el derecho adquirido tan rigoroso, 
lo será tanto la obligación tomada, que un duque de Osuna, tes- 
tador, no pudiese dejar mil reales á un criado, una tumbaga 
de brillantes á una persona á quien tuviese cariño? 

60. Confesamos que el verdadero derecho nos parece difícil 
de señalar y de decidir. Por una y otra parte se puede caer en 
absurdos. Si reconocemos la libertad de legar, fundándonos en 
que la mejora es del remanente del quinto, nos exponemos á re- 
ducir esa mejora á la nada, burlando la oferta, destiuyendo el 
compromiso que sobre ella se tomó. Si negamos absolutamente 
aquella libertad, el remanente lo elevamos al quinto completo, 
y podemos caer en las exageraciones que citábamos poco hace. 
Lo prudencial, lo razonable, lo equitativo, es aquí menos segu- 
ro, menos definible que en la dificultad anterior, en la que vi- 
mos nacía de las mandas piadosas. 

61 . Suponiendo, pues, que ésta en que ahora nos ocupamos 
se presente en la práctica, lo primero á que atenderíamos con 



224 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

mucho esmero sería, por un lado, á las palabras con que la 
oferta se consignó, y a la causa de esa oferta, como que aun 
habiendo de ser siempre onerosa, pudiera, sin embargo, por sos 
motivos resultar más ó menos grave, de mayor ó de menor im- 
portancia; y por otro, á la cuantía y á las razones determinan- 
tes de esos dudosos legados, con que se amenguaban los efectos 
de la propia oferta. Burlar este compromiso sería siempre para 
nosotros un hecho vedado, imposible: reducir en álgo el quin- 
to, en especial si se había prometido sólo su remanente, y redu- 
cirlo por razones poderosas, no lo daríamos de todo punto por 
una cosa injusta. Nos inclinaríamos de seguro á sostener la pri- 
mitiva obligación, rechazando el legado; tal sería nuestra regla: 
— mas no diríamos que se hubiera de rechazar siempre, no pre- 
tenderíamos que semejante regla no pudiese tener excepciones. 
Ya lo hemos enunciado alguna vez ántes de ahora: sobre todas 
las palabras farisáicas de la letra muerta, están la necesidad 
del espíritu y las exijencias de la recta razón. 


V. 


62. Al comentar la ley décima séptima debimos hacer men- 
ción de las pragmáticas de Madrid dé 1534 y 1573,— ley 6. a , ti- 
tulo 3.°, lib. X de la Novísima Recopilación, — donde se prohibió 
dar ni prometer mejora á las hijas, ni por razón de casamiento 
ó dote, ni aun por ninguna especie de contrato entre vivos. Es- 
tas pragmáticas reformaban ó modificaban la expresada ley 
décima séptima, en la cual se disponía el derecho acerca de las 
mejoras dadas; pero claro es también que reforman ó modifican 
esta vigésima segunda, en donde se dicta y establece acerca de 
las mejoras prometidas. 

63. Así, de las dos partes de esta ley, la segunda no. tiene hoy 
aplicación sino á hijos varones. Respecto á ellos nada la ha 
alterado. Por lo que hace á las hembras, esas disposiciones pos- 
teriores no dejan lugar t á que se dude un instante. No cabe, 
promesa, no cabe compromiso de mejorarlas. Podrálo hacer el 
padre, corno en otro lugar tenemos dicho, por última disposi- 
ciop, en su testamento: Si ántes, por acto entre vivos, de cual- 
quier modo que sea, lo ofreciere, nada valdrá aquel acto, á 

nada quedará obligado por él, . ; , 

! ¿Q u $ giremos respecto á la primera parte de esta lay 



ley vigésima segunda. 325 

pro p ia? Esa oferta de no mejorar de que en ella se habla, ¡ha 
ado también impedida, respecto a las hijas, por las pragmáticas 
en cuestión? ¿Estimaremos que es ya imposible hacerla, que no 
vale nada si por ventura se hiciese; ó pensaremos más bien que 
en este punto nada se ha alterado, que las leyes de Madrid no to- 
caron á él, que la de Toro permanece siempre vigente y eficaz? 

65. . Esta- última opinión es la nuestra: vemos con gusto que 
es recibida por autores muy respetables: y no nos cabe duda de 
que seria la aceptada en la practica, si el caso se presentase de 
hecho en los debates forenses. 


66. La justificación de este parecer está en las mismas pala- 
bras de la ley de D. Carlos, que ya citamos en el lugar antedi- 
cho, y que nos permitiremos copiar nuevamente. «Mandamos 
(dice) que ninguno pueda dar ni prometer, por via de dote ni 
de casamiento de hija, tercio ni quinto de sus bienes; ni se en- 
tienda ser mejorada tácita ni expresamente por ninguna mane- 
ra de contrato entre vivos.» Este es el precepto, esta es la dis- 
posición. Ahora bien, ¿en qué se opone ésto á que el padre 
prometa á su hija, por razón de matrimonio, en cualquier con- 
trato entre vivos, con cualquier motivo ó causa, que no mejo- 
rará á ninguno de sus hermanos? El no mejorar á sus herma- 
nos, ¿es por ventura mejorarla á ella? 

67. Mejorar es beneficiar, mejorar es constituir desigualda- 
des, mejorar es dar á uno aumento sobre lo que se da á los 
otros. Obligarse á no hacer mejoras es abdicar todo derecho á 
hacer beneficios, es consagrar la igualación de los herederos, es 
impedir que ninguno de éstos reciba exceso alguno sobre lo que 
los demás reciben. El pacto de no mejorar, lejos de poder ser 
estimado mejora, es la antítesis, es la contradicción, es el polo 
opuesto á la mejora misma. ¿Cómo, de que esté prohibido lo úl- 
timo, se ha de inferir que se entienda prohibido lo primero? 

68. Pero ha dicho alguno: «Si autorizáis ese compromiso de 
no mejorar en favor de una hija, priváis al padre de que pueda 
beneficiará sus hermanos. Resultará pues ella realmente bene- 
ficiada, toda vez que el acervo partible ha de ser mayor, y ma- 
yores han de ser por consecuencia las legítimas todas.» 

69. Permítasenos observar que «beneficiada» no es la expre- 
sión legítima. Resultará «no perjudicada,» lo cual es algo dife- 
rente. Resultará lo que resultaría para un hijo varón, á quien se 
hubiese hecho una promesa idéntica. ¿Á quién ha ocurrido nun- 
ca decir que semejante hijo quedaría por ella mejorado? 

70. Necesario es reconocer que las leyes de Madrid se hicie- 



COMENTARIO A LAS LEYES DE TORO. 


326 

ron contra las hijas; pero necesario es también no exagerar su 
alcance, y no suponerlas unos resultados á que no tendieron sus 
autores. Debióse ver que la libertad de prometer las mejoras por 
vía de dote, empeñaba en ese camino, produciendo compromi- 
sos ligeros, aventurados, deplorables. Quísose poner un límite 
á ese desbarro; y pareció justa y natural la medida que se to- 
maba. Pero si era justo el levantar obstáculos al peligro, evi- 
tando las preferencias consentidas por la ley de Toro, no lo hu- 
biera sido el ir más allá, y el convertir en daño de las mujeres 
lo que era sólo defensa contra las mujeres. Ni la pragmática 
prohibió que por testamento se les dejasen mejoras, ni tampoco 
hay en ella nada que indique el ánimo de que no puedan hacér- 
seles esas promesas de igualdad. ¿Cabe creer que si tal hubiera 
sido la intención, no se hubiera empleado una frase que lo hi- 
ciera presumible? 

71. Repetimos que no nos queda en esto ninguna duda. Ni 
concretamente da lugar para ello el texto de la referida pragmá- 
tica, ni lo consienten los principios del derecho, cuya oposición 
á ampliar lo que es odioso, lo que es prohibitivo, lo que refor- 
ma la ley común, es harto conocida de todos nuestros lectores. 







* 




*. 



í 




LEV VIGÉSIMA TERCERA. 

% 


(L. 7. a , tít. C.°, LJB. .X, Nov v Reg.) 


Cuando el padre ó la madre por contracto entre vivos, ó en 
otra postrimera voluntad , ficiere á alguno de sus fijos ó descen- 
dientes alguna mejoría del tercio de sus bienes, que la tal me- 
joría aya consideración á lo que sus bienes valieren al tiempo 
de su muerte, y no al tiempo que se fizo la dicha mejoría. 


COMENTARIO. 


1 . La presente ley es de todo punto concordante con la dé- 
cima nona: podría decirse que es la mera repetición de una 
parte de ésta. Leimos allí que el padre, la madre, los abuelos 
podían señalar los bienes en que hubiese de consistir la mejora 
que ordenaban, «con tanto que no exceda el dicho tercio — (son 
palabras textuales) — de lo que montare ó valiere la tercia parte 
de todos los bienes al tiempo de su muerte.» Y aquí encontra- 
mos, repitiendo la idea, que «cuando el padre ó la madre por 
contracto entre vivos, ó en otra postrimera voluntad, ficiere á 
alguno de sus fijos ó descendientes alguna mejoría del tercio de 
sus bienes, que la tal mejoría aya consideración á lo que sus 
bienes valieren al tiempo de su muerte, y no al tiempo que se 
fizo la dicha mejoría.»— Basta, como se ve , con poner al lado 
una de otra entrambas disposiciones , para advertir que son en 
realidad la misma. 


g28 COMENTARIO Á LAS LEYES RE TORO, 

2. No hay más diferencia sino que la ley décima nona ha- 
blaba de un caso particular, de aquel en que se hacía la mejora 
señalando los bienes con que debiera pagarse; y esta vigésima 
tercera comprende los casos todos, de cualquier manera que 
las mejoras se hayan hecho. Aun podría añadirse que la reso- 
lución era allí incidente, dirigiéndose en primer lugar la ley á 
otros particulares; y que aquí es más esencial, más fundamen- 
tal, es la única que encierra su texto. 

3. Sobre la inteligencia y la razón de éste, no debemos ha- 
cer otra cosa que referirnos á lo que dijimos en aquel otro Co- 
mentario. Léase lo que comprende desde el número 6 al 11 
inclusive, y se habrá visto de qué manera entendemos y fun- 
damos el precepto legal. Es excusado que repitamos nuestros 
pensamientos , cuando no podríamos variar su sustancia , ni 
sabríamos darles más claridad que la que creemos haberles 
dado. 

4. Solamente añadiremos aquí que algunos expositores han 
discurrido sobre si la disposición de esta ley podría alterarse por 
pactos ó renuncias; si la voluntad del mejorante, la del mejora- 
do, ó una y otra de acuerdo, podrían hacer que las mejoras no 
se calculasen por el valor de los bienes al tiempo de la muerte, 
sino por el que hubiesen tenido al tiempo de contratarse ú or- 
denarse las mismas mejoras. Y declararemos que esa dificultad 
no es para nosotros tal dificultad. Ni el mejorante solo , ni el 
mejorado solo, ni los dos juntos, están autorizados para causar 
perjuicio á los herederos, en aquella parte que la ley les ha re- 
servado incólume, esto es, en sus legítimas. Ahora bien; es 
evidente que esa alteración de la época que debe servir de base 
para estimar las mejoras, no puede tener otro objeto que el de 
hacer á éstas más cuantiosas, reduciendo aquellas— las legíti- 
mas-^, menor cantidad. Luego la tal alteración es imposible 
por las meras voluntades del mejorante y del mejorado, con- 
curran ó no concurran juntas. — No habría más que un arbitrio 
para. que eso pudiese ser: el que convinieran en ello los herede- 
ros todos, teniendo la aptitud suficiente para hacer de sus bie- 
nes lo que quisieran, y regalarlos á quienes quisieran. 



LEV VIGÉSIMA CIARÍA. 


(L. 8. a , TÍT, 6.°, LIB. X, Nov. Rec.) 


4 Cuando el testamento se rompiere ó anulare por causa de 
preterición o exhóredacion, en el qual o viere mejoría de tercio ó 
quinto, no por eso se rompa ni ménos deje de valer el dicho 
tercio ó quinto,, como si el dicho testamento no se rompiosse. 


COMENTARIO. 


L 


1 . Nuestros lectores saben que una cosa se llama en derecho 
testamento nulo , y otra cosa testamento capaz de romperse. 
Causase nulidad, existe nulidad, cuando hay un defecto que im- 
pide completamente la validez del acto: cabe ruptura, se rompe 
y no más una última disposición, cuando, aunque sea conforme 
á la ley en los puntos esenciales, hiere derechos que no podían 
herirse, y queda sin efecto por reclamación de quien posee esos 
derechos propios. 

2. No vamos á examinar ni aun clasificar ahora las causas 
que producen ó nulidad ó ruptura de los testamentos. Alguna 
ojeada echaremos sobre ello más adelante. Nos concretamos 
por el pronto á la materia de la presente ley, y nos dirigimos á 
las consecuencias de la preterición y de la exheredacion sin cau- 


330 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

sa, ó por una causa incierta, de los descendientes que tienen de- 
recho de heredar. 

3. La legislación de las Partidas había establecido sus re- 
glas sobre esos testamentos donde ' se hallaban pretericiones ó 
exheredaciones injustas. Permítasenos recordarlas aquí, siquie- 
ra sea breve y sumariamente, como punto de- partida en la cues- 
tión de que tratamos. 

4. Respecto á la preterición, bástanos con citar la ley 10. a , 

título 7.°, y la 1. a , tít. 8.° de la sexta Partida. Aquella dice: 
tPraeíeritío en latín tanto quiere decir en romance como pasa- 
miento que es fecho calladamente, non faciendo el testador men- 
ción en el testamento, de los que avían de heredar lo suyo por de- 
recho. E esto sería como si el padre estableciesse algún extraño, 
ó otro su pariente por heredero, non faciendo enmiente de su 
fijo, heredándolo nin desheredándolo. Pero el testamento que 
fuesse fecho en esta manera non valdría » — La segunda aña- 

de: ......Pero si el testador sobredicho,- quando estableciesse el 

heredero, non ficiesse enmiente en el testamento de aquel que 
avía derecho de heredar, heredándolo ni desheredándolo, tal 
testamento como éste non se quebrantaría, pero non vale nin 
es nada. E por ende, pues que non deve valer, non se puede 
quebrantar.» 

5. Por lo que hace á la exheredacion inmotivada ¿injusta, 
prescindiendo de otros muchos textos que pudieran aducirse, 
vamos á limitarnos á dos tan sólo. Es el primero el proemio del 
título 8.° de la expresada Partida, en el que leemos las palabras 
siguientes: «Desheredan á tuerto á las vegadas los que suben 

por la liña derecha á los que ' descienden, dellos E por ende, 

después que en el título ante deste mostramos las razones por- 
que home puede desheredar á aquellos que avían derecho de 
heredar sus bienes, si le oviessén errado, qiieremos mostrar en 
éste las razones por que el heredero puede quebrantar el testa- 
mento en qué fuere desheredado á tuerto...... Y es el segundo, 

otra parte de la ley 1 . a de ese mismo título , ley ya antes cita- 
da, donde se encuentran estas 'expresiones: «El fijo ó el nieto 
del testador, ó -alguno de los otros : que descienden dél por la 
liña derecha, que oviessen derecho de heredarle si muriessé sin 
testamento; si lo oviessén desheredados tuerto é sinrazón, 
puede facer querella delante el juez para quebrantar eltesta- 
toentó éri.qtíe le oviesse desheredado: é el juez deve oir su qüe- 

fué desheredado á tuerto..... de ve él 
judgar qué el tal testamento no’ vale, é mandar entregar la he- 



LEY VIGÉSIMA CUARTA. 33J 

renda al fijo ó al nieto que se querelló. E tal demanda como 
esta es llamada en latin quoerela inofficiosi testamenti .» 

6 * ?° mo nuestros lectores habrán comprendido, aun sin ne- 
cesidad de esta cita última, el derecho que acabamos de indicar 
esta tomado de la ley romana. De sus principios sacó y debió 
sacar D. Alfonso esa diferencia entre lo que era nulo por sí, sin 
que pudiera convalecer ni sostenerse, y lo que se debía romper ó 
quebrantar, cuando lo pretendiera con justa razón alguna per- 
sona cuyos derechos se hubiesen herido. Nuestra primitiva é 
indígena legislación castellana no podía haber entrado en esos 
teóricos detalles, tan superiores á su sencillez. Pero consigna- 
dos en la obra de las Partidas, á la par que venían con la cien- 
cia de los doctores de Bolonia , claro es que el derecho y la 
práctica habían de aceptarlos, y que su doctrina se recibiría 


como tal en nuestras escuelas y en nuestros tribunales. 

7 . Así, pues, la preterición de un hijo ó descendiente que 
tuviese el derecho de heredar, producía la nulidad del testa- 
mento, el cual, como dice la citada ley, no era nada: la exhere- 
dacion sin causa justa, ó por un motivo incierto, producía su 
rompimiento, á virtud de la demanda de inoficioso. En el pri- 
mer caso, el testamento no valía: en el segundo, se le dejaba 
sin efecto.— Completa ó no completamente justificada esta dis- 
posición, á los ojos de la razón pura, tal era la ley escrita en el 
Código de D. Alfonso, y tal es la doctrina de las escuelas, no sólo 
en los siglos XIII y XIV, sino aun en nuestro siglo actual, en 
el momento en que escribimos el presente Comentario. 

8. Pero no basta que citemos y recordemos estos principios: 
menester es que veamos sus consecuencias en las leyes de Par- 
tida, y que examinemos también si álgo las había modificado 


ántes de dictarse las de Toro. 

9. El testamento con preterición, perfectamente nulo, que 
no era nada , como en su lenguaje enérgico dice la ley, claro está 
que no podía tener, según ella, ningún resultado, en ninguna 
de sus partes. No solo la institución era inválida, con arreglo á 
aquellas doctrinas, sino que lo eran también los legados y cua- 
lesquiera otros puntos que en sus diversas cláusulas se com- 
prendiesen. El derecho romano, lógico en ese particular, lo ha- 
bía establecido así, y sus imitadores de las Partidas no podían 
entenderlo y no lo entendieron de otro modo. 

10. No sucedía lo mismo con el testamento que por inofi- 
cioso se rompía ó quebrantaba. Ya el expresado derecho roma- 
no había dispuesto que se conservasen y valiesen los legados 



comentario á las leyes de toro. 

contenidos en él, no llevando la ruptura más allá de lo necesa- 
rio á fin de resarcir los derechos heridos. Y la ley 7. a , tít 7.° de 
la Partida VI, prosiguiendo en su imitación, escribió las si- 
guientes palabras textuales, donde se consagra la propia doctri- 
na: «Otrosí decimos que como quier que el fijo ó el nieto que 
fuesse desheredado en el testamento lo quebrantasse por alguna 
de las razones sobredichas , con todo esso las mandas que fue- 
ron y escritas, é las libertades que fuessen y mandadas é otor- 
gadas á los siervos, non se embargan nin se desatan por esta 
razón.» 

11. Con arreglo á tales principios, y consecuentemente á 
este sistema, podremos decir: Primero, que la mejora hecha 
en un testamento en que había habido preterición debería esti- 
marse por entonces completamente baldía é inútil: nulo todo el 
acto, nulas habían de ser, nulas correspondería que fuesen 
todas sus partes y cualesquiera de ellas. Segundo, que la mejo- 
ra hecha en un testamento que se quebrantase, podría dar oca- 
sión á dudas difíciles de resolver , podría ser justamente mate- 
ria de contradicción y de litigios. Verdad es que los legados ó 
mandas de tal testamento valdrían, con arreglo á la ley que 
acabamos de citar; pero ¿es legado , es verdadera manda la me- 
jora, ó es una parte real y efectiva del todo de las legítimas y 
de la herencia? ¿Debe considérame al mejorado como legatario,, 
ó como heredero? Esto, que aun el dia de hoy, con razón ó sin 
razón, se entiende de distintos modos,, ¿cómo no habría de po- 
derse dudar, con mucho más derecho, supuesto que no hubiese 
otras leyes que las de Partida, de las cuales vamos ahora ha- 
blando? Téngase presente que en ellas no se conocieron las me- 
joras; que ellas no pudieron dictar derecho alguno expreso para 
este asunto; y que por lo mismo nada es tan natural como el 
que quédase por resultas de ellas sujeto á incertidumbre, ¿ du- 
da, á discusión. 

12. Después de las leyes de Partida y antes de las de Toro, 
corrigiendo -.en lo necesario á las primeras, excluyendo sus re- 
miniscencias romanas, confirmando las tradicciones de Castilla,' 
dpor lo menos el. antiguo espíritu de su propió derecho, se dic- 
táiJÜgíQ muy importante sobre esta materia por el Ordenamien- 
to; de Alcalá. En su ley única del tít. 19.° (L. 1. a , tít. 18.°, li- 
bro X, Nov. Rec.) $e escribieron las siguientes palabras: «.. .LE 
el testamento, sea valedero en las demandas (mandas), é en las 
otras oosás qüe en él Se contienen, aunque el testador nop haya 
fecho heredero alguno ; et estonce herede aquel que ségunt de- 



1ÉY Vigésima cíiaría. 


333 


vwv 

recho e costumbre de la tierra avía de heredar si el testador 
non ficiera su testamento; é cúmplase el testamento. E si ficiere 
heredero el testador, é el heredero non quisiere la heredat, vale 

el testamento en las mandas é en las otras cosas que en él se 
contienen » 


■ 13. Esta ley fue una verdadera revolución en la materia de 
que trataba. Por ella pudo ya suceder que una persona muriese 
en parte testada y en parte intestada: por ella rio fue necesario, 
para que hubiese testamento, ni la institución de heredero ni la 
adición de la herencia: por ella las nulidades de cierto orden 
quedaron completamente desconocidas ó abolidas. Una sección 
y muy capital del derecho erudito, formulario, resultó completa- 
mente abrogada, sustituyéndola un sistema de buena fé: desde 
entonces pudo decirse que lo inválido en las últimas disposicio- 
nes había de limitarse á lo que por si mismo lo era, y que no 
habría de manchar por extensión, ni tener influencia alguna so- 
bre lo que pudiera ser perfecto y válido también por sí propio. 

14. De suerte qu e las resoluciones ó las dudas que hemos 
indicado más arriba, al número 11, ó tenían que variar, ó po- 
dían y habían de resolverse en un sentido favorable. No debía ya 
decirse: «la preterición anula todo el testamento, luego ha de 
anular las cláusulas de mejora.» No debería ya suscitarse, con 
la posibilidad que ántes hemos reconocido, la cuestión de sí, por 
causa de un exheredamiento injusto, habría de quebrantarse y 
romperse la mejora que estaba al lado. Esta ley del Ordena- 
miento borraba una gran parte del derecho de las Partidas , y 
asentaba en distintas condiciones el que había de regir respecto 
á las últimas voluntades defectuosas ó incompletas. 

15. Y sin embargo, nuestros lectores no extrañarán que aun 
después de esa ley hubiera dudas, y se levantaran dificultades. 
Lo hemos dicho cien veces en este Comentario. Las circunstan- 
cias científicas del derecho romano, la necesidad de que fuese 
base de nuestros estudios, su extensión, su comprensión, su per- 
fección , todo hacía que continuase influyendo más de lo que 
era legal, y que sus doctrinas balanceasen y aun eclipsasen á 
las doctrinas genuinamente castellanas. Este es el origen "ver- 
dadero de las dudas que martirizaban á nuestra jurisprudencia 
á fines del décimo quinto siglo. Este es el origen de la legisla- 
ción de Toro. Su objeto, como hemos repetido hasta la saciedad, 
fue el resolver esas dudas por medio de sensatas y prudentes 
elecciones. Aclarando cuando era necesario el espíritu español, 
sacando y señalando sus legítimas consecuencias, tomando 



034 COMENTARIO Á. LAS IEYES DE TORO. 

también á veces del romano ó bizantino lo que era justo y re- 
comendable, esta Colección prestó insignes servicios á la teoría 
y á la práctica de nuestro propio, definitivo derecho. Nadie ex- 
trañará, pues, ni que se debiese dictar, ni que se dictase la ley en 
que nos ocupamos. Era menester aplicar directamente á esta 
materia de las mejoras el pensamiento indicado, pero no com- 
pletamente dicho, en la ley del Ordenamiento de Alcalá, á fin de 
que ni el espíritu de escuela ni el de rutina siguiesen deducien- 
do de las leyes de Partida las consecuencias que hemos desig- 
nado como justas ó posibles. Cuando se daba á la materia en 
cuestión toda la amplitud que encontramos en las presentes le- 
yes, no podía ser otra la conducta de aquellos legisladores, ni 
debía esperarse ménos de su celo y de su ilustración. 

II. 

16. Explicados el motivo y la razón de esta ley, fijémonos 
un instante en su precepto propio. Es perfectamente claro, y no 
ofrece dificultad alguna. 

17. «Cuando el testamento se rompiere ó anulare (dice) por 
causa de preterición ó exheredacion, en el cual o viere mejoría 
de tercio ó quinto...... Así principia, y éste es su supuesto. El 

testamento es nulo (entiende) con arreglo á las leyes de Parti- 
da, cuando se ha preterido un hijo ó descendiente que debía ser 
heredero: el testamento es inoficioso y se puede quebrantar, con 
arreglo á las mismas, cuando se le ha exheredado sin expresión 
de causa, ó por una causa ya incierta, ya injusta. Ahora bien: en 
uno y otro caso han podido ordenarse y dejarse mejoras. Supon- 
gamos que un testador tenía tres hijos: que preterió al prime- 
ro, y que instituyendo á los otros dos, mejoró entre ellos á uno 
cualquiera. Este caso no és el sólo posible; pero es posible como 
otros, y eso nos basta. A fue preterido: de B y C, herederos 
nombrados, á C se le dejó además una mejora. Hé aquí una 
eventualidad á que se aplica la ley , porque entra ó cabe en sus 
supuestos. — Supongamos asimismo que el propio testador, con 
iguales tres hijos, no preterió, sino que exheredó á A, ó sin de- 
cir por qué,, ó enunciando álgo que no era legal ó que no era 
cierto; y ■que de los dos otros, instituidos, mejoró también á 
uno* al C* como proponíamos antes. Tampoco es este caso el 
uaióo, posifaiií^ pero también es posible, y cabe como el anterior 
en los supuesiMque nos ocupan, ;.í I;i: ; . /t v 


' VIGESIMA CUARTA. ' 

. . 18 ‘ Ah< ? ra> vista Ia cuestión que la ley presenta, vengados 
a la segunda parte, á la resolución que la misma da, «lo po^ 
eso-ípor el rompimiento ó la anulacion)-se rompa ni menos 
deje de valer el dicho tercio o quinto, como si el dicho testa- 
mento no se rompiese.» Es decir: otras cosas no valdrán, otraá 
cosas se enmendarán; pero la mejora no ha de enmendarse, k 
mejora subsiste. En la primer hipótesis, en la preterición de A, 
en la segunda, en la exheredacion de A, las instituciones' que-í 
daran anuladas ó no surtirán efecto: A será heredero, con B 
y con C; pero C, mejora'do, lo quedará siempre y á pesar de 
todo. La anulación o el rompimiento no llegarán á más de lo 
forzoso; y ese beneficio de que hablamos subsistirá siempre, 
como lo quiso y lo dispuso el testador. Ya hemos dicho antes 
que en Castilla puede morirse en parte testado y en parte intes- 
tado; y eso es lo que habrá sucedido en los casos que nos ocu- 
pan. Repetimos por última vez que no hay aquí dificultad algu- 
na ni en la inteligencia ni en la práctica. 


III. 


19. Pero no todo testamento que padece de nulidad ó que 
debe quebrantarse, reconoce por cansa de ello la preterición ó 
la exheredacion de un hijo: lo uno y lo otro pueden provenir 
de motivos muy agenos á tales circunstancias. ¿Qué diremos, 
pues, cuando una última disposición sea inválida ó quede sin 
efecto por otros motivos, respecto á las mejoras que en alguna 
de sus cláusulas se contuvieren? ¿Diremos que esas mejoras 
valdrán también, como en los casos aquí mencionados, exten- 
diendo la doctrina que se enseña en la presente ley? ¿Diremos, 
por el contrario, que ella, semejante doctrina, era especial; y 
deduciremos de esa especialidad misma el deiecho opuesto, 
para los casos que no se incluyeron en la disposición qüe se 

tomaba? _ _ _ 

20. Iíé aquí una duda que puede ocurrir con motivo de las 

precedentes explicaciones y del precepto sobre que recaen: una 
duda á la que debemos , nos parece , consagrar algunos mo- 
mentos. , . , 

21. Para resolverla, es necesario tener á la vista por que ge- 
nero de causas pueden ser los testamentos nulos; por qué gé- 
neros también pueden dar ocasión á que se les rompa, y de he- 
cho se les invalide. 


036 COMENTARIO Á IAS LEYES DE TORO. 

22. Sabido es que la nulidad de estas disposiciones no proce- 
de de una razón sola. Sus motivos son varios; son, para hablar 
concretamente, de tres orígenes. Á veces viene dicha nulidad 
de la persona del testador: á veces de la forma de los actos, de 
las solemnidades del testamento mismo: a veces, por fin, de la 
persona instituida ó no instituida para suceder al testador, de 
sus hechos, de sus circunstancias. El buen sentido comprende 
perfectamente ese triple origen, y no concibe, y no alcanza á la 
par ningún otro. 

23. Supongamos, por ejemplo, un hombre falto de edad, falto 
de juicio, falto de cualquiera de las condiciones indispensables 
para disponer mortis causa de sus bienes. Nulo es, y ¿cómo no 
había de ser nulo lo que semejante hombre hubiese hecho, 
cuando ó la naturaleza ó las leyes, ó la una y las otras de con- 
suno, le impedían hacer aquello que hizo? ¿Cómo ha de valer 
algo lo que ante el derecho y ante la razón no puede recibir sino 
un nombre que ya vimos usado por cierto código nuestro, el 
expresivo nombre de nada ? 

24. Ocurre, en segundo lugar, la nulidad por la ausencia ó 
por el.quebrantamiento de las solemnidades que el derecho ha 
reconocido ó señalado como forzosas. — En la gravedad é impor- 
tancia de estos actos, en la esfera del interés público donde se 
realizan, toda legislación les ha impuesto y ha debido imponer- 
les determinadas formas, sin cuya concurrencia no los recono- 
ce. Si pues el testador desprecia esas formas, las que sean nece- 
sarias, si no las llena, si no las cumple, claro es que su obra no 
puede estimarse legal, ni válida, ni recta. De nada sirve que 
tenga capacidad para .testar, si, por ejemplo, no lo hizo ante el 
número de personas indispensable á fin de que hubiese testa- 
mento. La verdad es que su obra no recibirá tal nombre, ni 
valdrá como éste valdría. Pudo testar, pero de hecho nó testó. 

25. Por origen del heredero nombrado ó no nombrado, por 
su capacidad, por sus obras, por sus circunstancias, puede esta- 
blecer igualmente la ley motivos ó causas de nulidad. Más ó 
ménos rigorosa, más ó ménos formularia, partiendo de unas ó 
de otras inspiraciones en este punto, según las épocás, lo cierto 
es .que sobre el : principio no cabe disputarse, y que el hecho ha 
sido y es todavía una verdad entre nosotros. 

26. -Pero no vamos á examinar aquí toda esta materia. No 
vamos recordar minuciosamente lo que fueron las ideas an- 
tiguas acqrca de la adición. No vamos á formar la lista de las in- 
capacidades-para ser heredero. Nada de ello es necesario, y el 



ley vigésima cuarta. 


337 


I 

hac^rio dilataría, inútilmente nuestra obra. Bástenos repetir 
que ha habido, que hay , que puede haber testamentos nulos 
por razón de la persona, ó de los actos de la persona, á quien se 
instituye o no se instituye. 

27. Hasta aquí lo tocante á la nulidad. En cuanto á la rup- 
tura, á la moficiosidad de los mismos testamentos, esta nace 
siempre de no haberse nombrado á persona que tuviese derecho 
para ser nombiada. No hay, no puede haber otro motivo. La 
incapacidad del testador no produce tal efecto, pues que pro- 
duce el ya visto de nulidad; y la falta ó atropello de formas 
tampoco lo produce, pues que también engendra este otro. 


28. Ahoia, expuestas esas ideas que juzgábamos necesarias 
y preliminares, fácil entendemos el resolver la dificultad que 
dejamos apuntada más arriba, ¿Valdrán también, ó no valdrán, 
las mejoras que se consignen en cualesquiera otros testamentos 
nulos ó rotos, como dispone la presente ley que valgan las de 
aquellos en que ha habido preterición ó injusta exheredacion?Lo 
que allí se ordena, ¿tiene ó no tiene lugar en tales otros casos? 

29. Hé aquí nuestra respuesta. — Cuando la nulidad trae su 
origen de incapacidad del testador ó de falta de las solemnida- 
des, todo el acto testamentario, institución, mandas, mejoras, 
todo es nulo y completamente nulo. La naturaleza íntima del 
vicio alcanza á todo. Donde de hecho no hay testador, donde 
esencialmente no hay testamento, por motivos en que no cabe 
indulgencia, notorio es que no ha de poder señalarse nada que 
quede subsistente y válido. Un absurdo, una contradicción, un 
no-sentido sería el imaginar ó pretender otra cosa. Las palabras 
de la presente ley no pueden aplicarse á semejantes actos, des- 
tituidos de todo fundamento, de toda razón. 

30. Pero lo contrario decimos en los casos en que proceda la 
nulidad de la persona á quien se instituye ó no se instituye, ó en 
que se rompa el testamento , lo cual hemos visto que siempre 
sucede por alguna razón análoga. Si ese defecto es causado, no 
por el testador, no por la forma, sino por una peisona que no es 
aquel y que nada tiene que ver con ésta, ya queda dicho repe- 
tidamente cuál es el principio, cuál es el sistema de nuestro de- 
recho. No fué la ley actual la que los estableció: aplicólos úni- 
camente á un caso; y de acuerdo con su espíritu, y fundándo- 
nos en su analogía, deberemos aplicarlos á todos los semejantes 
que ocurran. Esta es la doctrina de la legislación castellana: que 
cuando la nulidad ó la invalidez tiene una causa parcial , y pue- 
de limitarse en sus aplicaciones á lo que ha dado motivo a ella, 



338 COMENTARIO Á LAS LEYES DE TORO. 

no se ha de extender más allá de lo preciso, ni ha de inutilizar 
á aquella otra parte que puede existir sin inconveniente por sí 

sola. . 

Á la verdad, si sólo tuviéramos en este punto la ley que 
nos-ocupa, quizá no nos atreveríamos á decir tanto. Tero repe- 
tiremos otra vez que esa ley no es sino la aplicación de princi- 
pios consignados ántes y en otras; que su precepto es una con- 
secuencia de bases generales, comprensivas, fuera de discusión. 
Toda vez que el testador podía legalmente testar; toda vez que 
las solemnidades legales del testamento se cumplieron; cuanto 
por sí mismo no era en éste vicioso, parécenos que no puede 
estimarse viciado, por cualquiera otra causa que sea. Tal es, — 
por última vez lo repetimos, -r-la doctrina de nuestro derecho, 
eminentemente anti-formulario y de buena fé. Los antiguos so- 
lían poner las que llamaban cláusulas codicilares, á fin de que 
lo no perfecto, no válido como testamento , sirviese al menos 
como eodicilo. Nosotros no necesitamos de semejante precau- 
ción. Aquello que puede valer, vale siempre; y ya hemos dicho 
en otro lugar que entre testamento y eodicilo no hay ninguna 
esencial y necesaria diferencia. Valdrá pues, será llevada á cabo 
la mejora en los casos que suponemos, á no ser que la incapa- 
cidad hereditaria á que nos hemos referido estuviese en la pro- 
pia persopa mejorada. Pero no se trata aquí de si ese beneficio 
caducaría ó dejaría de tener efecto, por ser él propio imposible; 
■Sino de si le empecerán otros defectos nacidos ó venidos de dis- 
tintas, personas, Á eso es á lo que acabamos de responder que 
no, fundándonos en lo que constituye según nuestro juicio, el 
verdadero espíritu de las leyes castellanas. 


' ■ . ■ '/ 


f . m LU.L TOMO PRIMERO. 

„,;v: ' ■■■■■ - ■ ■■■-> 

■ ■ -j t 

• H í 

>' , , ' ■ ' ■ ■ ■ ■ ’T 

- > 'Oíiiiíú : 1 " . 

;>?q> ■■ 

ViM; t . 

, y -t. ■ ' . i ■ 

• S! i; O* j J : ■ 1 1 , ■■■; 




INDICE. 


'■ T-*2Í> VíV-'f 
■ M’V" . JU ' Í 
•iri*A'lí ;n,l 

: MA-r • • 


Dedicatoria.. 

Prólogo 

Pragmática de la Reina doña Juana. ..... ’ ’ 

Comentario á' la Pragmática 

Ley primera. 

Comentario á la ley primera. .... 

Ley segunda. ’ ^ ' 

Comentario á la ley segunda 

Ley tercera 

Comentario á la ley tercera. t F 

Ley cuarta. * . . ..... 

Comentario á la ley cuarta 

Ley quinta 

Comentario á la ley quinta 

Ley sexta. 

Comentario á la ley sexta. 

Ley séptima 

Ley octava. . 

Comentario á las leyes séptima y octava 

Ley novena. ...................... 

Ley décima 

Ley undécima. - . , ...i . 

Comentario á las leyes novena, décima y undécima.. . 

Ley duodécima. . 

Comentario á la ley duodécima 

Ley décima tercia. ... 

Comentario á la ley décima tercia. . .......... 

Ley décima cuarta. ... ........... . ■ - + - 

Ley décima quinta. , 

Comentario á las leyes décima cuarta y décima quinta. 

Ley décima sexta ■ - 

Comentario a la ley décima sexta. ........... 


INDICE. 


jLfiy declina séptima. . - . - . . 

Comentario á la ley décima séptima.. . . 
Jjcy décima octava. ■ ■ + ■ . * . ► . . « . 
Comentario á la ley décima octava. . , . 
■Ley décima nona. 

Comentario á la ley décima nona. . , r , 
Ley vigésima ....... „ ... ► . , , 

Comentario á la ley vigésima. ...... 

Ley vigésima primera 

Comentario á la ley vigésima primera. . 

Ley vigésima segunda 

Comentario á la ley vigésima segunda. . 

Ley vigésima tercera r 

Comentario á la ley vigésima tercera. . . 

Ley vigésima cuarta . 

Comentario á la ley vigésima cuarta.. . , 


Páginas 

245 

Id. 

272 

Id. 

278 

Id. 

287 

Id. 

295 

Id. 

305 

Id. 

327 

Id. 

329 

Id. 



, f ‘ ■ 
■' i . 


Ví I V 


* í 1 , 
■-'V-i. ■■ 





i 





29 

31 

propio. . , ► , . 

mismo 

38 

21 

códigos.. .... 

códigos* recopilaciones 

87 

22 

admittis 

admittit 

92 

24 

testameuto. . . . 

testamento 

105 

2 

LEY SÉPTIMA. { 

LEY SÉPTIMA. 

(L. 2. a , tít. 20.°, Lis. X, Nov. Rec.) 

4 

Id. 

5 

LEY OCTAVA. { 

LEY OCTAVA. 

(L. 2. a , TÍT. 20.°, lib. X, Nov. Rec.) 


■